Saramago terminó la novela en el año 1953, pero su manuscrito fue rechazado por la editorial. O mejor dicho, ignorado. Nunca recibió una respuesta, aunque tampoco la esperó. Según su esposa, Pilar del Río, se sumió en un silencio absoluto y doloroso con respecto a Claraboya.
José Saramago dijo «No se publicará mientras esté vivo» y así fue. Claraboya no vio la luz hasta octubre de 2011. Aunque en 1989, con tres novelas en su haber y una cuarta en camino, el editor que la había recibido años antes la redescubrió y le pidió permiso para publicarla. Saramago se negó. Siempre mantuvo su postura.
Tal vez la humillación y resentimiento fueron demasiado grandes y nunca los pudo superar. O tal vez sintió que esta novela —bastante más convencional que sus siguientes trabajos significaría un retorno innecesario al pasado.
Claraboya, además de ser interesante por sí misma, es el eslabón que faltaba para comprender la evolución de la brillante y tan característica narrativa de Saramago.
El libro nos transporta a un edificio de clase media- baja de Lisboa, Portugal, en el año 1950. Con una narración a la vez melancólica y mordaz, nos muestra los pormenores de la vida de los 15 habitantes de 6 hogares.
Todas las vidas son difíciles. Todas requieren mucho trabajo. A veces es trabajo en su sentido más puro y físico, a veces es solo el esfuerzo emocional que lleva habituarse al propio sufrimiento.
Esta obra refuerza el concepto de que dentro de cada hogar hay un mundo y la claraboya se convierte en ese elemento que nos permite conocer parcialmente lo que sus habitantes esconden, lo que anhelan y lo que sufren.
El autor por momentos hace referencia a la sexualidad. A la sexualidad de la que no se habla. La sexualidad que se expresa en términos de vicio, en la entrega a los instintos más bajos del ser, el deseo prohibido y la vergüenza que todo esto acarrea. Tal vez por eso no fue publicada en aquel lejano año 1953.
Las hermanas solteronas que velan por su madre y su tía mientras se resignan en silencio a la falta de satisfacción amorosa y sexual, son personajes a los que Saramago confiere compasión sutil y significativa.
Lidia, la mujer mantenida por su amante aparece bajo una luz de respeto distante, que no se condice con la actitud de sus vecinos que no dudan en censurar su conducta, aun cuando no saben si ha hecho algo que merezca su censura. Lidia desafía la moral de la época, mientras su amante y benefactor no es juzgado —y en ocasiones es presentado como un ser digno de respeto—, ella sufre en silencio. Disfruta su vida, y tal vez esa sea su cruz.
El matrimonio en la mayoría de las viviendas es una institución bastante deteriorada. Es el centro de la vida misma, y es la raíz del desprecio. Anselmo y Rosario, Emilio y Cármen, y el caso de odio marital más violento y extremo que hayamos visto; el vicioso Caetano y la débil Justina.
Silvestre —el zapatero cuya historia abre y cierra la novela—, Con su matrimonio amoroso, con sus conversaciones con su inquilino es tal vez el personaje más fuerte. El protagonista, si se quiere. El machismo, la mentalidad patriarcal, la mala voluntad y la tendencia a odiar que marcan a los demás hombres, son males menores, o inexistentes en la figura de Silvestre. Filosófico, paternal y trabajador, lleva el hilo conductor en algunas de las cuestiones más importantes que plantea el autor.
Siempre digo que hay dos tipos de novelas básicamente. Las que se valen de una historia atrapante, y las que valen casi exclusivamente por lo que nos hacen sentir. Claraboya pertenece al segundo grupo, sin dudas.
A través de la cotidianeidad, nos plantea interrogantes sobre la vida, para las que los personajes tampoco tienen respuestas. Hay un tono melancólico que se desprende a lo largo de la narración. Imágenes comunes, pero poderosísimas y evocativas, que nos hacen sentir. Sentir mucho.