Hoy día la nostalgia parece el motor de la industria del entretenimiento. Constantemente vemos en pantalla remake tras remake de antiguos éxitos, la mayoría películas de la década de los 80. En los últimos años hemos visto renacer Karate Kid, Desafío Total, Robocop, Las Tortugas Ninja o La Guerra de las Galaxias. Algunos de estos remakes aportan nueva vida al original y logran conservar -como es el caso de El Despertar de la Fuerza– parte del encanto original. Otros aspiran a encontrar su propio camino y, como está ocurriendo con la nueva Cazafantasmas, chocan con un público fundamentalista que opina (o más bien trollea) que aquella vieja película palomitera es ahora algo sagrado e intocable. Sin embargo, la mayoría de remakes se quedan productos insustanciales y fríos que pretenden llegar hasta nuestros bolsillos por la vía rápida de la nostalgia. Don Draper lo sabía y ahora lo sabes tú.
El último intento por apelar a nuestro corazón es la serie de Netflix Stranger Things, un magnífico ejercicio de estilo ochentero que rinde tributo al cine de Steven Spielberg, John Carpenter o Chris Columbus. La serie sale airosa de las comparaciones porque pretende ser algo más que una burda copia, más bien quiere ser una más de aquellas producciones (esas que este verano revisamos en nuestro Cineclub de los Cinco). Es cierto que Stranger Things replica tramas y escenas de los clásicos ochenteros, pero su principal esfuerzo está donde debe: en ofrecer unos personajes con gancho -¡menudo casting!- de los que rápidamente nos enamoramos. A partir de ahí, todo lo que les ocurra nos preocupa, nos hace sufrir, nos alegra. Como en E.T. Como en Los Goonies. Si la nostalgia no viene sola, si viene acompañada de otras emociones, bienvenida sea entonces.
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