Aquella mañana me desperté como de costumbre, solo. Me levanté y fui a la rutina de cada mañana como aquella. Terminando la ducha, la vestimenta y, tras ella, el desayuno. Miré la hora y era perfecta para salir a caminar, aunque no saldría. Pensé que aquellos días, donde se recuerdan a los muertos, se valora más la vida y, aún más, los momentos que no sean vivido. Tal vez, nos inunda la sensación de algún me celebrarán a mí y me habrá quedado por vivir tantas cosas: un viaje a Oriente, una conversación imprudente, un beso robado y otro regalado, unos vasos de alcohol en alguna taberna de mal aspecto y mucha, mucha más agua toma y expulsada por los ojos.
El asunto es que esperaba el momento de salir a ver la vida de nuevo, mientras me dedicaba a un pensamiento de lo que me quedaba por vivir. Entonces, suena la puerta. Al segundo, entra ella. Tras dejar el pan y poner la cafetera, me grita: ¿Ya desayunaste? En el mismo tono, respondo con un monosílabo afirmativo. Vuelve a preguntar, ahora: ¿No vas a salir a andar? La misma respuesta monosilábica en tono elevado.
Salgo y pienso que lo triste de la muerte es no haber aprendido a morir, aunque hay algo más triste y es no saber si tras la muerte podremos seguir aprendiendo.