LA PRIMA CARLOTA – (Relato para Halloween) Incluido en Relatos inquietantes de la nube.

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“Los buenos terminan felices; los malos, desgraciados. Eso es la ficción” (Oscar Wilde)
10-LA PRIMA CARLOTA
La prima Carlota llegó a finales de septiembre. Hacía poco que su nombre había comenzado a sonar en nuestra casa como si esa persona no hubiera existido antes. El día de su llegada mis primos, que vivían con nosotros, y yo mismo, no despegamos la nariz del cristal hasta que vimos pararse un taxi enfrente de nuestro jardín. Éramos niños y cualquier cosa que se saliera de la rutina resultaba todo un acontecimiento. Atisbando la calle, impacientes y llenos de curiosidad, no imaginábamos ni por un instante de qué forma esta persona a la que esperábamos nos cambiaría totalmente la vida.
Mi madre, siempre obsequiosa con los invitados, abrió la puerta de entrada para recibirla con su rostro más alegre, pero la sonrisa se le quedó congelada en la boca. Enmarcada en el dintel, observamos a la criatura más desagradable que habíamos visto en nuestra corta existencia: Una mujer de mediana edad vestida de luto riguroso y de una delgadez esquelética, se apoyaba en un recio bastón con empuñadura de nácar. El pelo, ajado y divido en mechones similares al fino alambre, se pegaba al cuero cabelludo, asomando a la altura de la coronilla una enorme verruga encarnada. La frente pequeña e innoble, entroncaba con una afilada y torcida nariz ganchuda. Los ojos, juntos y mezquinos, se hallaban en curiosa asimetría: El de la izquierda estaba totalmente velado y lechoso. El parpado entornado le daba el aspecto de una almeja medio abierta. El derecho, vivo y malvado, reparó en nuestra presencia inmediatamente. Sus finos labios se curvaron en una espantosa sonrisa de satisfacción. Un diente de oro relumbró en esa oscura cavidad. Toda ella rezumaba maldad. Nada más penetrar en el recibidor, una bruma oscura y pestilente se coló en la casa. Un manto de congoja nos envolvió a los tres primos. Nos miramos impotentes y alarmados.
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Mis padres ya rehechos de la primera impresión, la recibieron con cariño y cordialidad como a cualquier invitado que visitaba nuestro hogar. Fuimos presentados los tres. Nos contempló durante unos segundos, como quien observa a unos bichos repulsivos. Sin decir una sola palabra nos dio la espalda y se dirigió al piso de arriba. Observamos su cadencioso caminar, de cojera crónica, hasta que desapareció por la escalera. Detrás fue mi padre y su voluminosa maleta. Todos los que quedamos en el recibidor lanzamos un suspiro de alivio cuando desapareció de nuestra vista.
Mi madre nos revolvió el pelo cariñosamente:
—¿Verdad que vais a ser buenos con la prima? Ha tenido una vida terriblemente desgraciada. Enferma y siempre sola, no tiene a nadie en el mundo, excepto a nosotros. Su casa se ha venido abajo de puro vieja. A partir de ahora éste será su hogar.
La volvimos a encontrar a la hora de la comida, sentada ya en la mesa, justo enfrente de nosotros. Silenciosamente masticamos nuestras raciones, cosa insólita entre los tres, que nos pasábamos las comidas y cenas metiendo bulla. Incluso mis padres aparecían mudos y expectantes. Sólo se escuchaba el tic- tac del reloj de pared.
—¡Estos chicos necesitan mano dura, prima! Debido a tu estado, y para que todo vaya bien hasta el final, te aliviaré de la pesada carga de su educación. A partir de ahora, yo me encargaré de ellos.
La voz de la prima Carlota sonó amenazadora y siniestra. Mi madre no se dejó amedrentar:
     —¿Cómo sabes lo de mi embarazo? No se lo he dicho a nadie
     —Es evidente para mí, poseo un… don para detectar estas cosas. No tenías bastante con traer uno y ahora vas a por otra bestezuela. Un pequeño monstruo más para añadir a la colección. Me ocuparé de estos mozalbetes mientras tú lo haces del que se está gestando ¡Algún día te darás cuenta del enorme trabajo que voy a llevar a cabo!
