EL EXORCISTA
William Peter Blatty
A mis hermanos Maurice, Edward y Alyce,
y a la querida memoria de mis padres.
Y bajando Él a tierra, le salió al encuentro un hombre de la ciudad
poseído de los demonios… Muchas veces se apoderaba de él [el espíritu], y
le ataban con cadenas y le sujetaban con grillos, pero rompía las ligaduras…
Preguntóle Jesús:
¿Cuál es tu nombre? Contestó él: Legión.
Lucas VIII, 27-30
James Torello: A Jackson lo colgaron de ese gancho de carnicero. Era
tan pesado, que lo dobló. Estuvo ahí tres días, hasta que murió.
Frank Buccieri (riéndose):
Jackie, tendrías que haber visto al tipo. Parecía un elefante, y cuando
Jimmy le puso la aguijada eléctrica…
Torello (excitado): Se balanceaba en el gancho, Jackie. Le echamos
agua para que trabajara mejor la aguijada, y gritaba…
Fragmento de una conversación telefónica de Cosa Nostra interceptada
por el FBI con motivo del asesinato de William Jackson.
…No hay otra explicación para algunas de las cosas que hicieron los
comunistas, como el caso del sacerdote a quien hundieron ocho clavos en la
cabeza… Y también el de los siete niños y su maestro. Estaban rezando el
Padre nuestro cuando llegaron los soldados. Un soldado arremetió con la
bayoneta y le cortó la lengua al maestro.
Los otros cogieron palitos chinos y se los metieron en las orejas a los
siete niños. ¿Cómo se tratan los casos como éstos?
Dr. Tom Dooley Dachau
Auschwitz
Buchenwald
PRÓLOGO EL EXORCISTA
Irak del norte
El ardiente sol hacía brotar gotas de sudor de la frente del viejo, pese a
lo cual, éste cubrió con sus manos la taza de té humeante y dulce, como si
quisiera calentárselas. No podía desprenderse de la premonición. La llevaba
adherida a sus espaldas como frías hojas húmedas.
La excavación había terminado.
El informe había sido revisado cuidadosamente, paso por paso; el
material, extraído, observado, rotulado y despachado: perlas y collares,
cuños, falos, morteros de piedra molida manchados de color ocre, ollas
pulidas. Nada excepcional. Una caja asiria de marfil, para productos de
tocador. Y el hombre. Los huesos del hombre.
Los quebradizos restos del tormento cósmico que una vez le hicieron
preguntarse si la materia no sería Lucifer que volvía en busca de Dios hacia
arriba, a tientas. Y, sin embargo, ahora sabía que no era así. La fragancia de
las plantas de regaliz y tamarisco atraía su mirada hacia las colinas cubiertas
de amapolas, hacia las llanuras de juncos, hacia el camino irregular
sembrado de rocas que se precipitaba en pendiente hacia el abismo.
Al norte estaba Mosul; al Este, Erbil; al Sur, Bagdad, Kirkuk y el
ardiente horno de Nabucodonosor. Movió las piernas debajo de la mesa que
estaba frente a la solitaria choza, junto al camino, y miró las manchas de la
hierba en sus botas y en sus pantalones color caqui. Sorbió el té. La
excavación había terminado. ¿Qué vendría ahora? Quiso sacudirse el polvo
de sus pensamientos como lo hacía con los tesoros inanimados, pero no
pudo ordenarlos.
Alguien jadeaba en el interior de la chayjana (así llamaban a aquellas
malolientes chozas). El arrugado propietario se acercaba a él arrastrando los
pies, levantando polvo con sus zapatos, de fabricación rusa, que usaba como
si fueran chinelas, haciendo gemir los contrafuertes bajo el peso de sus
talones. Su sombra oscura se deslizó sobre la mesa.
—¿Kaman chay, chawaga?
El hombre vestido de color caqui negó con un movimiento de cabeza y
bajó la vista hacia sus zapatos embarrados y sin cordones, cubiertos por una
gruesa capa de deyecciones geológicas, del dolor de vivir. La sustancia del
cosmos, reflexionó calladamente: materia, pero, de algún modo, espíritu al
fin. El espíritu y los zapatos eran, para él, sólo aspectos de un elemento más
importante, prístino y totalmente distinto.
La sombra se movió. El curdo se quedó esperando como una vieja
deuda. El hombre vestido de color caqui clavó la mirada en unos ojos
húmedos y desteñidos, como si el iris estuviera velado por la membrana de
una cáscara de huevo.
Glaucoma. Antes no hubiera podido querer a este hombre.
Sacó la cartera y buscó una moneda entre los billetes rotos y arrugados:
unos dinares, un carnet de conducir iraquí, un almanaque, de plástico
descolorido, de doce años atrás. En el reverso tenía la inscripción: Lo que
damos a los pobres es lo que nos llevamos con nosotros cuando morimos.
La tarjeta había sido impresa en las misiones jesuíticas. Pagó el té y dejó
una propina de cincuenta fils sobre una mesa resquebrajada, de color
desvaído.
Caminó hasta su jeep. El suave clic de la llave al entrar en el arranque
se oyó secamente en el silencio. Esperó un instante, lleno de inquietud.
Apiñados en la cima de un monte, los techos en doble vertiente, de Erbil,
surgían a lo lejos, suspendidos de las nubes como una bendición de piedra y
barro.
Él sentía que las hojas le oprimían la espalda con más fuerza.
Algo iba a ocurrir.
—Allah ma.ak, chawaga.
Dientes podridos. El curdo sonreía y saludaba con la mano. El hombre
vestido de color caqui buscó afecto en el fondo de su ser y pudo responder
agitando la mano con una sonrisa forzada, que se oscureció al desviar la
vista. Puso en marcha el motor, dio la vuelta en redondo y se dirigió a Mosul.
El curdo se quedó parado mirando, con la rara sensación de haber perdido
algo, mientras el jeep cobraba velocidad. ¿Qué era lo que había perdido?
¿Qué era lo que había sentido en presencia del extraño?
Algo parecido a la seguridad, un sentimiento de protección y de
profundo bienestar, que ahora disminuía, a medida que el jeep se alejaba
veloz. Se sintió extrañamente solo.
El detallado inventario estuvo listo para las seis y diez. El mosul
encargado de las antigüedades, un árabe de mejillas caídas, registraba
cuidadosamente el último ingreso en el libro mayor que estaba sobre su
escritorio. Se detuvo un momento, levantando la vista hacia su amigo
mientras sumergía la pluma en el tintero. El hombre vestido de color caqui
parecía perdido en sus pensamientos. Estaba parado junto a una mesa, con
las manos en los bolsillos, mirando fijamente hacia uno de aquellos resecos
vestigios del ayer, ya rotulado. El encargado lo observó curioso, inmóvil;
luego volvió a su tarea, escribiendo con una caligrafía pequeña, firme y
prolija. Finalmente, suspiró y dejó la pluma al darse cuenta de la hora. El
tren para Bagdad partía a las ocho. Sacó la hoja y le ofreció té.
El hombre vestido de color caqui negó con la cabeza; sus ojos seguían
fijos en algo que había sobre la mesa. El árabe lo observaba, algo
preocupado. ¿Qué había en el ambiente? Había algo en el ambiente. Se
levantó y se acercó, sintiendo un leve cosquilleo en la base del cuello. Su
amigo, por fin, se movió, cogió un amuleto y, pensativo, lo sostuvo entre las
manos. Era una cabeza, en piedra verde, del demonio Pazuzu, una
personificación del viento del Sudoeste. Tenía poder sobre la enfermedad y
los males. La cabeza estaba perforada. El dueño del amuleto lo había usado
como escudo.
—El mal contra el mal -susurró el encargado mientras se abanicaba
lánguidamente con una revista científica francesa, cuya portada se veía
manchada por una huella digital. Su amigo no se movió ni hizo ningún
comentario.
—¿Pasa algo?
No hubo respuesta.
—¡Padre!
El hombre vestido de color caqui parecía seguir sin escuchar, absorto en
el amuleto, el último de sus hallazgos. Al cabo de un momento lo dejó y
dirigió hacia el árabe una mirada inquisitiva. ¿Había dicho algo?
—Nada.
Murmuraron frases de despedida.
Ya en la puerta, el encargado cogió la mano del viejo con una inusitada
firmeza.
—Mi corazón tiene un deseo, padre: que no se vaya.
Su amigo respondió suavemente en términos de té, de tiempo, de algo
que debía hacer.
—¡No, no, no! Quiero decir que no vuelva a su casa.
El hombre vestido de color caqui clavó la vista en un pedacito de
garbanzo hervido que había en la comisura de la boca del árabe; sin
embargo, sus ojos estaban distantes.
—Volver a casa -repitió.
La palabra sonaba como a un adiós definitivo.
—A Estados Unidos -agregó el encargado árabe, y al instante se
preguntó por qué lo habría dicho.
El hombre vestido de color caqui penetró las tinieblas de la ansiedad del
otro. Siempre le había sido fácil apreciar a aquel hombre.
—Adiós -murmuró. Luego se volvió rápidamente y se internó en la
sombra de las calles para emprender el regreso; recorrió un trayecto cuya
extensión parecía algo indefinida.
—¡Lo veré dentro de un año! -le gritó el encargado desde la puerta. Pero
el hombre vestido de color caqui no se volvió para mirar. El árabe observaba
la silueta que se empequeñecía al atravesar una calle angosta, en la cual casi
chocó con un carruaje que pasaba velozmente. En la cabina iba una
corpulenta anciana árabe; su cara era sólo una sombra detrás del velo de
encaje negro, con pliegues, que la cubría como una mortaja. Se imaginó que
tenía prisa por llegar a alguna cita. Pronto perdió de vista al amigo que se
iba.
El hombre vestido de color caqui caminaba subyugado. Al dejar la
ciudad, se abrió paso por los suburbios mientras cruzaba el Tigris. Al
acercarse a las ruinas, disminuyó el ritmo de su andar, porque con cada paso
el incipiente presentimiento tomaba una forma más consistente y horrible.
Tendría que saber. Tendría que estar preparado.
El tablón de madera que atravesaba el Koser -un arroyo fangoso crujió
bajo su peso. Y por fin llegó allí; se paró sobre el montículo donde una vez
brillara, con sus quince pórticos, Nínive, la temida guarida de las hordas
asirias. Ahora la ciudad yacía hundida en el sangriento polvo de su
predestinación. Y, sin embargo, él se encontraba allí, el aire seguía siendo
denso, estaba lleno de ese otro aire que alteraba sus sueños.
Un sereno curdo, al doblar por una esquina, empuñó su rifle y empezó a
correr tras él, se detuvo bruscamente, lo saludó al reconocerlo y siguió
corriendo.
El hombre vestido de color caqui merodeó por las ruinas. El templo de
Nabu. El templo de Istar. Sintió vibraciones. En el palacio de Asurbanipal se
quedó mirando, de reojo, una pesada estatua de piedra caliza, in situ: alas
irregulares, pies con garras, bulboso pene saliente y rígida boca, que se
estiraba en una sonrisa maligna. El demonio Pazuzu.
De repente lo abrumó una certeza.
Lo supo.
Aquello se acercaba.
Clavó la vista en el polvo.
Sombras con vida. Oyó opacos ladridos de jaurías salvajes que
merodeaban por las afueras de la ciudad. La órbita del sol comenzaba a caer
detrás del borde del mundo.
Se bajó las mangas de la camisa y se abrochó los puños: se había
levantado una brisa helada. Venía del Sudoeste.
Partió presuroso hacia Mosul a tomar el tren, con el corazón encogido
por la escalofriante convicción de que pronto se enfrentaría con un viejo
enemigo.
El e xorcista William Blatty
PRIMERA PARTE
El comienzo
CAPÍTULO PRIMERO
Como el maldito y fugaz destello de explosiones solares que sólo
impresionan borrosamente los ojos de los ciegos, el comienzo del horror
pasó casi inadvertido: de hecho fue quedando olvidado en la locura de lo que
vino después, y quizá no lo relacionó de ningún modo con el horror mismo.
Era difícil de juzgar.
La casa era alquilada. Acogedora. Hermética. Una casa de ladrillo,
colonial, cubierta de hiedra, en la zona de Georgetown, en Washington D. C.
Al otro lado de la calle había una franja de campus perteneciente a la
Georgetown University; detrás, un escarpado terraplén que caía en
pendiente vertical sobre la bulliciosa calle M y, más lejos, el fangoso río
Potomac. El 1º de abril, por la mañana temprano, la casa estaba en silencio.
Chris MacNeil se hallaba incorporada en la cama, repasando el texto de la
filmación del día siguiente; Regan, su hija, dormía en su habitación, al final
del pasillo, y los sirvientes, Willie y Karl, ambos de edad madura, ocupaban
una estancia, contigua a la despensa, en la planta baja.
Aproximadamente a las 12.25 de la noche, Chris apartó la mirada del
guión, y frunció el ceño con perplejidad. Oyó ruidos extraños.
Eran raros. Apagados. Agrupados rítmicamente. Un código insólito de
golpecitos producidos por un muerto.
Curioso.
Escuchó durante un momento y luego dejó de prestar atención; pero
como los ruidos proseguían, no se podía concentrar. Arrojó violentamente el
manuscrito sobre la cama.
¡Dios mío! ¡Qué fastidio!
Salió al pasillo y miró a su alrededor. Parecían provenir del dormitorio
de Regan.
Pero, ¿qué estará haciendo?
Caminó lentamente por el corredor, y de pronto los golpes se oyeron
más fuertes, más rápidos. Al empujar la puerta y entrar en la habitación,
cesaron de pronto.
¿Qué diablos pasa?
La niña de once años dormía, firmemente abrazada a un gran oso de
felpa de ojos redondos. Arruinado. Descolorido después de muchos años de
asfixiarlo, de cubrirlo de tiernos besos húmedos.
Chris se acercó suavemente al lecho y se inclinó murmurando:
—Rags, ¿estás despierta?
Respiración rítmica. Pesada. Profunda.
Chris paseó la vista por el cuarto. La débil luz del pasillo llegaba
mortecina y se astillaba sobre los cuadros pintados por Regan, sobre sus
esculturas, sobre otros animales de felpa.
Está bien, Rags. La vieja mamá ya se va. Dilo. ‘¡Que la inocencia te
valga!’
Y, sin embargo, Chris sabía que ese comportamiento no era propio de
Regan. La niña tenía un temperamento muy opaco. Entonces, ¿quién era el
bromista? ¿Algún tipo muerto de sueño que trataba de silenciar los ruidos de
las cañerías de la calefacción? Cierta vez, en las montañas de Bután, había
pasado horas y horas contemplando a un monje budista que meditaba
acuclillado en la tierra.
Al final creyó verlo levitar.
Quizás. Al contar la historia a alguien, siempre añadía: ‘Quizás.’
Y quizás ahora también su mente, esa incansable narradora de
ilusiones, había exagerado los golpes.
¡Pues no! ¡Los he oído!
Bruscamente lanzó una mirada al techo. ¡Allí! Leves rasguños.
¡Ratas en el altillo, Dios mío! ¡Ratas!
Suspiró. Eso era. Colas largas. Golpe, golpe. Se sintió extrañamente
aliviada. Y luego notó el frío. La habitación estaba helada.
Avanzó lentamente hasta la ventana. Comprobó si estaba cerrada.
Tocó el radiador. Caliente.
¿De veras?
Desconcertada, volvió hasta la cama y puso su mano sobre la mejilla de
Regan. La tenía suave, como de costumbre, y ligeramente sudorienta.
¡Debo de estar enferma!
Miró a su hija, su nariz respingada y su cara pecosa, y, en un rápido
impulso de ternura, se agachó y la besó en la mejilla.
—Te quiero mucho -susurró; luego regresó a su dormitorio y a su
libreto.
Lo estudió durante un rato. La película era una segunda versión de la
comedia musical Mr. Smith se va a Washington. Se le había agregado una
trama secundaria acerca de las rebeliones universitarias. Chris era la
protagonista.
Hacía el papel de una profesora de psicología que estaba de parte de los
rebeldes. Y odiaba ese papel.
¡Es estúpido! ¡Esta escena es absolutamente estúpida! Su mente,
aunque no cultivada, no confundió nunca los slogans con la verdad, y, con la
curiosidad de un pajarito ignorante, picoteaba incansablemente entre el
palabrerío para encontrar la reluciente verdad escondida. Y, de este modo,
para ella la causa revolucionaria era ‘estúpida’. No tenía sentido. ¿Cómo es
eso?, se preguntaba. ¿Brecha de generaciones? Absurdo. Yo tengo treinta y
dos. ¡Es una pura y simple estupidez, es…!
Calma. Una semana más.
Había completado la filmación de interiores en Hollywood. Lo único que
faltaba eran unas cuantas escenas exteriores en el campus de Georgetown
University, a partir del día siguiente. Como era Semana Santa, los
estudiantes fueron a sus casas.
Se empezaba a amodorrar. Párpados pesados. Volvió una hoja
curiosamente desgarrada. Distraída, sonrió. Su director inglés.
Cuando estaba muy nervioso, arrancaba una tirita estrecha del borde de
la hoja que tuviera más cerca, y luego la masticaba poco a poco hasta que se
convertía en una pelota en su boca.
¡Querido Burke!
Bostezó y miró tiernamente los bordes de las hojas del guión. Las
páginas parecían mordisqueadas. Se acordó de las ratas. ¡Qué ritmo siguen
esas malditas! Mentalmente anotó que le diría a Karl que pusiera trampas
por la mañana.
Dedos relajados. Manuscrito que resbala. Lo dejó caer. Estúpido. Es
estúpido. Una mano tanteando para encontrar la perilla de la luz. ¡Listo!
Suspiró. Durante un rato se quedó inmóvil, casi dormida; luego se quitó de
encima la sábana con una pierna perezosa.
Un calor insoportable.
Un fino rocío se adhería suave y mansamente a los vidrios de la
ventana.
Chris durmió. Y soñó con la muerte, con todos sus asombrosos detalles,
con una muerte que parecía algo nuevo: mientras soñaba, algo en ella
contenía el aliento, se disolvía, se hundía en la nada, al pensar una y otra
vez. Yo no voy a ser, yo moriré, yo no seré, y por los siglos de los siglos,
¡oh, papá, no les permitas, oh, no dejes que lo hagan, no dejes que yo sea
nada por los siglos! Y mientras se disolvía, se desenroscaba, se oyó un
timbre, el timbre…
¡El teléfono!
Se incorporó en la cama. El corazón le latía violentamente; tenía la
mano en el teléfono, y el estómago vacío; era una sustancia sin peso y su
teléfono sonaba.
Descolgó. El ayudante de dirección.
—En maquillaje a las seis, querida.
—Bueno.
—¿Cómo te sientes?
—Si me baño y el agua no quema, creo que estaré bien.
El se rió.
—Hasta luego.
—De acuerdo. Gracias.
Colgó. Y durante un rato permaneció sentada, inmóvil, pensando en el
sueño. ¿Un sueño? Se parecía más a un pensamiento en la semiconsciencia
del despertar. Esa terrible lucidez. Fulgor de la calavera. El no ser.
Irreversible. No se lo podía imaginar.
¡Dios mío, no puede ser!
Reflexionó. Y, al fin, inclinó la cabeza. Pero es.
Se dirigió al baño, se puso el albornoz y bajó rápidamente a la cocina, a
la vida que la aguardaba en el jugoso tocino.
—Buenos días, señora.
Willie, canosa, encorvada y con ojeras violáceas, exprimía naranjas.
Tenía cierto deje extranjero.
Suizo, como el de Karl. Se secó las manos en una toalla de papel y se
acercó a la cocina.
—Yo lo haré, Willie.
Chris, siempre perceptiva, había notado su mirada cansada, y mientras
Willie se dirigía, gruñendo, hacia el fregadero, la actriz se sirvió café y se
retiró al rincón donde siempre tomaba el desayuno. Se sentó. Y sonrió
afectuosamente al mirar el plato. Una rosa color rojo encendido. Regan.
Mi ángel. Muchas mañanas, cuando Chris trabajaba, Regan se levantaba
de la cama en silencio, bajaba a la cocina y le ponía una flor junto al plato;
luego volvía, a tientas, a su sueño, con los ojos cerrados. Chris, apenada,
movió la cabeza al recordar que estuvo a punto de ponerle el nombre
Goneril. Por supuesto. Prepararse para lo peor. Chris sonrió ante el
recuerdo. Sorbió el café.
Cuando su mirada cayó de nuevo sobre la rosa, su expresión se tornó
triste por un momento, y sus grandes ojos verdes parecieron
apesadumbrados en la mirada perdida. Se acordaba de otra flor. Un hijo.
Jamie. Había muerto a los tres años, hacía mucho tiempo, cuando ella,
Chris, era una corista muy joven de Broadway. Había jurado no volver jamás
a darse tanto a nadie como lo había hecho con Jamie, como lo había hecho
con el padre de Jamie, Howard MacNeil.
Rápidamente desvió la mirada de la rosa, y, como su sueño de la
muerte se elevaba en una nube desde el café, encendió un cigarrillo. Willie
trajo el jugo, y Chris se acordó de las ratas.
—¿Dónde está Karl? -preguntó a la sirvienta.
—Estoy aquí, señora.
Atareado, apareció por la puerta de la alacena. Autoritario. Respetuoso.
Dinámico. Servil. Con un pedacito de servilleta de papel pegado en la
barbilla, porque se corto al afeitarse.
—¿Sí?
Corpulento, jadeó junto a la mesa. Ojos brillantes. Nariz aguileña.
Pelado.
—Karl, hay ratas en el altillo. Tendría que conseguir algunas ratoneras.
—¿Hay ratas?
—Eso he dicho.
—Pero el altillo está limpio.
—Bueno, está bien. Tenemos ratas prolijas.
—No hay ratas.
—Karl, yo las oí anoche -dijo Chris con paciencia, pero imperativa.
—Quizá sean las cañerías -sonrió Karl-, tal vez los tablones.
—¡Tal vez las ratas! ¿Va a comprar las malditas ratoneras y dejarse de
discutir?
—Sí, señora. -Salió disparado-. Ahora mismo.
—¡No, ahora no, Karl! ¡Las tiendas están cerradas!
—¡Están cerradas! -refunfuñó Willie.
—Voy a ver.
Se fue.
Chris y Willie intercambiaron miradas; luego Willie hizo un gesto con la
cabeza y volvió a su tocino. Chris sorbió el café. Extraño. Hombre extraño.
Trabajador como Willie, muy leal, discreto. Y, sin embargo, algo en él la
ponía levemente inquieta. ¿Qué era? ¿Su aire sutil de arrogancia? ¿Desafío?
No. Otra cosa.
Algo difícil de definir. La pareja hacía seis años que trabajaba para ella,
y Karl seguía siendo un enigma: un jeroglífico no traducido que hablaba,
respiraba y le hacía los mandados con sus piernas hinchadas. Sin embargo,
detrás de la máscara, se movía algo; se podía oír su mecanismo latiendo
como una conciencia. Apagó el cigarrillo; oyó el chirrido de la puerta de la
calle, que se abría y luego se cerraba.
—Están cerradas -dijo Willie entre dientes.
Chris mordisqueó el tocino; después volvió a su habitación, donde se
vistió con su conjunto de jersey y falda. Se echó una rápida mirada en el
espejo, observando con atención su rojizo pelo corto, que parecía siempre
despeinado, y las pecas en su pequeña cara limpia.
Luego se puso bizca y sonrió como una idiota. ¡Hola, encantadora
vecinita! ¿Puedo hablar con su marido? ¿Con su amante? ¿Con su amiguito?
¡Oh!, ¿su amiguito está en el asilo de mendigos? ¡Llaman desde Avon! Se
sacó la lengua a sí misma. Al instante perdió su animación. ¡Dios, qué vida!
Tomó la caja de la peluca, bajó, pensativa, la escalera y caminó hacia la
risueña calle arbolada.
Ya fuera de la casa se detuvo un momento; la mañana le hizo contener
el aliento. Miró hacia su derecha. A un lado del edificio, unos viejos escalones
de piedra se precipitaban hasta la calle M abajo, a lo lejos. Un poco más allá
estaba la entrada de las cocheras que en otro tiempo se usaron para guardar
tranvías: estilo mediterráneo, techo de tejas, villas rococó, ladrillo antiguo.
Los contempló, tristona. De ficción. Calle de ficción. Pero, ¿por qué no me
quedo? ¿Compro la casa? ¿Empiezo a vivir? En algún lado, una campana
empezó a sonar. Dirigió la vista hacia el lugar de donde provenía el sonido.
La torre del reloj en el campus de Georgetown. La melancólica resonancia
hizo eco en el río, tembló, se filtró en su corazón cansado. Se fue caminando
al trabajo, hacia la espectral mascarada, hacia la ficción.
Pasó por el pórtico de entrada al campus, y su depresión disminuyó;
luego se hizo aún menor, al contemplar la hilera de vestuarios rodantes
alineados en el camino, muy cerca del paredón que circundaba el perímetro
por el lado Sur, y a eso de las 8 de la mañana, hora de la primera toma del
día, ya era casi la misma de siempre: empezó una discusión sobre el guión.
—¡Burke! ¿Por qué no le echas una ojeada a esta porquería?
—¡Ah veo que tienes un libreto! ¡Qué bien!
El director Burke Dennings, severo y travieso, con su ojo izquierdo que
titilaba, aunque brillaba de picardía, arrancó una tirita de papel del guión con
sus temblorosos dedos.
—Creo que voy a masticar -se rió.
Estaban parados en la explanada frente al edificio de oficinas, rodeados
por actores, luces, técnicos, extras y ayudantes. Por el césped estaban
diseminados algunos espectadores, acá y allá, en su mayoría profesores
jesuitas. Muchos niños. El director de fotografía, aburrido, tomó el diario
Daily Variety cuando Dennings se metió un papel en la boca, y sonrió
tontamente; después de la primera ginebra de la mañana tenía una ligera
halitosis.
—Me alegro mucho de que te hayan dado un libreto.
Un astuto cincuentón de aspecto débil. Hablaba con un inconfundible
acento inglés, tan cortado y preciso, que sublimaba aún las más crudas
obscenidades, las hacía incluso elegantes. Cuando bebía, daba la impresión
de que iba a estallar en carcajadas: parecía que estuviera haciendo
constantes esfuerzos para conservar la compostura.
—Bueno, nena, dime, ¿qué pasa? ¿Qué es lo que anda mal?
La escena en cuestión requería que el decano de la mítica Universidad
hablara a un grupo de estudiantes, en un intento por sofocar una
manifestación pacífica con la que habían amenazado. Entonces Chris tenía
que subir corriendo los escalones de la explanada, encararse con el decano
y, señalando al edificio principal, gritar: ’¡Derribémoslo!’
—No tiene ningún sentido -dijo Chris.
—Sin embargo, está perfectamente claro -mintió Dennings.
—¿Por qué diablos tienen que echar abajo el edificio, Burke? ¿Para qué?
—¿Me estás condenando a prisión?
—No. Estoy preguntando: ‘¿para qué?’
—¡Porque está allí, querida!
—¿En el guión?
—No, en el tema.
—Bueno, pero sigue sin tener sentido, Burke. Ella no haría eso.
—Sí que lo haría.
—No, no lo haría.
—¿Mandamos llamar al autor? ¡Creo que está en París!
—¿A qué ha ido allí? ¿A esconderse?
—No. A fornicar.
Lo articuló con impecable dicción; sus ojos astutos chispeaban en una
cara pálida, mientras la palabra se elevaba tersa y se transformaba en un
capitel gótico.
Chris se le apoyó blandamente en los hombros, riendo.
—¡Oh, Burke, no tienes arreglo!
—Sí. -Lo dijo como César al ratificar con modestia los informes de su
triple rechazo de la corona-. Bueno, entonces, ¿seguimos con esto?
Chris no escuchó. Había arrojado una mirada fugaz y avergonzada a un
jesuita cercano. Ella quería comprobar si había oído o no la obscenidad.
Morena cara arrugada. Como la de un boxeador. Jovial. Cuarentón. Había
cierta tristeza en sus ojos, algo de sufrimiento, y, sin embargo, su mirada
fue cálida y tranquilizadora al posarse en la de ella. Había oído. Sonreía.
Echó una ojeada a su reloj y se alejó.
—¡Digo que sigamos de un vez con esto!
Se volvió, sorprendida.
—Sí, tienes razón, Burke.
Vamos a hacerlo.
—Gracias a Dios.
—No, espera.
—Pero, ¡caramba!
Protestó por la adición introducida en la escena. Opinaba que el punto
culminante eran las palabras que tenía que pronunciar, y se oponía a entrar
corriendo inmediatamente después por la puerta del edificio.
—No le agrega nada -dijo Chris-. Es estúpido.
—Sí, querida. Tienes razón -admitió Burke sinceramente-. Sin embargo,
el director de fotografía insiste en que lo hagamos -continuó-; de modo que
así será, ¿entiendes?
—No.
—No, por supuesto que no. Es estúpido. Observa la siguiente escena
-rió-. Empieza con Jed, que viene hacia nosotros por la puerta. El director
de fotografía está seguro de obtener una mención si la escena anterior
termina contigo saliendo por la puerta.
