En cuanto crucé el umbral nos vimos: él, de pie, no muy lejos, con las manos en los bolsillos de su impecable traje de lino blanco, vigilaba la puerta.
Avancé contoneandome, acompañada por su sonrisa segura, que acariciaba mis caderas, mientras a nuestro alrededor, el resto de la gente desaparecía.
-Estás impresionante- susurró sujetándome la mano.
Y le creí, porque sus ojos, como los míos, derrochaban deseo y admiración.