Hablar de fútbol.

Últimamente desayuno en la cafetería de la estación de Montmeló, lo necesito. Mi trabajo es absorbente. Lo realizo en un amplio escritorio perdido en una inmensa oficina, situado de manera que no veo a ninguno de mis 4 compañeros. Los oigo en sus quehaceres detrás de mí pero no es suficiente para menguar la intensa sensación de aislamiento que padezco.

A las siete de la mañana la estación de Montmeló está llena de trabajadores recios y vocingleros. Me gusta el ambiente, pero me siento desubicado. A ver, son mi gente, soy un obrero, como ellos, como lo fue mi padre y lo fue mi abuelo, pero hay un matiz que me aleja de ellos: ¡Sólo hablan de fútbol!  Ya sé que hay montones hombres y mujeres con más inteligencia y más estudios que yo que aman el fútbol, pero este representa un porcentaje relativamente pequeño en el conjunto de sus intereses, no, yo me refiero a personas que parecen no tener ninguna inclinación cultural más allá de la balompédica.

Todas las madrugadas esos tipos opinan con autoridad de los pormenores de la Liga, la Champions y no sé qué más. Hoy uno de los parroquianos habituales, un tipo con unos brazos tatuados que tienen el tamaño de mis muslos, pontificaba a voz en grito sobre la estrategia a emplear en no sé que partido y criticaba con fiereza lo mucho que se le paga a no se qué jugador del equipo rival, olvidando lo mucho que se le paga a los jugadores de su equipo del alma.

Mientras que intento no quemarme la lengua con el café hirviendo que me ha servido la camarera cuya camiseta ha perdido la batalla con su canalillo, también intentó que sus opiniones vociferadas no me impidan escuchar mi música con mis auriculares. Fracaso en ambos empeños. Mi lengua está escaldada y no puedo oír el más mínimo acorde debido al griterío. Las opiniones futbolísticas de taberna son como el reggaetón: parecen tener algún sentido sólo si se emiten a gran volumen y obligas a todo el mundo a escucharlas.

Pero así son las cosas el fútbol tiene éxito y este se debe, mi juicio, a tres factores:

Primero, es un juego extremadamente sencillo. No voy a explicar en qué consiste. Todo el mundo lo sabe. Además requiere de pocas cosas para emularlo, los chavales en los colegios pueden formar equipos de cuarenta jugadores, usar un montón de papeles atados con cinta americana y algo que delimite a modo de portería, desde unas rayas en la pared hasta dos ladrillos colocados a una distancia arbitraria y ya tienes un partido de fútbol, que por cierto puede durar los escasos minutos del recreo o todo un día de excursión en el monte. (En mi colegio así lo hacíamos)
Segundo, el fútbol es extraordinariamente democrático. Hay sitio para todo tipo de hombres. Bajos como Messi o gigantes como Piqué (Este ejemplo ya lo he usado creo) todos tienen su sitio y su cometido. No hay que ser obligatoriamente muy alto como en el baloncesto, ni muy pequeña como la gimnasia rítmica ni de buena familia como el tenis o el esquí.
Pero sobre todo lo que hace al fútbol el deporte rey es sin duda que cualquiera puede ser un experto o al menos considerarse como tal.
Puede que tu mayor logro estratégico haya sido en el dominó, pero te sientes capacitado para corregir y aconsejar, ex cátedra, al más laureado de los entrenadores. De igual manera tu máxima actividad física puede ser el recorrer la distancia entre la nevera y el sofá, pero exigirás a gritos proezas sobrehumanas a tus jugadores favoritos a los que llamarás gandules o peseteros al menor síntoma de flaqueza.

No me gusta el fútbol como espectáculo y no es por razones intelectuales, yo soy tan primario como esos hombres de la estación que terminan sus desayunos de bocadillo de panceta con un carajillo de anís; es que estoy resentido porque mis compañeritos del colegio no me dejaban jugar por lo malo que era debido a mi asma crónico. En esa época supe lo que es odiar y el fútbol se convirtió en el fetiche de mi odio.

Me pasé la E.G.B. jugando a papás y a mamás con las niñas que, en esa época se ajustaban a fuertes clichés y querían una figura paternal en sus juegos. Mis recreos se convirtieron en comidas imaginarias que ellas preparaban en sus cocinas de pega y que me servían en diminutos platos con sus correspondientes diminutos cubiertos incluyendo los no menos imaginarios cafés en tazas microscópicas, que yo debía fingir tomar con gran deleite. Alguna vez me tocaba compartir el papel de papá con el pobre desgraciado al que le ponían una de aquellas ortodoncias con alambres que sobresalían de la boca a modo de andamios faciales lo cual contribuyó todavía más a la raigambre del trauma que, hoy ya cuarentón, todavía tengo con el fútbol.

Odié el fútbol pero aprendí a querer a las mujeres a las que siempre agradeceré que al menos me aceptaran en sus juegos. Ellas me encontraban adorable en contraposición a los brutos que ocupaban todo el patio con sus interminables partidos. Bueno, eso duró hasta que llegaron a la pubertad entonces encontraron adorables a los brutos futboleros y se olvidaron de mí, pero bueno se lo perdono.

Creo que para odiar el fútbol hablo mucho de él en este mi blog y reconozco que sé del tema mucho más de lo que se entrevé. Así me lo hizo notar una mujer de mi pasado de cuyo nombre no quiero acordarme y muy forofa del deporte rey, comentándome altanera:

– Para no interesarte entiendes mucho de fútbol.

A lo que yo contesté y contesto ahora a mi propia pregunta:  No me interesa el fútbol pero si me interesa mi entorno social y cultural. Y mal que me pese, el fútbol forma y formará parte de él hasta que el circulo se cierre el día de mi muerte.

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