EL VALLE DE LOS CAÍDOS

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Según la tradición, Azrael fue el único en cumplir la misión encargada por Dios de traerle un puñado de tierra para crear a Adán, y de esta manera se ganó su título como Ángel de Muerte. Se cuenta que Azrael guarda los rollos de pergamino en los que están escritos los nombres de toda la Humanidad; en esos rollos, los nombres de los condenados están encerrados en un círculo negro, mientras que los nombres de los afortunados o buenos, están rodeados de un círculo luminoso. Cuando se acerca el día de la muerte de una persona, una hoja con su nombre escrito en ella se cae del árbol bajo el trono de Dios. Después de transcurridos cuarenta días, Azrael (o alguno de sus múltiples servidores, pues como todo arcángel no está solo, y tiene una multitud de ángeles a su servicio), es el encargado acompañar el alma del individuo, desde su cuerpo sin vida hacia su destino final. En otras palabras, él y los suyos acompañan a toda alma desencarnada, bien hacia el Cielo o bien hacia el Infierno. Por todo ello, Azrael será el último ser en morir.

Para meditar ………………

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 El autobús enfiló la última vuelta hasta llegar a la explanada, aquella misma que  me recibió en el 68 durante el gran viaje de 28 días por el país y que nos dejó un oh helado en la boca ante las dimensiones desmesuradas del lugar. Quizás nunca el mármol se adaptó mejor a la configuración del terreno como lo es este polémico y gigantesco monumento.

Su historia ya de por sí lleva polémica, entre quien lo hizo y por qué, cosa que dejamos para las opiniones de los que nunca dejan descansar a los vivos  ni a los muertos. Lo hecho, hecho está y ya  no hay más. De modo que la inmensa cruz que deja atónito hasta los mismos no creyentes calla, enmudece y guarda los secretos, los gritos enmudecidos por la pena de muchos años y quizás el ruido de grilletes mentales y físicos. Pero todos quedan prendados ante las alturas, el tamaño, las dimensiones de todo en este sitio especial y para los aficionados hasta esotéricos que aman  buscar signos escondidos en las roídas piedras hoy en día,  pues se nota ya el paso del tiempo, y las caras de los evangelista se ven blanqueadas como si las lágrimas del cielo fuesen de sal… sal seca que semejan chorros de pena. 

Y bajamos ante el éxtasis de la fachada principal donde Madre dolosa sostiene al muerto Hijo, una obra colosal que enloqueció la mente de Avalo. Poco a poco, ni siquiera hablar sujetos en el temor de que estamos pisando un suelo impregnados de sensaciones penosas, caída de muchos, llantos de otros, gloria de unos pocos, muerte para todos.

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Y pasada la puerta colosal, dejando impregnada la imagen de su entrada con la gran cruz coronada, nos sumergimos en una oscuridad doliente, un halo de luz indirecta que está escondida en los pocos adornos ornamentales…. Las imágenes son un llanto más, una colosal firma de un escultor que como Miguel Angel, enloqueció entre la grandeza de sus pasiones y la mano que hacía el milagro. El pasillo que nos lleva hasta el altar mayor se dividió en dos por una reja, quizás para no retar en dimensiones al primer templo de la cristiana y católica Roma. De este modo, dos ambientes en la misma dirección para llegar hasta la cruz suspendida en la oscuridad buscada por luces que  no quieren alumbrar, con miedo a darse luz una a las otras, la cruz flota en el ambiente, levita entre la fe y el dolor. Cuatro dolientes guardan el misterio en hierro corroído por el tiempo.

Hay que hacer esfuerzo para ver la cara de los que velan el sueño de los muertos, pero uno en particular entre estos cuatro, es la pasión de  mis desvelos. Quiero imaginar su rostro pero desde todos lo oculta, tan bien estudiado que jamás se puede ver su rostro ni con el flash de la máquina. Los paños que caen sobre si mismo, se ondulan, juegan o bailan de tal modo que hacen casi de sudario porque no está bien claro si refleja un vivo o un  muerto.

Y el ambiente se hace denso cuando llegamos al altar serio, lleno de sencilla decoración, dejando a un lado la cruz que levita y los cuatro ángeles custodio, nada más, simplemente nada más. Dejamos ansías de hacerse notar, historia o testigos buenos o malos. El monumental en piedra es digno de ser admirado, adorado y venerado como una obra descomunal como muy pocas hay en el mundo hecha de mano humana.

Y pasamos al convento, el que guarda a los monjes que acomodan sus rezos a un lugar para la oración y atiende en su posada a alguien que quiere pasar unos días de meditación a la luz del mármol. Descomunal también su diseño y ese patio que brilla a la luz del sol. Y después de ver algunos contraluces que se dan entre los arcos, los árboles y la cruz de fondo nos encaminamos hacia ella con paso precipitado como quien va a hacer una ofrenda. Subimos los escalones mil veces pisoteados, críticos, gente de fe, mirones históricos y asombrados turistas en general. Y en ese balcón que nos da miedo, los cuatros evangelistas miran al horizonte, Juan, sin barba y Lucas también por expreso deseo de su imaginador. Sus mascotas preferidas, águila, león… la mirada perdida entre tanta grandeza y la cruz. Rompe el cielo, rompe el azul y las nubes, la cruz del valle es más que un monolito, es el final de la obra, el principio del camino, la meta o quizás el final de todo. Las vibraciones se hacen aquí más fuerte, Juan de deja tocar, tengo la misma dimensión que uno de sus dedos del pie derecho.

Y los libros en sus manos, escritos con dedo divino o quizás es lo que se pierde en el aire pesado de su balcón, balcón al infinito, que perdida tienen los evangelistas la mirada en su final… qué mirarán?

Y bajamos, bajamos hasta la explanada de nuevo, nos volvemos y prometemos lo mismo que la primera vez, volveremos porque hay que rezar al aire libre y aquí se puede hacer porque no se puede mirar al suelo, vemos más allá de las losas…. que hay bajo las losas?… no quiero saberlo.

DAMADENEGRO 21/11/2008 


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