Y he hecho lo que hace mucho tiempo que no hacía: leer tumbada en el suelo. Durante ese ratito he pensado muchas cosas. La primera que cuando me da el sol en la cara frunzo mucho el ceño y se me van a hacer unas arrugas muy feas. La segunda, que me duele y me disgusta terriblemente ver faltas de ortografía, lo cual me convierte en una pedante. La tercera, que debería dedicarle menos tiempo al móvil y más a los libros.
Mientras tanto he recordado el día que descubrí lo que es una biblioteca. No tendría más de seis años y estaba felizmente sentada en la puerta de casa de mis abuelos. Pasaba mucho tiempo allí con ellos, disfrutando del calor primaveral sin más. Mirábamos la gente pasar y mi abuelo le ponía mucho empeño en explicarme todo lo que sabía, como si alguna vez se nos fuera a acabar el tiempo. Y es que a mí me parecía eterno.
Un amigo mío con un libro gigante bajo el brazo y su madre pasaron por delante de nuestro portal, y de pronto yo, que nunca he tenido filtro, les pregunté que adónde iban. Descubrí en ese momento que yo también podía leer ese libro, devolverlo luego y coger otro. Sin tener que suplicarle nada a mi madre. Y es que también he sido muy amante de la libertad desde que tengo memoria.
Desde entonces mi abuelo y yo leíamos mucho en la comodidad del calor de la calle, y nos regalábamos libros. "Crónica de una muerte anunciada" fue el último libro que me regaló y lo guardo como un tesoro en mi mesilla de noche. Si se lee bien, hay mucho que sacar de él.
Cuando ha empezado a soplar el viento y a irse la luz, he recogido todo el campamento que había improvisado y me he metido en mi habitación. Llevaba mucho rato sin mirar mis redes y tenía varios mensajes pendientes.
Las flores no van a florecer si no se riegan y se cuidan y no se ponen al sol. Cariño y tiempo. Nunca el tiempo es infinito, y me sentí como Santiago Nasar con su camisa de lino blanco.