Si nos casamos, que sea por lo romano

Un artículo de Paco Álvarez

En Somos Romanos, hablé un poco de cómo eran, generalizando, el matrimonio romano, al menos los matrimonios más comunes en la Roma clásica. Por si acaso, me gustaría dejar aquí un resumen de algunos de los aspectos en los que menos hemos cambiado.

Para empezar, lo de la promesa y pedir la mano, aunque ya esté un poco demodé salvo en algunas series, viene del primitivo matrimonio romano cum manu, en el que la novia pasaba de la familia propia a la del marido o de la custodia de su pater a la del maridín. Cuando el novio “pedía” la mano de la novia al pater familias de esta, se utilizaba una fórmula en la que el novio decía:

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—¿Prometes que tu hija se entrega para mí como esposa?

Y el padre contestaba:

—Que los dioses nos sean benévolos, la prometo.

Y de ahí viene lo de “estar prometido”, que por cierto en romano se dice spondeo, de donde evidentemente vienen nuestros “esponsales”.  Tras la promesa, se celebraba una fiestuqui para que se conocieran las dos familias, que casualmente se llamaba sponsalia. En la fiesta se acordaba la dote y los prometidos intercambiaban regalos, entre los que se incluía un anillo de prometida para la novia, como en las películas (ahora somos más pobres y solemos tener sólo anillo de bodas). Si el compromiso se rompía antes de la boda, la parte ofendida tenía derecho a una explicación pública y justa que no dañara la fama del otro contrayente y, a veces, a una reparación en metálico equivalente a la dote, si era la familia de la novia quien incumplía el acuerdo. Vamos mucho honor y todo eso, como en los Bridgerton.

El matrimonio romano


Era obligatorio que ambas partes consintieran libremente a casarse, que fueran ambos ciudadanos romanos y que hubieran superado la pubertad. En las bodas de la antigua Roma, la fecha tenía que elegirse con cuidado, no debía hacerse en días nefastos, ni el primero o 15 de cada mes, ni en mayo, ni durante ningunas fiestas… Las fechas más propicias y de mejor augurio para procurar muchos hijos era cualquier día desde los idus hasta finales de junio, ya que se creía que durante el solsticio de verano tenía lugar la época de más fértil y de más esplendor de la naturaleza.

El día de la boda la novia era vestida por su madre con una túnica recta blanca, se cubría con una corona de flores y se ataba ritualmente un cinturón con un nudo sagrado que solo podría desatarse por el marido en la noche de bodas. La novia era calzada con zapatos azafranados “de boda” y, tras ser peinada en seis trenzas, a imitación del peinado sagrado de las vírgenes vestales, finalmente era cubierta con un velo. Este rito, el de cubrir a la novia con un velo, se expresaba con el verbo nubere y es de donde viene nuestro adjetivo núbil, que es como llamamos a una persona, especialmente a una mujer, en edad de matrimoniar. Sobre el velo se solía colocar la corona de flores mencionada, prenda que también coronaría al novio en la ceremonia y que recordaba a la vez la fecundidad de la primavera y la brevedad de la juventud. El velo se llamaba Flammeum, porque era anaranjado y de ahí viene nuestro “flamante”.

Boda Romana


Esto de las flores para la boda ya era un problema en tiempos de nuestros abuelos romanos: ha sobrevivido en un papiro la copia de una carta de la época imperial donde una floristería propone a la madre de la novia —que estaba pelín molesta porque la cosecha de rosas había sido escasa y a ver si en la boda de la niña no vamos a tener rosas — enviarle 4000 narcisos en vez de las 2000 rosas solicitadas. Es decir, si no le daría igual para la boda de la niña 4000 narcisos, que es que rosas se nos han terminado. Por desgracia, no sabemos qué contestó la madre ni qué flores hubo al final en la ceremonia. Pero evidentemente, las wedding planner de entonces eran menos pro que las de ahora (Papiros de Oxirrinco, 331.1–21; The Oxford Encyclopedia of Ancient Greece and Rome).

Tras vestirse de esta manera ritual, la novia acudía a la casa del novio en procesión, donde éste le esperaba junto con sus invitados delante del larario o del ara, en el atrio de la casa. Comenzaba la ceremonia tras examinarse los auspicios por parte de los dos paterfamilias, es decir, los futuros consuegros, quienes observaban que no hubiera ningún impedimento por parte de los dioses para tal ceremonia, un poco cuando ahora se hacen las amonestaciones o se pregunta si hay alguien que piensa que la boda no debe celebrarse por algún motivo.  En el matrimonio romano no había sacerdote profesional, ni juez o Alcalde, en Roma, los padres eran los que cumplían las labores sacerdotales familiares, y la simple afirmación por parte de los contrayentes de las frases rituales delante de testigos, y delante también de los dioses, era prueba más que suficiente para oficializar la boda.



