Amargos recuerdos

La sala estaba llena de caras conocidas. Todas aquellas mujeres habían entrenado o luchado a su lado en la última década. Se había incorporado a las filas de las Centinelas poco después de que Teldrassil fuera plantado y había luchado en aras de proteger a su pueblo y sus tierras. Incluso había acudido a aquel extraño mundo del que provenían los orcos y los draenei, Terrallende, aunque sus deseos fueran distintos a sus obligaciones. Sin embargo nada de aquello tenía importancia en aquel momento. El juicio al que estaba siendo sometida no era por nada que hubiera pasado en años anteriores, sino por algo mucho más reciente.

En una de las tantas escaramuzas que tenían lugar en los frondosos bosques de Vallefresno, la líder del grupo de las Centinelas había ordenado la retirada tras haber vencido a un grupo de orcos que se había adentrado demasiado en la espesura. Dejaron marchar a un par de orcos como aviso, pero Deliantha opinaba que debían morir como el resto de sus congéneres había hecho. Ella y un par de centinelas más de su grupo se desvanecieron entre los árboles y dieron caza a aquellos seres que tan poco respeto hacia la vida natural tenían. Lo que ninguna de las tres elfas esperaba era que estuvieran tan cerca de una pequeña base orca.

—¡Retirada! —ordenó a sus compañeras.

Se miraron entre sí y asintieron, pero un hacha arrojadiza se clavó en la espalda de una de sus compañeras.

—¡Ysiel!

La elfa de la noche cayó al suelo, pero con las fuerzas que aún le quedaban se levantó y volvió para lanzarle a su enemigo un par de pequeñas gujas, diseñadas para poder lanzarlas y que desgarraran la carne si se intentaban extraer. Una de ellas ni siquiera le rozó, la otra se clavó en su hombro. El orco se dirigó hacia ella, pero una certera flecha de Deliantha le atravesó el cráneo y pronto su cuerpo cayó a plomo sobre las hojas que descansaban en el suelo, tiñéndolas de rojo.

—¡Keldara, cúbreme!

Su otra compañera vigiló cualquier movimiento. Habían perdido de vista a los dos orcos que habían seguido hasta aquel lugar y, si habían dado con un vigilante, habría más. Deliantha corrió en dirección a Ysiel y cargó con parte de su peso cuando ésta se apoyó en ella.

—Vamos, Ys, aguanta —murmuraba, caminando en dirección a su otra compañera.

—Creo que hemos tenido suerte y no hay más. Será mejor que volv... ¡Agachaos!

Deliantha se echó al suelo y a Ysiel consigo mientras Keldara se apartaba del rumbo de otro hacha. Dos orcos más se acercaban y se oían los gritos de unos cuantos más aproximándose con ganas de derramar sangre. Había sido un error perseguir a aquella pareja que Raene había dejado con vida.

—Dos centinelas murieron por tu culpa, Deliantha —aseveró Raene—. Y no contenta con ello, atacaste a otra de tus compañeras.

—Si Saynna no me hubiera detenido, Keldara seguiría con vida.

La aludida miró con rabia a Deliantha con el brazo vendado un poco más abajo del hombro. Tanto Keldara como Ysiel habían fallecido durante la huida, aunque Deliantha creía que la primera seguía con vida cuando Saynna intentó inmovilizarla para llevársela mientras el resto del grupo las defendía. La acusada intentó zafarse y liberarse, llegando a morder el brazo de su opresora con tal fuerza que se llevó un pequeño pedazo de carne. No consiguió nada con aquello a excepción de llenarse la boca de sangre, un sabor que aún perduraba en sus labios.

—No sólo se te va a degradar al rango más bajo dentro del cuerpo, sino que aprenderás haciendo tareas tales como el de mensajera —sentenció Raene—. Irás y volverás de Rasganorte, necesitamos comunicación constante con ellos y que alguien cuide los suministros que enviamos. Prepárate, partes esta misma noche.

Chasqueó la lengua y se marchó de la sala sin dejar ver su rabia. Le dolía la muerte de sus compañeras, pero no se sentía culpable de ellas. Habían sido cautas, pero les habían cogido por sorpresa. Era algo que a cualquiera le podría haber pasado.

Su equipaje era ligero, pues sólo llevaba ropa de abrigo para poder combatir con el gélido clima de Rasganorte. No sabía cuánto iban a tardar ni le importaba, pero se preguntaba qué iba a hacer durante el trayecto. Cuando le avisaron de que ya podía subir a bordo, cruzó la pasarela y dejó sus cosas al lado de una de las literas y se subió a la de arriba para poder dormir.

Las olas ya mecían el navío cuando notó varios golpes en su espalda. Abrió un ojo para mirar quién la molestaba y se encontró en plena oscuridad con los ojos de un kaldorei mirándola.

—Ésa es mi litera.

Deliantha no le contestó, simplemente se volvió para ignorarle y poder así seguir durmiendo, pero el elfo volvió a insistir. Al no recibir respuesta, sin previo aviso la tiró del lecho y la mujer se dio de bruces contra el suelo, ante lo que respondió haciéndole un barrido. El hombre perdió el equilibrio y cayó al suelo, maldiciendo por lo bajo.

—Esa no es tu litera y hay otras libres, como la de abajo. Sigue molestándome y terminarás en las profundidades marinas. ¿He sido clara o quieres que sea gráfica?

—Vale... No hace falta ser tan borde. ¿Qué será lo próximo, que me pongas una daga en el cuello?

—No me des ideas... —comentó la joven mientras se ponía en pie y volvía a subirse a la litera.

—A propósito, soy Thanuriel.

—Y yo Tyrande. Buenas noches.

Aquellos recuerdos parecían haber sido vividos hacía siglos. El mero pensamiento de Thanuriel había dibujado una amarga sonrisa en los labios de la mujer, quien parecía incapaz de poder dormir aquella noche. A su lado, sin embargo, se removía intranquilo un pequeño kaldorei de cabellos verdosos, abriendo lentamente los ojos.

—Shh... No pasa nada, Erglath; estoy aquí.

El niño se abrazó a ella y siguió durmiendo profundamente.

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