—Eso es idiota.
—¡Por supuesto que lo es! ¡Hay para vomitar! ¡Es algo estúpidamente
malo! Pero lo filmaremos; aunque puedes estar segura de que lo arreglaré
cuando le demos los últimos cortes. Va a ser un bocado sabroso.
Chris se rió. Y estuvo de acuerdo. Burke miró en dirección al director de
fotografía, que era conocido como un egoísta temperamental, muy aficionado
a las discusiones que hacen perder tiempo.
Estaba ocupado con el operador.
El director respiró aliviado.
Mientras esperaba al pie de la escalinata que las luces se calentaran,
Chris miró a Dennings cuando éste le lanzó una obscenidad a un
desventurado ayudante; luego se le iluminó ostensiblemente la cara. Parecía
deleitarse con su excentricidad. Sin embargo, Chris sabía que, después de
haber bebido una cierta cantidad, explotaría el mal genio, y si esto sucedía a
las tres o cuatro de la madrugada, podría llamar por teléfono a gente
importante y hacerla objeto de provocaciones fútiles. Chris se acordó de un
jefe de estudios cuyo único crimen fue el de haber hecho, durante las
proyecciones de prueba, un comentario inofensivo acerca de la camisa de
Dennings, que se veía algo deshilachada; ello bastó para que lo despertara a
eso de las tres de la madrugada, con objeto de decirle que era un ‘patán de
mierda’ y que su padre había sido, ‘con toda seguridad, un tarado’. Y al día
siguiente simulaba tener amnesia e irradiaba cierto placer cuando aquellos a
quienes había ofendido contaban con detalle lo que les había hecho. Aunque,
si le convenía, se acordaba. Con una sonrisa en la boca, Chris recordó la
noche en que él había destruido las oficinas del estudio, estimulado por la
ginebra, en un ataque de furia descontrolada, y cómo más tarde, cuando le
presentaron una cuenta detallada y fotos de los daños, las había descartado
con picardía porque eran ‘puras farsas, ya que los daños habían sido, a todas
luces, mucho mayores’. Chris no creía que Dennings fuera ni un alcohólico ni
un bebedor empedernido, sino, más bien, que bebía porque eso era lo que se
esperaba de él: seguía la tradición. ¡Ah, bueno! -pensó-. Supongo que
será una especie de inmoralidad.
Se volvió y buscó con la vista al jesuita que le había sonreído.
Iba caminando a lo lejos, con aire abatido, cabizbajo, una negra nube
solitaria en busca de la lluvia.
A ella nunca le habían gustado los curas. Así lo afirmaba. Y, sin
embargo, éste…
—¿Lista, Chris? -dijo Dennings.
—Sí, lista.
—Muy lista. ¡Silencio! -ordenó el ayudante de dirección.
—¡Se rueda! -exclamó Burke.
—¡Cámara!
—¡Acción!
Chris subió corriendo las escaleras mientras los extras aclamaban y
Dennings la observaba, tratando de imaginarse qué estaría pensando.
Ella había abandonado la discusión demasiado pronto. Lanzó una mirada
significativa al script, que se le acercó caminando, sumiso, y le entregó el
guión abierto, como un monaguillo entrega el misal al sacerdote en una misa
solemne.
Trabajaron bajo un sol intermitente. A eso de las cuatro, el cielo se
había cubierto de negras nubes; el ayudante de dirección despachó al grupo
para el resto del día.
Chris volvió caminando a su casa. Estaba cansada. En la esquina de la
Calle Treinta y Seis y O le firmó un autógrafo a un viejo almacenero italiano
que la había llamado a voces desde la puerta de su tienda. Escribió su
nombre y ‘Mis mejores deseos’ en una bolsa de papel marrón. Mientras
esperaba para cruzar, miró en diagonal: al otro lado de la calle había una
iglesia católica. San no sé cuánto. Jesuita. John F. Kennedy y Jackie se
habían casado allí -según le dijeron-, habían orado allí. Trató de
imaginárselo: John F. Kennedy en medio de velas votivas y piadosas mujeres
arrugadas, John F. Kennedy inclinado rezando: Creo… un freno a los rusos,
creo, creo… ‘Apolo IV’ en medio del ruido de las cuentas del rosario;
creo… la resurrección de la carne y la vida perdurable… Eso. Eso es. Eso
es lo importante.
Observó un camión de cerveza que avanzaba lentamente, lleno del
tintineo de tibias, húmedas y vibrantes promesas.
Cruzó. Caminando por la Calle O, y al pasar por el salón de actos de la
escuela primaria, un sacerdote apareció corriendo por detrás de ella, con las
manos en los bolsillos de un guardapolvo de nilón. Joven. Muy erguido. Le
hacía falta un afeitado. Al pasar delante de ella, dobló a la derecha y se
internó por un sendero que conducía a los posteriores atrios de la iglesia.
Chris se detuvo junto al camino y lo observó, curiosa. Parecía dirigirse
hacia un chalet de vigas blancas. Una vieja puerta de tela metálica se abrió
con un chirrido y apareció otro sacerdote. Tenía aspecto hosco y muy
nervioso. Saludó cortésmente con la cabeza al hombre joven y, con la
mirada baja, se dirigió hacia la puerta de entrada de la iglesia. Una vez más
se abrió desde dentro la puerta del chalet.
Otro sacerdote. Parecía…
¡Sí, es! ¡El que sonrió cuando Burke dijo ‘a fornicar’! Sólo que ahora
estaba serio al saludar en silencio al recién llegado, al que le pasó un brazo
sobre los hombros, en un gesto amable y algo paternal. Lo condujo al
interior de la casa, y la puerta de tela metálica se cerró con un lento y leve
chirrido.
Chris se miró los zapatos. Estaba desconcertada. ¿Cómo los
prepararían? Se preguntó si los jesuitas se confesarían.
Un sordo retumbo de tormenta.
Levantó la vista hacia el cielo.
¿Llovería?… la resurrección de la…
Sí, sí, seguro. El martes próximo. Destellos de relámpagos crepitaban
a lo lejos. No nos llames, pequeño; nosotros te llamaremos a ti.
Se levantó el cuello del abrigo y prosiguió su lenta marcha. Quería que
lloviera.
Al minuto estaba en su casa.
Se metió apresuradamente en el baño. Luego fue a la cocina.
—Hola, Chris. ¿Cómo te ha ido?
Una bonita rubia de veintitantos años, sentada a la mesa. Sharon
Spencer. Juvenil. De Oregón. Hacía tres años que era institutriz de Regan y
secretaria social de Chris.
—¡Oh, el borracho de siempre! -Chris se acercó lentamente a la mesa y
empezó a examinar los mensajes-. ¿Nada interesante?
—¿Quieres cenar la semana que viene en la Casa Blanca?
Chris se rió, incrédula.
—¿Dónde está Rags?
—Abajo, en el cuarto de los juguetes.
—¿Haciendo qué?
—Esculturas. Un pájaro, creo. Para ti.
—Sí, necesito uno -murmuró Chris. Se acercó a la cocina y se sirvió una
taza de café caliente-. ¿Estabas bromeando con eso de la cena? -preguntó.
—No, por supuesto que no -respondió Sharon-. Es el jueves.
—¿Una fiesta grande?
—No, creo que sólo cinco o seis personas.
—¡No me digas!
Estaba contenta, pero no muy sorprendida. Buscaban su compañía
taxistas, poetas, profesores y reyes. ¿Qué era lo que les gustaba de ella? ¿Su
vida? Chris se sentó a la mesa.
—¿Qué tal ha ido la clase?
Sharon encendió un cigarrillo, frunciendo el entrecejo.
—De nuevo nos dieron trabajo las Matemáticas.
—¿Sí? ¡Qué curioso!
—Tienes razón. Es su asignatura favorita -dijo Sharon.
—¡Ah, bueno! Estas ‘Matemáticas modernas…’ Dios mío, yo no podría
dar el cambio en un autobús si…
—¡Hola, mamá!
Entró brincando por la puerta y extendiendo sus delgados brazos.
Colitas de caballo, pelirrojas. La cara, brillante, suave, llena de pecas.
—¡Hola, fea! -Sonriendo alegre, Chris la estrechó con fuerza; luego besó
cálidamente las mejillas de la niña. No podía reprimir la poderosa corriente
de su cariño-. ¡Mmu-mmmmum-mmum! -Más besos. Después alejó un
poco a Regan y la examinó con ojos ansiosos-. ¿Qué has hecho hoy? ¿Nada
emocionante?
—Cosas.
—Pero, ¿qué clase de cosas?
—A ver… -Tenía las rodillas junto a las de su madre, y se columpiaba
suavemente hacia delante y atrás-. Bueno, por supuesto que he estudiado.
—¡Ajá!
—Y pintado.
—¿Qué has pintado?
—Flores. Margaritas. Todas rosadas. Y también… ¡ah, sí! ¡Un caballo!
-De pronto se emocionó y abrió mucho los ojos-. El hombre tenía un
caballo, ¿sabes?, allá junto al río. Caminábamos y se nos acercó el
caballo; ¡era precioso! Mamá, tendrías que haberlo visto, ¡y el hombre
me dejó montarlo! ¡De veras! ¡Casi un minuto!
Chris, divertida, le guiñó un ojo a Sharon.
—¿El mismo? -preguntó, levantando una ceja.
Cuando se trasladaron a Washington para el rodaje de la película, la
rubia secretaria, que ahora era prácticamente una más de la familia, había
vivido en la casa y ocupado un dormitorio en la planta alta. Hasta que
conoció al ‘hombre del caballo’ en un establo cercano.
Entonces, Chris decidió que Sharon necesitaba un lugar donde poder
estar sola, por lo cual le buscó un apartamento en un hotel caro, e insistió en
pagar ella la cuenta.
—El mismo -sonrió Sharon en respuesta a Chris.
—¡Era un caballo extraordinario! -agregó Regan-. Mamá, ¿no podemos
conseguir un caballo? Quiero decir, ¿no podríamos?
—Ya lo veremos, querida.
—¿Cuándo podría tener uno?
—Te he dicho que ya lo veremos. ¿Dónde está el pájaro que has hecho?
Regan pareció quedar desconcertada un momento; luego se volvió en
dirección a Sharon y, al sonreír, descubrió una boca llena de piezas postizas.
En su ademán esbozóse una tímida recriminación.
—¿Se lo has dicho…? -Y después, conteniendo la risa, se dirigió a su
madre-: Quería darte una sorpresa.
—¿Quieres decir…?
—¡Con una nariz larga y cómica, como tú querías!
—¡Oh, Rags, qué lindo! ¿Puedo verlo?
—No, todavía tengo que pintarlo. ¿Cuándo estará la cena, mamá?
—¿Tienes apetito?
—Estoy muerta de hambre.
—¡Y todavía no son las cinco! ¿A qué hora han almorzado? -preguntó
Chris a Sharon.
—A eso de las doce -respondió Sharon.
—¿Cuándo volverán Willie y Karl?
Les había dado la tarde libre.
—Creo que a las siete -dijo Sharon.
—Mamá, ¿podemos ir a ‘Hot Shoppe’? -imploró Regan-. ¿No podríamos?
Chris levantó la mano de su hija, le sonrió tiernamente y la besó.
—¡Vístete rápidamente y vamos!
—¡Cuánto te quiero!
Regan salió corriendo de la habitación.
—¡Querida, ponte el vestido nuevo! -le gritó Chris.
—¿Te gustaría tener once años? -musitó Sharon.
—¿Es un ofrecimiento?
Chris tomó la correspondencia y empezó a clasificar distraídamente las
adulaciones garabateadas en las cartas.
—¿Te gustaría? -preguntó Sharon.
—¿Con la inteligencia que tengo ahora? ¿Y todos los recuerdos?
—Claro.
—No es negocio.
—Piénsalo de nuevo.
—Lo estoy pensando. -Chris tomó un libreto con una notita prendida en
la tapa. Jarris. Su representante-. Creo que les dije que no quería más
guiones durante un tiempo.
—Deberías leerlo -dijo Sharon.
—¿Sí?
—Sí. Yo lo he leído esta mañana.
—¿Es bueno?
—¡Magnífico!
—Y a mí me tocaría hacer el papel de una monja que descubre que es
lesbiana, ¿no es cierto?
—No, no tendrías que hacer nada.
—¡Anda! Ahora sí que las películas se están poniendo mejor que
nunca! ¿De qué diablos me estás hablando, Sharon? ¿A qué viene esa
sonrisita burlona?
—Quieren que dirijas -dijo Sharon con afectada modestia, expeliendo el
humo de su cigarrillo.
—¿Qué?
—Lee la carta.
—¡Dios mío, Shar, estás bromeando!
Chris se arrojó sobre la carta, lanzó un grito ronco y penetrante de
alegría y, con ambas manos, la estrechó contra su pecho.
—¡Oh, Steve, ángel, te acordaste! -Filmando en África. Borracho. En
sillas plegables. Contemplando la rojiza quietud del día que terminaba: ‘¡Ah,
este oficio es una porquería! ¡Para el actor es una porquería, Steve!’ ‘A mí
me gusta.’ ‘Es una porquería. ¿Acaso no sabes que en este oficio lo único que
vale la pena es dirigir?’ ‘¡Ah, sí!’ ‘¡Entonces sí que ha hecho uno algo, algo
que es propio, algo que vive!’ ‘Bueno, hazlo entonces.’ ‘Intenté, pero no les
gustó.’ ‘¿Por qué no?’ ‘¡Oh, vamos, sabes bien por qué! No me creen lo
suficientemente capaz.’
Tierno recuerdo. Sonrisa tierna.
Querido Steve…
—¡Mamá, no encuentro el vestido! -gritó Regan desde el rellano de la
escalera.
—¡Está en el armario! -respondió Chris.
—¡Ya he mirado también en él!
—¡Subo en seguida! -gritó Chris. Examinó el guión un momento. Luego,
poco a poco, se desanimó-. Tal vez sea una porquería.
—Vamos… Honestamente creo que es muy bueno.
—Sin embargo, opinabas que en Psycho hacían falta risas grabadas.
Sharon se rió.
—¡Mamá!
—¡Ya voy!
Chris se levantó despacio.
—¿Tienes una cita, Shar?
—Sí.
Chris se acercó hasta donde estaba la correspondencia.
—Entonces puedes irte. Mañana despacharemos todo esto.
Sharon se levantó.
—¡Ah, no, espera! -exclamó Chris, al acordarse de algo-. Vamos a
escribir una carta que ha de salir esta noche.
—Bueno. -La secretaria buscó la libreta donde tenía la taquigrafía.
—¡Ma-máaa! -Un quejido de impaciencia.
—Espera, bajo en seguida -dijo Chris a Sharon. Salía ya de la cocina,
pero se detuvo al darse cuenta de que Sharon miraba el reloj.
—Es mi hora de meditación, Chris -dijo.
Chris la miró fijamente, con muda irritación. Hacía ya seis meses había
notado que su secretaria se había convertido, de pronto, en una ‘buscadora
de la serenidad’.
Había empezado en Los Ángeles, con la autohipnosis. De ésta pasó
luego a la entonación de cantos budistas. Durante las últimas semanas que
Sharon había dormido en la habitación de la planta alta, la casa exhalaba
olor a incienso y se escuchaban aburridos cantos de Nam myoho renge kyo
(‘No hay más que repetir esto, Chris, y se te conceden los deseos, consigues
todo lo que pides…’) a horas inverosímiles e inoportunas, generalmente
cuando Chris estudiaba los guiones. ‘Puedes encender el televisor -le había
dicho Sharon generosamente en una de aquellas ocasiones-. No me molesta.
Yo puedo cantar con cualquier clase de ruido a mi alrededor.’ Ahora era
meditación sobrenatural.
—¿De veras crees que eso te hará bien, Sharon? -preguntó Chris con
una voz sin matices.
—Me da paz espiritual -respondió Sharon.
—Bueno -dijo Chris secamente. Se volvió y le dijo adiós. No mencionó la
carta, y al salir de la cocina murmuró: Nam myoho renge kyo.
—Repítelo durante quince o veinte minutos -dijo Sharon-. Tal vez
consigas el efecto.
Chris se detuvo mientras pensaba una respuesta apropiada, pero se dio
por vencida. Subió al dormitorio de Regan y se dirigió inmediatamente al
armario. Regan estaba parada en el centro de la habitación, mirando el
techo.
—¿Qué estás haciendo? -le preguntó Chris mientras buscaba el vestido.
Era de algodón celeste.
Lo había comprado la semana anterior y recordaba haberlo colgado en
el armario.
—Oigo ruidos extraños -dijo Regan.
—Ya lo sé. Tenemos visitas.
Regan la miró.
—¿Eh?
—Ardillas, querida: ardillas en el altillo.
Las ratas le producían náuseas y pánico a su hija. Hasta los ratoncitos la
molestaban.
La búsqueda del vestido resultó infructuosa.
—¿Ves como no está ahí?
—Sí, ya lo he visto. Tal vez Willie se lo haya llevado con la ropa sucia.
—Tampoco está.
—Bueno, entonces ponte el azul marino. Es muy bonito.
Fueron al ‘Hot Shoppe’.
Chris pidió ensalada, mientras que Regan tomó sopa, cuatro bollitos,
pollo frito, un batido de chocolate y dos raciones de tarta de fresas con
crema de café helada.
¿Adónde meterá tanto? -se preguntaba Chris con ternura-. ¿En sus
muñecas? La niña era delgada como una leve esperanza.
Chris se fumó un cigarrillo mientras se tomaba el café y miró por la
ventana de la derecha.
El río parecía esperar, oscuro y quieto.
—Muy rica la cena, mamá.
Chris se volvió, y, como pasaba a menudo, contuvo el aliento, sintiendo
de nuevo el dolor de reconocer la imagen de Howard en la cara de Regan.
Era el ángulo de la luz. Clavó la vista en el plato de la niña.
—¿Vas a dejar ese pedazo de tarta? -le preguntó.
Regan bajó los ojos.
—Me he comido muchos caramelos.
Chris apagó el cigarrillo y se rió.
—Vamos.
Volvieron antes de las siete.
Willie y Karl ya habían regresado. Regan se fue corriendo hacia el cuarto
de los juguetes en el sótano, ansiosa por terminar la escultura para su
madre. Chris se encaminó a la cocina en busca del libreto. Encontró a Willie,
que preparaba el café. Tosca mujerona.
Parecía huraña y malhumorada.
—Hola, Willie, ¿cómo les ha ido? ¿Se han divertido?
—No pregunte. -Agregó una cáscara de huevo y una pizca de sal en el
burbujeante contenido de la cafetera. Habían ido al cine, explicó Willie. Ella
quería ver a ‘Los Beatles’, pero Karl había insistido en ver una película sobre
Mozart.
—¡Horrible! -La mujer hervía de ira mientras bajaba la llama del fuego-.
¡Ese cabezota!
—¡Qué pena! -Chris se puso el libreto debajo del brazo-. ¡Ah, Willie, ¿no
has visto el vestido que le compré a Regan la semana pasada? El de algodón
azul.
—Sí, en el armario. Esta mañana.
—¿Dónde lo pusiste?
—Está allí.
—¿No lo habrás sacado, por error, junto con la ropa sucia?
—Está allí.
—¿Con la ropa sucia?
—En el armario.
—No, no está. Ya lo he mirado.
Iba a decir algo, pero apretó los labios y miró, ceñuda, el café.
Karl había entrado.
—Buenas noches, señora.
Se dirigió al fregadero para tomar un vaso de agua.
—¿Ha puesto las trampas? -preguntó Chris.
—No hay ratas.
—¿Las ha puesto o no?
—Por supuesto que sí, pero el altillo está limpio.
—Cuénteme qué le ha parecido la película, Karl.
—Muy buena.
Su espalda era tan inexpresiva como su cara.
Chris inició la retirada mientras tarareaba una canción de ‘Los Beatles’.
Pero luego se detuvo ¡Un último disparo!
—¿Ha tenido algún inconveniente para conseguir las ratoneras, Karl?
—No, ninguno.
—¿A las seis de la mañana?
—En una tienda que está abierta toda la noche.
—¡Dios santo!
Chris tomó, con fruición, un largo baño, y cuando fue al armario de su
cuarto en busca del albornoz, encontró el vestido azul de Regan.
Estaba arrugado, sobre una pila de ropa, en el piso del armario.
Lo cogió. ¿Qué hace aquí?
Aún tenía las etiquetas. Recordó que había comprado el vestido, junto
con otras cosas para ella. Debo de haber puesto todo junto.
Chris llevó el vestido al dormitorio de Regan y lo colgó de una percha.
Echó una mirada a las prendas de la niña. Bonitas. Bonitas ropas sí, Rags,
piensa en esto, y no en papá, que nunca escribe.
Al salir tropezó contra la pata de la cómoda. ¡Huy, qué dolor!
Al levantar el pie para frotarse el dedo notó que la cómoda estaba
corrida medio metro de su lugar.
¡Claro! ¡Tenía que tropezar!
Willie habrá pasado la aspiradora.
Bajó al despacho con el libreto enviado por su representante.
A diferencia del imponente living, con sus grandes ventanales y su
hermosa vista, el despacho irradiaba una sugestiva intimidad, secretos
cuchicheos entre tíos ricos. Chimenea de ladrillo rojizo sin revocar, paneles
de roble, entrecruzadas vigas de madera. Los únicos toques modernos de la
habitación eran el bar, unos cuantos almohadones de colores y una alfombra
de cuero de leopardo, que cubría el piso frente al hogar, ante el que se
hallaba extendida ella, con la cabeza y los hombros apoyados en un mullido
sofá.
Echó otra ojeada a la carta de su representante. Fe, Esperanza y
Caridad: Tres partes distintas, con diferentes reparto y director. La suya
sería Esperanza. Le gustaba la idea. Y le gustaba el título. Aburrida, sin
duda -pensó-, pero refinada. Seguramente lo cambiarán por algo así como
‘Roca de las Virtudes’.
Sonó el timbre de la puerta.
Burke Dennings. Un hombre solitario que venía con frecuencia.
Chris sonrió tristemente, movió la cabeza al oír que le gritaba una
obscenidad a Karl, a quien parecía odiar, por lo cual lo atormentaba
continuamente.
—¡Hola!, ¿dónde hay algo que tomar? -exigió enojado, mientras entraba
en la estancia y se dirigía al bar, sin mirar a Chris, con las manos en los
bolsillos del arrugado impermeable.
Se sentó en la banqueta del bar. Irritable. Ojos inquietos. Un poco
enojado.
—¿De nuevo andas vagabundeando? -preguntó Chris.
—¿Qué diablos quieres decir? -resopló él.
—¡Tienes un aspecto tan cómico!
Ello lo había notado ya cuando hicieron juntos una película en Lausana.
En la primera noche que pasaron allí, en un hotel que daba sobre el lago de
Ginebra, Chris no podía conciliar el sueno. A las cinco de la mañana saltó de
la cama y decidió vestirse y bajar al vestíbulo a tomar un café o en busca de
alguien que le hiciera compañía.
Mientras esperaba el ascensor en el pasillo, miró por la ventana y vio al
director, que caminaba erguido por la orilla, con las manos hundidas en los
bolsillos de su abrigo, para resguardarlas del frío glacial del invierno. Cuando
ella llegó al vestíbulo, él ya entraba en el hotel.
—¡Ni un bote a la vista! -dijo bruscamente, pasando a su lado con la
cabeza baja; después se metió en el ascensor y se fue a dormir. Cuando,
más tarde, ella riéndose, mencionó el incidente, el director se puso furioso y
la acusó de andar propalando por ahí ‘groseras alucinaciones’, que la gente
podía ‘creer fácilmente, sólo porque eres una estrella’. También la trató de
‘loca de la mierda’, pero luego agregó consoladoramente, haciendo
esfuerzos para calmar su descontento, que ‘quizás’ ella había visto a alguien
y que lo había confundido con Dennings. ‘Después de todo -recalcó-, mi
tatarabuela era suiza.’
Chris le recordó ahora el incidente mientras se metía detrás del
mostrador del bar.
—¡Vamos, no seas tonta! -le espetó Dennings-. Lo que ocurre es que me
he pasado toda la tarde en un maldito té, ¡un té con los profesores!
Chris se apoyó sobre el bar.
—Conque en un té, ¿eh?
—¡Sigue riéndote como una boba!
—Te has emborrachado en un té -dijo secamente- con unos jesuitas.
—No, los jesuitas estaban sobrios.
—¿No beben?
—¿Cómo que no? -gritó-. ¡Bebían como condenados! ¡Nunca en mi
vida he visto a nadie beber tanto!
—¡Vamos, baja la voz, Burke! ¡Regan!
—Sí, claro, Regan -murmuró Dennings-. ¿Dónde diablos está mi vaso?
—¿Me vas a decir de una vez qué has estado haciendo en un té con los
profesores?
—Pues practicando esas malditas relaciones públicas; algo que tú
tendrías que hacer.
Chris le alargó un vaso de ginebra con hielo.
—¡Dios mío, cómo les hemos dejado el terreno! -exclamó el director,
que, compungido, apoyó el vaso contra los labios-. ¡Ahí, sí, ríete! Es para lo
único que sirves, para reír y enseñar un poco el trasero.
—Únicamente sonrío.
—Bueno, alguien tenía que salvar las apariencias.
—¿Y cuántas veces dijiste ‘fornicar’, Burke?
—Querida, no seas grosera -la reprochó amablemente-. Ahora dime
cómo te encuentras.
Ella respondió encogiéndose de hombros, abatida.
—¿Estás malhumorada? Vamos, cuéntame.
—No sé.
—Cuéntaselo a tu tío.
—Creo que yo también voy a tomar algo -dijo, y fue a buscar un vaso.
—Sí, es bueno para el estómago. Bien, ¿qué te pasa?
Lentamente, ella se sirvió vodka.
—¿Nunca has pensado en la muerte?
—¿En qué?
—En la muerte. ¿Nunca has pensado en ello, Burke? ¿En lo que
significa? ¿En lo que realmente significa?
Levemente cortante, respondió:
—No sé. No, nunca pienso en eso. Sólo hago el muerto. ¿A qué diablos
viene todo esto?
Ella se encogió de hombros.
—No sé -contestó en un tono suave. Dejó caer el hielo en el vaso y lo
contempló, pensativa-. Sí… sí, lo sé -rectificó-. Yo… bueno, lo he pensado
esta mañana… una especie de sueño… casi al despertarme. No sé. Quiero
decir que me ha impresionado un poco… lo que significa…, el fin, ¡el fin!,
como si nunca lo hubiera sabido. -Sacudió la cabeza-. ¡Cómo me he
asustado! Sentí que huía de este maldito planeta a millones de kilómetros
por hora.
—Tonterías. La muerte es un alivio -respondió Dennings.
—No para mí, Charlie.
—Bueno, tú vives a través de tus hijos.
—¡Déjate de idioteces! Yo no soy mis hijos.
—Gracias a Dios. Una ya es suficiente.
—¡Piénsalo, Burke! No existir… ¡nunca más! Es…
—¡Oh, por Dios! ¡Enseña un poco el traste en el té con los profesores
la semana que viene, y tal vez esos curas puedan darte consuelo! -Agitó su
vaso-. Tomemos otro.
—No sabía que ellos bebiesen.
—Entonces es que eres estúpida.
Los ojos del hombre habían adquirido una expresión ruin. ¿Estaría
llegando al límite de la exasperación? Chris estaba asombrada. Tenía la
impresión de haberle tocado un nervio. ¿Lo habría hecho?
—¿Se confiesan? -preguntó ella.
—¿Por qué he de saber eso? -bramó súbitamente.
—Bueno, ¿acaso no estudiabas para…?
—¿Dónde está ese maldito trago?
—¿Quieres café?
—No te pongas necia. Quiero otro trago.
—Toma un poco de café.
—¡Vamos! ¡Venga la copa!
—¿Un ‘Lincoln Highway’?
—No, eso es asqueroso, y yo odio a los borrachos asquerosos.
¡Vamos, llena el vaso!
Deslizó su vaso por el mostrador del bar, y ella le sirvió más ginebra.
—Tal vez debería invitar a dos de ellos -murmuró Chris.
—¿A dos de quiénes?
—Bueno, a cualquiera. -Se encogió de hombros-. Los tipos importantes,
los curas.
—No se irían nunca; son unos abusones -profirió con voz ronca,
tomando la ginebra de un trago.
Si, está empezando a perder la calma, pensó Chris, y rápidamente
cambió de tema: le habló del libreto y de la oportunidad que le daban de
dirigir.
—¡Ah, qué bien! -murmuró Dennings.
—Me da miedo.
—¡Bah, tonterías! Querida, lo difícil de dirigir es hacer que parezca
difícil. Yo, al principio, desconocía la clave, y aquí me tienes. Es como un
juego de niños.
—Burke, si he de serte sincera, ahora que me han ofrecido esta
oportunidad, no estoy segura ni de poder dirigir a mi abuela para que cruce
la calle. Me refiero a la parte técnica.
