La mayor parte de pinturas representan escenas de brujería y de exorcismo, de locas supersticiones y de delirio; se trata del mismo mundo de lo irracional que ya había liberado en los Caprichos (serie de ochenta grabados que realizó entre 1792 y 1799) y que ahora, después de las enfermedades y de las crisis que le siguieron, se reviste en los aspectos más obsesivos. En las paredes de su casa, a su alrededor, Goya construyó unas imágenes de pesadilla, proyecciones directas e inmediatas de las más ocultas agitaciones del inconsciente.
La gran composición del Aquelarre, que se encontraba en uno de los dos lados más anchos de la sala de la planta baja, es sin duda el más impresionante del ciclo: la reunión de brujas, presidida por el diablo bajo la forma de macho cabrío, está llena de un terror supersticioso y de oscuros presentimientos.
En esta especie de furia pictórica que caracteriza a las “pinturas negras” y que se transforma en fragmentos de gran poesía, parece como si Goya quisiera culminar su misión como hombre y como artista.
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