El otro niño –viendo que su amigo se ahogaba bajo el hielo– cogió una piedra y empezó a golpear con todas sus fuerzas hasta que logró romper la helada capa. Agarró a su amigo por la espalda y lo subió a la superficie. El cuerpo del chaval estaba entumecido y no respiraba. Sin pensarlo dos veces, comenzó a practicarle el boca a boca, al tiempo que trataba de reanimarlo, bombeando su corazón con las dos manos. Finalmente, el chico empezó a toser, escupiendo un chorro de agua por la boca. Su amigo le acababa de salvar la vida.
Cuando llegaron las autoridades del pueblo y vieron lo que había sucedido, se preguntaron cómo un niño tan pequeño había podido realizar semejante hazaña. Tanto es así, que el jefe de bomberos afirmó: "No me creo que haya podido romper la gruesa capa de hielo con esa piedra y esas manos tan pequeñas". El capitán de la policía, totalmente de acuerdo, añadió: "Además, el agua está tan fría que hace falta ser un gran experto para reanimar a alguien en estas condiciones". Por todo ello, el alcalde sentenció: "Definitivamente, aquí hay algo que no cuadra. Lo que dice el chaval es del todo imposible". Mientras las autoridades seguían discutiendo y debatiendo, intervino el sabio del pueblo, que vivía muy cerca del lugar de los hechos. "Señores, yo sé exactamente lo que ha sucedido", dijo al cabo. "He visto el incidente desde mi casa. El niño dice la verdad. Ha roto el hielo con esa piedra y luego ha reanimado a su amigo, salvándole la vida". Y el alcalde, intrigado, le preguntó: "Y bien, ¿cómo diablos lo ha conseguido?". El sabio lo miró fijamente a los ojos y con voz serena le contestó: "Muy sencillo: lo ha conseguido porque no había nadie a su alrededor para decirle que no podía hacerlo".
Este cuento aparece en el libro "El sinsentido común" de Borja Vilaseca.