—Eso déjaselo al director de escena, al director de fotografía y a la
script, querida. Consíguete unos que sean buenos y te sacarán del paso. Lo
que importa es el manejo de los actores, y en eso serás maravillosa. Tú
puedes no sólo indicarles cómo hacer o decir algo, querida; les puedes
incluso demostrar cómo se hace. Acuérdate de Paul Newman y Rachel,
Rachel, y no te pongas nerviosa.
Ella parecía seguir dudando aún.
—Bueno, lo que me preocupa es la parte técnica.
Borracho o sobrio, Dennings era el director más experto en la materia.
Ella quería su consejo.
—¿Por ejemplo? -le pregunto él.
Durante casi una hora estuvo exponiéndole los pequeños detalles.
Podía encontrar explicaciones en los textos, pero la lectura la
impacientaba. En lugar de eso, leía a la gente. Al ser curiosa por naturaleza,
los exprimía hasta sacarles la última gota de jugo. Pero era imposible
exprimir los libros. Los libros eran locuaces.
Decían ‘por tanto’ y ‘claramente’, cuando algo no estaba claro en
absoluto, y nunca se podían impugnar sus circunloquios. Nunca se los podía
desarmar con agudeza. ‘Espera un momento, no entiendo. ¿Me puedes
repetir eso último?’ Nunca se los podía sujetar con alfileres, retorcerlos. Los
libros eran como Karl.
—Querida, lo único que necesitas es un brillante director de fotografía
-se rió el director, para rematar el tema-. Uno que sea competente de
verdad.
Se había puesto encantador y eufórico, y parecía haber pasado el
temido momento de peligro.
—Con permiso, señora. ¿Deseaba algo?
Karl estaba parado, cortés, en la puerta del despacho.
—¿Cómo le va, Thorndike? -se rió Dennings-. ¿O se llama Heinrich?
Nunca me acuerdo.
—Soy Karl.
—Sí, por supuesto. Me había olvidado. Dígame, Karl, ¿qué me contó
usted que había hecho para la Gestapo? ¿Relaciones públicas? ¿O fue para la
comunidad? Creo que hay una diferencia.
Karl habló respetuosamente.
—Ninguna de las dos cosas, señor. Yo soy suizo.
—¡Ah, sí! -El director se rió a carcajadas, groseramente. Y usted nunca
jugaría al bowling con Goebbels, supongo.
Karl, sin hacerle caso, se volvió hacia Chris.
—¡Y nunca voló con Rudolph Hess!
—¿Deseaba algo, señora?
—No, creo que no. Burke, ¿quieres café?
—¡Una porra!
El director se levantó bruscamente y salió, rabioso, de la habitación y de
la casa.
Chris agitó la cabeza y luego se dirigió a Karl.
—Desconecte los teléfonos -ordenó, inexpresiva.
—Sí, señora. ¿Algo más?
—Sí, tal vez un poco de café. ¿Dónde está Rags?
—Abajo, en el cuarto de los juguetes. ¿La llamo?
—Sí. Es hora de acostarse. Pero no; espere un segundo, Karl. No se
moleste. Tengo que ir a ver el pájaro. Tráigame sólo el café, por favor.
—Sí, señora.
—Y, por enésima vez, le pido disculpas en nombre de Burke.
—No le hago caso.
—Ya sé. Eso es lo que lo irrita.
Chris caminó hasta el vestíbulo, abrió la puerta de la escalera del sótano
y miró hacia abajo.
—Hola, pecosilla, ¿qué estás haciendo ahí abajo? ¿Terminaste el pájaro?
—¡Sí, ven a verlo! ¡Está terminado!
El cuarto de los juguetes tenía ventanas y estaba decorado
alegremente. Atriles. Pinturas. Tocadiscos. Mesas para juegos y un taller
para escultura. Guirnaldas rojas y blancas que habían quedado de una fiesta
que celebró el hijo del inquilino anterior.
—¡Es fantástico! -exclamó Chris, mientras su hija le alargaba la figura.
No estaba seca del todo; era un pájaro horroroso, de color naranja, excepto
el pico, pintado con rayas verdes y blancas.
Le había pegado un mechón de plumas en la cabeza.
—¿Te gusta? -preguntó Regan.
—Me encanta, querida; de verdad. ¿Le has puesto nombre?
—Pues… no.
—¿Qué le podrías poner?
—No sé.
Regan se encogió de hombros.
—Vamos a ver. -Chris se tocó los dientes con las yemas de los dedos-.
¿Qué te parece Pájaro tonto, eh? Sólo Pájaro tonto.
Regan trató de contener la risa, y se tapó la boca con la mano para no
mostrar las piezas artificiales. Gesto afirmativo con la cabeza.
—¡Pájaro tonto junto a un derrumbe! Lo dejaré aquí para que se
seque, y luego me lo llevaré a mi cuarto.
Chris estaba apoyando el pájaro cuando reparó en el tablero Ouija, que
usaba para componer palabras.
Cerca. Sobre la mesa. Se había olvidado de que lo tenía. Tan curiosa
acerca de sí misma como de los demás, lo había comprado con la intención
de sacar a la luz ciertas claves de su subconsciente. No había dado resultado.
Lo había usado una o dos veces con Sharon y una vez con Dennings, que
había movido hábilmente la planchita plástica, de manera que reprodujese
mensajes obscenos.
—¿Juegas con el tablero Ouija?
—Sí.
—¿Sabes cómo hacerlo?
—Sí, claro. Mira, te lo voy a mostrar.
Se acercó para sentarse junto al tablero.
—Bueno, creo que se necesitan dos personas, querida.
—No, mamá. Yo siempre lo hago sola.
Chris acercó una silla.
—¿Quieres que juguemos las dos?
Vacilación.
—Está bien.
Había puesto los dedos sobre la planchita blanca, y cuando Chris estiró
la mano para colocar la suya, ésta se movió de pronto hasta el casillero y
marcó ‘no’ en el tablero. Chris le sonrió, astuta.
—‘Mamá, prefiero hacerlo yo sola.’ ¿Era eso lo que querías decirme? ¿No
quieres que yo juegue?
—No, yo sí quiero. Pero el capitán Howdy ha dicho ‘no’.
—¿El capitán qué?
—El capitán Howdy.
—Querida, ¿quién es ese capitán?
—Pues alguien al que yo le hago preguntas y él me responde.
—¿Sí?
—Es muy bueno.
Chris trató de no fruncir el ceño al sentir una repentina y oscura
preocupación. La niña había querido mucho a su padre, y, sin embargo,
nunca había manifestado exteriormente su reacción ante el divorcio. Y eso no
le gustaba a Chris. Tal vez habría llorado en su habitación; pero ella no lo
sabía. Chris temía que la niña se estuviera reprimiendo y que algún día
estallaran sus emociones en forma nociva. Un compañero de juegos
imaginario. No le parecía sano. ¿Por qué ‘Howdy’? ¿Por Howard? ¿Su padre?
Bastante pareado.
—¿Y cómo es que no se te ha ocurrido un nombre para el pájaro y ahora
me vienes con el de ‘capitán Howdy’? ¿Por qué lo llamas así?
—Pues porque ése es su nombre -contestó Regan con una risita.
—¿Y cómo lo sabes?
—Porque me lo ha dicho él.
—Por supuesto.
—Por supuesto.
—¿Y qué más te dice?
—Cosas.
—¿Qué cosas?
Regan se encogió de hombros.
—Sólo cosas.
—¿Por ejemplo…?
—Te lo voy a mostrar. Le haré algunas preguntas.
—Sí, hazlo.
Poniendo los dedos sobre la planchita, Regan clavó los ojos en el
tablero, muy concentrada.
—Capitán Howdy, ¿crees que mi mamá es guapa?
Un segundo… cinco… diez… veinte…
—¿Capitán Howdy?
Más segundos. Chris estaba sorprendida. Había esperado que su hija
moviera la planchita al casillero que decía ‘sí’. ¡Oh, por Dios!, ¿qué es esto?
¿Una hostilidad consciente? Es absurdo.
—Capitán Howdy, no seas mal educado -le regañó Regan.
—Querida, tal vez esté durmiendo.
—¿Tú crees?
—Creo que eres tú la que debería estar durmiendo.
—¿Ya?
—¡Vamos, querida! ¡A la cama!
Chris se levantó.
—Es un bobo -musitó Regan.
Luego salió detrás de su madre por la escalera.
Chris la dejó caer en la cama y se sentó a su lado.
—Querida, el domingo no trabajo. ¿Quieres hacer algo?
—¿Qué?
Cuando fueron a Washington, Chris había tratado de proporcionar a
Regan compañeros de juego.
Y encontró sólo a una niña, Judy, de doce años. Pero la familia de Judy
se había ido a pasar la Pascua a otra parte, y a Chris le preocupaba que
Regan se sintiera sola.
—Bueno, no sé -replicó Chris-. Cualquier cosa. ¿Quieres que salgamos a
pasear? ¡Podemos ir a ver los cerezos en flor! Este año han florecido pronto.
¿Quieres ir a verlos?
—Sí, mamá.
—Y mañana por la noche, al cine. ¿Qué te parece?
—¡Te adoro!
Regan la abrazó, y Chris hizo lo mismo, con más fervor que nunca,
mientras susurraba:
—Yo también te adoro.
—Si quieres, puedes invitar al señor Dennings.
—¿El señor Dennings?
—Bueno, creo que estaría bien.
Chris se rió.
—No, no estaría bien. Querida, ¿por qué habría de invitarlo?
—Porque te gusta.
—Sí, por supuesto que me gusta. ¿Y a ti?
No respondió.
—¿Qué pasa, querida? -Chris instó a su hija.
—Te vas a casar con él, mamita, ¿verdad?
No era una pregunta, sino una lúgubre afirmación. Chris estalló en
carcajadas.
—¡Por supuesto que no, pequeña! ¡Qué cosas se te ocurren! ¿El señor
Dennings? ¿De dónde has sacado esa idea?
—Pero te gusta.
—También me gusta la pizza, ¡pero nunca me casaría con ella!
Querida, es un amigo, sólo un viejo amigo.
—¿No te gusta como te gustaba papaíto?
—A tu padre lo quiero. Siempre lo querré. El señor Dennings viene
muchas veces de visita porque está solo; eso es todo. Es un amigo.
—Es que he oído…
—¿Qué has oído y a quién?
Trocitos de duda revoloteando en los ojos, vacilación. Después, un
encogimiento de hombros como para cambiar de tema.
—No sé. Se me ha ocurrido.
—Bueno, eso es una tontería, así que olvídalo.
—Está bien.
—Ahora, a dormir.
—¿Puedo leer? No tengo sueño.
—Por supuesto. Lee tu libro nuevo hasta que te canses.
—Gracias, mamaíta.
—Buenas noches, querida.
—Buenas noches.
Chris le mandó un beso desde la puerta y luego la cerró. Bajó las
escaleras. ¡Los chicos! ¿De dónde sacan las ideas? Tenía curiosidad por
saber si Regan relacionaba a Dennings con su trámite de divorcio. Eso es
una estupidez.
Regan sabía sólo que Chris había entablado la demanda. Sin embargo,
era Howard quien lo había querido. Largas separaciones. El afectado ego del
marido de una estrella. Había encontrado a otra mujer. Regan no lo sabía.
¡Oh, deja ya todo este psicoanálisis de aficionado y trata de pasar un poco
más de tiempo con ella!
Vuelta al despacho. El guión. Chris leyó. A mitad de camino vio que
Regan se acercaba a ella.
—Hola, querida. ¿Qué pasa?
—Oigo ruidos muy extraños, mamá.
—¿En tu cuarto?
—Sí, son como golpes. No me puedo dormir.
¿Dónde diablos están las ratoneras?
—Querida, duerme en mi habitación; yo averiguaré qué es.
Chris la acompañó hasta su dormitorio y la metió en la cama.
—¿Puedo ver la televisión un ratito hasta que me duerma?
—¿Dónde está tu libro?
—No lo encuentro. ¿Puedo ver la televisión?
—Sí, por supuesto. -Chris sintonizó un canal en el aparato portátil de su
dormitorio-. ¿Está bien de volumen?
—Sí, mamá.
—Trata de dormir.
Chris apagó la luz y se alejó por el pasillo. Trepó por la angosta y
alfombrada escalera que conducía al altillo. Abrió la puerta y tanteó
buscando la llave de la luz; la encontró y se agachó al entrar.
Miró a su alrededor. Cajas de recortes y correspondencia sobre el piso
de madera. Nada más, excepto las ratoneras. Seis. Con carnada. La
habitación estaba intacta.
Hasta el aire olía a fresco y limpio. El altillo no tenía calefacción. No
había cañerías, ni agujeritos en el techo.
—No hay nada.
Chris se sobresaltó, asustada.
—¡Dios mío! -exclamó volviéndose rápidamente, con una mano sobre
su corazón agitado-. ¡Por Dios, Karl, no vuelva a hacer eso!
Karl estaba parado en la escalera.
—Lo lamento mucho. Pero, ¿ve? Está limpio.
—Sí, está limpio. Muchas gracias.
—Tal vez sería mejor un gato.
—¿Qué?
—Para cazar las ratas.
Sin esperar una respuesta, saludó con la cabeza y se fue.
Durante un momento, Chris se quedó contemplando la puerta. O Karl no
tenía ningún sentido del humor, o éste era tan sutil que se le escapaba a
ella. No supo como catalogarlo.
Se puso a pensar nuevamente en los golpes y luego miró en dirección al
techo. La calle estaba sombreada por árboles, la mayor parte de ellos
retorcidos y entrelazados con enredaderas, y unas enormes ramas en forma
de hongo cubrían como un paraguas la tercera parte del frontispicio de la
casa.
¿Serían las ardillas, después de todo? Tienen que serlo. O las ramas.
Claro. Podrían ser también las ramas. Las últimas noches había hecho
viento.
Tal vez sería mejor un gato.
Chris echó otra mirada al vano de la puerta. ¿Se estaría haciendo el
vivo? De repente sonrió, tomando un aire descarado y travieso.
Bajó hasta el dormitorio de Regan, recogió algo, lo subió al altillo, y un
minuto después regresó a su habitación. Regan dormía.
La llevó a su cuarto, la metió en la cama, volvió a su propio dormitorio,
apagó el televisor y se durmió. La casa permaneció en silencio hasta la
mañana.
Mientras se desayunaba, Chris dijo a Karl, como al azar, que durante la
noche le pareció oír un chasquido como el de una ratonera al cerrarse.
—¿Quiere ir a echar una mirada? -le sugirió, sorbiendo el café y
simulando estar enfrascada en el diario de la mañana. Sin hacer ningún
comentario, Karl se levantó y fue a investigar. Chris se cruzó con Karl en el
pasillo de la planta alta cuando él volvía; contemplaba, inexpresivo, el gran
ratón de juguete que llevaba en sus manos. Lo había encontrado con el
hocico firmemente sujeto a la ratonera.
Mientras se dirigía hacia su dormitorio, Chris arqueó una ceja a la vista
del ratón.
—Alguien se hace el gracioso -musitó Karl al pasar a su lado.
Volvió a poner el ratón en el cuarto de Regan.
—Por cierto que están pasando muchas cosas -murmuró Chris,
sacudiendo la cabeza al entrar en su dormitorio. Se quitó el salto de cama y
se preparó para ir a trabajar. Sí, tal vez sea mejor un gato, amigo. Mucho
mejor.
Cuando sonreía, toda su cara parecía arrugarse.
La filmación transcurrió aquel día sin tropiezos. Durante la mañana,
Sharon fue al plató y, en los descansos entre las tomas, en el vestuario
portátil, ella y Chris se ocuparon en despachar la correspondencia: una carta
a su representante, diciéndole que pensaría en su proposición; otra,
aceptando la invitación a la Casa Blanca; un telegrama a Howard para
recordarle que hablara por teléfono a Regan el día de su cumpleaños; una
llamada a su administrador para preguntarle si ella podría permitirse el lujo
de no trabajar durante un año; planes para una cena el 23 de abril.
Al anochecer, Chris llevó a Regan al cine, y al día siguiente dieron
vueltas por distintos lugares de interés en el ‘Jaguar’ de Chris. El monumento
a Lincoln.
El Capitolio. El lago bordeado por los cerezos en flor. Comieron algo, de
pasada. Luego, al otro lado del río, el cementerio de Arlington y la Tumba del
Soldado Desconocido. Regan se puso seria, y más tarde, junto a la tumba de
John F. Kennedy, adoptó un aire reservado y un poquito triste.
Contempló la ‘llama eterna’ y luego, calladamente, cogió la mano de su
madre.
—Mamá, ¿por qué tiene que morir la gente?
La pregunta taladró el alma de la madre. ¡Oh, Rags!, ¿también tú? ¡Oh,
no! Pero, ¿qué podía decirle? ¿Mentiras? No. Contempló la cara de su hija,
sus ojos velados por las lágrimas. ¿Habría percibido sus propios
pensamientos? Era una cosa tan habitual en ella… tan habitual…
—Querida, la gente se cansa -le contestó cariñosamente.
—Mamá, ¿por qué permite Dios eso?
Por un momento, Chris dejó vagar la mirada. Estaba desconcertada.
Perturbada. Como era atea, no le había enseñado religión a su hija. Creía
que sería deshonesto.
—¿Quién te ha hablado de Dios? -le preguntó.
—Sharon.
—¡Ah! Tendría que hablar con ella.
—Mamá, ¿por qué permite Dios que nos cansemos?
Al ver aquellos ojos sensibles y advertir su sufrimiento, Chris se rindió.
No podía decirle lo que creía.
—Bueno, lo que ocurre es que, después de un cierto tiempo, Dios nos
echa de menos, ¿sabes, Rags?, y quiere que volvamos con él.
Regan se encerró desde entonces en un obstinado silencio. No habló
durante el trayecto de vuelta, ni al día siguiente, domingo, ni el lunes.
El martes, día de su cumpleaños, pareció cambiar. Chris se la llevó con
ella al plató, y cuando el trabajo hubo terminado, los actores y los técnicos le
cantaron el Feliz cumpleaños y trajeron una tarta. Como cuando estaba
sobrio Dennings era un hombre atento y amable, hizo encender nuevamente
las luces y filmó a la niña cuando cortaba la tarta. Dijo que era una ‘prueba
artística’, y prometió que más adelante la convertiría en estrella. Regan
parecía estar muy contenta.
Pero después de la cena y de abrir los regalos, se le acabó de nuevo el
buen humor. Ni noticias de Howard. Chris lo llamó a Roma, pero un
empleado del hotel le informó que hacía ya varios días que no iba por allí. Se
había embarcado en un yate. Chris lo disculpó ante Regan.
La niña asintió con la cabeza, resignada, y le hizo un gesto negativo
ante la sugerencia de ir a tomar un helado a ‘Hot Shoppe’.
Sin decir palabra, bajó al cuarto de los juguetes, donde permanció hasta
la hora de irse a dormir.
A la mañana siguiente, cuando Chris abrió los ojos, se la encontró en su
cama, medio dormida.
—¿Qué diab…? ¿Qué estás haciendo aquí? -se rió Chris.
—Mi cama se movía.
—Tontuela. -Chris la besó y la arropó. Duérmete. Todavía es muy
temprano.
Lo que parecía ser la mañana, fue el comienzo de una noche sin fin.
CAPÍTULO SEGUNDO
Se detuvo en el borde del solitario andén del ‘Metro’, esperando oír el
estruendo del tren, el cual apaciguaría aquel dolor que siempre lo
acompañaba. Como el pulso. Lo oía sólo en el silencio. Se cambió de mano la
maleta y contempló el túnel. Focos de luz. Se estiraban en la oscuridad como
guías hacia la desesperanza.
Una tos. Miró a su izquierda.
Un hombre canoso, con aspecto de mendigo y sin afeitar, se incorporaba
en medio de un charco de orina. Sus ojos amarillentos observaron al
sacerdote con expresión triste.
El sacerdote desvió la mirada.
El hombre se acercaría. Gemiría.
¿Podría ayudar a un viejo monaguillo, padre? ¿Podría? La mano,
salpicada de vómito, se apoyaría en su hombro. Hurgar y buscar una
medalla. La vaharada de vino y ajo soportada en miles de confesiones, y los
trillados pecados mortales eructados de una vez y que asfixiaban…
asfixiaban…
El sacerdote oyó que el desharrapado se levantaba.
¡Que no se acerque!
Unos pasos…
¡Oh, Dios mío, hágase tu voluntad!
—¡Hola, padre!
Dio un respingo. Se encogió.
No se atrevía a volverse. No podía soportar la búsqueda de Cristo en el
tufo y en los ojos hundidos, al Cristo del pus y los excrementos sangrantes,
al Cristo que no podía ser. Con un ademán distraído, se tocó la manga, como
si buscara una inexistente franja de luto. Tuvo un leve recuerdo de otro
Cristo.
—¡Padre!
El ruido de un tren que llegaba. El ruido de un tropezón. Miró al
vagabundo. Se tambaleaba. Se desvanecía. Con un ciego impulso, el
sacerdote se le acercó, lo agarró y lo arrastró hasta el banco que había
contra la pared.
—Soy católico -murmuró el vagabundo-, soy católico.
El sacerdote lo tranquilizó, lo hizo acostar y vio que se acercaba su tren.
Rápidamente sacó un dólar de su billetera y lo metió en el bolsillo de la
chaqueta del vagabundo; pero luego le pareció que no era un lugar seguro,
lo sacó y se lo metió en el bolsillo del pantalón, húmedo de orina; recogió su
maleta y se metió en un vagón.
Se sentó en un rincón y fingió dormir. Al final del trayecto caminó hasta
Fordham University.
El dólar era para el taxi.
Cuando llegó al pabellón en que se alojaban los visitantes, registró su
nombre, Damien Karras, y se quedó mirando el papel. Faltaba algo.
Cansado, se dio cuenta de que no había puesto S. J. y lo añadió.
Le asignaron una habitación en el edificio ‘Weigel’, y al cabo de una hora
pudo dormir.
Al día siguiente asistió a una reunión de la Sociedad Americana de
Psiquiatría. Como principal conferenciante, expuso su tesis, titulada:
Aspectos psicológicos del desarrollo espiritual. Al finalizar el día pudo tomar
algo con otros psiquíatras, quienes pagaron.
Los dejó pronto. Tenía que ver a su madre.
Se fue caminando hasta el semiderruido edificio de apartamentos de la
calle Veintiuno Este, en Manhattan. Se detuvo junto a la escalinata de acceso
y contempló a los niños que había allí. Desaliñados. Mal vestidos. Sin casa.
Se acordaba de desahucios, de humillaciones, de haber vuelto a su casa
con una novia de séptimo grado, para hallar a su madre revolviendo el cubo
de la basura de la esquina, en espera de encontrar algo. Subió la escalera y
abrió la puerta como si fuera una herida delicada. Olor a comida. A dulzaina
podredumbre. Se acordaba de las visitas a mistress Choirelli en su pequeño
apartamento con los dieciocho gatos. Se agarró a la barandilla y subió,
vencido por un repentino cansancio, que se filtraba en su interior y que él
sabía que provenía de un sentimiento de culpa.
No tendría que haberla abandonado nunca. Sola.
Lo recibió gozosa. Un grito.
Un beso. Corrió a hacer café.
Morena. Piernas regordetas y torcidas. Él se sentó en la cocina y la oyó
hablar; las paredes sucias y el piso manchado se le calaban hasta los huesos.
El apartamento era un cobertizo. Ayuda Social. Todos los meses, unos pocos
dólares de un hermano.
Ella se sentó a la mesa. La señora de Fulano. El tío Mengano. Todavía
con acento de inmigrantes. Él esquivaba aquellos ojos, que eran pozos de
tristeza, ojos que pasaban los días mirando por la ventana.
No tendría que haberla dejado nunca.
Después escribió unas cartas en su nombre, pues no sabía leer ni
escribir en inglés. Más tarde reparó el sintonizador de una vieja radio de
plástico. Su mundo. Las noticias. El alcalde Lindsay.
Fue al baño. Diarios amarillentos sobre las baldosas. Manchas de
herrumbre en la bañera y el lavabo. Un viejo corsé en el piso.
Simientes de su vocación. Desde aquí, él había huido hacia el amor.
Ahora el amor se había enfriado.
Por la noche lo oía silbar atravesando los rincones de su corazón como
un viento extraviado y lloroso.
A las once menos cuarto se despidió de ella con un beso. Prometió
volver apenas pudiera. Dejó la radio sintonizada en el noticiario.
Ya de regreso en su habitación, en el edificio ‘Weigel’, pensó escribir una
carta al provincial jesuita de Maryland. Ya una vez había tocado el tema: una
solicitud de traslado a la provincia de Nueva York para estar más cerca de su
madre, un puesto como profesor y el relevo de sus tareas. Al solicitar esto
último había alegado ‘ineptitud’ para el trabajo.
El provincial de Maryland había entrado en relaciones con él durante el
transcurso de su viaje anual de inspección a Georgetown University, que se
asemejaba mucho a las de los inspectores del Ejército, porque se concedían
audiencias confidenciales a aquellos que tenían motivos de agravio u ofensa.
Sobre el asunto de la madre de Damien Karras, el provincial había dicho que
sí con un movimiento de cabeza que le demostraba su comprensión, pero
respecto a la ‘ineptitud’ opinó lo contrario, a juzgar por las apariencias. Pero
Karras había insistido.
—Bueno, es algo más que psiquiatría, Tom. Usted lo sabe.
Muchos tienen problemas de vocación, de sentido de su vida. Porque,
¡caramba!, no todo el problema se reduce a lo sexual, porque también
cuenta la fe, y yo no lo puedo ignorar, Tom. Es demasiado. Necesito cambiar
de ambiente. Tengo mis propios problemas, mis dudas.
—¿Qué hombre inteligente no los tiene, Damien?
Como hombre acosado por numerosos compromisos, el provincial no
había insistido en conocer las razones de sus dudas, cosa que Karras le
agradeció. Sabía que sus respuestas hubieran parecido insensatas: La
necesidad de ingerir comida y defecar después. Los nueve primeros viernes
de mi madre.
Zoquetes malolientes. Los bebés de la talidomida. Un artículo en un
diario acerca de un joven monaguillo, esperando un ómnibus, atacado por
extraños que le rocían con nafta y le prenden fuego. No.
Demasiado emocional. Impreciso.
Existencial. Más lógico era el silencio de Dios. Había mal en el mundo. Y
mucho del mal provenía de la duda, de una confusión sincera entre los
hombres de buena voluntad.
Señor, danos una señal…
En un pasado lejano, la resurrección de Lázaro se presentaba oscura.
¿Por qué no una señal?
En diversas oportunidades, el sacerdote hubiera deseado haber vivido
con Cristo, haber visto, haber tocado, haber explorado Su mirada. ¡Oh, Dios
mío, deja que te vea! ¡Déjame conocerte! ¡Ven a mí en sueños!
Este deseo ardiente lo consumía.
Se sentó ante su escritorio con la pluma ya lista sobre el papel.
Tal vez había entendido que la fe es, a fin de cuentas, una cuestión de
amor.
El provincial le había prometido considerar sus peticiones, pero hasta
ahora no había tenido noticias. Karras escribió la carta y se fue a dormir.
Se despertó, perezosamente, a las cinco de la mañana y fue a la capilla
del edificio ‘Weigel’, tomó una hostia sin consagrar, volvió a su habitación y
celebró una misa.
—Et clamor meus ad te veniat -rezó, murmurando su angustia-.
Que mi súplica llegue hasta Ti…
Elevó la hostia en la consagración, recordando dolorosamente el placer
que le producía antes. Como le sucedía todas las mañanas, sintió, una vez
más, el dolor agudo de una inesperada visión fugaz, desde la lejanía de un
amor perdido hacía ya mucho tiempo.
Dividió la hostia sobre el cáliz.
—Mi paz os dejo, mi paz os doy…
Luego comulgó.
Cuando hubo terminado la misa, limpió el cáliz y lo puso, con cuidado,
en su maleta. Se apresuró para alcanzar el tren de las siete y diez a
Washington; llevaba sufrimiento en su maleta negra.
CAPÍTULO TERCERO
El 11 de abril, por la mañana temprano, Chris llamó por teléfono a su
médico de Los Ángeles y le pidió el nombre de algún psiquíatra local para
que examinara a Regan.
—¿Qué le pasa?
Chris le explicó. A partir del día siguiente de su cumpleaños -y luego de
que Howard se olvidara de llamarla-, había notado un cambio repentino y
espectacular en el comportamiento de su hija. Insomnio. Hostilidad. Ataques
de mal genio. Pateaba las cosas. Las tiraba. Gritaba. No quería comer.
Por otra parte, parecía tener más energías que nunca. No se quedaba
quieta ni un instante; tocaba, quemaba, golpeaba, corría y saltaba por todos
lados. Le iba mal en la escuela. Un compañero de juegos imaginario. Tácticas
rebuscadas para llamar la atención.
El médico preguntó:
—¿Por ejemplo?
