Los Guerreros de Siam o Guerreros de Terracota son uno de los monumentos chinos más conocidos después de su maltratada y agonizante Muralla. 8000 fantasmas de terracota que se crearon para ensalzar la violencia sórdida, pura, dura y eterna de uno de los primeros dictadores que conoció la historia, el primer Emperador de China, el ensalzado y adorado Qin Shi Huang. Descubierto en el año 1974 del siglo pasado y Patrimonio de la Humanidad de la Unesco, el conjunto histórico y artístico de Siam oculta 8.000 rasgos físicos diferentes, reproducciones exactas de la fisonomía y la musculatura de miles de personas diferentes, una forma de plasmar la realidad que, según las últimas investigaciones arqueológicas, es imposible que dominaran los artistas chinos del año 219 antes de Cristo. ¿Quién esculpió a los Guerreros de Siam? ¿Qué artistas consiguieron entrar en aquel reducto oriental cerrado a cal y canto para preservar su pureza? Recuerdo la primera visita que hicieron estos chinos inanimados a la capital de España, hace ya unos cuantos añitos. Yo entré en la exposición casi por casualidad, me sobraban unas cuantas horas entre vuelo y vuelo, me había hartado de dar vueltas en una tarde gris y fría y, francamente, me llamó la atención poder ver algo gratis en Madrid. Era una tarde de entre semana, a una de esas horas tontas en las que ni los niños han tomado todavía las calles, ni los abuelos han terminado de ver esa novela con la que van prendiendo los días. Estaba casi sola en la sala y, así, tuve oportunidad de acercarme a menos de dos palmos de una de esas figuras marrones, erguidas, con rasgos tan humanos que apetecía tocarles a ver si cobraban vida como en esa película titulada “Noche en el Museo“.
Unos años más tarde, ayer mismo, estuve viendo un interesante reportaje firmado por National Geographic. Hablaban de los Guerreros de Terracota desde un punto de vista completamente diferente al habitual: ¿quién los había esculpido? Yo, como casi todos los aficionados al arte y a la historia, sabía que esta colección de esculturas se había construido para llenar el mausoleo de un emperador cobarde que no se atrevía a cruzar solo la famosa laguna que separa la vida de la muerte. Un capricho imperial del que se habrían hecho cargo, suponía yo, los artesanos chinos de aquella lejana era. Pues no.
El reportaje explicaba con pelos y señales que era completamente imposible que los escultores chinos de entonces replicaran el cuerpo humano con tal grado de maestría. Señalaban rasgos inauditos como la musculatura de las piernas, la estructura ósea bajo las vestimentas, la forma exacta de nariz, ojos y orejas con sus arrugas correspondientes…
¿La conclusión? La China de aquel entonces no era una fortaleza nacional cerrada a cal y canto durante miles de generaciones. Aquella primera realeza china sabía lo que quería: inmortalizar su poder más allá de la muerte; y también sabía que tenía que abrir su mente y su país a los artistas griegos para conseguirlo. En aquel entonces el poder valoraba a los artistas y utilizaba las obras de arte para inmortalizar su paso por el mundo. Ahora, en el avanzado siglo XXI, miles de poderosos terroristas asesinan gente y arte solo por el placer de hacer sufrir a los paganos que insultan a su “Profeta”. Triste.