Y más a menudo de lo que debería, el resultado siempre es demasiado natural. Tanto, que la excesiva cotidianidad del mismo hacen que las fotografías pasen muy desapercibidas. Casi como si hubiesen sido tomadas sin querer. Casi como la prueba, antes de hacer la buena. Como la que acaba borrada.
Esta noche me ha pasado algo similar. Llego a casa, después de una cena con amigos y unas cuantas partidas de parchís. Entro tarde y todas las luces están apagadas. Todo el mundo está durmiendo. Y entro de puntillas, muy despacito, a tientas. Cuando consigo subir las escaleras me dirijo hacia mi habitación y abro la puerta, también a oscuras. Mi habitación en la que ya no suelo estar, y en la que duermo sólo cuando estoy de visita. En la que ya no queda casi nada de mí. En la que todo me parece lejano o vagamente soñado.
Ya no tiene nada de especial ni tampoco la siento muy mía. Estoy de paso y reparo poco en ella. La maleta sigue en el suelo sin deshacer y ya casi estoy a punto de marcharme otra vez, pienso. De hecho, esta tarde me he marchado temprano y he olvidado cerrar las persianas. La luz de la luna entra con mucha fuerza y aterriza en mi suelo iluminando mi camino. Saco entonces mi móvil sin apenas batería e intento hacerle una foto pero por alguna extraña razón, no se ve nada.
No acabo de entender cuál es el motivo que me impide capturar este tonto momento que a mí me parece tan bonito. Cuánta luz. Qué blanca. Me descuelgo del tiempo y del sueño que me aguarda, y me quedo embobada mirando por la ventana. La luna es como un foco de un teatro y apunta directamente aquí, como lugar privilegiado. Me meto en la cama y sigo mirando el suelo, esperando que aparezca algo en este escenario improvisado con luz cenital.
Y pienso que las cosas tan efímeras no necesitan tanto ser fotografiadas. Merecen ser vividas.