—Comenzó con los golpes en el techo. Desde aquella noche en que
subiera a inspeccionar el altillo, había oído los ruidos en otras dos
oportunidades. En ambas ocasiones, ella lo había notado, Regan se hallaba
en la habitación, y los golpes terminaban en el instante en que Chris
entraba. Además -le siguió contando-, Regan ‘perdía’ cosas en su dormitorio:
un vestido, el cepillo de dientes, libros, los zapatos. Protestaba porque
‘alguien le cambiaba de lugar’ los muebles. En fin, la mañana siguiente a la
cena en la Casa Blanca, Chris vio que Karl volvía a poner en su lugar una
cómoda que estaba en medio de la habitación. Cuando Chris le preguntó qué
estaba haciendo, él repitió el acostumbrado, ‘alguien se hace el gracioso’, y
se negó a explicar más; pero, en seguida, Chris se encontró a Regan en la
cocina protestando porque durante la noche, cuando ella dormía, alguien le
cambiaba los muebles de lugar. Este fue el incidente -explicó Chrisque, al
final, había hecho cristalizar sus sospechas. Sin lugar a dudas, era su hija la
que hacía todas aquellas cosas.
—¿Crees que pueda ser sonambulismo? ¿Que hace todo eso dormida?
—No, Marc, lo hace despierta. Para llamar la atención.
Chris mencionó el asunto de la cama que se movía, que había ocurrido
dos veces más, y tras el cual Regan insistió en dormir con su madre.
—Bueno, eso podría ser físico -se aventuró a decir el médico.
—No, Marc, no he dicho que la cama se moviera, sino que Regan
dice que se mueve.
—¿Estás segura de que no se mueve?
—En absoluto.
—Bueno, pueden ser espasmos clónicos -murmuró.
—¿Qué?
—¿No tiene fiebre?
—No. ¿Qué te parece que he de hacer? -preguntó-. ¿La llevo o no a un
psiquíatra?
Chris, has mencionado la escuela. ¿Cómo le va en Matemáticas?
—¿Por qué me lo preguntas?
—¿Cómo le va? -insistió.
—Muy mal. Pero empezó a ir mal de repente.
El gruñó.
—¿Por qué me lo preguntas? -repitió ella.
—Porque es parte del síndrome.
—¿Del qué?
—No es nada serio. Prefiero no aventurar una opinión por teléfono.
¿Tienes un lápiz a mano?
Le quería dar el nombre de un médico internista de Washington.
—Marc, ¿no puedes venir y examinarla tú mismo?
Recordó a Jamie. Una lenta infección. En aquella ocasión, el médico de
Chris le prescribió un nuevo antibiótico de amplio espectro. Al comprar otra
dosis del medicamento, el farmacéutico le había dicho, cautelosamente: ‘No
quiero alarmarla, señora, pero este medicamento… Bueno, hace poco ha
salido a la venta, y se ha comprobado que en Georgia ha causado anemia
plástica en…’ Jamie. Jamie. Muerto. Y, desde entonces, Chris nunca más
confió en los médicos. Sólo en Marc. Y eso le había llevado años.
—Marc, ¿no puedes? -suplicó Chris.
—No, no puedo, pero no te preocupes. Este es un hombre brillante. El
mejor. Ahora toma un lápiz.
Vacilación. Después:
—Está bien.
Anotó el nombre.
—Dile que la examine y me llame después -le aconsejó-. Y, por el
momento, olvídate del psiquíatra.
—¿Estás seguro?
Emitió una afirmación sarcástica sobre la rapidez con que la gente
pretende reconocer las enfermedades psicosomáticas, mientras que es
incapaz de admitir lo opuesto, o sea, que las enfermedades del cuerpo son, a
menudo, la causa de una aparente enfermedad mental.
—¿Qué dirías -sugirió como ejemplo- si fueras médico (Dios no lo
permita) y yo te dijera que tengo dolores de cabeza, pesadillas constantes,
náuseas, insomnio, que se me nubla la vista, que me siento deprimido y que
el trabajo es un tormento para mí? ¿Dirías que soy neurótico?
—¡Vaya a quién has ido a preguntar, Marc! Ahora veo que estás loco.
—Los síntomas que te he citado son también los de un tumor cerebral,
Chris. Primero hay que examinar el cuerpo. Luego veremos.
Chris llamó al médico y consiguió hora para aquella tarde. Tenía todo el
tiempo libre. La filmación había terminado, por lo menos para ella. Burke
Dennings continuaba supervisando el trabajo de la ‘segunda etapa’, con
personal menos caro, que rodaba escenas de menor importancia,
principalmente tomas desde un helicóptero, de diversos puntos de la ciudad,
y algunos ejercicios de acrobacia, o sea, planos en los que no aparecía
ninguno de los actores principales.
Pero él pretendía que cada centímetro de película saliera perfecto.
El médico vivía en Arlington.
Samuel Klein. Mientras Regan permanecía sentada en el consultorio, de
mal humor, Klein hizo pasar a la madre a su despacho y la interrogó para
completar la historia clínica. Ella le contó los problemas. Él escuchaba, hacía
movimientos con la cabeza y tomaba abundantes notas. Cuando mencionó lo
de la cama que se movía, él pareció fruncir el ceño. Pero Chris continuó.
—Marc cree que es importante el hecho de que Regan vaya mal en
Matemáticas. ¿Por qué?
—¿Se refiere a su rendimiento escolar?
—Sí, el rendimiento en general y Matemáticas en particular. ¿Qué
significa?
—Bueno, esperemos hasta que la haya examinado, mistress MacNeil.
Luego pidió permiso y se retiró para hacer el examen completo de
Regan, examen que incluía análisis de orina y sangre. El de orina, para
comprobar el funcionamiento del hígado y de los riñones; el de sangre para
descartar o confirmar una posible diabetes, y verificar la función tiroidea; el
recuento de hematíes, en busca de una posible anemia, y el de leucocitos,
para detectar alguna rara infección en la sangre.
Cuando terminó, se sentó, habló un rato con Regan y observó su
comportamiento; después se volvió a reunir con Chris y comenzó a escribir
una receta.
—Parece tener un trastorno hipercinético del comportamiento.
—¿Un qué?
—Un trastorno nervioso. Por lo menos, eso es lo que creo. No se sabe
exactamente cómo se produce, pero es común en la primera adolescencia.
Tiene todos los síntomas: hiperactividad, mal genio, poco rendimiento en
Matemáticas.
—Sí, Matemáticas. Pero, ¿por qué las Matemáticas?
—Perturban su concentración. -Arrancó la receta del pequeño talonario
azul y se la alargó-. Es ‘Ritalina’.
—¿Qué?
—Metilfenidato.
—¡Ah!
—Diez miligramos, dos veces al día. Yo le aconsejaría una toma a las
ocho de la mañana, y otra a las dos de la tarde.
Ella miraba la receta.
—¿Qué es? ¿Un tranquilizante?
—Un estimulante.
—¿Estimulante? ¡Si precisamente está sobreexcitada!
—Su estado no es exactamente lo que aparenta -explicó Klein-.
Es una forma de hipercompensación.
Una reacción exaltada contra la depresión.
—¿Depresión?
Klein asintió con la cabeza.
—Depresión… -murmuró Chris.
Quedó pensativa.
—Ha mencionado usted al padre de la niña -dijo Klein.
Chris levantó la vista.
—¿Cree que debo llevarla a un psiquíatra?
—No. Yo esperaría a ver qué pasa con la ‘Ritalina’. Creo que ahí está la
clave. Espere dos o tres semanas.
—De modo que usted cree que todo se debe a los nervios, ¿verdad?
—Sospecho que sí.
—¿Y esas mentiras que ha venido diciendo? ¿Se van a acabar con esto?
Su respuesta la desconcertó.
Él le preguntó si alguna vez había oído a Regan decir palabras feas u
obscenas.
—Nunca -respondió.
—Bueno, eso tiene mucho que ver con sus mentiras. No es lo común, de
acuerdo con lo que usted me cuenta, pero en ciertos trastornos mentales
puede…
—Espere un momento -lo interrumpió Chris, perpleja-. ¿Cómo se le ha
ocurrido que pueda decir obscenidades? ¿Es eso lo que ha dicho usted o yo lo
he entendido mal?
Él la contempló durante unos momentos con cierta curiosidad, pensó y
luego aventuró, cautelosamente:
—Sí, yo diría que dice obscenidades. ¿No la ha oído nunca decirlas?
—Todavía no.
—Pues a mí me ha dicho unas cuantas mientras la examinaba, señora.
—¡Está bromeando! ¿Como qué, por ejemplo?
Adoptó una actitud algo ambigua.
—Bueno, yo diría que su vocabulario es bastante extenso.
—Pero, ¿qué? ¡Dígame un ejemplo!
Él se encogió de hombros.
—¿Se refiere usted a ‘mierda’ o ‘me cago en…’?
El médico se sintió más aliviado:
—Sí. Ha empleado esas palabras.
—¿Y qué más ha dicho? Literalmente.
—Pues me aconsejó que alejara mis dedos de mierda de sus órganos
genitales.
Chris abrió la boca, horrorizada.
—¿Ha usado esas mismas palabras?
—Es común, mistress MacNeil, y yo no me preocuparía en absoluto por
eso. Es parte del síndrome.
Ella movió la cabeza de un lado para otro, mirándose los zapatos.
—Me parece increíble.
El facultativo trató de consolarla:
—Dudo de que entendiera lo que decía.
—Sí, tal vez -murmuró Chris-. O quizá no.
—Pruebe con la ‘Ritalina’ -le aconsejó-, y veremos qué tal reacciona. Me
gustaría examinarla de nuevo dentro de dos semanas.
Consultó una agenda que había sobre su escritorio.
—Vamos a ver; podemos fijar la visita para el miércoles veintisiete. ¿Le
parece bien esa fecha? -preguntó, levantando la vista.
—Sí, por supuesto -musitó Chris, y se puso de pie. Se metió la receta en
el bolsillo del abrigo-. De acuerdo; entonces, el veintisiete.
—Soy un gran admirador suyo -dijo Klein, sonriente, mientras abría la
puerta de salida al vestíbulo.
Ella se detuvo, preocupada, y se apretó el labio inferior con la yema de
un dedo. Miró fugazmente al doctor.
—¿Entonces no cree usted necesario que la lleve a un psiquíatra?
—No sé. Pero la mejor explicación es siempre la más sencilla.
Esperemos. Esperemos y veamos qué pasa. -Sonrió, alentador-.
Mientras tanto, trate de no preocuparse.
—Sí, pero, ¿cómo?
Ella se fue.
En el camino de vuelta, Regan le preguntó qué le había dicho el médico.
—Que estás nerviosa.
Chris decidió no mencionar las palabrotas. Burke. Lo aprendió de
Burke.
En cambio, sí se lo dijo a Sharon más tarde, cuando le preguntó si
nunca la había oído decir tales palabras.
—No -replicó Sharon-. Por lo menos últimamente. Pero creo que la
profesora de Arte hizo algún comentario.
Se trataba de una profesora particular que le daba clases en casa.
—¿Has dicho últimamente? -preguntó Chris.
—Sí, la semana pasada. Pero ya la conoces. Yo pensé que tal vez Regan
habría dicho ‘diablos’, o ‘mierda’, o algo por el estilo.
—A propósito, ¿le has hablado mucho de religión, Shar?
Sharon enrojeció.
—Bueno, un poco. Es difícil evitarlo. Hace tantas preguntas, que…
bueno… -Indefensa, se encogió de hombros-. Es muy difícil. Porque, ¿cómo
le contesto sin mencionarle lo que para mí es una gran mentira?
—Dale varias opciones.
Los días anteriores a la cena proyectada, Chris vigiló celosamente que
Regan tomara sus dosis de ‘Ritalina’. Sin embargo, al llegar la noche de la
fiesta no había observado ningún síntoma notable de mejoría. Por el
contrario, había ligeros signos de un deterioro gradual: olvidos más
frecuentes, introversión, y, alguna vez, nauseas. En cuanto a las tácticas
para llamar la atención, aunque no se repitieron las corrientes, apareció una
nueva: afirmaba que se sentía un ‘olor’ repugnante en su dormitorio. Ante su
insistencia, un día Chris fue a comprobarlo, pero no percibió nada.
—¿No hueles?
—¿Quieres decir que hueles algo ahora? -le preguntó Chris.
—Pues, ¡claro!
—¿Cómo es el olor?
—Como de algo que se quema.
—¿Sí?
Chris olfateó.
—¿No lo hueles?
—Bueno, sí, querida -mintió-. Sólo un poquito. Vamos a abrir la ventana
un rato para que entre aire.
De hecho no había olido nada, pero estaba decidida a contemporizar,
por lo menos hasta el día de la segunda visita al médico. También estaba
preocupada por muchas otras cosas. Una, los preparativos para la cena; otra
tenía que ver con el guión. Aunque estaba muy entusiasmada con la
posibilidad de dirigir, una cautela natural la había hecho no decidirse de
inmediato. Mientras tanto su representante la llamaba a diario. Ella le dijo
que había entregado el guión a Dennings para pedirle su opinión y que
esperaba que lo estuviera leyendo y no comiendo.
La tercera y más importante de las preocupaciones de Chris fue el
fracaso de dos inversiones financieras: una compra de bonos convertibles,
mediante el pago de interés adelantado, y una inversión en un proyecto de
perforación de pozos petrolíferos en el sur de Libia.
Ambas operaciones se habían emprendido para resguardar un capital
que, de otro modo, hubiera debido pagar un elevado impuesto al fisco.
Pero aún había algo peor: los pozos estaban secos, y los elevadísimos
índices de interés obligaban a vender los bonos.
Estos fueron los problemas por los que su abatido representante
comercial había decidido venir en avión a hablar con ella. Llegó el jueves.
Todo el viernes se lo pasó explicándole las cosas a Chris y mostrándole los
gráficos. Al fin se decidió por un programa de acción, que el representante
consideró sensato. Demostró su aprobación con un gesto de cabeza, pero
frunció el ceño cuando ella sacó a relucir el tema de la compra de un
‘Ferrari’.
—¿Uno nuevo?
—¿Por qué no? Yo conduje uno en una película. Si escribiéramos a la
fábrica y les recordáramos este detalle, podríamos hacer un buen negocio.
¿No lo crees?
No lo creía. Y le dijo que un coche nuevo era innecesario.
—Ben, el año pasado gané ochocientos mil dólares, y ahora me dices
que no puedo comprarme un mísero coche. ¿No te parece ridículo? ¿Dónde
está ese dinero?
Él le recordó que la mayor parte de su dinero se había invertido para
eludir impuestos. A continuación pasó a detallarle todo: impuesto federal
sobre la renta, impuestos provinciales, impuestos a los bienes inmuebles,
diez por ciento de comisión para su representante, cinco para él, cinco a su
agente publicitario, uno y cuarto como contribución al Fondo de Asistencia a
los Artistas, el importe de los vestidos de moda, los sueldos de Willie, Karl y
Sharon y el vigilante de la casa de Los Ángeles, gastos de viajes y,
finalmente, sus gastos mensuales.
—¿Vas a filmar otra película este año? -le preguntó.
Ella se encogió de hombros.
—No sé. ¿Tengo que hacerlo?
—Sí, creo que sería lo más conveniente.
Apoyó la cara en ambas manos y lo miró, malhumorada.
—¿Y qué te parecería una moto ‘Honda’?
Él no hizo ningún comentario.
Aquella noche, Chris trató de dejar de lado todas sus preocupaciones y
de mantenerse ocupada con los preparativos para la cena del día siguiente.
—Me parece mejor que cada cual se sirva solo, en vez de sentarnos
todos -les dijo a Willie y Karl-. Podemos poner una mesa en el extremo de la
sala de estar. ¿Les parece bien?
—Muy bien, señora -contestó Karl rápidamente.
—Y a ti, ¿qué te parece, Willie? ¿Qué opinas de una ensalada de frutas
como postre?
—¡Excelente! -exclamó Karl.
—Gracias, Willie.
Había invitado a un grupo interesante muy heterogéneo. Además de
Burke (‘¡Diablos, te espero sobrio!’) y su joven ayudante vendrían un
senador con su esposa, un astronauta del ‘Apolo’ con su esposa, dos jesuitas
de Georgetown, sus vecinos, así como Mary Jo Perrin y Ellen Cleary.
Mary Jo Perrin era una regordeta y canosa vidente, de Washington, a
quien Chris había conocido en la cena de la Casa Blanca y que le había caído
muy simpática.
Había esperado encontrarse con una mujer austera y desagradable, y,
en cambio, le pudo decir: ‘¡No eres en absoluto tal como te imaginaba!’
Muy afectuosa y sencilla.
Ellen Cleary era una mujer de mediana edad, secretaria del
Departamento de Estado, que trabajaba en la Embajada norteamericana en
Moscú cuando Chris hizo su gira por Rusia. Se había tomado muchas
molestias por evitarle innumerables dificultades e impedimentos durante su
viaje, la menor de las cuales había sido causada por la franqueza de la
pelirroja actriz al manifestar sus opiniones. A través de los años, Chris la
recordaba con cariño, y la visitó apenas llegó a Washington.
—Dime, Shar -preguntó-, ¿qué sacerdotes vienen?
—No estoy segura todavía. He invitado al rector y al decano de la
Universidad, pero creo que el rector va a mandar a alguien en
representación. Esta mañana me llamó su secretario para avisarme que él,
probablemente, saldría de viaje.
—¿A quién va a mandar?
—A ver. -Sharon hojeó los papelitos con anotaciones-. Sí, aquí está,
Chris. Su ayudante, el padre Joseph Dyer.
—¿Uno del campus?
—No estoy segura.
—No importa.
Parecía desilusionada.
—Vigílame a Burke mañana por la noche -le advirtió.
—Así lo haré.
—¿Dónde está Rags?
—Abajo.
—Me parece conveniente que traslades allí tu máquina de escribir. De
ese modo la podrás vigilar mejor mientras trabajas. ¿Está bien? No me gusta
que esté sola tanto tiempo.
—Tienes razón.
—Bueno, entonces puedes irte. Medita. Juega con los caballos.
Al terminar los planes y preparativos, Chris volvió a sentirse angustiada
por Regan. Trató de ver la televisión. No se podía concentrar. Estaba
inquieta. Había algo extraño en la casa. Como una quietud que se iba
posando.
Polvo pesado.
Llegada la medianoche, todos los de la casa dormían.
No hubo perturbaciones. Al menos aquella noche.
CAPÍTULO CUARTO
Recibió a sus invitados vestida con un traje color verde limón, de
mangas y pantalones anchos. Calzaba zapatos cómodos. Reflejaban las
esperanzas que tenía cifradas en la reunión.
La primera en llegar fue Mary Jo Perrin, que vino con Robert, su hijo
adolescente. El último fue el padre Dyer. Era joven y diminuto, con una
lánguida mirada tras sus gafas de montura metálica.
Al entrar se disculpó por su tardanza.
—No pude encontrar una corbata apropiada -le dijo a Chris
inexpresivamente. Por un momento, ella lo observó distraída, y luego
prorrumpió en una carcajada. Su depresión comenzaba a desvanecerse.
Las bebidas hicieron su efecto.
A las diez menos cuarto, los invitados se habían esparcido por la sala de
estar, y comían en animados grupos.
Chris llenó su plato de humeante comida y buscó con la mirada a Mary
Jo Perrin. Allí. En el sofá con el padre Wagner, el decano jesuita. Chris había
conversado muy poco con él. Tenía una calva pecosa y unos modos secos y
suaves.
Chris se acercó al sofá y se sentó en el suelo, frente a la baja mesita,
mientras la adivina reía alegremente.
—¡Oh, vamos, Mary Jo! -dijo el decano, sonriendo, mientras se llevaba a
la boca una cucharada de comida.
—¡Sí, vamos, Mary Jo! -gritó Chris.
—¡Muy rico el curry! -dijo el decano.
—¿No está demasiado caliente?
—En absoluto; está perfecto. Mary Jo me estaba diciendo que había un
jesuita que era también médium.
—¡Y no me cree! -se rió la adivina.
—¡Eh, distinguo -corrigió el decano-. Lo único que he dicho es que es
difícil de creer.
—¿Te refieres a un médium médium? -preguntó Chris.
—Por supuesto -dijo Mary Jo-. ¡Incluso entraba en levitación!
—Eso lo hago yo todas las mañanas -dijo tranquilamente el jesuita.
—¿Quieres decir que organizaba sesiones de espiritismo? -preguntó
Chris a mistress Perrin.
—Pues sí -respondió-. Era muy famoso en el siglo Xix. De hecho, creo
que fue el único espiritista de su época no acusado de fraude.
—Ya le he dicho que no era un jesuita -comentó el decano.
—¡Claro que lo era! -se rió ella-. Cuando cumplió veintidós años entró
en la Compañía de Jesús y prometió no trabajar más de médium, pero
tuvieron que echarlo de Francia -se rió más fuerte aúninmediatamente
después de una sesión que celebró en las Tullerías; ¿saben lo que hizo? En
mitad de la sesión le dijo a la emperatriz que la tocarían las manos de un
espíritu de niño que iba a manifestarse, y cuando, de repente, encendieron
las luces -lanzó otra carcajada-, ¡lo pescaron tocándole el brazo a la
emperatriz con su pie desnudo! ¿Se imaginan eso?
El jesuita sonrió al dejar su plato sobre la mesa.
—No me venga después a pedir indulgencia, Mary Jo.
—Vamos, en toda familia hay una oveja negra.
—Ya completamos nuestra cuota de esas ovejas en la época de los
Papas Médicis.
—En cierta ocasión, yo tuve una experiencia -comenzó a decir Chris,
pero el decano la interrumpió.
—¿Lo dice como materia de confesión?
Chris sonrió y dijo:
—No, no soy católica.
—No se preocupe, tampoco lo son los jesuitas -bromeó mistress Perrin.
—Difamación de los dominicos -apostilló el decano. Luego se dirigió a
Chris-. Perdón, ¿qué decía usted?
—Pues que me parece que una vez vi levitar a una persona. En Bután.
Volvió a contar la historia.
—¿Cree usted que es posible? -concluyó.
—¿Quién sabe lo que es la gravedad? -dijo, encogiéndose de hombros-.
O, si se quiere, la materia.
—¿Les gustaría conocer mi opinión? -dijo mistress Perrin. El decano
respondió:
—No, Mary Jo: he hecho voto de pobreza.
—Yo también -murmuró Chris.
—¿Cómo? -preguntó el decano, inclinándose hacia delante.
—No, nada. Mire, hay algo que le quería preguntar. ¿Conoce el chalet
que hay detrás de esa iglesia? -dijo, señalando en aquella dirección.
—¿La Santísima Trinidad? -preguntó él.
—Exacto. Pues bien, ¿qué pasa allí?
—Pues que dicen la misa negra -respondió mistress Perrin.
—¿La qué negra?
—La misa negra.
—¿Qué es eso?
—No le haga caso, está bromeando -dijo el decano.
—Sí, ya sé -dijo Chris-, pero soy una ignorante. ¿Qué es una misa
negra?
—Básicamente es una parodia de la misa católica -explicó el decano-. Se
relaciona con la brujería.
La adoración del demonio.
—¿De veras? ¿Quiere decir que existe tal cosa?
—No le podría decir realmente. Sin embargo, una vez me enteré de una
estadística de algo así como cincuenta mil misas negras que se dicen al año
en París.
—¿En la actualidad? -preguntó Chris, asombrada.
—Es sólo algo que he oído.
—Sin duda, a través del servicio secreto de los jesuitas -apuntó con
malicia mistress Perrin.
—De ninguna manera. Oigo ‘voces’ -respondió el decano, con picardía.
—Ustedes saben que allá en Los Ángeles -manifestó Chrisse oyen
muchísimas historias de cultos que practican por ahí las brujas. Yo misma
me he preguntado a menudo si no será verdad.
—Bueno, como ya le he dicho, no puedo asegurárselo -contestó el
decano-. Pero yo le diré quién puede hacerlo. Joe Dyer. ¿Dónde está Joe?
El decano miró a su alrededor.
—Allí -dijo, haciendo un gesto con la cabeza en dirección al sacerdote,
que estaba parado junto a la mesa y les daba la espalda. Se estaba sirviendo
un abundante segundo plato-. ¡Oye, Joe!
El joven sacerdote se volvió, mostrando su rostro impasible.
—¿Es a mí, gran decano?
El otro jesuita le hizo una seña con la mano.
—Voy en seguida -contestó Dyer, y reanudó su ataque al curry.
—Él es el único duende del clero -dijo el decano, con un dejo de cariño.
Se tomó un sorbo de vino-. La semana pasada hubo dos casos de
profanación en la Santísima Trinidad, y Joe dijo que uno de ellos le recordó
ciertas cosas que se hacían en la misa negra, de modo que creo que sabe
algo del tema.
—¿Qué ocurrió en la iglesia? -preguntó Mary Jo Perrin.
—Algo muy desagradable -dijo el decano.
—Vamos, ya hemos acabado todos de comer.
—No, por favor. Es demasiado -objetó.
—Vamos…
—¿Quiere decir que usted no puede leer mis pensamientos, Mary Jo? -le
preguntó él.
—Bueno, podría -respondió ella- pero no creo ser digna de entrar en
ese sanctasanctórum -emitió una risita ahogada.
—Se trata de algo profundamente repugnante -comenzó el decano.
Describió las profanaciones.
En el primero de los casos, un viejo sacristán había descubierto un
montón de excrementos humanos sobre el mantel del altar, frente al
sagrario.
—Sí que es repugnante -dijo mistress Perrin con mueca de disgusto.
—Bueno, lo otro es peor aún -comentó el decano. Luego, con rodeos y
eufemismos, explicó que se había encontrado un enorme falo, modelado en
arcilla, bien pegado a una estatua de Cristo, en el altar de la izquierda.
—¿No les parece repugnante? -concluyó.
Chris notó que Mary Jo parecía sinceramente molesta, al decir:
—¡Basta, por favor! Ahora lamento haberle preguntado. Cambiemos de
tema.
—No, yo estoy fascinada -dijo Chris.
—Por supuesto. Yo soy un ser fascinante.
Era el padre Dyer, que se acercaba con su plato.
—Espéreme sólo un minuto.
Tengo un asunto pendiente con aquel astronauta.
—¿Qué asunto?
El padre Dyer levantó las cejas con afectada seriedad.
—¿Se imaginan lo que sería convertirse en el primer misionero en la
Luna? -preguntó.
Todos estallaron en carcajadas.
—Tiene el tamaño exacto -dijo mistress Perrin-. Podría meterlo en la
parte anterior de la cápsula.
—No, yo no -la corrigió con aire solemne, volviéndose luego hacia el
decano, para explicarle-:
Trate de arreglarlo para Emory.
—Emory es nuestro prefecto de disciplina en el campus -explicó Dyer a
las mujeres en un aparte-. No hay nadie allá arriba, y eso es precisamente lo
que le agrada; le gustan los lugares silenciosos.
—Y entonces, ¿a quién po-dría convertir? -preguntó mistress Perrin.
—¿Qué me quiere decir? -Dyer la miró y frunció el ceño-. Convertiría a
los astronautas. Además, es lo que le gusta: una o dos personas. No grupos.
Solamente dos.
Con ademán impasible, Dyer buscó al astronauta con la mirada.
—¿Me permiten? -dijo, y se retiró.
—Me gusta -manifestó mistress Perrin.
—A mí también -aprobó Chris. Luego se dirigió al decano-: Bueno, aún
no me ha dicho lo que pasa en ese chalet -le recordó-. ¿Es un gran secreto?
¿Quién es el sacerdote que veo siempre allí? Uno robusto. ¿Sabe a quién me
refiero?
—El padre Karras -dijo el decano, bajando la voz, con un dejo de
remordimiento.
—¿Qué hace?
—Es consejero. -Apoyó su copa y la hizo girar por su base-. Anoche
sufrió un rudo golpe.
—¿Qué le pasó? -preguntó Chris con repentino interés.
—Se le murió su madre.
Chris experimentó un confuso sentimiento de pena, inexplicable para
ella.
—Lo lamento mucho -dijo.
—Parece que lo ha afectado mucho -prosiguió el jesuita-. Ella vivía sola,
y sospecho mucho que hacía ya dos días que había muerto cuando lo
advirtieron.
—¡Oh, qué horrible! -murmuró mistress Perrin.
—¿Quién la encontró? -preguntó Chris con seriedad.
—El portero del edificio. Supongo que aún no se habrían dado cuenta de
no haber sido porque los vecinos se quejaron de que la radio funcionaba todo
el día.
—¡Qué triste! -musitó Chris.
—Perdón, señora.
Levantó la vista y vio a Karl.
—Traía una bandeja llena de copas y licores.
—¡Ah, sí! Déjela aquí, Karl. Muchas gracias.
A Chris le gustaba servir personalmente los licores a sus invitados. Con
eso creía dar un toque de intimidad que, de otro modo, no podía lograrse.
—A ver, voy a comenzar por ustedes -dijo al decano y a mistress Perrin,
y les sirvió. Luego recorrió el salón, recibiendo peticiones y alargando copas,
y cuando terminó la vuelta, los distintos grupos se habían combinado ya de
manera diferente, excepto Dyer y el astronauta, que parecían haber intimado
mucho.
