En lugar de sufrirlo cómo anuncia mi padre, lo disfruto como una virtud. He aprendido a vivir con ello. A quererlo como si no tuviera parte negativa. A mirar el mundo con ojos de niña. A entusiasmarme con las cosas que la gente ya asume como normales. Y puedo hacerlo a pesar de que no sea el primer encuentro. Me distraigo con facilidad, me quedo embobada mirando las cosas con asombro desconectando del momento y de la realidad que vivo. En medio de la calle, sin pena ninguna.
Casi siempre me siento animada a entrar en cualquier museo, sin importar qué haya dentro. También gusto de las sorpresas. No me apura encontrar cosas que no espero. Soy una mujer amante de los detalles, y me siento libre en esos lugares de acercarme tanto como es posible a los cuadros que hay colgados a mirar con mis ojitos miopes los trazos del pincel que hay en el cuadro. Pienso en ese momento que yo también podría haber hecho esa pincelada pero que ya no hubiera sido capaz de realizar todas las restantes hasta completar el cuadro que tengo delante. Un montón de cosas sencillas que yo no habría tenido la maestría de juntar. Y me imagino diminuta, chiquitita. Mucho mucho más. Tan pequeña como para poder bailar o patinar sobre las líneas de pintura que miro con tanto empeño.
Mientras ando perdida en mis fantasías imagino una gramola en mitad de la sala que amenice mi artístico baile. Imagino también que la gente que se pasea por las salas no se siente molesta porque no sea un lugar de completo silencio y disfrutan también del ambiente relajado que hay. Que ya no fruncen el ceño, ni nada les parece desagradable. Que nadie está enfadado con la vida.