La ceremonia comenzaba con la unión de las manos, rito en el que el padre de la novia ponía las manos de ella en las del chico. A continuación, el novio colocaba un anillo en el dedo anullaris (nuestro anular, cuyo nombre quiere decir dedo para el anillo) de la mano izquierda de la novia, ya que se creía que una línea unía directamente este dedo con el corazón, que se sitúa a la izquierda en nuestro cuerpo. Después de ese momento, el marido quitaba el velo a la novia y le preguntaba su nombre, ahora que ya estaban casados:

¿Cuál es tu nombre?, inquiría levantando el velo.

Ella contestaba: Ubi tu Gaius, Ibi ego Gaia. Que quiere decir: Donde tú seas Cayo, allí yo seré Caya.

De esta frase tan romántica, profunda y llena de significado, que quiere decir que los dos son uno y el mismo, ya que implica la unión de los contrayentes en un mismo nombre, solo nos ha quedado en nuestro idioma la palabra tocayo —tu Gaius—. Con esto terminaba la boda propiamente, palabra que por cierto viene del latín vota (voto o promesa), por eso se dice hacer votos y tras la pronunciación, la pareja saludaba a los invitados, quienes les gritaban ¡Felicitas!, que era el nombre de la diosa de la felicidad y la fecundidad.



Ya casados, se celebraba el banquete nupcial (cena nuptialis) donde se servían los platos más exquisitos (como actualmente) que pudiera costear la familia de la novia, que era quien, según la costumbre, pagaba la fiestuqui. Al final del banquete se tomaba el mustaceum, que era la tarta de bodas. Después de la comilona todavía había que acompañar a los novios, alumbrándolos con una antorcha, hasta su nuevo hogar. Por el camino los recién casados regalaban nueces y otros frutos secos a los niños que se encontraban por la calle y las amigas de la novia iban cantando y recitando versos más o menos eróticos. Al llegar a la puerta de la casa de los flamantes novios, la novia apagaba la antorcha y la tiraba para que la cogiera alguna/alguno de los invitados. Después el novio le ofrecía ritualmente fuego y agua de la casa y la tomaba en brazos para pasar el umbral evitando que ella tropezase, lo que hubiera sido de mal augurio. Lo que ocurriese en la casa de la pareja feliz ya era solo asunto de los recién casados.

El anillo, el vestido blanco, el velo, el banquete por todo lo alto, el ramo/antorcha, lo de pasar en brazos a la novia…qué poco hemos cambiado en dos mil años, ¿no?; una boda romana es lo más parecido a una boda actual. ¿Por qué? Pues porque somos romanos. Tal cual. Para rematar, todavía al día siguiente se celebraba otro banquete íntimo, solo para los novios y sus familiares, a modo de reboda. En latín este banquete se llama repotia, como suena.

Así que si te casas, amigo, que sea por lo romano.

Y Felicitas.

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Paco Álvarez



Paco Álvarez, publicista desde siempre, es investigador, y flamante Geógrafo e Historiador, además de pequeño empresario, presentador y tertuliano, poeta, comisario de exposiciones y padre de familia, no necesariamente en ese orden. Ha trabajado en quince países de dos continentes como responsable de comunicación en Agencia para algunas de las compañías más importantes (Airbus, Banco Santander, Benetton, Cartier, Chivas Regal, Colgate, Peugeot, Philips, Repsol). En distintos proyectos culturales, ha colaborado, entre otros, con la Agrupación de Infantería de Marina de Madrid, Discovery Channel, La 2 de RTVE, National Geographic Channel, El Toro TV, Radio 4G, Radio Inter y con personalidades como Milos Forman, Kerry Kennedy, Yvonne Blake, etc. Paco Álvarez es autor entre otros, de Somos romanos y ahora nos presenta Estamos Locos estos romanos, la historia de cómo nos convertimos precisamente, en romanos. Una visión fresca y entretenida sobre nuestra Historia Antigua. Podéis encontrarlo en redes en: Twitter: romanos_somos Instagram: pacoalvarez.romano

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Etiquetas: Edad Antigua

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