Marisol Gámez, Delicias Mexicanas

Delicias Mexicanas



De pronto, el frío obligó a John a abandonar el mostrador. No había terminado aún su jornada de vendedor, pero la idea de insertarse en el ambiente de un bar lo animó. Caminó con los brazos cruzados y la cara al cielo, como siempre, hacia su auto por el estacionamiento casi vacío del centro comercial; parecía ir en busca de algo: una estrella fugaz, la forma de una nube.

Se dirigía a Downtown a la zona viva de la noche. Pero al pasar por 7th Street, frente a un local bravío encendido por la alegría de unos mariachis, deseó que la música le tocara la cara. Fueron los olores a manteca chillante y a chiles en brasas que traían consigo los sones, los que le elevaron del asiento.

Se instaló en una esquina del pequeño restorán. Una mujer alta y gruesa alzó su voz entre el bullicio:

―Buenas noches, señor ¿qué le servimos? Esta noche hay tacos y chiles rellenos; y para tomar: agua de jamaica.

A John le tomó el tiempo del listado para fijarse, al compás del Cielito lindo, en esa piel condimentada y en ese pelo revuelto. Se sacó de la memoria lejanas lecciones de castellano:

―Podrrias repetirlou ―pidió John.

― Hablas español ¡eh! ―exclamó Crisanta.

―Un poquitou ―respondió él.

―No batalles, Güero ―dijo ella colocando su mano en la cintura. ―Tengo el menú en tu lenguaje ―y le entregó la única carta del menú en inglés.

The best grilled meet tacos topped whit grilled onion and charro´s beans. An explosion of flavor with our roasted chili pepper. To drink: fresh jamaica´s flower water. ―Leyó, John.

―Cuál is the specialty?

―The roasted chili pepper, Mister

―Oh no, no, very hot, mmm I´d like to order meet tacos, but, no sauce, no onion, no beans, please.

―Sin sabor a taco, pues ― susurró Crisanta, para sí, creyendo que sería ignorada por su interlocutor.

―Excuse me? ―Preguntó él.

―Taco sin sabor a taco. No taco´s flavor, Güero Estás pidiendo tacos but no taco´s flavor ― dijo rezongona, casi insultada.

―Yeees, jeje rio tímido ¿No debo hacerlou? ―preguntó.

Crisanta se extrañó que un norteamericano requiriera de su opinión, nunca le había ocurrido. También la inquietó que esos ojos claros la vieran intensamente, como si miraran lo desconocido, no solo el color de su piel, ni su casta de migrante. Y ella logró verlo a él, no a esa especie de amo despectivo y rubio, sino su suerte de plato vacío.

―Perdona la confianza, pero ¿Es tu primera vez con la comida mexicana?

― ¡Oh! No, of course, no, he comido en Taco Bell y en Fresh Mex.

Crisanta no pudo evitar las carcajadas que una tras otra la doblaban, luego, tomó un respiro.

―Discúlpame, Mister ―dijo, tratando de controlarse― Mira amigo, el sabor de la comida no se saca de una fotografía, ni de reglas, ni medidas exactas para cada porción, los sabores se extraen de acá adentro ―se puso mano en el pecho―. Por ejemplo, esta salsa molcajeteada ―señaló con el dedo una cazuela de barro del centro de la mesa― trae la paciencia de nuestros ancestros; se tuesta en el comal bajo el ojo de abuelas tiernas que cuidan que sus jitomates y sus chiles mantengan las carnosidades, y en el momento preciso, aun ardiendo, los aplastan con una piedra para sacarles los jugos. Y ahí la tienes, efusiva, esperando al paladar. Nunca sabe igual, ni siquiera si la hace la misma cocinera, que comparte con el comensal su ánimo diario: picante si está enojada y salada si está triste; pero como un milagro, siempre está sabrosa. La cebollita asada acompaña los tacos porque aminora el fatal picante, es un bálsamo dulzón aderezado con limón y sal. Y los frijolitos, Güero, son la pócima por la que tenemos el lugar a reventar ¡lo ves! seducen por el chorizo y el tocino fundidos en el caldo, y su cilantro, que decora y aromatiza, los hacen inolvidables. Y así, se combina todo en un platillo para que sepa a nosotras, las cocineras mexicanas ¿entiendes? ―exclamó, con ese alegar de manoteo gozoso que la caracterizaba al hablar de comida― sin todo esto, Güero, puro mazacote vas a cenar.

John aterrizó del limbo de imágenes por el que navegaba, y sólo dijo: Okey okey, los quierro con todo eso que dices.

La mujer atendía otra mesa cuando él la llamó levantando su dedo embarrado de salsa; había leído el nombre del prendedor que portaba.

