Érase una vez un sombrero, pero no un sombrero de una famosa película de Hollywood o del lejano oeste americano, si no uno de esos sombreros que cuentan historias a través de las líneas de sus costuras.
A sus veinte años había recorrido desiertos, playas de arena fina y gruesa; visitado ciudades encantadas y misteriosas; y sido testigo de encuentros fugaces, amores prohibidos y no correspondidos.
Sin embargo, pese a sus múltiples dueños y sus numerosas vivencias, aún se encontraba incompleto.
Sus arrugas mostraban la fragilidad del paso del tiempo y la añoranza de lo que una vez pudo haber sido.
Un día, cuando ese vacío le impedía casi respirar y el sentimiento de soledad le embriagaba, desapareció y en esa huida se dio cuenta de que no se encontraba solo realmente, que nunca lo había estado. Sintió por primera vez que era el sombrero más infeliz e ingenuo que había conocido a lo largo de su corta existencia.
Las gotas de lluvia de un día gris ocultaban sus lágrimas. Miró hacia un lado y allí estaba, una sombra que lo había estado acompañando todo el tiempo silenciosamente.
Al darse cuenta, sus arrugas dejaron atrás la soledad; cerró los ojos y tuvo el mundo a sus pies. Dejó de sentirse vacío para comprobar que lo mejor estaba por llegar, sólo tenía que aprender a observar la vida con otros ojos.