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     —Te agradezco el ofrecimiento, pero disfruto realizando la labor de educadora yo misma, tal y como ha sido hasta ahora. Que esté embarazada no cambia las cosas.
     Desde ese momento un halo oscuro se instaló en derredor de mi madre. Su alegría se esfumó. Comenzó a tener molestias de estómago. La comida le daba náuseas y dejó prácticamente de comer. Al tiempo que mi madre enfermaba, la prima Carlota comenzó a engordar y a presentar un aspecto menos cadavérico. En contraposición el tono de su piel sufrió una metamorfosis, del moreno cetrino se transformó en pálido y enfermizo, y paulatinamente se fue volviendo verdoso y macilento.
Para todos nosotros era un misterio la alimentación de la prima. Se sentaba a la mesa cuando comíamos, pero no probaba ni un solo bocado, limitándose a observarnos atentamente mientras masticábamos. El deglutir en su presencia se hizo insoportable y fuimos perdiendo el apetito mientras sus platos volvían intactos a la cocina. A parte de este hecho que nos tenía en ascuas, poseía unos hábitos bastante extravagantes: Hacia la medianoche, oíamos la puerta de su habitación cerrarse e inmediatamente se dirigía a la que compartíamos los tres primos. Siempre intentaba colarse en nuestro cuarto cuando se suponía que estábamos durmiendo, pero desde la primera noche de su llegada, decidimos atrancar nuestra puerta con la pesada cómoda. Un temor irracional a este ser malvado nos movía a comportarnos de esta insólita manera. Escuchábamos el pomo de la puerta moviéndose de un lado a otro, intentando forzar el obstáculo que le impedía el paso. El latido de nuestros corazones nos golpeaba el pecho a tal velocidad que parecía que iban a estallar en cualquier momento. Después de un rato de forcejeo, la prima soltaba un juramento harta de no obtener resultados y se iba pasillo adelante. Escuchábamos su cadencioso caminar de coja perdiéndose escaleras abajo.
No nos sentíamos seguros en su compañía, experimentábamos la insólita sensación de que nos habíamos convertido en sus presas. Durante el día soportarla nos resultaba bastante más fácil. Íbamos al colegio y al regresar pasábamos la mayor parte del tiempo en el jardín o en el cobertizo. La gata había tenido gatitos hacía unas semanas, y los cuatro cachorros eran nuestros juguetes predilectos.
—¿Dónde estáis pequeñas bestias?— Preguntó un día la prima desde la ventana.
—Aquí en el cobertizo ¿Quieres ver nuestros gatitos, prima?
—¡Tenéis gatos! ¡Cómo os atrevéis a convivir con esas fieras infernales e indignas de la creación! ¡Los quiero fuera de aquí inmediatamente!
Al escuchar los gritos salió mi madre, pálida, pura piel y huesos, con el cansancio pintando cada gesto de sus facciones:
—¡Los gatos se quedan! Están en el cobertizo, allí no molestan a nadie. Los chicos tienen prohibido traerlos a casa. ¡Tranquila, no los verás por aquí!
Y comenzaron las desapariciones. Haciendo memoria llegamos a la conclusión, los tres primos en conciliábulo, de que empezaron a sucederse en las fechas en las que la prima Carlota había llegado a nuestro hogar. Todos los insectos de la casa se esfumaron, incluso las cucarachas amén de los roedores. Más tarde les tocó el turno a los pájaros enjaulados de los vecinos, luego les siguieron las palomas y los patos del parque, y también algunos cachorros de perro. El colmo llegó cuando a todos éstos animales se sumaron varios bebés del barrio. La policía patrullaba la zona sin descanso sin encontrar, hasta la fecha, ninguna pista sobre los posibles malhechores. Mi madre con los nervios alterados tuvo que guardar cama constantemente. La prima había conseguido su objetivo, adueñarse de la casa.
