Fuego nocturno

La lluvia caía con intensidad sobre la esplendorosa ciudad de Zin-Azshari. Una figura encapuchada se hallaba de pie frente al hogar de una de las familias más influyentes del lugar, esperando respuesta tras llamar a la puerta. Había oscurecido más de lo deseado, pero aun así allí estaba. La puerta se abrió lentamente y tras ella apareció un elfo de avanzada edad y cabellos canosos. Miró a la joven de forma inquisitiva y ésta dudó, tomándose unos segundos antes de contestar.
—Soy Keldara Lunarcana. Lord Farelar espera mi llegada.
El sirviente abrió el portón por completo, haciendo un ademán para que la joven altonata entrara. Cuando al fin estaba a resguardo de la lluvia, se quitó la capa que Soroinel se encargó de colgar en un elegante perchero. Los ojos de Keldara observaban el recibidor mientras se peinaba sus níveos cabellos con los dedos, descendiendo por su espalda como si de una cascada se tratara. Soroinel se acercó hasta ella para guiarle a través de los pasillos de la torre y caminaron en silencio por ellos. Si bien la familia de Keldara gozaba de buena posición, existía un abismo entre ellos y los Sombraeterna. Días antes, en la fiesta que Lord Shalanor había celebrado, sus padres la habían vestido para que deslumbrara a su hijo y poder casarla con él. Sin embargo, los planes de Heralath Lunarcana no habían salido como él planeaba, por lo que la prometieron con un hombre de mejor posición que ellos, aunque no gozara de la influencia que poseían los Sombraeterna. Recordar aquello entristeció el corazón de la joven, quien a sus dieciséis años quería disfrutar de ser libre y de su juventud, no ser entregada a alguien dos milenios mayor que ella. Sin embargo, mientras caminaba siguiendo los pasos de Soroinel, decidió alegrarse con lo que le había llevado allí. La tarde anterior se había cruzado con Farelar, quien para su edad era un arcanista muy bien dotado aparte de ser un joven con un gran atractivo. Aunque la conversación con él fue breve, Keldara había sido invitada a visitar su biblioteca personal para poder tomar prestados un par de libros por los que sentía cierta curiosidad.

Soroinel se detuvo frente a una de las puertas de un inmenso pasillo y la abrió de par en par.
—Esperad dentro, por favor. Mi señor os atenderá en seguida.
Keldara entró en la habitación y escuchó cómo el anciano sirviente cerró el portón. El lugar estaba casi a oscuras, pero aun así la joven pudo vislumbrar la estantería repleta de libros y escritos que a un lado había. Con un elegante gesto de una de sus manos, las velas de la sala se encendieron e iluminaron todo a su alrededor. La joven estudió con la mirada aquel lugar. La cantidad de libros que había llamó su atención; no era raro que Farelar fuera tan talentoso con las artes arcanas. La altonata habría jurado estar en su sala de estudio, pero pronto se percató de que aquellos eran los aposentos del joven Sombraeterna. Observó con detenimiento la decoración hasta que sus ojos se posaron sobre alguien.
—Os ruego me perdonéis, no sabía que estábais aquí.
Farelar se hallaba sentado en un rincón y había estado observándola desde el primer momento. Se puso en pie, negando con la cabeza para restar importancia al comentario de la joven. Se acercó y la observó detenidamente, a un palmo de ella. Portaba un vestido azulado de pronunciado escote que dejaba la espalda al aire.
—Tengo el libro que necesitáis, pero podéis echar un vistazo a los demás por si os interesara algún otro.
El altonato hizo descender uno de los libros usando sus dotes mágicas mientras que Keldara se volvió hacia la estantería. Ojeó los títulos de los libros de la estantería con rapidez hasta que notó unos suaves dedos deslizándose por su espalda desnuda. Desconcertada, se volvió hacia el elfo, quien la miró impasible. Se preguntó para sus adentros si era tan evidente que aquel joven le atraía, y un impulso hizo que rozara sus labios con los suyos. Las hábiles manos de Farelar no dudaron en desabrochar los pequeños botones del vestido, el cual se deslizó lentamente por el cuerpo de la mujer, dejando al descubierto su desnudez. Contempló cómo sus mejillas se ruborizaban y se cubría los senos con los brazos cruzados, esbozando una sonrisa antes de besarla mientras acariciaba su piel lentamente. La cogió en brazos y la dejó con delicadeza sobre las sábanas de la cama para desnudarse él después, dispuesto a poseerla. El sonido de las gotas de lluvia contra el cristal se vieron acompañados por profundos suspiros e intensos gemidos de placer.

Keldara no veía el momento de regresar al hogar de los Sombraeterna. Devoraba los libros que Farelar le prestaba con avidez con tal de volver a sentir el calor de sus brazos. Sabía que aquello no podía durar. Se acercaba el día en que debiera unirse a Ithilior, el hombre con quien la habían prometido sus padres. Tenía la certeza de que él jamás sería bueno con ella, que jamás la habría tratado con la delicadeza y la pasión que el joven mago había empleado. No se equivocaba. Sin embargo, lo que no se imaginaba es que la vigilara y sospechara que yacía en el lecho de otro hombre. La última noche que Keldara visitó a Farelar y que se entregó a él, fue la noche en que Ithilior decidió tomar por la fuerza lo que era suyo. Avergonzada por las marcas que el altonato había dejado sobre su piel, mandó a su criado que devolviera al hijo de los Sombraeterna el último libro que este prestara a la joven. En él se hallaba una nota en la cual se disculpaba por no poder acudir y que aquella aventura había llegado a su fin, aunque secretamente muy a su pesar.

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