Imaginemos Sant Cugat del Vallés allá por el siglo IV antes de Cristo. Apenas un par de casas en las faldas de la sierra de Collserola, poco más. De repente llegan los monjes visigodos y deciden que es el lugar perfecto para fundar un monasterio, machacando los restos de un campamento que había levantado la decadente y depravada Roma. A su alrededor, y atraída por la creciente riqueza del cenobio, empieza a asentarse una ingente cantidad de nuevos pobladores que en poco tiempo forma un núcleo que se desarrollará hasta convertirse en villa. A lo largo de los siglos sigue creciendo la prosperidad de esta pequeña urbe por la que obligatoriamente había que pasar para ir de Tarrasa a Barcelona.
Frente al imponente monasterio se levantó una nueva ciudad, y su centro, y punto de partida de los caminos que de ella salían y que a ella llegaban era la Plaza de Octaviá.
Está formada por varias calles que hoy nos regalan una muestra de la arquitectura a través del tiempo, como los porches de la calle Mayor, o la maravillosa Fábrica de Cerámicas de Arpi, que no sólo era sede de la manufactura y vivienda del propietario, sino también una preciosa y útil valla publicitaria, ya que su fachada venía a ser un catálogo y muestrario de las piezas de cerámica que se fabricaban en su interior.
Con este precioso marco, cuya joya de mayor valor es la preciosa vista del monasterio enmarcada por el espacio que fue huerto y hoy plazoleta y antesala de la abadía, lo que obligatoriamente debemos hacer es disfrutar de la multitud de bares de tapas y restaurantes que pueblan el cuadrilátero. Una oferta gastronómica medieval basada en los platos del libro de costumbres del siglo XIII del monasterio de Sant Cugat, con recetas originales adaptadas a la cocina actual y como no, con los mejores ejemplos de la cocina tradicional y más innovadora de Cataluña.
Pero la plaza también es centro de la siempre bullente actividad intelectual y cultivada de los habitantes de la ciudad, alimentada por la cercana Universidad Autónoma de Barcelona que ha desplazado la preponderancia de la villa como destino vacacional de los barceloneses en favor de una más erudita visión de la vida.
En la plaza se respira aromas de cocina de siglos y se escucha el diálogo de las mentes alimentadas por un espíritu inquieto y sabio.
La fe convertida en obra de arte
En un país tan católico, religioso y fervoroso como España, las muestras de fe por todo el territorio nacional son incontables. Monumentos grandes y pequeños, de piedra o madera, frescos que cubren un ábside o grandes retablos de intrincadas formas...Todo es posible en la hipercatólica y piadosa nación nuestra.
Por ello no es de extrañar, que con mucha frecuencia encontremos maravillas que llamen nuestra atención de manera especial, como la que nos ocupa hoy, que se encuentra en lo que fue en su día el huerto de los monjes del monasterio de Sant Cugat.
Para empezar debemos saber que una cruz de término (también llamada humilladero) se levantaba en principio para marcar la entrada de las ciudades, en las vías que llevaban a ellas, para que los viajeros se postraran a sus pies y dieran gracias por haber sobrevivido sanos y salvos a los peligros de los caminos, entonces llenos de asaltantes, lobos y otros seres poco recomendables Muy sencillos al principio, poco a poco fueron evolucionando hasta llegar a ser auténticas obras de arte gótico y renacentistas que aumentaban la fama de los canteros que las labraban. Como podemos ver en ésta, los escalones de la base invitaban a arrodillarse y rezar, dirigiendo nuestros ojos hacia lo alto, pudiendo enviar nuestras plegarias hacia el Cristo crucificado o a la Virgen María, según nuestras preferencias o la cara de la cruz labrada que miremos.
Hay que decir que esta de Sant Cugat fue colocada aquí, después de haber señoreado un importante cruce de caminos durante varios siglos, justo al acabar la Guerra Civil, no se sabe si en un intento de encerrar todo lo religioso en un recinto para protegerlo o para apartarlo de la vista de los Republicanos.
Ahora, perdido parte de su valor religioso, es testigo cada año del baile de Paga-Li Joan, que se remonta al siglo XVIII y levanta autenticas pasiones en todo aquel que acude a las Fiestas Mayores de San Pedro.
La ciudad del monasterio
Hundiendo sus raíces en el lejano siglo IV, y estrangulando los restos del que fue campamento romano conocido como Octavianum, nació el que es hoy en día uno de los más hermosos monasterios de Cataluña.
No tuvieron tanta suerte los monjes visigodos que lo fundaron, ya que fueron pasados a cuchillo por los árabes un par de siglos después, aunque el alma del monasterio resistió, y tras la reconquista sirvió de base religiosa e incluso militar para ir repoblando espiritualmente las tierras catalanas, fundando otros pequeños cenobios que dependían directamente de él.
Su poder fue inmenso e inmensos también sus dominios, por lo que atrajo a una multitud de fieles y medrosos en busca de trabajo a cambio de comida o dineros de la iglesia.
Esa riqueza de la que hablamos fue el instrumento para levantar el edificio que hoy podemos contemplar, un magnífico ejemplo del románico al gótico que engloba un claustro, una espectacular iglesia y varias dependencias capitulares, todo ello protegido por unas enormes murallas y torres de defensa.