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Con nuestra mentalidad de infantes, y tal y como estaban las cosas, cavilamos sobre la manera de congraciarnos con la prima Carlota. Hicimos un recuento de nuestras posesiones más amadas, resumiéndose en una colección de cromos de criaturas marinas junto con los cuatro adorables gatitos, que habían crecido considerablemente en estas semanas. Decidimos por unanimidad ofrecerle los singulares presentes como muestra de rendición incondicional. Para ello, y con el fin de darle una agradable sorpresa, preparamos en su habitación una gran caja con un enorme lazo, en la que metimos todos nuestros tesoros. Nos dispusimos a esperar el momento mágico que habíamos planeado con mucho cuidado, escondiéndonos detrás de la gruesa cortina del corredor desde donde teníamos una magnífica vista de la habitación de nuestra pariente. Estábamos convencidos de que la prima se sentiría conmovida por el detalle y sobre todo por poseer esas cuatro pelotas de pelo que nosotros juzgábamos tan juguetonas.
Desde el rellano escuchamos el tableteo de su bastón, ascendiendo ya por la escalera. Abrió la puerta de su dormitorio y allí mismo encontró el adornado embalaje. Miró detrás de sí, sorprendida. Vimos perfectamente su único ojo vuelto hacia nuestro escondite destilando tal odio que comenzamos a temblar. Seguidamente se volvió hacia la caja, doblándose un poco para arrancar el adorno de cuajo y destapó el regalo: Unos maullidos alarmantes y el grito horrorizado de la prima resonaron por toda la casa. Un estruendo, como de árbol derribado, nos sacó del escondrijo donde nos ocultábamos y nos llevó a penetrar en la habitación a toda velocidad.
La prima Carlota yacía tumbada en el suelo, en un gran charco de sangre que crecía sin parar. No se movía. La totalidad de la cara aparecía cubierta de surcos sanguinolentos, dejados por los cuatro felinos que, en forma de bolas de algodón, bufaban a la accidentada. Cuando nos acercamos a ella, terriblemente asustados, apenas respiraba. De repente, abrió el único ojo por el que veía de par en par, rojo y horroroso y, fijándole en mi rostro, me enganchó la manga del jersey con una fuerza inusitada, arrastrándome hasta ponerme a la altura de su boca. Su aliento pestilente me dejó al borde del vómito:
—¡Volveré a buscaros desde la tumba!— Dicho lo cual expiró.
Mi madre, alarmada por el grito, entró en ese momento en la habitación. Entre hipidos y sollozos, logramos contarle toda la historia. Llamó al médico y a mi padre. Ellos se hicieron cargo de todo. Nos explicaron que la prima había sufrido un accidente al resbalar y darse en la cabeza con el borde del baúl. A partir de ese día nuestra tranquilidad se evaporó.
La prima Carlota fue enterrada en el cementerio del pueblo. Cuando se llevaron su cuerpo, las horribles sombras que la habían acompañado durante su estancia en nuestro hogar junto con la pestilencia se esfumaron inmediatamente. Día a día mi madre recuperó el apetito y se restableció. La alegría retornó a la vivienda. Volvimos a hablar y a jugar tanto en casa como fuera de ella. Pero cuando llegaba la noche, para nosotros tres, todo cambiaba. Teníamos horribles pesadillas que nos hacían gritar como posesos. Durante una buena temporada nos dieron pastillas para dormir. Poco a poco las noches se hicieron más tolerables hasta que ya no necesitamos más medicación. Y llegó noviembre, vestido de otoño y llevando de la mano el Día de Difuntos.