—No, yo no soy realmente un sacerdote -oyó Chris que decía Dyer con
seriedad, mientras apoyaba su brazo en el hombro del astronauta-. De
hecho, soy un rabino de avanzada. -Y poco después, oyó que le preguntaba-:
¿Qué es el espacio? -Y cuando el astronauta se encogió de hombros y
admitió que no lo sabía, el padre Dyer le clavó la vista, ceñudo, y le dijo-:
Debería saberlo.
Más tarde, Chris estaba hablando con Ellen Cleary sobre Moscú, cuando
oyó una voz estridente y familiar, que llegaba. enojada, desde la cocina.
¡Dios mío! ¡Burke!
Le estaba gritando obscenidades a alguien.
Chris se disculpó y se dirigió rápidamente a la cocina, donde Dennings
insultaba a Karl, mientras Sharon hacía vanos intentos para hacerlo callar.
—¡Burke! -exclamó Chris-. ¡Deja de gritar!
El director la ignoró, y siguió con su ataque de ira. Por las comisuras de
la boca expelía saliva espumosa. Karl estaba apoyado sobre el fregadero,
mudo, con los brazos cruzados, impasible, mirando a Dennings sin
pestañear.
—¡Karl! -le espetó Chris-. ¿Por qué no se retira de aquí? ¡Salga! ¿No
ve cómo está?
Pero el suizo no se movió hasta que Chris lo empujó hasta la puerta.
—¡Puerco nazi! -le gritó Dennings mientras salía Karl. Y luego se volvió,
cordial, hacia Chris, frotándose las manos-. ¿Qué hay de postre? -preguntó
dócilmente.
—¡De postre! -Chris se golpeó la frente con el dorso de la mano.
—Bueno, tengo hambre -se quejó él.
Chris se dirigió a Sharon.
—¡Dale de comer! Yo tengo que llevar a Regan a la cama. ¡Burke, por
todos los santos -rogó al director-, repórtate! ¡Hay sacerdotes ahí afuera!
-señaló acusadoramente.
Él arrugó el entrecejo, al tiempo que sus ojos tomaban una expresión
intensa, con un súbito y aparentemente genuino interés.
—¿Tú también te has dado cuenta? -preguntó sin segunda intención.
Chris salió de la cocina y bajó a ver qué hacia Regan en el cuarto de los
juguetes, donde había pasado todo el día. La encontró jugando con el tablero
Ouija. Parecía taciturna, abstraída, remota. Bueno, por lo menos no está
bochinchera, pensó Chris, y, para distraerla un poco, la llevó a la sala de
estar y la presentó a sus invitados.
—¡Qué encantadora! -exclamó la esposa del senador.
Regan se comportó extrañamente bien, excepto en un momento con
mistress Perrin, a la que no habló ni le dio la mano. Pero la adivina lo tomó a
broma.
—Sabe que soy una impostora.
Le guiñó un ojo a Chris. Pero luego, escudriñándola en forma cariñosa,
se adelantó y cogió una mano de Regan, apretándola con cariño, como si le
estuviera tomando el pulso. Regan se desprendió en seguida de ella y la miró
con aspecto iracundo.
—¡Pobre!, debe de estar cansada -dijo Mary Jo como quitándole
importancia al incidente; sin embargo, siguió observando a la niña con
mirada penetrante y una inexplicable ansiedad.
—No se ha sentido del todo bien estos días -murmuró Chris,
disculpándola. Miró a la niña-. ¿No es cierto, querida?
Regan no contestó. Mantenía la vista clavada en el suelo.
Sólo le faltaba por presentarla al senador y a Robert, el hijo de mistress
Perrin, y Chris opinó que era mejor pasarlos por alto.
Llevó a Regan a su dormitorio y la metió en la cama.
—¿Crees que podrás dormir?
—No sé -contestó la niña como en sueños. Se había puesto de lado y
miraba fijamente hacia la pared, con una expresión lejana.
—¿Quieres que te lea un rato?
Ella denegó con la cabeza.
—Bueno, entonces trata de dormir.
Se inclinó, la besó y apagó la luz.
—Buenas noches, pequeña.
Chris estaba ya casi en la puerta, cuando Regan la llamó nuevamente.
—Mamá, ¿qué me pasa?
Se la veía obsesionada. Su tono era desesperado. Desproporcionado
para su edad. Por un momento, la madre se sintió agitada y confundida. Pero
en seguida recobró la serenidad.
—Ya te lo he dicho, querida; son los nervios. Has de tomar esas píldoras
un par de semanas, y estoy segura de que te pondrás bien. Bueno, ahora a
dormir, ¿eh?
No hubo respuesta. Chris esperó.
—A dormir, ¿eh?
—Está bien -murmuró Regan.
De repente, Chris notó que la niña tenía la piel de gallina. Le frotó el
brazo. ¡Dios mío, qué fría se esta poniendo la habitación! ¿De dónde vendrá
la corriente?
Se acercó a la ventana y examinó las junturas. No encontró nada.
Se volvió hacia Regan.
—¿Estás bien abrigada, querida?
No hubo respuesta.
Chris se acercó a la cama.
—¿Regan? ¿Estás dormida? -susurró.
Ojos cerrados. Respiración profunda.
Chris salió de la habitación de puntillas.
Oyó cantos desde el corredor, y al bajar las escaleras vio, con placer,
que el joven padre Dyer tocaba el piano y dirigía a un grupo que se había
reunido a su alrededor y que cantaba alegremente.
Cuando entró en la sala de estar, acababan de entonar Hasta que
volvamos a encontrarnos.
Chris se dirigió al grupo para incorporarse a él, pero fue rápidamente
interceptada por el senador y su mujer, que traían sus abrigos en el brazo.
Parecían un poco molestos.
—¿Ya se van? -les preguntó.
—Lo sentimos mucho; ha sido una noche maravillosa -declaró el
senador-. Pero a la pobre Martha le duele la cabeza.
—Lo lamento, pero en verdad me siento muy mal -se quejó la esposa
del senador-. ¿Nos disculpas, Chris? Ha sido una velada encantadora.
—¡Es una pena que tengan que irse! -exclamó Chris.
Mientras los acompañaba a la puerta, oyó al padre Dyer, en el fondo,
preguntar:
—¿Quién se acuerda de la letra de Rosa de Tokio?
Les dio las buenas noches. Al volver a la sala de estar, Sharon salía
silenciosamente del despacho.
—¿Dónde está Burke? -le preguntó Chris.
—Ahí dentro -respondió Sharon con un movimiento de cabeza-.
Durmiendo la ‘mona’. ¿No te ha dicho nada el senador?
—¿A qué te refieres? -preguntó Chris-. Acaban de irse.
—Menos mal.
—Sharon, ¿qué quieres decir?
—Cosas de Burke -suspiró Sharon. En un tono cauteloso, describió el
encuentro entre el senador y el director. Según Sharon, al pasar Dennings al
lado de él, comentó que ‘había un pelo pubiano flotando en mi ginebra’.
Luego se volvió hacia el senador y agregó, en un tono vagamente
acusatorio:
‘Nunca lo había visto en mi vida. ¿Y usted?’
Chris trató de contener la risa, mientras Sharon prosiguió describiendo
cómo la azorada reacción del senador había originado una de las quijotescas
iras de Dennings, durante la cual había expresado su ‘inconmensurable
gratitud’ por la existencia de los políticos, porque, sin ellos, ‘uno no podría
distinguir quiénes eran realmente los estadistas’.
Cuando el senador se alejó, ofendido, el director se acercó a Sharon y le
dijo, con orgullo:
‘¿Ves? No he dicho ninguna palabra fea. ¿No te parece que he llevado la
situación con delicadeza?’
Chris no pudo contener la risa.
—Bueno, dejémoslo dormir. Pero conviene que te quedes ahí por si se
despierta. ¿No te molesta?
—En absoluto. -Sharon entró en el despacho.
En la sala de estar, Mary Jo Perrin estaba sentada, sola y pensativa, en
un rincón. Parecía molesta, disgustada. Chris se adelantó para reunirse con
ella, pero cambió de idea cuando vio que otra persona se dirigía hacia el
rincón.
Entonces se acercó al piano.
Dyer dejó de tocar y la miró para saludarla.
—¿Qué podemos hacer por usted, jovencita? Estamos rodando un
show especial de novenas.
Chris rió con todos.
—Yo pensaba que iba a tener la primicia de lo que ocurre en una misa
negra -dijo ella-. El padre Wagner dijo que usted era un experto.
Interesado, el grupo quedó silencioso.
—No, no tanto -dijo Dyer, mientras hacía sonar levemente unas teclas-.
¿Por qué ha mencionado la misa negra? -le preguntó, sereno.
—Bueno, porque algunos hemos estado hablando de… bueno, de esas
cosas que encontraron en la Santísima Trinidad, y…
—¿Se refiere a las profanaciones? -la interrumpió Dyer.
—A ver si hay alguien que nos informe, aunque sea buenamente, acerca
de lo que pasa -dijo el astronauta.
—Lo mismo digo -manifestó Ellen Cleary-. No entiendo nada de eso.
—¿Qué puedo decirles? Que se han descubierto algunas profanaciones
en la iglesia que queda sobre esta calle -explicó Dyer.
—¿Qué cosas? -preguntó el astronauta.
—No pregunte eso -aconsejó el padre Dyer-. Digamos que eran
inmundicias.
—El padre Wagner me contó que usted le había dicho que era como en
una misa negra -apuntó Chris-. Me gustaría saber qué es lo que hacen.
—La verdad es que no sé tanto -protestó él-. De hecho, casi todo lo que
sé se lo he oído a otro jeb.
—¿Qué es un jeb?
—La abreviatura de jesuita. El padre Karras es el experto en esta
materia.
De pronto, Chris se puso alerta.
—¿El sacerdote de la Santísima Trinidad?
—¿Lo conoce? -preguntó Dyer.
—No; me lo han nombrado hace un momento, eso es todo.
—Bueno, creo que en una ocasión escribió un trabajo sobre este tema,
desde el punto de vista psiquiátrico.
—¿Qué quiere decir?
—¿Qué quiere decir con ese ‘quiere decir’?
—¿Acaso es psiquíatra?
—Sí, claro. Perdón, creí que usted ya lo sabía.
—¡A ver si hay alguien que me explique un poco! -exigió, impaciente,
el astronauta-. ¿Qué sucede en una misa negra?
—Digamos que se cometen perversiones. -Dyer se encogió de hombros-
. Obscenidades. Blasfemias. Es una parodia maligna de la misa, donde
adoran a Satán en vez de a Dios y, en ocasiones, ofrecen sacrificios
humanos.
Ellen Cleary sacudió la cabeza y se alejó.
—Eso se está poniendo demasiado escalofriante para mí. -Sonrió
débilmente.
Chris no le prestó atención.
El decano se unió discretamente al grupo.
—Pero, ¿cómo puede usted saber eso? -preguntó ella al joven jesuita-.
Aun cuando se hubiera llevado a cabo tal misa negra, ¿quién puede decir lo
que ocurrió allí?
—Supongo que se habrán enterado de casi todo -contestó Dyerpor las
declaraciones de la gente que fue detenida y confesó.
—¡Ah, vamos! -exclamó el decano-. Esas confesiones no tienen ningún
valor, Joe. Los torturaron.
—No; sólo a los peores -dijo suavemente Dyer.
Hubo un murmullo de risas algo nerviosas. El decano consultó su reloj.
—Bien, tengo que irme -le dijo a Chris-. Mañana he de decir la misa de
seis en la capilla Dahlgren.
—Yo tengo la misa de los irlandeses. -Dyer sonrió alegremente.
Después, sus ojos se dirigieron a un lugar de la habitación, detrás de Chris, y
dijo de pronto-: Bueno, parece ser que tenemos visita, mistress MacNeil -le
advirtió, con un movimiento de la cabeza.
Chris se volvió. Y no pudo contener su asombro al ver a Regan en
camisón, orinando a chorros sobre la alfombra. Mirando fijamente al
astronauta, Regan dijo con voz desmayada:
—Usted se va a morir allá arriba.
—¡Oh, Dios mío! -exclamó Chris angustiada, corriendo hacia su hija-.
¡Oh, Dios mío, mi pequeña, ven, ven conmigo!
Tomó a Regan por los brazos y la sacó, presurosa, murmurando,
trémula, una disculpa al canoso astronauta.
—¡Lo siento muchísimo! ¡Últimamente se ha encontrado enferma y debe
de estar sonámbula! ¡No sabía lo que decía!
—Quizá tengamos que irnos -oyó que Dyer le decía a alguien.
—¡No, no, quédense! -protestó Chris, mientras se volvía por un
momento-. ¡Por favor, no se vayan! ¡Regreso en seguida!
Chris se detuvo un instante en la cocina para decirle a Willie que fuera a
limpiar la alfombra antes de que la mancha se hiciera indeleble, y luego llevó
a Regan al baño, la lavó y le cambió el camisón.
—Querida, ¿por qué has dicho eso? -le preguntaba Chris una y otra
vez; pero Regan parecía no entender y farfullaba incoherencias sin
interrupción. Tenía los ojos nublados y una expresión ausente.
Chris la metió en la cama y, casi de inmediato, tuvo la impresión de que
se había dormido. Esperó un momento y escuchó la respiración de la niña.
Luego abandonó el dormitorio.
Al pie de la escalera se encontró con Sharon y el joven ayudante de
dirección, que trataban de sacar a Dennings del despacho. Habían llamado
un taxi y lo iban a acompañar hasta su apartamento, en el Sheraton Park.
—Cuidado -aconsejó Chris, cuando ellos se alejaban con Dennings.
Casi inconsciente, el director murmuró:
—Me cago en ti.
Se sumergió en la niebla y en el coche que esperaba.
Chris volvió a la sala de estar, donde los invitados que aún quedaban le
expresaron su pena cuando ella les hizo una breve reseña de la enfermedad
de Regan.
Al mencionar los golpes y las otras tácticas para llamar la atención,
mistress Perrin la observó detenidamente. En una ocasión, Chris la miró,
esperando su comentario; pero como no dijo nada, continuó:
—¿Camina dormida muy a menudo? -preguntó Dyer.
—No, esta noche ha sido la primera vez. O, por lo menos, la primera vez
que me entero; por tanto, creo que debe de ser eso de la hiperactividad. ¿No
le parece?
—Realmente no sabría decirle -contestó el sacerdote-. He oído que el
sonambulismo es muy común en la pubertad, pero… -se interrumpió y se
encogió de hombros-. No sé. Lo mejor es que lo consulte con su médico.
Durante el resto de la conversación, mistress Perrin se mantuvo callada,
miraba fijamente como serpenteaban las llamas en la chimenea de la sala de
estar. El astronauta estaba casi tan abatido como ella.
Lo habían designado para un vuelo a la Luna aquel año. Miraba absorto
su copa, intercalando algunos monosílabos para fingir estar interesado y
atento. Como por un tácito acuerdo, nadie hizo referencia a lo que Regan le
había dicho.
—Bueno, lo siento, pero como he de celebrar misa tan temprano… -dijo
el decano, y se levantó para irse.
Provocó la desbandada general.
Todos se levantaron y le dieron las gracias por la cena.
Ya en la puerta, el padre Dyer cogió la mano de Chris y sondeó sus ojos.
—¿Cree que puede haber un papel, en alguna de sus películas, para un
sacerdote bajito que toca el piano? -le preguntó.
—Si no lo hay -se rió Chris-, haré que escriban uno especialmente para
usted, padre.
—Estaba pensando en mi hermano -le dijo, con aire solemne.
—¡Oh, qué ocurrencia! -se rió ella de nuevo, y lo despidió
cariñosamente.
Los últimos en partir fueron Mary Jo Perrin y su hijo. Chris los entretuvo
un rato charlando en la puerta. Sospechaba que Mary Jo tenía algo que
decirle, pero que no se atrevía. Para retrasar la partida, Chris le preguntó su
opinión sobre el hecho de que Regan jugara constantemente con el tablero
Ouija, y sobre la idea obsesiva respecto al capitán Howdy.
—¿Crees que hay algo de malo en eso?
Como quiera que esperaba algún comentario superficial, Chris quedó
asombrada al ver que mistress Perrin clavaba la vista en el umbral. Parecía
estar pensando, y, sin cambiar de actitud, salió al encuentro de su hijo, que
esperaba en la escalinata de la entrada.
Cuando, por fin, levantó la cabeza, sus ojos estaban sombríos.
—Yo se lo quitaría -dijo suavemente.
Alargó a su hijo las llaves del coche.
—Bobby, pon en marcha el motor. Está muy frío.
El muchacho tomó las llaves, le dijo a Chris que la admiraba por sus
películas y caminó, tímido, hasta el viejo y abollado ‘Mustang’, estacionado
en la misma manzana.
Los ojos de mistress Perrin continuaban sombríos.
—No sé lo que piensas de mí -dijo pausadamente-. Muchas personas me
asocian con el espiritismo. Pero no es así. Lo que sí creo es que tengo un don
-continuó con sencillez-. Pero no es oculto. De hecho, a mí me parece
natural, perfectamente natural. Como católica, creo que pisamos dos
mundos. Aquel del que somos conscientes en el tiempo. Pero, de vez en
cuando, una mujer rara como yo percibe destellos del otro mundo, y ese
otro, creo… está en la eternidad. Bueno, la eternidad no tiene tiempo. El
futuro es presente. De modo que cuando, a veces, siento lo otro, creo ver el
futuro. ¿Quién sabe? Tal vez no. Quizá todo sean coincidencias. -Se encogió
de hombros-. Pero yo creo que sí. Y si fuera así, seguiría creyendo que es
natural. Pero lo oculto… -Hizo una pausa, para elegir las palabras-. Lo oculto
es algo diferente. Yo me he mantenido lejos de eso. Creo que es peligroso
abordarlo. Y en eso está incluido el jugar con el tablero Ouija.
Hasta entonces, Chris la había considerado como mujer de un notable
sentido común. No obstante, había algo en ella que inquietaba
profundamente. Sentíase atenazada por un funesto presagio, que intentó
disipar.
—Vamos, Mary Jo -sonrió Chris-, ¿no sabes cómo se juega con los
tableros Ouija? No es nada más que el subconsciente de las personas.
—Sí, tal vez -contestó con docilidad-. Quizá. Podría ser sólo sugestión.
Pero cuantas historias he oído acerca de sesiones celebradas con tableros
Ouija parecen señalar siempre hacia una puerta que se abre. Y no hacia el
mundo del espíritu, pues tú no crees en eso. Tal vez una puerta hacia lo que
tú llamas el subconsciente. No sé. Lo único que sé es que, al parecer,
ocurren las cosas. Y, querida, en todo el mundo hay manicomios llenos de
gente que ha tratado de jugar con lo oculto.
—¿Me estás tomando el pelo?
Tras un momento de silencio, su voz llegó de nuevo desde la oscuridad.
—Chris, en 1921 había una familia en Baviera. No me acuerdo del
nombre, pero eran once en total. Si quieres puedes verificarlo en los diarios.
Al poco tiempo de haber intentado hacer una sesión, se volvieron todos
locos. Todos.
Los once. Les entró una verdadera piromanía. Cuando terminaron con
los muebles, la emprendieron con un bebé de tres meses, nacido de una de
las hijas menores. Y entonces fue cuando intervinieron los vecinos y los
detuvieron. La familia entera -concluyó- fue recluida en un manicomio.
—¡Qué barbaridad! -exclamó Chris al pensar en el capitán Howdy, que
ahora adquiría un viso amenazador. Enfermedad mental. ¿Era eso? Quizá sí-.
¡Yo sabía que tenía que llevarla a un psiquíatra!
—¡Oh, por favor -exclamó mistress Perrin mientras caminaba hacia la
luz-, no me hagas mucho caso a mí, sino a tu médico! -Había en su voz un
intento de devolverle la confianza, pero no fue muy convincente-. Me
desenvuelvo bien con el futuro -sonrió-, mas para el presente soy una
incapaz. -Hurgó en su bolsillo-. ¿Dónde están mis gafas? ¡Ah, sí, aquí están!
-Las encontró en un bolsillo del abrigo-. Muy bonita la casa -comentó
mientras se ponía las gafas y contemplaba la parte superior de la fachada-.
Se ve muy acogedora.
—¡Dios santo, qué alivio! ¡Creí que me ibas a decir que estaba
hechizada!
Mistress Perrin la observó.
—¿Por qué habría de decirte una cosa así?
Chris pensaba en una amiga suya, una famosa actriz que había vendido
su casa de Beverly Hills porque creía que estaba habitada por fantasmas.
—No sé. Es una broma. Supongo que lo he dicho por tratarse de ti.
—Es una casa muy bonita -la tranquilizó Mary Jo en un tono sin matices-
. Yo he estado aquí antes, muchas veces.
—¡No me digas!
—Sí. Era de un almirante amigo mío. De vez en cuando me escribe.
Ahora, al pobre, lo han mandado a navegar de nuevo. No sé si realmente lo
extraño a él o la casa. -Sonrió-. Pero supongo que me invitarás a venir
alguna otra vez. Mary Jo, me encantaría que volvieras. Lo digo
sinceramente. Eres una persona fascinante.
—Bueno, por lo menos soy la persona más descarada que conoces.
—En absoluto. Telefonéame, por favor. ¿Lo harás la semana que viene?
—Sí. Me gustará saber cómo sigue tu hija.
—¿Tienes mi teléfono?
—Sí, lo anoté en mi agenda.
¿Qué era lo que no marchaba?, se preguntó Chris. Había en su tono algo
discordante.
—Bueno, hasta la vista -dijo mistress Perrin-, y muchas gracias por tan
agradable reunión. -Antes de que Chris pudiera decirle algo más, se alejó
rápidamente.
Durante un momento la siguió con la vista; después cerró la puerta. Una
pesada lasitud la abrumó. ¡Qué noche!, pensó, ¡que noche!
Entró en la sala de estar y se detuvo junto a Willie, que estaba
arrodillada sobre la mancha de orina, cepillando los pelos de la alfombra.
—La he frotado con vinagre -musitó Willie-. Dos veces.
—¿Se quita?
—Tal vez lo consiga ahora -respondió Willie-. No sé. Veremos.
—No se sabrá hasta que se seque. Déjalo ya, Willie, y vete a dormir.
—No. Lo acabaré.
—Bien. Gracias y buenas noches.
—Buenas noches, señora.
Chris empezó a subir la escalera con paso cansino.
—La comida ha estado muy rica, Willie. A todo el mundo le ha gustado
muchísimo.
—Gracias, señora.
Chris comprobó que Regan seguía dormida. Luego se acordó del tablero
Ouija. ¿Debería esconderlo? ¿Tirarlo? ¡Qué oscura se muestra Mary Jo
cuando trata este tema! Y, sin embargo, Chris se daba cuenta de que eso
del compañero de juego imaginario era morboso y poco saludable. Sí, tal
vez tendría que tirarlo.
No obstante, Chris vacilaba.
Inmóvil junto a la cama de Regan, se acordó de un incidente ocurrido
cuando su hija tenía sólo tres años, la noche en que Howard decidió que ya
era bastante mayorcita para seguir tomando el biberón, al que se aferraba
con delectación.
Se lo quitó aquella noche; Regan estuvo gritando hasta las cuatro de la
madrugada, y durante días mostróse histérica. Y ahora, Chris temía una
reacción similar. Lo mejor es que se lo explique todo a un psicoanalista.
Por otra parte -reflexionó-, la ‘Ritalina’ no había tenido aún tiempo de surtir
efecto.
Finalmente, decidió esperar.
Chris volvió a su cuarto, se metió, cansada, en la cama, y casi al
instante se quedó dormida. Se despertó al oír un horrible alarido histérico,
semiinconsciente.
—¡Mamá, ven aquí, ven aquí, tengo miedo!
—¡Voy en seguida, pequeña!
Chris corrió por el pasillo hacia el dormitorio de Regan.
Gemidos. Llantos. Ruidos, al parecer, de los muelles del colchón.
—¡Oh, mi nenita! ¿Qué pasa? -exclamó Chris mientras encendía la luz.
¡Dios mío!
Regan yacía, rígida, boca arriba, con la cara bañada en lágrimas,
contraída por el terror y aferrada firmemente a los lados de su estrecha
cama.
—Mamá, ¿por qué se agita? -gritó-. ¡Hazla parar! ¡Tengo mucho
miedo! ¡Hazla parar! ¡Mamá, por favor, hazla parar!
El colchón se agitaba violentamente de la cabeza a los pies.
SEGUNDA PARTE
El borde
…Cuando dormimos, el sufrimiento, que no olvida, cae gota a gota
sobre el corazón, hasta que, en nuestra propia desesperación, contra nuestra
voluntad, llega la sabiduría por medio de la portentosa gracia sobrenatural.
Esquilo.
CAPÍTULO PRIMERO
La llevaron hasta su última morada en el atestado cementerio, donde las
lápidas imploraban vida.
La misa había sido solitaria, como su misma existencia. Sus hermanos
de Brooklyn. El comerciante de la esquina que le fiaba. Al ver cómo la
bajaban y la metían en la oscuridad de un mundo sin ventanas, Damien
Karras lloró con una pena que, durante largo tiempo, había dejado de lado.
—Vamos, Dimmy, Dimmy…
Un tío suyo le pasó el brazo alrededor del hombro.
—No importa, ahora está en el cielo, Dimmy. Es feliz.
¡Oh, Dios, que sea así! ¡Ah, Dios! ¡Por favor! ¡Oh, Dios, que sea así!
Esperaron en el coche mientras él permanecía un rato junto a la tumba.
No podía soportar la idea de que se quedaría sola.
En el camino hacia la ‘Estación Pennsylvania’, oyó a sus tíos hablar de
sus enfermedades con claro acento extranjero.
—…enfisema… tengo que dejar de fumar… ¿sabes que el año pasado
por poco me muero?
Espasmos de rabia amenazaban con brotar de sus labios, y,
avergonzado, trató de combatirlos.
Miró por la ventanilla: pasaban por la Casa de Beneficencia, donde, los
sábados por la mañana, al final del invierno, recogía ella la leche y las bolsas
de patatas mientras él se quedaba en la cama; el Zoológico de Central Park,
donde lo dejaba ella en verano para ir a mendigar ante la fuente de la Plaza.
Al pasar por el hotel, Karras estalló en llanto; pero logró sofocar los
recuerdos, secando la humedad de sus punzantes remordimientos. Se
preguntaba por qué el amor había esperado tanto, por qué había aguardado
hasta el momento en que los límites del contacto y la renuncia humana se
habían reducido al tamaño de aquel recordatorio que llevaba en la billetera:
In Memoriam…
Tuvo conciencia de ello. Esa pena era vieja.
Llegó a Georgetown a tiempo para cenar, pero no tenía apetito. Se
paseó nervioso por la casa. Sus amigos jesuitas fueron a darle el pésame. Se
quedaron un ratito. Prometieron plegarias.
Poco después de las diez, Joe Dyer apareció con una botella de whisky.
La mostró orgulloso.
—¡’Chivas Regal’!
—¿De dónde has sacado el dinero? ¿Del cepillo de los pobres?
—No seas tonto; eso sería quebrantar mi voto de pobreza.
—¿De dónde lo has sacado, pues?
—Lo he robado.
Karras sonrió y movió la cabeza en un ademán de apercibimiento
amistoso, mientras traía un vaso y un jarrito de peltre para el café.
Los fregó en el diminuto lavabo del baño y dijo:
—Te creo.
—Nunca he visto una fe más profunda.
Karras sintió el aguijonazo de un dolor conocido, pero logró liberarse de
él y volvió junto a Dyer, que, sentado en el catre, desprecintaba la botella.
Se sentó a su lado.
—¿Quieres absolverme ahora o más tarde?
—Ahora sirve -dijo Karras-; ya nos daremos luego mutuamente la
absolución.
Dyer vertió generosamente whisky en el vaso y el jarrito.
—Los rectores de universidades no deberían beber -murmuró-. Es un
mal ejemplo.
Karras bebió, pensativo. Conocía perfectamente la manera de ser del
rector. Como hombre de tacto y sensibilidad, siempre actuaba por medios
indirectos. Sabía que Dyer había venido como amigo, pero también como
emisario personal del rector. De modo que cuando hizo un comentario, de
pasada, sobre la posible necesidad de ‘un descanso’, el psiquíatra lo tomó
como un buen augurio y sintió un alivio momentáneo.
La visita de Dyer le sentó muy bien; lo hizo reír, habló de la fiesta y de
Chris MacNeil, contó nuevas anécdotas del Prefecto de Disciplina. Bebió muy
poco, pero llenó una y otra vez el vaso de Karras, y cuando se dio cuenta de
que estaba lo suficientemente adormilado, se levantó del catre y lo acostó,
mientras él se iba al despacho y seguía hablando hasta que a Karras se le
cerraron los ojos, y sus comentarios se convirtieron en gruñidos entre
dientes.
Dyer le desató los cordones y le quitó los zapatos.
—¿Me vas a robar ahora los zapatos? -murmuró Karras confusamente.
