Seguro que estarás de acuerdo conmigo en que uno de los aromas que nos recuerda otoños pasados es el de las castañas asándose lentamente. Esos pequeños frutos del castaño - que no son frutos, sino semillas- fueron en su día las golosinas de los niños al salir del cole, el nexo común de miles de parejas que paseaban su amor en las tardes frescas de octubre y noviembre, el cucurucho calentito que te decía sin hablar que te aguardaban muchos días y noches sin el sol ardiente de las vacaciones de verano. Durante varios años las humildes castañas fueron denostadas a favor de las crujientes pipas que dejaban el suelo perdido de cáscaras, de esas gominolas de fantásticos colores y peores sabores, de las dulzonas barras de chocolate que con los años fueron modernizándose y adoptando nombres impronunciables… En esos años, quizá décadas, esa humilde semilla que nace de dos en dos del fruto del castaño fue etiquetada como merienda de pobres, como ese picoteo de media tarde de los que no podían permitirse invitar a la novia al popular chocolate con churros.
Ninguno de los pudientes se planteaba ni por asomo pasar la tarde en el bosque respirando aire puro y llevándose a casa, de propina, una cesta llena de esos marrones manjares. Aquellos paseantes humildes de entonces disfrutaban de todo el proceso de la castaña, disfrutaban del paseo, del aire puro, de la expectación por buscar ese filón oculto bajo las hojas y, por supuesto, disfrutaban del dulce olor que desprendían las pequeñas joyitas al asarse lentamente al calor de la lumbre.
Hoy no es así, la castaña ha vuelto a encumbrarse en la gastronomía más reputada. Los restaurantes que lucen orgullosos sus estrellas Michelín crean postres y guarniciones con la carne blanda y dulce de la humilde castaña, todo ello, claro, casi a precio de trufa. Si preferimos evitar la alta cocina y decidimos degustar media docena de castañas en uno de esos puestos callejeros que se han vuelto a poner de moda, la sorpresa monetaria no es menor. Parece mentira que una simple, deliciosa y otoñal castaña pueda costar, que no valer, uno o dos euros la unidad. Pero quizá merezca la pena, quizá pelar y degustar una deliciosa castaña asada sea uno de esos placeres otoñales que no deberíamos dejar de disfrutar.