― ¡Señora Crisanta! Quédate aquí, háblame, llena mis silencios ―le dijeron a ella esos verdes ojos sin edad, pero cintareados de una soledad añeja― Quiero una Coca cola, por favor ―salió de los labios de John.

―Te voy a traer algo mejor.

Crisanta volvió con un vaso grande, rebosando agua de jamaica.

― ¡Ah! refrescante, aunque muy dulce, dijo él después de un enorme trago ¿es de una flor, dijiste?

―Sí señor, una florecita rosada que se hierve para que suelte su sabor silvestre y su color a sangre, luego, se azucara y escarcha con hielo para bajarle lo enchilado a los gringos ― sonrió pícara― ¿Algo más? ―agregó Crisanta.

―Sí. Quiero the specialty. The roasted chili pepper

― ¡Míralo, si nomás estás flaco de milagro! ― bromeó.

―Excuse me? ―sonriendo.

―Nada. ¡Qué comes mucho, Güero! ―respondió mientras ordenaba la preparación del platillo― Aquí lo tienes, más que una cena, una artesanía― volvió Crisanta cargada de su belleza mestiza y un abultado plato en las manos.

― ¿Tú cocinas esto Crisanta?

―Y todo lo que aquí se come Señor, yo y mis muchachas.

―So explain to me, Crisanta.

Ella no pudo evitar recordar a su pueblo rodeado de llanuras y aire seco en el que creció observando los rituales de la cocina de su madre. A la niña que volteaba tortillas y chiles poblanos en el bracero, girándolos del rabo para que su madre los despellejara a sobadas hasta dejarlos como esmeraldas, luego meterles el queso fresco, cubrirlos de esa espuma amarillenta hecha de huevo, y freírlos lentamente.

― ¡Oh no! Güero, hoy no. Me toca descansar de ese llanto. Hoy no quiero resucitar mi niñez, ni a mi tierra, ni todo eso que me quema a fuego lento ―dijo suspirando― ¿Algo más? ¡Tengo que trabajar!

John se dio cuenta que de ahí provenía la expresión de sus ojos negros y su voz rústica, de ese fuego lento. Apenas unos trocitos de ese volcán, el voluminoso chile destilando salsa roja explotaron en su paladar, pero no podía irse, ella también le correspondía las miradas ¿lo imaginaba o era cierto? ¿Sería una jugada de su desesperada soledad? Imaginaba esa mujer azteca bajo un gran penacho de plumas de águila extrayéndole el corazón a los víveres para lanzarlos a la hoguera, la de su deseo.

El restorán se mantenía repleto de gente y él continuaba sentado, ahí, siguiéndola con la mirada. Eso le bastó a Crisanta para comprender que el hombre canoso le ofrecía algo, una extraña mezcla de tristeza y tranquilidad ¿Aceptación, cortesía? se preguntaba. Para hombres así no hay escalas entre el trabajo y los brazos de su mujer, no hay reproches por el sueño mexicano en tierras americanas. Pero era ridículo ¿Iba a enamorarse a esas alturas de la vida, y de un gringo que no conocía, sólo porque se interesó en su comida? Una noche dejo la cocina, y mira lo que me pasa se dijo. Esas miradas varoniles creaban toda clase de situaciones con ella: besos al despertar, caminatas con los perros al atardecer. Ella sintió ganas de decirle que cada noche cenaba tan sola como él, pero se limitaba a mirarlo y a preguntarle desde lejos si quería algo más. Él respondía con señas a sus ojos almendrados: que le retirara los platos, un poco con agua y otros pretextos, vasos con hielos, limones y servilletas. Finalmente, John pidió la cuenta. Esperarla ahí hasta que terminara su jornada era una locura ¿Qué le diría? hacía tanto tiempo no se acercaba a una mujer. Crisanta le llevó la pequeña cartera de la cuenta, pero dentro no había una deuda, sino un papel en blanco y un lápiz. Nervioso, como un joven en su primera cita, John entendió el invisible mensaje. Garabateó algo en el papel y lo devolvió. Ella leyó aquellas letras de viejo con las mejillas encendidas. Sonrió, quizá, esa era la señal de que ambos dejaban sus desiertos. John salió del restorán Delicias Mexicanas y caminó con los brazos cruzados y la cara al cielo, como siempre, hacia su auto por un estacionamiento; sin embargo, el olor frío de su cuerpo se diluía entre los vapores de la carne y ardía como del chile verde que los otros comensales creyeron provenientes de la comida, pero no, emanaban del aliento y de los pechos de Crisanta, que lo envolvían como una sábana.

Marisol Gámez.

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