—No. Yo adivino el futuro leyendo las arrugas. Cállate y duerme.
—Eres un jesuita ratero.
Dyer sonrió ligeramente y lo tapó con un abrigo, que sacó del armario.
—Mira, alguien tiene que ocuparse de las cosas materiales. Lo único que
hacéis vosotros es pasar las cuentas del rosario y rezar por los hippies.
Karras no respondió. Su respiración era profunda y regular.
Dyer se fue rápidamente hacia la puerta y apagó la luz.
—Robar es pecado -musitó Karras en la oscuridad.
—Mea culpa -dijo Dyer en tono suave.
Esperó un momento, hasta que consideró que Karras estaba dormido;
entonces se fue.
A medianoche, Karras se despertó llorando. Había soñado con su madre.
Estaba parado junto a una ventana en pleno Manhattan, y la vio salir de las
escaleras del ‘Metro’, en la acera de enfrente.
Se detuvo en el borde de la acera, con una bolsa de papel en los brazos;
lo buscaba. Él la saludó con la mano. Ella no lo vio. Recorrió las calles.
Autobuses.
Camiones. Multitudes poco amistosas. Se empezó a asustar. Volvió al
‘Metro’ y empezó a bajar las escaleras. Karras, desesperado, corrió a la calle,
llorando, llamándola; pero no la vio. Se la imaginaba indefensa y
desorientada en el laberinto de túneles bajo tierra.
Cuando se hubo calmado, buscó el whisky a tientas. Se sentó en la
cama y bebió en la oscuridad.
Las lágrimas brotaban espontáneas. No cesaban. Aquella pena era como
las de la niñez. Recordó la llamada telefónica de su tío.
—Dimmy, el edema le ha afectado el cerebro. No deja que se le
acerque un médico. No hace más que gritar. Hasta le habla a la radio.
Creo que se habrá de llevar a Bellevue, Dimmy. En un hospital común
no la aguantarán. Calculo que en dos meses podría estar como nueva; luego
la sacaríamos. ¿Está bien? Escucha, Dimmy: ya lo hemos hecho. Le pusieron
una inyección y la llevaron en ambulancia esta mañana. No queremos
molestarte, pero tienes que firmar los papeles. ¿Qué…? ¿Sanatorio privado?
¿Quién tiene el dinero, Dimmy? ¿Tú?
No recordaba haberse dormido. Se despertó entumecido, con la
impresión de haber sufrido una hemorragia gástrica. Vacilante, se dirigió
hacia el cuarto de baño, se duchó, se afeitó y se puso la sotana. Eran las
cinco y treinta y cinco. Abrió la puerta de la Santísima Trinidad, se revistió
con los ornamentos y dijo misa en el altar de la izquierda.
—Memento etiam… -oró con desolada desesperación-. Acuérdate de
tu sierva Mary Karras…
En la puerta del sagrario vio reflejada la cara de la enfermera
recepcionista de Bellevue y oyó de nuevo los gritos que llegaban desde la
habitación aislada.
—¿Es usted su hijo?
—Sí. Soy Damien Karras.
—Bueno, le aconsejo que no entre. Tiene un ataque.
Había mirado por la puerta hacia la habitación sin ventanas, con la
desnuda bombilla colgando del techo, paredes acolchadas, sin adornos, sin
muebles, excepto la cama en la que deliraba.
—…te rogamos le concedas un lugar de refrigerio, de luz y de paz…
Cuando ella se encontró con sus ojos, se calló de repente y desvió hacia
la puerta su mirada confusa.
—¿Por qué haces eso, Dimmy? ¿Por qué?
Sus ojos eran más suaves que los de un cordero.
—Agnus Dei… -murmuró mientras se inclinaba, golpeándose el pecho-
. Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, dale el descanso
eterno…
Mientras elevaba la hostia con los ojos cerrados, vio a su madre en el
locutorio con las manos dulcemente entrelazadas sobre la falda y una
expresión dócil y perpleja, mientras el juez le explicaba el informe de los
psiquíatras de Bellevue.
—¿Usted entiende eso, Mary?
Ella dijo que sí con la cabeza.
No había abierto la boca; le habían quitado la dentadura postiza.
—Bueno, ¿qué le parece, Mary?
Ella le contestó con orgullo:
—Mi hijo hablará por mí.
Un angustioso gemido se le escapó a Karras al inclinar su cabeza ante la
hostia. Se golpeó el pecho. Domine, non sum dignus…
Señor, no soy digno… pero una palabra tuya bastará para sanarme.
Contra toda razón, contra todo conocimiento, rezó por que hubiera
alguien que escuchara su plegaria.
Creía que no.
Después de la misa volvió al chalet y trató de dormir. Pero no pudo.
Aquella misma mañana, un cura joven, al que no había visto nunca, se le
acercó inesperadamente. Llamó a la puerta y se asomó al dormitorio.
—¿Está ocupado? ¿Puedo verlo un momento?
En sus ojos, la intranquilidad del dolor; en su voz, la implorante súplica.
Por un momento, Karras lo odió.
—Entre -dijo, al fin, amablemente. Pero en su interior, se enfureció
contra aquella parte de su ser que lo hacía indefenso, que no podía dominar,
que yacía, enroscada dentro de él, como una soga, siempre lista a saltar sin
que se lo pidieran ante la petición de alguien. No lo dejaba tranquilo. Ni
siquiera durante las horas de descanso. En el duermevela escuchaba a
menudo un sonido, como una tenue y leve queja de una persona
acongojada. Era casi inaudible a la distancia. Siempre la misma. Y durante
varios minutos, después de despertarse, lo atenazaba la ansiedad de un
deber no cumplido.
El cura joven tartamudeó, titubeó; parecía tímido. Karras lo trató con
paciencia. Le ofreció cigarrillos y café. Luego se obligó a adoptar una
expresión de interés mientras el singular visitante le exponía gradualmente
un problema familiar: la terrible soledad de los sacerdotes. De todas las
ansiedades que Karras había encontrado últimamente, ésta se había
convertido en la más absorbente.
Karras, mientras oía hablar a su visitante, sintió cómo la angustia de
éste se transfería lentamente a él. Lo dejó hablar. Sabía que volvería a
buscarlo una y otra vez, que encontraría un consuelo para su soledad, que
haría de Karras un amigo.
El psiquíatra, abrumado, sintióse arrastrado hacia su pena íntima. Echó
una mirada a una placa que alguien le había regalado la Navidad anterior.
Leyó: Me duele mi hermano. Comparto su dolor.
Encuentro a Dios en él. Un encuentro fallido. Se echó la culpa a sí
mismo. Había seguido mentalmente la ‘vía dolorosa’ recorrida por sus
hermanos en Cristo, pero nunca había transitado por ella, o, al menos, eso
creía. Pensaba que el dolor que sentía era el propio.
Finalmente, el visitante miró su reloj. Era la hora del almuerzo en el
comedor del campus. Se levantó dispuesto a irse. Se detuvo para echarle
una mirada a una novela de moda que estaba sobre el despacho de Karras.
—¿La ha leído? -le preguntó Karras.
El otro negó con la cabeza.
—No. ¿Debería leerla?
—No sé. Yo hace poco la terminé y no estoy nada seguro de haberla
entendido -mintió Karras. Tomó el libro y se lo alargó-. ¿Quiere leerlo? Me
encantaría tener la opinión de otra persona.
—Por supuesto -dijo el jesuita mientras examinaba el libro-. Trataré de
devolvérselo dentro de dos días.
Parecía estar más animado.
Apenas el visitante cerró la puerta al marcharse, Karras sintió una paz
momentánea. Tomó un breviario y salió al patio, por el que caminó
lentamente, mientras rezaba las horas canónicas.
Por la tarde recibió la visita del anciano sacerdote de la Santísima
Trinidad, que tomó asiento junto a la mesa de su despacho y que empezó
por darle el pésame.
—He dicho dos misas por ella, Damien. Y una por ti -jadeó, con acento
irlandés.
—Muchas gracias, padre.
—¿Qué edad tenía?
—Setenta.
Karras clavó la vista en una hoja con oraciones que había traído aquel
sacerdote. Era una de las tres que se leen en la misa; la hoja, recubierta de
plástico, que contenía una parte de las plegarias que dice el sacerdote. El
psiquíatra se preguntó qué estaría haciendo con ella.
—Bueno, Damien, hoy hemos descubierto otra profanación en la iglesia.
Habían pintado una imagen de la Virgen como una prostituta, le dijo el
sacerdote. Luego alargó a Karras la hoja con las oraciones.
—Y esto, al día siguiente de que te fueras a Nueva York. ¿Fue el
sábado? Sí, el sábado. Échale una ojeada. Acabo de hablar con un oficial de
la Policía y… bueno, mira la hoja, por favor, Damien.
Mientras Karras la examinaba, el sacerdote le explicó que alguien había
introducido una hoja, escrita a máquina, entre el original y la cubierta de
plástico. Esta copia, aunque con algunos errores notables, estaba escrita en
buen latín y describía, en vívidos y eróticos detalles, un imaginado encuentro
homosexual entre la Santísima Virgen y María Magdalena.
—Ya es suficiente; no tienes necesidad de leerlo todo -dijo el sacerdote,
y le quitó la hoja como si temiera que fuese ocasión de pecado-. El latín es
excelente. Quiero decir que tiene estilo, latín estilo iglesia. El oficial me ha
dicho que ha hablado con un psicólogo y éste opina que la persona que lo ha
escrito, podría ser un cura, un cura muy enfermo. ¿Qué te parece?
El psiquíatra pensó durante un momento. Luego asintió con la cabeza.
—Sí, podría ser. Tal vez deseaba reflejar una rebelión interna, quizás en
un estado de sonambulismo total. No sé. Podría ser. Tal vez sea así.
—¿No sospechas de nadie, Damien?
—¿Qué quieres decir?
—Pues que tarde o temprano vienen a verte, ¿no es cierto? Me refiero a
los enfermos del campus, si es que hay alguno. ¿No conoces a ninguno
así? ¿Con esa clase de enfermedad?
—No.
—Sabía que me dirías eso.
—Bueno, de todos modos me resultaría difícil saberlo, padre. El
sonambulismo es una forma de resolver gran número de posibles situaciones
conflictivas, y la manera corriente de manifestarlas es simbólica. Por tanto,
en realidad no sabría qué decirle. Y si fuera un sonámbulo, probablemente
sufrió luego una amnesia total, de modo que ni siquiera él mismo tendría
una clave.
—¿Y si tú hubieras de contárselo? -preguntó el sacerdote astutamente.
Se cogió el lóbulo de la oreja, un tic habitual en él -había notado Karrassiempre
que se mostraba sagaz.
—Realmente no sé de quién se trata -repitió el psiquíatra.
—No. Nunca he creído que me lo fueras a decir. -Se levantó y se dirigió
a la puerta-. ¿Sabes a lo que se parecen los psiquíatras? A sacerdotes
-rezongó.
Mientras Karras se reía suavemente, el sacerdote volvió sobre sus pasos
y dejó caer en la mesa la hoja de oraciones.
—Me parece que debes estudiar esto -dijo entre dientes-. A lo mejor se
te ocurre algo.
El sacerdote se dirigió de nuevo hacia la puerta.
—¿Han comprobado si hay huellas digitales? -preguntó Karras.
El sacerdote se detuvo y se volvió levemente.
—Lo dudo. Después de todo, no andamos buscando a un criminal,
¿verdad? Lo más probable es que sea un feligrés demente. ¿Qué te parece,
Damien? ¿Crees que puede ser alguien de la parroquia? Yo pienso que sí. No
ha sido un sacerdote, sino un seglar. -Había vuelto a cogerse el lóbulo de la
oreja-. ¿No crees?
—Sinceramente no sabría decirlo -repitió Karras.
—Sabía que me dirías eso -repitió, a su vez, el sacerdote.
Aquel mismo día, el padre Karras fue relevado de sus funciones como
consejero y destinado a la Facultad de Medicina de Georgetown University,
como profesor de Psiquiatría. Tenía órdenes de ‘descansar’.
CAPÍTULO SEGUNDO
Regan yacía de espaldas sobre la mesa de examen del consultorio de
Klein, con los brazos y las piernas colgando hacia los lados.
Sosteniendo un pie con ambas manos, el doctor le flexionó el empeine.
Durante un rato lo mantuvo en tensión, y luego lo soltó de repente. El pie
volvió a su posición normal.
Repitió varias veces la prueba, con los mismos resultados. Parecía no
quedar satisfecho. Cuando Regan se incorporó de pronto y le escupió en la
cara, dio instrucciones a una enfermera de que permaneciese junto a la niña,
y él volvió a conversar con Chris.
Era el 26 de abril. No había estado en la ciudad el domingo ni el lunes, y
Chris no había podido ponerse en contacto con él hasta aquella mañana,
para explicarle lo ocurrido en la fiesta y la posterior agitación de la cama.
—¿Se movió realmente?
—Sí, se movió.
—¿Cuánto tiempo?
—No sé. Tal vez diez o quince segundos. Fue todo lo que vi.
Luego Regan quedó rígida y se orinó en la cama. O quizá se había
orinado antes. No sé. Pero, de repente, se durmió y no se despertó hasta el
día siguiente, por la tarde.
El doctor Klein entró, pensativo.
—Bueno, ¿qué tiene? -preguntó Chris con voz ansiosa.
Tan pronto como llegó Chris, el doctor le comunicó su sospecha de que
el sacudimiento de la cama obedecía a un ataque de contracciones clónicas,
o sea, a la contracción y relajación alterna de los músculos.
La forma crónica de tal estado -le explicó-, era el clono
1
, y, por lo
general, indicaba una lesión cerebral.
—Bueno, la prueba ha dado resultados negativos -le dijo, y pasó a
describirle el procedimiento, explicándole que, en el clono, el hecho de
flexionar y soltar el pie alternativamente, habría provocado una sucesión de
contracciones clónicas. Sin embargo, al sentarse a su mesa, parecía
preocupado.
—¿Nunca sufrió una caída?
—¿Algún golpe en la cabeza? -preguntó Chris.
—Sí.
—No, que yo sepa.
—¿Enfermedades de la niñez?
—Sólo las comunes. Paperas, sarampión y varicela.
—¿Sonambulismo?
—No hasta ahora.
1 Espasmo en el que se suceden la rigidez o contracción y la relajación. (N. del traductor).
—¿Qué quiere usted decir? ¿Que caminó dormida durante la fiesta?
—Sí, aunque ella no sabe todavía lo que hizo aquella noche. Y hay otras
cosas que tampoco recuerda.
—¿Últimamente?
Domingo. Regan aún durmiendo.
Una llamada telefónica internacional, de Howard.
—¿Cómo está Rags?
—Muchas gracias por llamarla el día de su cumpleaños.
—Me quedé varado en un yate.
¡Por Dios, no la emprendas conmigo! La llamé apenas llegué al hotel.
—¡Ah, sí, seguro!
—¿No te lo dijo?
—¿Hablaste con ella?
—Sí. Por eso pensé que sería mejor llamarte. ¿Qué diablos le pasa?
—¿Adónde quieres llegar?
—Me dijo una palabrota y colgó.
Al contarle el incidente al doctor Klein, Chris le explicó que cuando, al
fin, se despertó Regan, no se acordaba ni de la llamada telefónica ni de lo
que había pasado la noche de la cena.
—Entonces tal vez no haya mentido en eso de que se mueven los
muebles -conjeturó Klein.
—No lo entiendo.
—Pues que los movió ella misma, sin duda, aunque quizás en uno de
esos ataques en que realmente no sabía lo que hacia. Esto se conoce como
automatismo. Es algo así como un estado de trance. El paciente no sabe ni
recuerda lo que hace.
—Se me acaba de ocurrir algo, doctor. ¿Sabe qué? Hay una cómoda
grande y maciza en su dormitorio. Debe de pesar media tonelada. Me intriga
saber cómo ha podido moverla ella.
—En casos patológicos es común esa fuerza extraordinaria.
—¿Sí? ¿A qué se debe?
El doctor se encogió de hombros.
—Nadie lo sabe. Pero, además de lo que me ha contado -continuó el
médico-, ¿ha notado alguna otra cosa extraña en su comportamiento?
—Bueno, se ha vuelto muy dejada.
—Comportamiento raro -repitió.
—En ella es raro. ¡Ah, pero espere! Hay más. ¿Se acuerda del tablero
Ouija con el que jugaba? ¿El capitán Howdy?
—El compañero de juegos imaginario -asintió el médico.
—Pues al parecer, ahora lo oye también -manifestó Chris.
El doctor se inclinó hacia delante, doblando los brazos sobre el
escritorio. Mientras Chris hablaba, sus ojos permanecían alerta y parecían ir
especulando.
—Ayer por la mañana -dijo Chris- la oí hablar con Howdy en su
dormitorio. Es decir, ella hablaba y luego parecía esperar, como si estuviera
jugando con el tablero Ouija. Sin embargo, cuando busqué en la habitación
no estaba el tablero; sólo vi a Rags que movía la cabeza, como si asintiera a
lo que él decía.
—¿Lo veía ella?
—No creo. Tenía la cabeza inclinada hacia un lado, como cuando
escucha discos.
El médico asintió, pensativo.
—Sí, claro. ¿Ningún otro fenómeno como éste? ¿Ve cosas? ¿Huele
cosas?
—Huele -recordó Chris-. No hace más que percibir olores desagradables
en su cuarto.
—¿Como de algo que se quema?
—¡Exacto! -exclamó Chris-. ¿Cómo lo sabe?
—Porque, en ocasiones, éste es el síntoma de un tipo de trastorno en la
actividad electroquímica del cerebro. En el caso de su hija, sería en el lóbulo
temporal. -Apoyó una mano junto a la sien-. Aquí, en la parte delantera del
cerebro. Es poco común, pero provoca extrañas alucinaciones, por lo
general, antes de una convulsión. Supongo que por eso se confunde tan a
menudo con la esquizofrenia; pero no es esquizofrenia. Es producido por una
lesión en el lóbulo temporal. Pero como quiera que la prueba del clono no es
conclusiva, creo que deberíamos hacerle un EEG.
—¿Qué es eso?
—Un electroencefalograma. Nos mostrará el trazado de sus ondas
cerebrales. Por lo general, es una buena indicación de funcionamiento
anormal.
—Pero usted cree que es eso, ¿verdad? Una lesión en el lóbulo temporal.
—Bueno, muestra el síndrome, mistress MacNeil. Por ejemplo, la
dejadez, la agresividad, comportamiento social que le plantea problemas, los
ataques que hicieron mover la cama. Generalmente, esto va seguido por
orinarse en la cama o vomitar, o ambas cosas a la vez, y luego un sueño
profundo.
—¿Quiere examinarla ahora mismo? -preguntó Chris.
—Sí, creo que deberíamos hacerlo de inmediato, pero va a necesitar
sedantes. Si se mueve o salta, los resultados serán nulos, de modo que…
¿me autoriza a administrarle veinticinco miligramos de ‘Librium’?
—¡No faltaría más! Haga lo que crea conveniente -le contestó, agitada.
Lo acompañó hasta el consultorio en que la niña sería examinada, y
cuando Regan lo vio preparando la aguja hipodérmica, vomitó un torrente de
obscenidades.
—Querida, es para ayudarte -imploró Chris, con angustia. Sujetó a
Regan mientras el doctor le ponía la inyección.
—En seguida vuelvo -dijo el médico haciendo un movimiento afirmativo
con la cabeza; y cuando entró una enfermera empujando el aparato para el
electro, él se fue a atender a otro paciente. Al volver, poco rato después, el
‘Librium’ no había hecho aún efecto.
Klein pareció sorprendido.
—¡Es raro! Se le ha administrado una dosis elevada -dijo a Chris.
Le inyectó otros veinticinco miligramos y se marchó; al volver encontró
a Regan dócil y tratable.
—¿Qué está haciendo? -preguntó Chris cuando Klein puso sobre el
cráneo de Regan los electrodos con solución salina.
—Ponemos cuatro a cada lado -le explicó-. Eso nos permite leer las
ondas cerebrales de ambos lados y luego compararlas.
—¿Compararlas para qué?
—Para observar cualquier desviación, que puede ser significativa. Por
ejemplo, tuve un paciente que sufría alucinaciones -dijo Klein-. Veía y oía
cosas que, por supuesto, no existían. Pues bien, encontré una diferencia
entre el trazado de las ondas del lado derecho y las del izquierdo, y descubrí
que el hombre sufría alucinaciones por la alteración sólo de uno de los
lóbulos temporales.
—¡Qué extraño!
—Su ojo y oído izquierdos funcionaban con normalidad; sólo el lado
derecho tenía visiones y oía cosas. Bueno, veamos ahora. -Puso la máquina
en marcha. Señaló las ondas sobre la pantalla fluorescente-. Esos son los dos
lados juntos -explicó-. Lo que estoy buscando son ondas en pico -con el
índice, trazó un dibujo en el aire-, especialmente ondas de gran amplitud, en
una frecuencia entre cuatro y ocho por segundo. Eso indica una lesión del
lóbulo temporal.
Estudió cuidadosamente la gráfica de las ondas cerebrales, pero no
descubrió ninguna disritmia. Ningún pico. Ninguna onda anormal. Y cuando
procedió a hacer las lecturas comparativas, los resultados fueron también
negativos.
Klein frunció el ceño. No podía entender. Repitió la operación. Y no
encontró cambios.
Hizo venir a una enfermera para que se quedara con Regan y volvió a su
despacho con la madre.
—Entonces, ¿qué tiene? -preguntó Chris.
Pensativo, el doctor se sentó a su mesa.
—Bueno, el EEG habría demostrado que tenía eso, pero la falta de
disritmia no prueba fehacientemente que no lo tenga. Puede ser histeria,
pero la gráfica tomada antes y después de la convulsión ha sido demasiado
sorprendente.
Chris enarcó las cejas.
—No hace usted más que hablar de ‘convulsión’, doctor. ¿Cuál es el
nombre exacto de esta enfermedad?
—Bueno, no es una enfermedad -dijo tranquilo.
—Entonces, ¿cómo se llama específicamente?
—Usted la conoce como epilepsia, señora.
—¡Dios mío!
Chris se hundió en una silla.
—Esperemos un poco -la calmó Klein-. Veo que, como la mayoría de la
gente, su impresión de la epilepsia es exagerada y tal vez, en gran parte,
mítica.
—¿Es hereditaria? -dijo Chris, sobrecogida.
—Ese es uno de los mitos -le explicó Klein con calma-. Por lo menos, eso
es lo que piensa la mayoría de los médicos. Mire, prácticamente cualquiera
puede tener convulsiones. La mayoría hemos nacido con una gran resistencia
contra las convulsiones; otros, con poca, de modo que la diferencia entre
usted y un epiléptico es una cuestión de grado. Eso es todo. Sólo de grado.
No es una enfermedad.
—Entonces, ¿qué es? ¿Una alucinación caprichosa?
—Un trastorno: un trastorno que puede dominarse. Y hay muchas clases
de trastornos de este tipo, señora. Por ejemplo, usted está ahora sentada
aquí y, por un momento, se distrae y no capta algo de lo que estoy diciendo.
Pues bien, eso es una especie de epilepsia, señora. Sí, es un verdadero
ataque de epilepsia.
—Sí, claro, pero eso no es lo de Regan -refutó Chris-. ¿Y a qué se debe
el que le haya cogido de repente?
—Mire, todavía no estamos seguros de que sea eso lo que tiene, y
admito que tal vez tenga usted razón; probablemente sea psicosomático. Sin
embargo, lo dudo. Y, para responder a su pregunta, debo decirle que un
gran número de cambios en el funcionamiento del cerebro puede
desencadenar una convulsión en los epilépticos: preocupación, fatiga,
presión emocional, una nota en particular de un instrumento musical… En
cierta ocasión atendí a un paciente que sufría ataques sólo en el autobús,
cuando se hallaba a una manzana de su casa. Pues bien, al fin descubrimos
el motivo: una luz intermitente, que provenía de una empalizada blanca, se
reflejaba en la ventanilla del autobús. A otra hora del día, o si el autobús iba
a distinta velocidad, no sufría convulsiones. Tenía una lesión en el cerebro,
causada por alguna enfermedad de la niñez. En el caso de su hija, el trauma
estaría situado más adelante, en el lóbulo temporal, y cuando éste es
afectado por un determinado impulso eléctrico de cierta longitud y frecuencia
de onda, origina un repentino estallido de reacciones anormales, partiendo
de la profundidad de un foco que está en el lóbulo. ¿Entiende?
—Supongo que sí -suspiró Chris, abatida-. Pero lo que no entiendo es
cómo se le puede cambiar totalmente la personalidad.
—Es muy común en el lóbulo temporal y puede durar varios días y aun
semanas. No es raro encontrarse con un comportamiento destructivo y hasta
criminal. En realidad se produce un cambio tan grande, que hace doscientos
o trescientos años se consideraba que los que tenían trastornos en el lóbulo
temporal estaban poseídos por el demonio.
—¿Estaban qué?
—Gobernados por la mente de un demonio. Algo así como una versión
supersticiosa del desdoblamiento de la personalidad.
Chris cerró los ojos y apoyó la frente sobre un puño.
—Dígame algo bueno -murmuró.
—Vamos, no se alarme. Si es una lesión, en cierto modo tendrá
suerte. En este caso, lo único que tendríamos que hacer sería extraer la capa
de la cicatriz.
—¡Ah, magnífico!
—O, a lo mejor, es sólo una presión sobre el cerebro. Mire, me gustaría
tomarle algunas radiografías del cráneo. Hay un radiólogo en este mismo
edificio, y tal vez yo pueda conseguir que se las tome en seguida. ¿Lo llamo?
—¡Por Dios, sí! ¡Hágalo!
Klein lo llamó y arregló todo.
Le dijeron que la llevaran de inmediato. Colgó el teléfono y empezó a
escribir la receta.
—Apartamento veintiuno, en el primer piso. La llamaré mañana o el
jueves. Me gustaría consultar a un neorólogo. Entretanto, suprimiremos la
‘Ritalina’ y probaremos durante un tiempo con ‘Librium’.
Arrancó la receta del talonario y se la alargó.
—Yo trataría de quedarme cerca de ella, mistress MacNeil. Estos
enfermos ambulatorios, si es eso lo que tiene, siempre pueden lastimarse.
Su dormitorio, ¿está cerca del de ella?
—Sí.
—Bien ¿En la planta baja?
—No, en el primer piso.
—¿Hay ventanas grandes en la habitación de la niña?
—Sí, una. ¿Por qué?
—Debería tratar de mantenerla cerrada, e incluso ponerle un candado.
En un estado de trance se podría tirar por ella. Una vez tuve un…
—…paciente -completó Chris con un dejo de sonrisa cansina.
—Parece que tengo muchos, ¿no? -dijo, siguiendo la broma.
—Algunos.
Pensativa, apoyó la cabeza en una mano y se inclinó hacia delante.
—Hace un momento estaba pensando en otra cosa.
—¿En qué?
—Me ha dicho usted que, después de un ataque, la enferma se quedó
profundamente dormida, ¿verdad? Así ocurrió la noche del sábado.
—Sí -asintió Klein.
—Entonces, ¿cómo puede ser que las otras veces que sentía moverse la
cama estuviera bien despierta?
—Usted no me ha dicho eso.
—Pero ocurrió así. Parecía estar bien. Venía a mi dormitorio y me pedía
que la dejara meterse en la cama conmigo.
—¿Se orinaba en la cama? ¿Vomitaba?
Chris negó con la cabeza.
—No, estaba bien.
Klein frunció el ceño y se mordió ligeramente el labio inferior.
—Bueno, veamos lo que nos dicen esas radiografías -concluyó.
Chris se sentía agotada cuando acompañó a Regan al radiólogo;
permaneció a su lado mientras le tomaba las radiografías, y la llevó de vuelta
a casa. La niña había permanecido extrañamente callada desde la segunda
inyección, y Chris hacía ahora esfuerzos por despertar su interés.
—¿Quieres jugar al monopolio o a alguna otra cosa?
Regan dijo que no con un movimiento de cabeza y clavó en su madre
una mirada perdida, que parecía posarse en una infinita lejanía.
—Tengo sueño -dijo Regan, con una voz que, como los ojos, reflejaba su
agotamiento. Luego se volvió y subió a su dormitorio.
Debe de ser el ‘Librium’, pensó Chris mientras la observaba.
Finalmente, suspiró y entró en la cocina. Se sirvió café y se sentó junto
a Sharon, en un rincón de la mesa.
—¿Qué tal ha ido?
—¡Oh, Dios mío!
Chris dejó la receta sobre la mesa.
—¿Por qué no encargas por teléfono la medicina? -dijo, y después le
explicó lo que había dicho el médico-. Si estoy ocupada o tengo que salir,
cuídala bien, Shar. -La luz. De repente-. Ahora me acuerdo.
Se levantó de la mesa y fue al dormitorio de Regan; la encontró tapada
y aparentemente dormida.
Chris se acercó a la ventana y ajustó la falleba. Miró hacia abajo. La
ventana, que se abría a un lado de la casa, daba a la escalera, que
descendía, abrupta, hacia la calle.