En esa precisa fecha, amanecimos los tres primos muy nerviosos, nos sentíamos aterrorizados intuyendo que algo terrible iba a suceder. Por más que lo comentamos con mi madre, no nos hizo mucho caso. Bastante tenía con su embarazo que llegaba a su fin. Pensamos en pedir ayuda a alguien que supiera de muertos y fantasmas. Desesperados nos dirigimos a la iglesia para hablar con el cura. Estaba tan ocupado preparando la misa de difuntos que apenas nos prestó atención. Pero no realizamos el viaje en vano. El ambiente santo y misterioso de la capilla nos dio una solución a nuestro temor. Teníamos que defendernos de algo malévolo y demoníaco, y qué mejor arma que llevarnos una buena cantidad de agua bendita aprovechando la excursión. En la gasolinera nos hicimos con una lata de gasolina vacía que limpiamos lo mejor que fuimos capaces. Volvimos a la iglesia y nos deslizamos por la capilla hasta la pila de agua bendita. Con un pequeño cacillo que cogimos en la sacristía, conseguimos extraer el milagroso elemento y llenar el recipiente.
Ya en casa, y sin que mi madre lo advirtiera, rociamos con el sagrado líquido todo el contorno que ocupaban nuestras tres camitas juntas, incluso sobró la mitad de lo que habíamos recogido. Más tranquilos decidimos irnos a la cama temprano. Mi madre entró para contarnos un cuento y darnos las buenas noches. Estaba tan soñolienta que no reparó en el hilillo de agua que rodeaba los lechos. Cuando hubo salido, atrancamos la puerta con una silla y nos impregnamos de la santa esencia de arriba abajo. Nos dormimos inmediatamente iluminados por la tranquilizadora luz de la mesilla.
Entre sueños escuchamos las campanadas de la medianoche en el reloj del salón. Un crujido en el pasillo hizo que nos incorporásemos los tres al mismo tiempo. El sueño se evaporó y en su lugar un terror sin parangón nos paralizó totalmente. Reparamos en que la luz de la mesilla se había apagado y el interruptor no funcionaba. La habitación aparecía sumida en tinieblas espesas y malolientes. Un tenue rayo de luna, colándose por la persiana, nos permitía distinguir cada bulto de la estancia. Los tres nos abrazamos sobrecogidos de pánico con los ojos fijos en el picaporte. Destapé la botella que contenía el resto de nuestro valioso armamento. Volvieron los crujidos, ésta vez rítmicos y característicos, acompañados del tap, tap de un bastón. Se detuvieron en la puerta de nuestra alcoba. El pomo giró lentamente y la puerta se abrió de par en par. El mueble que impedía el paso a la habitación se había volatilizado.
Una nube podrida y maloliente, a carne putrefacta, lleno el recinto. El horror del momento nos impidió vomitar. La siniestra silueta se recortó a contraluz. El monstruo se acercó a las camas. Un siseo inhumano se escuchó seguido de un pavoroso alarido. El ser había pisado el círculo de agua bendita. Arrojé el resto del envase a la horrible figura. Una mano helada y huesuda trató de capturar mi brazo. Las fricciones del sacro elixir que me envolvían como una segunda piel, me salvaron de ser arrastrado fuera del círculo. Trozos de una masa informe y llena de gusanos quedaron adheridos, allí donde toco el infame ser. La silueta vencida y medio deshecha, se transformó en un venenoso gas que se alejó por las escaleras, perdiéndose en gemidos lejanos. No volvió a molestarnos el resto de la noche. Mi madre jamás pudo quitar las extrañas manchas, que como inexplicables huellas de pies descarnados, partían desde nuestra habitación hasta la puerta de la calle.
Los años pasaron y nos convertimos en hombres, pero hubo cosas que nos persiguieron a través de nuestra metamorfosis de niños a adultos. Una de ellas fue sin duda el recuerdo de la prima Carlota, el miedo que despertó en nosotros siendo pequeños, nos continuó persiguiendo año tras año.
           Hoy es Día de Difuntos: Se abrirá la puerta de comunicación entre el mundo de los vivos y los muertos. Y ésta noche, como cada año desde la muerte de la prima Carlota, los tres, allá donde nos encontremos, haremos el sagrado ritual de empaparnos y rodearnos por un círculo de agua bendita. Los muertos siempre cumplen sus promesas. FIN
(Relatos inquietantes de la nube, en Amazon)
María Teresa Echeverría Sánchez.




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