Desde lo alto de la escalinata de color rosa, a la sombra del palacio, Virata administraba ahora la justicia en nombre del rey, desde la salida hasta la puesta del sol. Su palabra era, sin embargo, como una balanza que tiembla antes de medir el peso: su mirada penetraba hasta lo más profundo del alma del culpable y sus preguntas, tenaces, llegaban hasta el fondo de los delitos, como el tejón en la oscuridad de la tierra. Era severo su veredicto, pero nunca lo dictaba el mismo día, sino que, entre el interrogatorio y la sentencia, siempre dejaba el frio lapso de la noche: los suyos a menudo lo oían caminar por la azotea de la casa, sin descanso, durante las largas horas anteriores al alba, sumido en meditaciones sobre la justicia y la injusticia. Y antes de pronunciar sentencia, su emergía en el agua la frente y las manos para purifica su veredicto del fuego de la pasión. Y cada vez que pronunciaba uno, preguntaba luego al malhechor si su decisión le parecía errónea; pocas veces ocurre que se la rebatiesen; en silencio, besaban la base de su silla y, cabizbajos, aceptaban la condena como si fuese dictada por boca de dios.
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