—Tengo que llamar a un cerrajero en seguida.
Regresó a la cocina, añadió este encargo a la lista que le había dado a
Sharon, dictó a Willie el menú para la cena y llamó a su representante.
—¿Qué te ha parecido el guión? -quiso saber él.
—Es muy bueno, Ed; hagámoslo -le contestó-. ¿Cuándo podemos
empezar?
—Bueno, tu parte en julio, de modo que habrías de empezar a
prepararte ya.
—¿Quieres decir ahora mismo?
—Sí, ahora. Esto no es actuar ante las cámaras, Chris. Has de trabajar
mucho antes del rodaje propiamente dicho. Tienes que estar de acuerdo con
el decorador, con el modista, con el maquillador y con el productor. Y
deberás elegir un operador y un jefe de fotografía e ir pensando ya en las
tomas. Vamos, Chris, ya conoces bien el asunto.
—Sí, bueno…
—¿Tienes algún impedimento?
—Sí, Regan está bastante enferma.
—¡Oh, lo siento! ¿Qué le pasa?
—Todavía no saben qué es. Estoy esperando unos análisis. Escucha, Ed,
ahora no puedo dejarla.
—¿Quién dice que debas dejarla?
—No me entiendes, Ed. Necesito estar en casa con ella. Precisa que la
atienda. No te lo puedo explicar, Ed, es muy complicado. ¿Por qué no
podemos aplazarlo durante un tiempo?
—No podemos. Quieren tenerlo listo para Navidad, y nos apremian.
—¡Por Dios, Ed!, creo que pueden esperar dos semanas.
—¿Por qué insististe tanto en que querías dirigir, y ahora, de pronto…?
—Tienes razón, Ed, ya lo sé -lo interrumpió-. En realidad quiero hacerlo,
pero vas a tener que decirles que necesito un poco más de tiempo.
—Creo que si te hago caso lo echaremos todo a perder. No es a ti a
quien quieren; eso no es noticia. Lo hacen sólo por Moore, y creo que si van
y le dicen que no estás tan segura de querer hacerlo, le dará un ataque.
Vamos, Chris, seamos razonables. Haz lo que quieras. A mí no me importa.
Eso no va a dejar dinero, a menos que produzca un gran impacto. Pero te
advierto que si les pido una prórroga, lo estropearemos todo. ¿Qué les digo,
pues?
—¡Dios mío! -suspiró Chris.
—Ya sé que no es fácil.
—No lo es. Escucha… -Pensó. Después movió la cabeza-. Ed, tendrán
que esperar -dijo, al fin, cansada.
—¿Es tu última decisión?
—Sí, Ed. Avísame de cualquier cosa.
—Lo haré. Ya te llamaré. Tranquilízate.
—Gracias, Ed.
Deprimida, colgó el teléfono y encendió un cigarrillo.
—¿Te he dicho que he hablado con Howard? -preguntó a Sharon.
—¿Cuándo? ¿Le has comunicado lo que le está pasando a Rags?
—Sí, y también que ha de venir a verla.
—¿Va a venir?
—No sé. No lo creo -respondió Chris.
—Deberías pensar en que hará lo posible.
—Sí, ya lo sé -suspiró Chris-. Pero has de entender lo que le pasa, Shar.
Yo sé lo que es.
—¿Qué es?
—¡Oh, todo el asunto de ‘esposo de Chris MacNeil’! Rags era también
parte de eso. Ella estaba dentro, y él, fuera. Siempre Rags y yo juntas en las
portadas de las revistas; en las fotos, madre e hija, mellizas de la
propaganda cinematográfica. -Tiró la ceniza del cigarrillo con un caprichoso
movimiento de los dedos-. Bueno, ¡quién sabe! Todo es bastante confuso.
Pero resulta difícil entenderse con él, Shar. No puedo hacerlo.
Tomó un libro que había junto a Sharon.
—¿Qué estás leyendo?
—¿Cómo? ¡Ah, eso! Es para ti. Me había olvidado. Lo trajo mistress
Perrin.
—¿Ha estado aquí?
—Sí, esta mañana. Dijo que lamentaba no poder verte, pero que se iba
de la ciudad. Te llamará apenas vuelva.
Chris asintió y echó una rápida mirada al título del libro: Estudio sobre
la adoración al demonio y relatos de fenómenos ocultos.
Lo abrió y encontró una nota manuscrita de Mary Jo.
Querida Chris: Acerté a pasar por la biblioteca de Georgetown University y
saqué este libro para ti. Tiene algunos capítulos sobre la misa negra. Deberías leerlo
todo.
Creo que las otras partes te van a resaltar particularmente interesantes. Hasta
pronto.
Mary Jo.
—¡Qué mujer tan amable! -exclamó Chris.
—Tienes razón -admitió Sharon.
Chris hojeó el libro.
—¿Qué novedades trae sobre la misa negra? ¿Algo muy desagradable?
—No sé -contestó Sharon-. No lo he leído.
—¿No es bueno para serenarse?
Sharon se desperezó y bostezó.
—Esas cosas no me afectan.
—¿Qué ha pasado con tu complejo de Jesús?
—¡Oh, vamos!
Chris empujó el libro sobre la mesa, en dirección a Sharon.
—Aquí tienes. Léelo y dime qué pasa.
—¿Para tener pesadillas?
—¿Para qué crees que te pago?
—Para vomitar.
—Eso puedo hacerlo yo misma -murmuró Chris, y tomó un diario de la
tarde-. Para eso lo único que hay que hacer es meterse en la garganta los
consejos del representante comercial; así se vomita sangre durante una
semana. -Irritada, dejó el diario a un lado-. ¿Puedes sintonizar la radio,
Shar? Quiero oír las noticias.
Sharon cenó con Chris y luego salió. Se olvidó del libro. Chris lo vio
sobre la mesa y pensó leerlo, pero al final se sintió muy cansada. Lo dejó en
la mesa y subió a la planta alta.
Contempló a Regan, que parecía seguir durmiendo tapada y,
aparentemente, sin haberse despertado.
Examinó de nuevo la ventana. Al salir del dormitorio se aseguró de que
la puerta quedaba bien abierta, y lo mismo hizo con la de su cuarto, antes de
meterse en la cama.
Vio parte de una película por televisión. Después se durmió.
A la mañana siguiente, el libro sobre la adoración al demonio había
desaparecido de la mesa.
Nadie supo dónde estaba.
CAPÍTULO TERCERO
El neurólogo consultado colgó nuevamente las radiografías; trataba de
localizar hundimientos de las paredes craneales, como si el cráneo hubiera
sido golpeado una y otra vez con un martillo. El doctor Klein estaba detrás,
con los brazos cruzados. Los dos habían buscado lesiones, acumulación de
líquido o una posible desviación de la glándula pineal. Ahora exploraban por
si hubiera depresiones en la caja craneal, las cuales probarían la existencia
de una presión intracraneal crónica.
No las encontraron. Era el jueves 28 de abril.
El neurólogo se quitó las gafas y las puso con cuidado en el bolsillo
superior izquierdo de su chaqueta.
—Aquí no hay absolutamente nada, Sam. Nada que yo alcance a ver.
Klein miró hacia el suelo frunciendo el ceño y sacudió la cabeza.
—Sí, no se ve nada.
—¿Quiere tomarle otras?
—Creo que no. Voy a intentar una punción lumbar.
—Buena idea.
—Entretanto, me gustaría ver a la niña.
—¿Cómo está hoy?
—Bueno, yo… -Tintineó el teléfono-. Con permiso. -Tomó el receptor-.
¿Diga?
—Mistress MacNeil. Dice que es urgente.
—¿Por qué línea?
—Por la doce.
Apretó con fuerza el botón de la comunicación interior.
—Habla el doctor Klein, mistress MacNeil. ¿Qué sucede?
La voz sonaba agitada y al borde de la histeria.
—¡Dios mío, doctor, es Regan! ¿Puede venir en seguida?
—Bueno, ¿qué le pasa?
—No sé, doctor, ¡no puedo describirlo! ¡Por Dios, venga! ¡Venga ahora
mismo!
—Salgo para allá.
Desconectó y llamó a la recepcionista.
—Susan, dígale a Dresner que se haga cargo de mis pacientes. -Colgó el
teléfono y se quitó la bata-. Es ella. ¿Quiere venir?
No hay más que cruzar el puente.
—Dispongo de una hora.
—Entonces, vamos.
A los pocos minutos estuvieron allí, y desde la puerta, donde los recibió
Sharon, oyeron lamentos y gritos de terror que provenían del cuarto de
Regan. La mujer parecía asustada al decir:
—Soy Sharon Spencer. Entren. Está arriba.
Los condujo hasta la puerta de la habitación de Regan. La abrió y
anunció:
—Los doctores, Chris.
Inmediatamente, Chris fue hacia la puerta, con la cara contraída por el
pánico.
—¡Pase, pasen, por favor! -dijo con voz trémula-. ¡Entren y vean lo que
está haciendo!
—Le presento al doctor…
En mitad de la presentación, Klein se interrumpió al mirar a Regan.
Daba alaridos histéricos y sacudía los brazos, mientras su cuerpo parecía
proyectarse horizontalmente por el aire, sobre la cama, para caer luego con
violencia sobre el colchón, en un movimiento rápido y continuo.
—¡Oh, mamá, dile que pare! -chilló-. ¡Deténlo! ¡Está tratando de
matarme! ¡Deténlo! ¡Detéeenlo, maaaamaaaá!
—¡Oh, mi querida! -gimió Chris mientras se metía un puño en la boca y
lo mordía. Miró a Klein de modo suplicante-. Doctor, ¿qué es? ¿Qué pasa?
Él hizo un gesto negativo con la cabeza, con la mirada fija en Regan,
mientras continuaba el fenómeno. Levantaba un pie cada vez y luego caía,
con respiración entrecortada, como si unas manos invisibles la levantaran y
dejaran caer.
Chris se cubrió los ojos con la mano temblorosa.
—¡Oh, Jesús, Jesús! -exclamó con voz ronca-. Doctor, ¿qué es esto?
Los movimientos cesaron de repente, y la niña empezó entonces a
retorcerse de un lado a otro, con los ojos en blanco.
—Me está quemando… ¡Me quema! -gemía Regan-. ¡Oh, me quema,
me quema…!
Rápidamente, sus piernas comenzaron a cruzarse y descruzarse.
Los doctores se acercaron, uno a cada lado de la cama. Sin dejar de
retorcerse y agitarse, Regan arqueó la cabeza hacia atrás, dejando al
descubierto una garganta hinchada y turgente. Comenzó a decir entre
dientes algo incomprensible, en un tono extrañamente gutural.
—…eidanyoson… eidanyoson…
Klein se inclinó para tomarle el pulso.
—Bueno, vamos a ver qué pasa, pequeña -le dijo con dulzura.
De repente se tambaleó, aturdido y vacilante, a causa de un tremendo
golpe descargado por el brazo de Regan, al tiempo que ella se incorporaba
en la cama, con la cara contraída.
—¡Esta puerca es mía! -rugió con voz estentórea-. ¡Es mía! ¡Aléjense
de ella! ¡Ella es mía!
Una risa parecida a un ladrido brotó de su garganta, y luego cayó de
espaldas como si alguien la hubiese empujado.
—¡Cójanme! ¡Vamos, cójanme! -les gritaba a los médicos.
Unos segundos más tarde, Chris salió corriendo del dormitorio,
ahogando un sollozo.
Cuando Klein se acercó a la cama, Regan se abrazó a si misma, y con
las manos se acarició los brazos.
—¡Ah, sí, querida! -canturreó con aquella voz extrañamente fuerte.
Tenía los ojos cerrados, como en éxtasis-. Mi niña… mi flor… mi perla…
Y comenzó a retorcerse de nuevo, gimiendo una y otra vez palabras sin
sentido. Bruscamente se sentó; sus ojos, desorbitados, miraban con fijeza e
impotente terror.
Maulló como un gato. Después ladró. Luego relinchó.
Y, al fin, doblándose por la cintura, comenzó a hacer girar su torso en
ligeros y enérgicos círculos. Jadeaba, tratando de respirar.
—¡Oh, deténganlo! ¡Háganlo detener! ¡No puedo respirar!
Klein había visto ya lo suficiente. Llevó su maletín hasta la ventana y,
rápidamente, empezó a preparar una inyección.
El neurólogo permaneció junto al lecho de la niña y vio que se caía de
espaldas, como si la hubieran empujado. Se le volvieron a poner los ojos en
blanco y, revolcándose hacia ambos lados… empezó a mascullar frases
incoherentes, con voz gutural. El neurólogo se acercó más para tratar de
captar lo que decía. Luego vio que Klein le hacía señas. Se acercó a él.
—Le voy a dar ‘Librium’ -dijo Klein con cautela, manteniendo la jeringa a
la luz de la ventana-. Pero usted tendrá que sostenerla.
El neurólogo asintió. Parecía preocupado. Inclinó a un lado la cabeza,
para escuchar el murmullo que venía de la cama.
—¿Qué está diciendo? -susurró Klein.
—No sé. Cosas incoherentes. Sílabas sin sentido. -Pero su propia
explicación pareció dejarlo insatisfecho-. Aunque lo dice como si significara
algo. Tiene ritmo.
Klein hizo un gesto señalando hacia la cama, y se acercaron en silencio
por ambos lados. Al verlos venir, la niña se puso tiesa, como con rigidez
tetánica, y los médicos se miraron el uno al otro significativamente. Luego
volvieron a mirar a Regan, que comenzaba a arquear su cuerpo hasta
alcanzar una posición increíble, doblándolo hacia atrás como un arco, hasta
que la punta de la cabeza tocó los pies. Aullaba de dolor.
Los médicos cambiaron miradas dubitativas. Entonces Klein hizo una
señal al neurólogo. Pero antes de que éste la pudiera coger, Regan cayó
fláccida, en un súbito desmayo, y se orinó en la cama.
Klein se inclinó y le levantó un párpado. Le tomó el pulso…
—Seguirá desvanecida un rato -murmuró-. Creo que ha tenido una
convulsión, ¿no le parece?
—Sí, eso creo.
—Bueno, asegurémonos para después -dijo Klein.
Con mano diestra, le aplicó la inyección.
—Y bien, ¿qué opina? -preguntó al neurólogo mientras apretaba una tela
esterilizada en el punto de la inyección.
—Lóbulo temporal. Tal vez la esquizofrenia sea otra posibilidad, Sam,
pero el ataque ha sido demasiado repentino. No tiene ningún antecedente,
¿verdad?
—No, no lo tiene.
—¿Neurastenia?
Klein hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Entonces, tal vez sea histeria -insinuó el neurólogo.
—Ya he pensado en eso.
—Claro. Pero tendría que ser un monstruo para poder retorcerse
voluntariamente el cuerpo como lo ha hecho, ¿no cree? -Negó con la cabeza-
. No, yo creo que es patológico, Sam… su fuerza, la paranoia, las
alucinaciones. Esquizofrenia… bueno, tiene esos síntomas. Pero una lesión
en el lóbulo temporal también provocaría convulsiones. Sin embargo, hay
algo que me inquieta… -Desconcertado, se retiró frunciendo el ceño.
—¿A qué se refiere?
—Bueno, no estoy totalmente seguro, pero creo haber oído signos de
disociación: ‘mi perla’…, ‘mi niña’…, ‘mi flor’… ‘la puerca’.
Tengo la impresión de que hablaba de sí misma. ¿A usted no le ha
parecido lo mismo, o es que estoy tratando de ver más de lo que hay?
Klein se acarició el labio inferior mientras meditaba la pregunta.
—Francamente, de momento no se me ha ocurrido, pero ahora que
usted lo señala… -Gruñó pensativo-. Podría ser. Sí, podría ser.
Luego alejó la idea con un encogimiento de hombros.
—Bueno, le voy a hacer una punción ahora mismo, aprovechando que
está dormida, y puede ser que entonces sepamos algo.
El neurólogo asintió con la cabeza.
Klein hurgó en su maletín, cogió una píldora y se la metió en el bolsillo.
—¿Puede quedarse un rato?
El neurólogo miró el reloj.
—Tal vez media hora.
—Vamos entonces a hablar con la madre.
Salieron de la habitación al pasillo.
Chris y Sharon estaban apoyadas, cabizbajas, contra la baranda de la
escalera. Al acercarse los médicos, Chris se secó la nariz con un pañuelo
húmedo y estrujado. Tenía los ojos enrojecidos por el llanto.
—La niña está durmiendo -le dijo Klein.
—Gracias a Dios -suspiró Chris.
—Y le he dado un sedante fuerte. Quizá duerma hasta mañana.
—¡Qué bien! -exclamó Chris débilmente-. Doctor, lamento comportarme
como una criatura.
—Se está portando muy bien -la consoló-. Es una prueba espantosa. A
propósito, le presento al doctor David.
—¿Cómo está usted? -dijo Chris con una pálida sonrisa.
—El doctor es neurólogo.
—¿Qué opinan ustedes? -les preguntó.
—Bueno, pensamos que es una lesión del lóbulo temporal -respondió
Klein- y…
—Por Dios, ¿de qué diablos me está hablando? -estalló Chris-. ¡Ha
estado actuando como una psicópata, como si tuviera doble personalidad!
Que… -de pronto se serenó y apoyó su frente en la mano-. No doy más de
mí -dijo agotada-. Perdonen. -Dirigió a Klein una mirada ojerosa-. ¿Qué
estaba diciendo?
Fue David el que respondió.
—No se han dado más de cien casos auténticos de desdoblamiento de
personalidad, mistress MacNeil. Es un estado raro. Sé que la tentación sería
recurrir a la Psiquiatría, pero cualquier psiquíatra responsable agotaría
primero las posibilidades somáticas. Es el procedimiento más seguro.
—De acuerdo. ¿Qué viene ahora, entonces? -suspiró Chris.
—Una punción lumbar -contestó David.
—¿En la columna?
Asintió.
—Lo que no ha aparecido en las radiografías ni en el
electroencefalograma podría mostrarse ahora. O, por lo menos, descartaría
otras posibilidades. Querría hacerlo ahora, aquí mismo, mientras duerme. Le
voy a poner anestesia local, por supuesto, para evitar que se mueva.
—¿Cómo podrá saltar en la cama de ese modo? -preguntó Chris,
frunciendo la cara con expresión ansiosa.
—Bueno, creo que ya hemos hablado de eso -dijo Klein-. Los estados
patológicos pueden originar una fuerza anormal y acelerar las funciones
matrices.
—Pero no saben por qué -dijo Chris.
—Según parece, tiene algo que ver con la motivación -comentó David-.
Es lo único que sabemos.
—Entonces, ¿podemos hacer la punción?
Mientras clavaba la vista en el suelo, Chris suspiró, relajándose.
—Pueden hacerlo -murmuró-. Hagan todo lo que sea necesario. Pero
cúrenmela.
—Lo procuraremos -dijo Klein-. ¿Me permite usar el teléfono?
—Por supuesto; venga. Está en el despacho.
—A propósito -dijo Klein, cuando ella se volvió para precederlos-, tienen
que cambiar las sábanas.
—Yo lo haré -dijo Sharon, y se fue hacia el dormitorio de Regan.
—¿Puedo prepararles café? -preguntó Chris, mientras los médicos la
seguían escaleras abajo-. Le he dado la tarde libre al ama de llaves, de modo
que habrá de ser instantáneo.
Ellos rehusaron.
—Veo que todavía no ha hecho arreglar la ventana -comentó Klein.
—No; ya hemos llamado -le dijo Chris-. Mañana traerán persianas que
se puedan asegurar con cerrojo.
Él asintió.
Entraron en el despacho, desde donde Klein llamó a su consultorio y dio
instrucciones a un ayudante para que mandara a la casa el instrumental
necesario y la medicación.
—Y preparen el laboratorio para un análisis de líquido cefalorraquídeo -lo
instruyó Klein-. Lo haré yo mismo después de la punción.
Cuando terminó de hablar, se volvió hacia Chris y le preguntó qué había
sucedido desde que él vio a Regan por última vez.
—El martes -dijo Chris- no pasó nada. Se metió en la cama y durmió de
un tirón hasta la mañana siguiente; luego… ¡oh, no, no, espere! -se corrigió-
. No fue así.
Willie comentó que la había oído en la cocina por la mañana muy
temprano. Me acuerdo de que me alegré de que tuviera apetito de nuevo.
Pero se volvió a la cama, y permaneció en ella el resto del día.
—¿Durmiendo? -le preguntó Klein.
—No, leyendo -respondió Chris-. Entonces empecé a ver las cosas un
poco mejor. Parecía como si el ‘Librium’ hubiera sido lo que le hacía falta.
Noté que estaba algo abstraída, y eso me molestó un poco; pero, aun así,
era un gran progreso. Y anoche, tampoco nada. Hasta esta mañana, en que
empezó de nuevo. -Inspiró profundamente-. ¡Y cómo empezó!
Sacudió la cabeza.
Estaba sentada en la cocina -dijo Chris a los médicos-, cuando Regan
bajó corriendo las escaleras; gritando, se abalanzó sobre su madre, se
escondió detrás de la silla, cogió a Chris por los brazos y le explicó, con voz
aterrorizada, que el capitán Howdy la perseguía, que la había estado
pinchando, dándole puñetazos, empujándola, diciéndole obscenidades,
amenazando con matarla. ‘¡Ahí está!’, había chillado, finalmente, señalando
hacia la puerta de la cocina. Luego se derrumbó en el suelo, y su cuerpo se
agitó en espasmos, mientras jadeaba y lloraba porque el capitán Howdy la
estaba pateando. Repentinamente -siguió diciendo Chris-, Regan se
incorporó, se paró en medio de la cocina, con los brazos extendidos, y
empezó a girar rápidamente, ‘como un trompo’, y estuvo moviéndose así
durante varios minutos, hasta caer exhausta en el suelo.
—Y luego, de pronto -terminó Chris, penosamente-, vi ese odio en sus
ojos, ese odio, y me dijo… -Se atragantó-. Me dijo que era una… ¡Oh,
Dios!
Se tapó los ojos con las manos, mientras sollozaba convulsivamente.
En silencio, Klein se dirigió al bar, abrió el grifo del agua y llenó un vaso.
Se acercó a Chris.
—Pero, ¿donde hay un cigarrillo? -Chris suspiró trémula, limpiándose los
ojos con el dorso de los dedos.
Klein le dio el agua y una pildorita verde.
—Pruebe con esto -le aconsejó.
—¿Es un tranquilizante?
—Sí.
—Deme dos.
—Con uno basta.
—¡Qué ahorrativo! -murmuró Chris, con una sonrisa pálida.
Se tragó la píldora y le devolvió el vaso, vacío, al médico.
—Gracias -dijo en voz baja, y apoyó la frente sobre sus dedos
temblorosos. Movió la cabeza con suavidad-. Sí, ahí fue donde empezó
-prosiguió pensativa- todo lo demás. Como si ella fuera otra persona.
—¿Tal vez como si fuese el capitán Howdy? -preguntó David.
Chris levantó la vista y lo miró desconcertada. Él la miraba fijamente.
—¿Qué quiere decir? -preguntó.
—No sé. -Encogióse de hombros-. Ha sido sólo una pregunta.
Ella se volvió hacia la chimenea, con la mirada ausente y obsesionada.
—No sé -dijo opacamente-. Era como si fuese otra persona.
Hubo un momento de silencio.
Luego, David se levantó, dijo que había de irse porque tenía otra visita
y, tras algunas frases de consuelo, se despidió.
Klein lo acompañó hasta la puerta.
—¿Va a comprobar el nivel de azúcar en el líquido? -le preguntó David.
—No, creo que no.
David esbozó una sonrisa.
—La verdad es que estoy preocupado por esto -dijo. Desvió la mirada,
pensativo-. Es un caso muy extraño.
Durante un momento, se acarició la barbilla y pareció cavilar.
Después miró a Klein.
—Avíseme si encuentra algo.
—¿Estará en su casa?
—Sí. Llámeme.
Le dijo adiós con la mano y se marchó.
Pocos minutos después, al llegar el instrumental, Klein anestesió el área
raquídea de Regan con novocaína, y, mientras Chris y Sharon miraban,
extrajo el líquido cefalorraquídeo y leyó el manómetro.
—Presión normal -murmuró.
Cuando acabó, fue hasta la ventana para ver si el líquido era claro o
turbio.
Era claro.
Cuidadosamente, guardó los tubos con el líquido en su maletín.
—No creo que lo haga, pero en caso de que se despierte en medio de la
noche y arme un escándalo, necesitarían una enfermera que le administrara
un sedante -dijo Klein.
—¿Puedo hacerlo yo misma? -preguntó Chris, preocupada.
—Y, ¿por qué no una enfermera?
Ella no quiso mencionar la profunda desconfianza que sentía respecto a
médicos y enfermeras.
—Prefiero hacerlo yo -dijo simplemente-. ¿Puedo?
—Las inyecciones tienen su técnica -respondió él-. Una burbuja de aire
puede ser muy peligrosa.
—Yo sé cómo se hace -medió Sharon-. Mi madre tenía una clínica en
Oregón.
—¿Serías capaz de hacerlo, Sharon? ¿Te quedarías esta noche? -le
preguntó Chris.
—Después de esta noche -previno Klein -puede necesitar suero
intravenoso; depende de cómo siga el proceso.
—¿No me podría enseñar a hacerlo? -le preguntó Chris, ansiosa.
Él asintió.
—Sí, supongo que sí.
Extendió una receta de ‘Thorazine’ soluble y jeringa de las que se usan y
se tiran. Se la entregó a Chris.
—Encargue que se lo preparen en seguida.
Chris se la alargó a Sharon.
—Hazlo por mí, ¿quieres? No tienes más que hablar, y lo mandarán. Me
gustaría estar con el doctor mientras hace esos análisis… ¿No le molesta?
-preguntó al médico.
Él notó la tensión que circuía sus ojos, su mirada de ansiedad e
impotencia. Hizo un gesto afirmativo.
—Sé cómo se siente. -Le sonrió con amabilidad-. Yo me siento igual
cuando hablo de mi coche con los mecánicos.
Salieron de la casa exactamente a las 6.18 de la tarde.
En su laboratorio del Complejo Médico Rosslyn, Klein hizo una serie de
análisis. Primero analizó el porcentaje de proteínas.
Normal.
Luego hizo un recuento hemático.
—Demasiados hematíes -explicó Klein- revelarían hemorragia. Y
demasiados leucocitos demostrarían la existencia de una infección. Busca, en
particular, una infección micótica, que era, a menudo, la causa de un
comportamiento extraño. Sacó otro papel para recetar.
Por fin, Klein analizó el índice de glucosa del líquido cefalorraquídeo.
—¿Por qué? -le preguntó Chris, muy interesada.
—La cantidad de glucosa en el líquido cefalorraquídeo ha de ser los dos
tercios de la que se encuentre normalmente en la sangre. Si el índice está
significativamente por debajo de esa proporción, ello revelaría una
enfermedad en la cual las bacterias consumen el azúcar del líquido
cefalorraquídeo. Si fuese así, ésa sería la razón de su comportamiento. Pero
encontró un nivel normal.
Chris sacudió la cabeza y cruzó los brazos.
—Entonces estamos igual que antes -murmuró desanimada.
Klein meditó durante unos minutos. Finalmente, se volvió hacia Chris.
—¿Tiene usted alguna droga en su casa? -le preguntó.
—¿Eh?
—¿Anfetaminas? ¿LSD?
—¡No! Si la tuviera, ya se lo habría dicho. No, no hay nada de eso.
Él asintió y bajó la cabeza.
Luego, levantó la vista y dijo:
—Bueno, entonces creo que ha llegado el momento de consultar a un
psiquíatra, mistress MacNeil.
Volvió a su casa exactamente a las 7.21 de la tarde. Desde la puerta
llamó a Sharon. Pero no estaba.
Chris subió al dormitorio de Regan. Aún dormía profundamente.
No había ni una arruga en la ropa de cama. Notó que la ventana estaba
abierta de par en par. Olía a orina. Sharon debe de haberla abierto para
renovar el aire, pensó. La cerró. ¿Dónde se habrá ido?
Chris volvió a la planta baja, justamente cuando llegaba Willie.
—Hola, Willie. ¿Te has divertido?
—Tiendas. Cine.
—¿Dónde está Karl?
Willie hizo un gesto, como si quisiera alejar de sí el pensamiento.
—Esta vez me dejó ir a ver ‘Los Beatles’. A mí sola.
—¡Estupendo!
Willie levantó dos dedos formando una V. Eran las 7.35.
A las 8.01, cuando Chris estaba en el despacho hablando por teléfono
con su representante, Sharon entró con varios paquetes, se dejó caer en una
silla y esperó.
—¿Adónde has ido? -le preguntó Chris cuando colgó el teléfono.
—¡Oh!, ¿no te ha dicho nada él?
—¿Quién no me ha dicho qué?
—Burke. ¿No está aquí? ¿Dónde está?
—¡Ah!, ¿pero ha estado aquí?