Si espectacular resulta rodear el edificio y admirarse ante este convento que más parece un castillo, nuestro ojos vagarán sin rumbo por las maravillas que ofrece la fachada principal del templo, con un rosetón de ocho metros de diámetro que se cuenta entre los mayores del mundo.
Magnífica también su torre de campanario cuya vista, casi completa, se puede disfrutar desde la Plaza de Octaviá, que era el antiguo huerto de los monjes y hoy es una tranquila y sosegada plaza.
Una obra maestra que nos espera en Sant Cugat del Vallés.
El corazón de la Manchester catalana
Como en muchas otras ciudades catalanas, la poderosa y potente industrialización de finales del siglo XIX y principios del XX trajo un caudal de ganancias e inversiones hasta ese momento nunca vistas en Sabadell. Los ahora omnipotente empresarios de la ciudad repartían su tiempo entre luchar contra la infinidad de conflictos obreros y levantar nuevos edificios que dieran más lustre a su familia y engrandecieran el nombre de su urbe.
Por eso decidieron renovar lo que en su día fue la Plaza Mayor, amurallada y núcleo de la Sabadell medieval, para convertirla en un elegante paseo, al estilo de los que ya embellecían ciudades como Barcelona o el siempre espejo de París. Y la verdad es que lo consiguieron, ya que el amplísimo espacio que consiguieron tras derribar las antiguas casas y edificios que amenazaban ruina en 1946, bien puede compararse a esos grandes bulevares (en versión un poco más modesta) de los que pretendía ser reflejo.
Un gran muestrario de varios estilos y épocas de la historia de Sabadell lo constituyen edificios como la Casa de la Vila o la Iglesia de San Feliu en un florido y hermoso neogótico que sustituye a una anterior quemada hasta los cimientos durante la Semana Trágica.
Ahora, recién finalizadas las obras que durante años hacían imposible disfrutar de este maravilloso entorno, es el momento de acercarnos a Sabadell para conocer un poco más del maravilloso patrimonio urbano de esta " Manchester catalana".
Dinero y modernismo
Antes de que llegara la fiebre urbanística sin razón y sin gusto que se apoderó de España con la aparición del progreso y la era moderna y que parece que aún se resiste a abandonarnos, los edificios eran obras de arte en si mismas, a veces con un hilo conductor de tipo cultural o religioso y otras simplemente debidas al buen gusto del mecenas la institución que ordenaba levantarlos.
Eso es lo que ocurrió con la sede de la Caixa de Sabadell, localizada en pleno barrio histórico, que goza de una salud estupenda gracias a las continuas obras de mantenimiento y la savia humana de la que parece nutrirse.
Seguro que con esa idea de perdurabilidad la concibió, a principios del siglo XX, Jeroni Martorell. Una maciza fortaleza para una caja de ahorros, que otorgara imagen de seguridad, confianza y al mismo tiempo tuviera un componente artístico que suavizara ese carácter frío y racional que debían y deben tener los bancos.
Para ello construyó un edificio de líneas rectas en su estructura pero pleno de alegorías y florituras que acogiera la sede del banco, una biblioteca y un salón de actos para la siempre inquieta y culta sociedad de Sabadell.
Las columnas y capiteles se adornan con temas vegetales, florales y figuras que representan empleos tradicionales, como el segador, el panadero, la campesina y la encajera, la costurera,la hilandera, el alfarero y el forjador. El frente busca impresionar con figuras más grandes, motivos simbólicos de la hucha y el libro, que representan el ahorro y la cultura, el trabajo y la virtud.
Curiosas son las gárgolas en forma de langosta e impresionante el trabajo de forja de las rejas de ventanas y puertas.
Está comprobado pues, que la belleza no está reñida con la seriedad y la austeridad, ¿verdad?.
Cuando la ciudad era pueblo
No siempre la ciudad de Sabadell fue la gran urbe que se nos presenta en el siglo XXI. En el pasado el lugar era un fértil edén donde se cultivaban multitud de variedades de frutas y verduras, con una actividad ganadera de gran importancia con las que luego se comerciaba en un mercado que se remontaba a 1111.
Así que no es extraño que encontremos construcciones rurales como esta masía que es superviviente de aquellos tiempos en las que la industria primaria del cultivo y la cría de animales era la principal fuente de ingresos antes de la llegada de la industrialización.
La de Durán es una masía del siglo XVI que parece haber sido colocada en el centro de Sabadell como si de un decorado de película se tratase, rodeada de edificios modernistas, mansiones burguesas decimonónicas y algún que otro monstruo fruto de la modernidad.
Esta preciosidad sobrevive gracias a la iniciativa para declararla monumento histórico en 1958 y a que se mantuvo habitada por la misma familia Duran hasta fechas muy recientes.
Hoy, es un pequeño museo donde se muestran las costumbres y usos de una familia que disfrutó de gran poder social y económico. El jefe de la familia, Felix Duran, fue procurador real y jurado del Consell de la Vila, entre otras responsabilidades cívicas, aparte de tener gran influencia en temas de agricultura y ser dueño de varios talleres de tejidos de lana, lo que les permitió construir una casa de gente adinerada que acrecentó el prestigio y reconocimiento de la familia Duran dentro de la ciudad.
Poco a poco, la casa dejó de ser una masía rural para convertirse en un pequeño palacete al que incluso se añadieron elementos artísticos renacentistas que aún hoy se pueden ver en la fachada. Y así se convirtió en la joya inesperada que encontramos al callejear hoy por Sabadell.