Yo jugaba de niño en esa pequeña plaza y me encantaba. En el centro de la misma quedaba el borde petreo de lo que seguramente fue en su día una parterre lleno de hierba y flores que, por alguna razón, se malogró
Ese borde para un niño de los setenta podría parecerse a la empalizada de un fuerte o la cubierta de un barco. Los niños de esa época sólo necesitábamos un cerco de piedras para creer que estábamos en un castillo.
Por lo demás la plaza era un montón de arena polvorienta bordeada de plantas y algunos árboles que sobrevivían en una tierra mal regada y putrida, separada del resto por una valla de hierro oxidado que aún conservaba manchas de la pintura verde original. Ese verde tan feo y tan típico de los toldos de los suburbios de Barcelona.
Yo jugaba feliz sobre aquella inmundicia buscando lombrices para asustar a las niñas y despellejandome las rodillas cuando caía por tropezar con cuanto guijarro u hoyo me iba encontrando. A pesar de todo nunca me pasó nada grave. Nunca se infectaron mis heridas ni se agravaron mis taras congénitas ni me llené parásitos por jugar en aquel erial.
Sí tuve algún fastidio fueron el escozor del agua oxigenada que mi madre me aplicaba en las heridas y la decepción de que no usara mercromina. Escocía igual o más, pero era muy chulo llevar la piel manchada de su rojo intenso.
Hoy he vuelto a esa plaza, a mis 51 años, con la mascarilla puesta paseando en el horario que se me ha asignado para salir a la calle. El borde de piedra ya no está. En su lugar hay unos juegos infantiles de esos modernos, tan seguros y tan coloridos. No hay arena polvorienta, ni tierra putrida y las plantas están bien cuidadas.
Cuando era un crío embadurnado de polvo, con las rodillas heridas y abofeteado por niñas asustadas por lombrices, no quería marcharme de aquí, pero hoy, mejor regreso ya. No tengo necesidad de exponerme ni exponer a mis padres a la enfermedad. Creo que ya he tomado el aire lo suficiente.