Un par de decisiones le obligaba a elegir el rumbo que ahora emprendería: salir del lugar donde había vivido toda su vida.
Para algunas personas quizás no es lógico pensar que cuando cumples cuarenta años, la vida se te enfrenta y te pregunta: "mírate, que has hecho por ti hasta ahora?". Pero a ella le sucedió.
El día de su cumpleaños número cuarenta, el cual fue el más solitario en sus cuatro décadas de vida, se vio sola y algo encanecida. Y la piel de su rostro experimento un cambio radical casi de la noche a la mañana y se dio cuenta de que no era tan firme como lo era antes.
Desecho definitivamente una relación que durante diez años no le había aportado sino dolores de cabeza, amargura, llanto y la certeza de que no valía tanto como solía decirle su pareja. Había mal atinado una vez más y eso le daba una sensación de fracaso.
Y decidió salir también de aquel sitio donde había vivido siete años. Un lugar cuadrado, cerrado, con solo una ventana y muy acceso a la luz.
Quiso emprender un camino sola, porque pensó que nunca es tarde para andar. Salir y buscar un sitio con una nueva luz y más ventanas por las cuales mirar y respirar.
En ese proceso sintió ganas de llorar. Y lo hizo. Lloró. No todas las noches, pero si lloró.
Por momentos la debilidad le tocaba el corazón y creyó que quizás ya era muy tarde para andar sola, pero también estaba segura de que esa debilidad no era amor.
A veces la soledad nos juega malas pasadas y nos hace creer que necesitamos mucho de una persona cuando en realidad no es así. Es la soledad que da malos consejos y consideraba que lo mejor era seguir manteniendo esa sana distancia entre ella y aquello que le hacía daño, que la entristecía y le procuraba aquella sensación de sentirse menos que nadie.
Ella considero que nunca era tarde para comenzar a vivir una nueva vida. Una vida donde solo hayan dos pilares: la felicidad y el respeto que ella misma se debía.