La fotografía que hemos elegido para ilustrar los últimos días de este largo mes de enero muestra el atardecer en uno de los parajes más bonitos del mundo: el Valle de Atacama, más conocido por los amantes de los viajes por el poético sobrenombre de “Valle de la Luna”. El Valle de la Luna está situado muy cerquita del pueblecito chileno San Pedro de Atacama, el lugar más próximo donde coger fuerzas antes de adentrarnos en el paraje yermo, desértico, ardiente y único en el mundo como es el Valle de la Luna. Tras un refrigerio y un poco de charla, partimos de San Pedro de Atacama cargados de mochilas, cámaras de foto y de vídeo, teléfonos móviles con poco o nada de cobertura, un montón de cremas para el sol, litros y litros de agua y, lo más importante, muchísimas ganas de fotografiar ese ocaso ardiente que los guías turísticos habían calificado de indescriptible. Los lugareños nos habían aconsejado que tomáramos un viejo camino que sus abuelos, bisabuelos y tatarabuelos habían creado con sus propias huellas de pasos, el camino de Calama, la “Capital Minera de Chile”. Si no abandonábamos ese sendero ancestral, recorreríamos en pocas horas esos doce o trece kilómetros que separan San Pedro del Valle de la Luna, el destino de nuestro paseo y protagonista eterno de amaneceres y ocasos.
El paseo por esos parajes tristes, esas tierras que minaron la salud y las fuerzas de aquellos conquistadores hispanos es tan duro como nos advirtieron. Pero no solo es duro caminar sobre esa tierra resquebrajada y sedienta de agua; es duro avanzar por un yermo polvoriento, inaprensible, tan antiguo como esa luna que da nombre al valle. Por supuesto, llegamos a nuestro destino. Por supuesto, hicimos una de esas fotos en rojo fuego que alegran el corazón en los días tristes. Pero también, y por supuesto, nos sobrecogimos una vez más por todo el ancho mundo que aún nos queda por recorrer y visitar, un mundo aparentemente yermo que cobra vida cuando siente las huellas de un nuevo viajero.
Redacción: Marta Barrero. MARAVEGA Comunicación.