—¿Quieres decir que no estaba cuando llegaste?
—Mira, explícamelo todo -dijo Chris.
—¡Oh, ese loco! -refunfuñó Sharon moviendo la cabeza-. El farmacéutico
no podía mandar las cosas, de modo que cuando vino Burke pensó que él se
podía quedar aquí mientras yo iba a buscar el ‘Thorazine’. -Se encogió de
hombros-. Tendría que haberme imaginado que haría eso.
—Lo mismo digo. Y entonces, ¿qué has comprado?
—Como me pareció que tenía tiempo, fui a comprar una tela
impermeable para la cama de Regan. -Se la mostró.
—¿Has comido?
—No. Pensaba hacerme un bocadillo. ¿Quieres uno?
—Buena idea. Vamos a comer.
—¿Qué resultado han dado los análisis? -preguntó Sharon mientras
caminaba lentamente hasta la cocina.
—No han encontrado nada. Todos negativos. Voy a tener que llevarla a
un psiquíatra -respondió Chris con voz apagada.
Después de tomar los bocadillos y el café, Sharon enseñó a Chris a
poner inyecciones.
—Las dos cosas más importantes -explicó- son comprobar que no haya
burbujas de aire y estar segura de no pinchar una vena. Aspira un poquito,
así -le demostró-, y fíjate que no haya sangre en la jeringa.
Chris practicó un rato en un pomelo. Luego, a las 9.28, sonó el timbre
de la puerta. Willie fue a abrir. Era Karl. Al pasar por la cocina, camino de su
habitación, saludó con un ademán de cabeza y dijo que se había olvidado la
llave.
—No puedo creerlo -dijo Chris a Sharon-. Es la primera vez en su vida
que reconoce un error propio. Pasaron la velada viendo la televisión en el
despacho.
A las 11.46, Chris atendió el teléfono. Era el joven ayudante de
dirección. Su voz parecía grave.
—¿No has oído aún las noticias, Chris?
—No; ¿qué pasa?
—Una mala noticia.
—¿Cuál? -preguntó.
—Burke está muerto.
Se había emborrachado. Había tropezado. Se había caído por la
empinada escalinata; un peatón lo vio derrumbarse hacia la noche sin fin. Se
rompió el cuello. Un final escalofriante y sangriento, su última escena.
El teléfono se le resbaló de las manos, mientras Chris lloró en silencio,
de pie y vacilante.
Sharon corrió a sostenerla, colgó el teléfono y la llevó hasta un sofá.
—Ha muerto Burke -sollozó Chris.
—¡Oh, Dios mío! -jadeó Sharon-. ¿Qué ha pasado?
Pero Chris no podía hablar aún. Lloraba.
Más tarde hablaron. Durante horas. Hablaron. Chris bebió.
Contó recuerdos de Dennings. Ora reía, ora lloraba.
—¡Oh, Dios! -suspiraba-. ¡Pobre Burke…, pobre Burke…!
Su sueño de muerte se le presentaba constantemente.
Poco después de las cinco de la mañana, Chris se encontraba de pie,
pensativa, detrás del bar, con los codos apoyados, cabizbaja y la mirada
triste. Estaba esperando que Sharon volviera con hielo de la cocina.
La oyó venir.
—Todavía no lo puedo creer -suspiró Sharon al entrar en el despacho.
Chris levantó la vista y se quedó petrificada.
Deslizándose como una araña, rápidamente, detrás de Sharon y cerca
de ella, con el cuerpo doblado en arco para atrás y la cabeza casi tocándole
los pies, estaba Regan, que sacaba la lengua de la boca, y la volvía a meter
en ella, mientras silbaba igual que una víbora.
—¡Sharon! -dijo Chris atontada, mirando aún a Regan.
Sharon se detuvo. Regan también. Sharon se volvió y no vio nada. Y
luego gritó al sentir la lengua de Regan lamiéndole los tobillos.
Chris empalideció.
—¡Llama al doctor en seguida! ¡Que venga ahora mismo!
Adondequiera que iba Sharon, Regan la seguía.
CAPÍTULO CUARTO
Viernes, 29 de abril. Mientras Chris esperaba en el pasillo de los
dormitorios, el doctor Klein y un renombrado neuropsiquíatra examinaban a
la niña.
Los médicos la observaron durante media hora. Se dejaba caer.
Daba vueltas sobre sí misma. Se tiraba de los pelos. Ocasionalmente
hacía gestos con la cara y se apretaba las manos contra los oídos como para
anular un ruido repentino y ensordecedor. Vociferaba obscenidades. Aullaba
de dolor. Finalmente, se arrojó boca abajo sobre la cama, doblando las
piernas debajo del estómago. Gemía en forma incoherente.
El psiquíatra le dijo a Klein que se alejara de la cama.
—Vamos a darle un tranquilizante -murmuró-. Tal vez así pueda hablar
con ella.
El internista asintió y preparó una inyección de cincuenta miligramos de
‘Thorazine’. Sin embargo, al acercarse los médicos a la cama, Regan pareció
sentir su presencia, y, rápidamente, se volvió, y cuando el neuropsiquíatra
trató de sujetarla, empezó a chillar con furia. Lo mordió. Le pegó. Lo
mantuvo a distancia.
Sólo cuando llamaron a Karl para que les ayudara, pudieron mantenerla
lo suficientemente quieta como para que Klein le inyectara el sedante.
La dosis fue insuficiente.
Tuvieron que administrarle otros cincuenta miligramos. Esperaron.
Regan se calmó. Luego, somnolienta… miró a los médicos.
—¿Dónde está mamá? Quiero que venga mamá -lloraba.
Ante una seña del neuropsiquíatra, Klein salió de la habitación para
llamar a Chris.
—Tu madre vendrá dentro de un momento, querida -dijo el psiquíatra a
Regan. Sentado en la cama, le acarició la cabeza-. Vamos, vamos… ya está
bien, ya está bien, querida. Yo soy médico.
—Quiero que venga mi mamá -lloraba Regan.
—Ya viene. ¿Te duele, querida?
La niña asintió. Lloraba a lágrima viva.
—¿Dónde?
—En todo el cuerpo -lloriqueaba Regan.
—¡Oh, mi pequeña!
—Mamá.
Chris corrió a la cama y la abrazó. La besó. La calmó y la consoló.
Luego, Chris no pudo más y rompió a llorar.
—¡Oh, Rags, has vuelto! ¡Eres tú, realmente!
—Mamita, él me causaba dolor. -Regan hacía pucheros-. Dile que no me
dé más dolor. ¡Por favor! ¿Sí?
Por un momento, Chris se quedó desconcertada, luego echó una rápida
mirada en dirección a los médicos, con una expresión suplicante en los ojos.
—Le hemos dado sedantes fuertes -dijo, amablemente, el psiquíatra.
—¿Quiere decir que…?
Él la interrumpió.
—Veremos. -Después se volvió hacia Regan-. ¿Puedes decirme qué te
pasa, querida?
—No lo sé -respondió-. No sé por qué me hace él esto. -Se le caían las
lágrimas-. Antes había sido siempre mi amigo.
—¿Quién?
—El capitán Howdy. Y entonces es como si otra persona estuviera
dentro de mí. Y me obliga a hacer cosas.
—¿El capitán Howdy?
—No lo sé.
—¿Es una persona?
Ella asintió.
—¿Quién?
—No lo sé.
—Bueno, está bien. Vamos a probar algo, Regan. Un juego. -Hurgó en
su bolsillo en busca de una bolita de colores brillantes atada a una cadenita
plateada. ¿Nunca has visto películas en las que hipnotizaban a la gente?
Ella asintió.
—Bueno, yo soy hipnotizador. Sí. Yo vivo hipnotizando a las personas. Si
ellos me dejan, claro. Creo que si te hipnotizo a ti, Regan, eso te ayudaría a
ponerte bien. Sí, esa persona que está dentro de ti va a salir en seguida.
¿Quieres que te hipnotice? Mira, tu madre está aquí a tu lado.
Regan le preguntó con los ojos.
—Hazlo, querida -la apremió Chris-. Pruébalo.
Regan se dirigió al psiquíatra e hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Bueno -dijo suavemente-. Pero sólo un poquito.
El psiquíatra sonrió y miró bruscamente detrás de él al oír como un
ruido de vajilla que se rompiera. Un valioso florero se había caído al suelo
desde una cómoda donde el doctor Klein apoyaba el antebrazo.
Desconcertado, miró su brazo y luego los fragmentos rotos; se agachó para
recogerlos.
—No se moleste, doctor; Willie los quitará -le dijo Chris.
—¿Podría cerrar las persianas, Sam? -dijo el psiquíatra-. ¿Y bajar las
cortinas?
Cuando la habitación estuvo a oscuras, el psiquíatra cogió la cadena
entre los dedos y comenzó a balancear la bolita hacia atrás y hacia delante,
con un movimiento natural. Hizo brillar una luz sobre ella. Resplandecía.
Empezó a musitar un ritual hipnótico.
—Mira esto, Regan, sigue mirando, y pronto sentirás que los párpados
se te ponen pesados, pesados…
Poco después, la niña parecía estar en trance.
—Extremadamente sugestionable -murmuró el psiquíatra. Luego le
habló a la niña-. ¿Estás cómoda, Regan?
—Sí.
Su voz era suave y susurrante.
—¿Qué edad tienes, Regan?
—Doce.
—¿Hay alguien dentro de ti?
—A veces.
—¿Cuándo?
—En distintos momentos.
—¿Es una persona?
—Sí.
—¿Quién?
—No lo sé.
—¿El capitán Howdy?
—No lo sé.
—¿Un hombre?
—No lo sé.
—Pero, ¿está ahí?
—Sí, a veces.
—¿Ahora?
—No lo sé.
—Si le digo que me hable, ¿le permitirás que me conteste?
—No.
—¿Por qué no?
—Porque tengo miedo.
—¿De qué?
—No lo sé.
—Si él habla conmigo, Regan, creo que te dejará de una vez. ¿Quieres
que te deje?
—Sí.
—Entonces permítele hablar. ¿Lo harás?
Una pausa; luego:
—Sí.
—Ahora me estoy dirigiendo a la persona que está dentro de Regan -dijo
el psiquíatra con firmeza-. Si se halla ahí, usted también está hipnotizado y
debe responder a todas mis preguntas. -Durante un momento se calló para
dejar que la sugestión entrara en su corriente sanguínea. Luego lo repitió-.
Si se halla ahí, usted también está hipnotizado y debe responder a todas
mis preguntas. Salga y respóndame ahora. ¿Está ahí?
Silencio. Inmediatamente ocurrió algo curioso: de pronto, el aliento de
Regan se hizo fétido, espeso. El psiquíatra lo olió desde medio metro de
distancia. Hizo brillar la luz sobre la cara de Regan.
Chris ahogó un grito. Las facciones de su hija se transformaban, al
contraerse, en una horrible máscara: los labios se le endurecieron, estirados
en direcciones opuestas; la lengua. tumefacta, le colgaba de la boca como la
de una bestia feroz.
—¡Oh, Dios mío! -musitó Chris.
—¿Es usted la persona que está dentro de Regan? -preguntó el
psiquíatra.
Ella asintió.
—¿Quién es usted?
—Eidanyoson -contestó guturalmente.
—¿Así se llama usted?
Ella asintió.
—¿Es un hombre?
—Digamos…
—¿Ha contestado?
—Digamos…
—Si quiere decir ‘sí’, haga un movimiento afirmativo con la cabeza.
Lo hizo.
—¿Está hablando en un idioma extranjero?
—Digamos…
—¿De dónde viene?
—Soid…
—¿De dónde dice que viene?
—Soidedognevon.
El psiquíatra pensó durante un momento; luego intentó otro modo de
afrontarlo:
—Cuando yo le pregunte, contésteme con movimientos de cabeza.
¿Entiende?
Regan asintió.
—¿Tienen sentido sus respuestas? -le preguntó.
—Sí.
—¿Es usted alguien que Regan haya conocido antes?
—No.
—¿De quien haya oído hablar?
—No.
—¿Es usted una persona que ella inventó?
—No.
—¿Es usted real?
—Sí.
—¿Parte de Regan?
—No.
—¿Alguna vez fue parte de ella?
—No.
—¿A usted le gusta ella?
—No.
—¿Le disgusta?
—Sí.
—¿La odia?
—Sí.
—¿Por algo que ella hizo?
—Sí.
—¿Usted la culpa por el divorcio de los padres?
—No.
—¿Tiene algo que ver con los padres?
—No.
—¿Con un amigo?
—No.
—Pero la odia.
—Sí.
—¿Está castigando a Regan?
—Sí.
—¿Quiere hacerle daño?
—Sí.
—¿Matarla?
—Sí.
—Si ella muriera, ¿moriría usted también?
—No.
La respuesta pareció turbarlo, y bajó la vista, pensativo. Los muelles de
la cama crujieron cuando se cambió de lugar. En la asfixiante quietud, la
respiración de Regan parecía salir de unos pulmones pútridos. Allí. Y, sin
embargo, lejos. Lejanamente siniestra.
El psiquíatra levantó de nuevo la vista y la clavó en aquella horrenda
cara contraída. Sus ojos brillaban agudos, especulando con las posibilidades.
—¿Hay algo que ella puede hacer para que usted se vaya?
—Sí.
—¿Me lo va a decir?
—No.
—Pero…
Bruscamente, el psiquíatra abrió la boca, asombrado y dolorido, cuando
se dio cuenta, con horrorizada incredulidad, de que Regan le estaba
apretando los genitales con una mano tan fuerte como una pinza de hierro.
Con los ojos desmesuradamente abiertos, luchó por librarse. No pudo.
—¡Sam, Sam, ayúdeme! -dijo, desfalleciente.
Desconcierto. Confusión.
Chris se levantó y fue a encender la luz.
Klein se adelantó corriendo.
Regan, con la cabeza inclinada hacia atrás, se rió diabólicamente; luego
aulló como un lobo.
Chris oprimió el interruptor de la luz. Volvióse. Vio como la película
granulada y titilante de una pesadilla en cámara lenta: Regan y los médicos
retorciéndose sobre la cama en una maraña de brazos y piernas en
movimiento, en una refriega de gestos, respiraciones entrecortadas y
juramentos; el aullido, el ladrido y la horripilante risa; Regan relinchando;
luego se animaba la escena, y la cama se agitaba, era sacudida
violentamente de un lado a otro, mientras Chris observaba, impotente, que
su hija ponía los ojos en blanco y emitía un penetrante aullido de terror, que
emergía de la base de su columna retorcida.
Regan se arqueó y cayó inconsciente. Algo atroz abandonó la habitación.
Durante un momento de tensa expectación, nadie se movió. Luego,
lenta y cuidadosamente, los médicos pudieron liberarse, al fin, de su
grotesca postura y ponerse de pie.
Miraron fijamente a Regan. Al cabo de un rato, el inexpresivo Klein le
tomó el pulso. Satisfecho, la tapó con la manta e hizo un gesto con la cabeza
a los demás, que salieron del cuarto y fueron al despacho.
Durante un tiempo, nadie habló.
Chris estaba en el sofá. Klein y el psiquíatra se sentaron cerca de ella,
en sillas enfrentadas. El psiquíatra, pensativo, se mordía el labio inferior
mientras miraba fijamente hacia la mesita de café; luego suspiró y levantó la
vista hacia Chris. Se encontró con la mirada agotada de ella.
—¿Qué diablos pasa? -preguntó ella en un susurro lastimero y ansioso.
—¿Reconoció usted el idioma que hablaba? -le preguntó él.
Chris denegó con la cabeza.
—¿Profesa usted alguna religión?
—No.
—¿Y su hija?
—Tampoco.
Entonces el psiquíatra le dirigió una interminable serie de preguntas
relacionadas con la historia psicológica de Regan. Cuando, por fin, terminó,
parecía desconcertado.
—¿Qué pasa? -preguntó Chris torciendo y retorciendo el pañuelo, hecho
un ovillo, entre sus dedos de nudillos blancos-. ¿Qué tiene?
—Es algo confuso -respondió, evasivo, el psiquíatra-. Honestamente
sería muy irresponsable de mi parte aventurar un diagnóstico con sólo un
examen tan breve.
—Pero debe de tener alguna idea, ¿verdad? -insistió ella.
El psiquíatra suspiró, apoyándose un dedo en la ceja.
—Sé que está usted muy ansiosa, por lo cual voy a aventurar una o dos
impresiones hipotéticas.
Chris se inclinó hacia delante y, tensa, asintió. Los dedos, sobre su
falda, empezaron a manosear el pañuelo, tanteando las puntadas del
dobladillo como si fueran cuentas de un rosario de hilo arrugado.
—Para empezar -le dijo-, es casi improbable que esté fingiendo.
Klein asintió.
—Opinamos eso por una serie de razones -continuó el psiquíatra-. Por
ejemplo, las contorsiones anormales y dolorosas y, sobre todo, por el cambio
de sus facciones cuando le hablaba a la persona que ella cree tener dentro.
Un efecto psíquico de esa índole no se daría, a menos que ella creyera en
esa persona. ¿Me entiende?
—Creo que sí -respondió Chris entornando los ojos con asombro-. Pero
no entiendo de dónde viene esa persona. Quiero decir que oigo hablar de
‘doble personalidad’, pero nunca me han dado una explicación del fenómeno.
—Nadie conoce tal explicación, mistress MacNeil. Usamos conceptos
como ‘conciencia’, ‘mente’, ‘personalidad’, pero no sabemos todavía lo que
son en realidad. -Movía la cabeza con gesto de duda-. No lo sabemos. En
absoluto. De modo que cuando yo empiezo a hablar de la personalidad doble
o múltiple, expongo sólo algunas teorías que plantean interrogantes, más
que responder a ellos. Freud opinaba que ciertas ideas y sentimientos son
reprimidos por la mente consciente, aunque permanecen ocultos en el
subconsciente de una persona; quedan, de hecho, muy arraigados, y siguen
expresándose a través de ciertos síntomas psiquiátricos. Pues bien, cuando
este material reprimido o, llamémoslo, disociado (la palabra ‘disociación’
implica una separación de la conciencia), se halla lo suficientemente
arraigado, o cuando la personalidad del sujeto es débil o está desorganizada,
el resultado puede ser una psicosis esquizofrénica. Lo cual no es lo mismo -la
previno- que doble personalidad. La esquizofrenia es un quebrantamiento
de la personalidad. Pero cuando la materia disociada es tan intensa como
para presentarse de algún modo conjugada, para organizarse en el
subconsciente del individuo, se dice que funciona independientemente como
una personalidad separada y que gobierna las funciones del cuerpo.
Respiró. Chris no perdía palabra; él prosiguió:
—Esa es una teoría. Hay varias más, algunas de las cuales hablan de la
noción de evasión hacia la inconsciencia, evasión de algún conflicto o
problema emocional. Volviendo a Regan, no tiene antecedentes de
esquizofrenia, y el electroencefalograma no ha mostrado el trazado de ondas
cerebrales que generalmente la acompañan. De modo que me inclino a
descartar la esquizofrenia. Lo cual nos deja abierto el gran campo de la
histeria.
—Entonces hemos perdido una semana -murmuró Chris deprimida.
El preocupado psiquíatra esbozó una sonrisa.
—La histeria -continuó- es una forma de neurosis en la cual las
perturbaciones emocionales se convierten en trastornos del cuerpo. En
algunas de sus formas hay disociación. En la psicastenia, por ejemplo, el
individuo pierde la conciencia de sus actos, pero se ve a sí mismo actuar y
atribuye sus actos a otra persona. Sin embargo, su idea de la segunda
personalidad es vaga, y la de Regan parece específica. De modo que
llegamos a la forma de histeria que Freud llamó ‘conversión’. Nace de
sentimientos inconscientes de culpa y de la necesidad de ser castigado. El
síntoma predominante sería la disociación, o aun la personalidad múltiple. Y
el síndrome podría también incluir convulsiones epileptoides, alucinaciones y
excitación motriz anormal.
—Es semejante a lo que tiene Regan -aventuró Chris, pensativa-. ¿No le
parece? Si no fuera por eso de la culpa… ¿Por qué podría sentir culpa?
—Una respuesta estereotipada sería -dijo el psiquíatra- el divorcio. Los
niños sienten a menudo que ellos son los rechazados, y asumen la
responsabilidad total por la partida de uno de los padres. En el caso de su
hija, hay motivos para creer que ésa puede ser la razón. Y aquí pienso en
la preocupación y en la profunda depresión por la idea de que la gente
muere: la tanatofobia. En los niños va acompañada de formación de culpa
relacionada con una presión familiar, a menudo, el temor a perder a uno de
los padres. Provoca furia e intensa frustración. Más aún, la culpa, en este
tipo de histeria, no es necesariamente conocida por la mente inconsciente.
Incluso podría ser esa culpa de la que decimos que ‘flota libre’, o sea, una
culpa general no relacionada con nada en particular -concluyó.
Chris sacudió la cabeza.
—Estoy algo confusa -murmuró-. ¿Dónde se insertaría esta nueva
personalidad?
—Voy a emitir otra suposición -replicó-, sólo una conjetura; mas
presumiendo que es una conversión histérica provocada por complejo de
culpa, entonces la segunda personalidad sería, simplemente, un agente que
aplica el castigo. Si Regan misma lo hiciera, significaría que ella reconoce
su culpa. Pero quiere escapar a ese reconocimiento. Por tanto, tenemos una
segunda personalidad.
—¿Y eso es lo que cree usted que tiene?
—Como ya le he dicho, no lo sé -contestó el psiquíatra, aún evasivo.
Parecía escoger las palabras como si eligiera las piedras para cruzar un
arroyo-. Es muy poco común, en una criatura de la edad de Regan, el poder
reunir y organizar los componentes de una nueva personalidad. Y ciertas…
bueno, otras cosas son desconcertantes. Su actuación con el tablero Ouija,
por ejemplo, indicaría una naturaleza en extremo sugestionable, y, sin
embargo, según parece, nunca la he hipnotizado. -Se encogió de hombros-.
Bueno, tal vez ella se resistió. Pero lo realmente asombroso -anotó- es la
aparente precocidad de la nueva personalidad. No es en absoluto una
persona de doce años. Es mucho mayor. Y también las palabras que ha
usado… -Clavó la vista en la alfombra frente a la chimenea, mordiéndose,
pensativo, el labio inferior-. Existe un estado similar, por supuesto, pero no
sabemos mucho de él: una forma de sonambulismo en la que el sujeto
manifiesta repentinamente conocimientos o habilidades que nunca había
aprendido antes, y en la que la segunda personalidad intenta destruir a la
primera. Sin embargo…
De pronto se interrumpió y miró a Chris:
—Todo esto es terriblemente complicado -le dijo-, y yo lo he simplificado
mucho.
—Entonces, ¿dónde está la clave? -preguntó Chris.
—Por el momento la desconocemos. La niña necesita un examen
exhaustivo por un equipo de expertos, dos o tres semanas de estudio
realmente intensivo en una clínica, por ejemplo, la ‘Clínica Barringer’, en
Dayton.
Chris desvió la mirada.
—¿Tiene algún inconveniente?
—No, ninguno -suspiró ella-. Sólo que he perdido la esperanza, eso es
todo.
—No la entiendo.
—Es una tragedia interior.
El psiquíatra habló por teléfono a la ‘Clínica Barringer’ desde el despacho
de Chris. Quedaron en que llevarían a Regan al día siguiente.
Los médicos se fueron.
Chris se tragó el dolor del recuerdo de Dennings, junto con el recuerdo
de muerte y de gusanos, de vacíos y soledad indecible, y de quietud,
tinieblas, bajo la tierra, donde nada se mueve, nada… Lloró brevemente y
empezó a hacer las maletas.
Estaba en su dormitorio eligiendo la peluca que llevaría en Dayton
cuando apareció Karl. Alguien venía a verla, le dijo.
—¿Quién?
—Un detective.
—¿Y quiere verme a mí?
Él asintió. Luego le alargó una tarjeta. La miró con aire ausente. Decía:
William F. Kinderman, Teniente de Policía; y, abajo, en el ángulo izquierdo,
como un pariente pobre, se leía: Sección Homicidios. Estaba impresa en
letra inglesa, más apropiada para un vendedor de antigüedades.
Sospechando algo, levantó la mirada de la tarjeta.
—¿Trae algo que pueda ser un guión? ¿Un sobre marrón grande o algo
por el estilo?
Chris había descubierto que no había una sola persona en el mundo que
no tuviera una novela, o un guión, o un bosquejo de ambos, metidos en un
cajón, o una comedia en la cabeza. Ella parecía atraerlos.
Pero Karl hizo un gesto negativo con la cabeza. Chris se sintió
inmediatamente curiosa y bajó las escaleras. ¿Burke? ¿Tendría algo que ver
con Burke?
La esperaba en el vestíbulo, sosteniendo el ala de su sombrero, blando y
maltrecho, con unos dedos cortos, gruesos y recientemente arreglados por la
manicura. Regordete. De cincuenta y pico. Mejillas fláccidas, brillantes por el
jabón. Pero sus arrugados pantalones, con rodilleras, contrastaban con el
atildamiento de su cuerpo.
Una vieja chaqueta de tweed gris, pasada de moda, le quedaba muy
holgada, y sus húmedos ojos marrones, levemente almendrados, parecían
contemplar tiempos ya idos. Jadeaba como un asmático mientras esperaba.
Chris se acercó a él. El detective extendió su mano con un gesto cansino
y algo paternal, y habló con una voz ronca y enfisematosa.
—¿Me he metido en algún lío? -le preguntó Chris ansiosa, al darle la
mano.
—¡Oh, no, qué va! -exclamó él, e hizo un gesto con una mano como si
espantara moscas. Había cerrado los ojos e inclinado la cabeza. La otra mano
la tenía suavemente apoyada contra el estómago.
Chris estaba esperando un ‘¡Dios no lo permita!’.
—No; es puro formulismo -la tranquilizó-, formulismo. ¿Está ocupada?
Si lo está, puedo volver mañana.
Hizo un ademán de irse, pero Chris le dijo, ansiosa:
—¿De qué se trata? ¿Burke? ¿Burke Dennings?
El aplomo del detective relajó su tensión.
—¡Es una lástima! -musitó el detective con los ojos bajos y moviendo la
cabeza.
—¿Lo mataron? -preguntó Chris con una mirada impresionada-. ¿Es
ésa la razón de su presencia aquí? Lo mataron, ¿verdad?
—¡No, no no! Es un formulismo -repitió él-, puro formulismo. Como era
un hombre tan importante, no podíamos desentendernos del caso. No
podíamos -manifestó con aire de importancia-. Sólo unas preguntas. ¿Se
cayó o lo empujaron? -Al preguntar, subrayó cada posibilidad con
movimientos de cabeza y de manos. Luego se encogió de hombros y susurró
con voz ronca-: ¡Quién sabe!
—¿Le robaron algo?
—No, nada, miss MacNeil, pero en estos tiempos no se necesita un
motivo. -Movía constantemente las manos, como un guante fláccido
manejado por un titiritero-. Hoy por hoy, señorita, un motivo es un estorbo
para un asesino, más todavía, un impedimento. -Agitó la cabeza-. Esas
drogas, esas drogas… -deploró-. La LSD…
Miró a Chris mientras se golpeaba el pecho con los dedos.
—Créame, yo soy padre, y se me parte el corazón al ver las cosas que
están pasando. ¿Tiene usted hijos?
—Sí, uno.
—¿Varón?
—No, una niña.
—Bueno…
—¿Por qué no pasa al despacho? -lo interrumpió Chris, ansiosa,
mientras se volvía para indicarle el camino. Estaba perdiendo la paciencia.
—Miss MacNeil, ¿podría pedirle un favor?
Chris se volvió con el presentimiento de que le pediría un autógrafo para
sus hijos. Nunca era para quienes lo pedían. Siempre para los chicos.
—Sí, por supuesto -dijo.
—Mi estómago. -Hizo una mueca-. ¿No tendría por casualidad alguna sal
de frutas? Lamento molestarla.
—No es ninguna molestia -suspiró Chris-. Siéntese en el despacho -dijo,
señalando hacia la estancia; luego se volvió y se encaminó a la cocina-. Creo
que tengo un frasco.
—No, yo iré a la cocina -le dijo, y la siguió-. No quiero molestar.
—No es ninguna molestia.
—De verdad, no se moleste, se lo ruego. Sé que está usted ocupada.
¿Tiene hijos? -preguntó mientras caminaba a su lado-. ¡Ah, sí, una hija, ya
me lo ha dicho! Sólo una hija.
—Sí, sólo ella.
—¿Qué edad tiene?
—Acaba de cumplir doce.
—Entonces no tiene por qué preocuparse -musitó-. Al menos todavía.
Pero tenga cuidado dentro de un tiempo. -Movía la cabeza. Chris notó que su
andar era torpe-. Cuando uno ve, a cada paso, la enfermedad… -continuó-.
Increíble. Tremendo. Hace unos días (o semanas, no me acuerdo) miré a mi
esposa y le dije: ‘Mary, el mundo, el mundo entero, está trastornado.’
Todos. El mundo entero. -Hizo un ademán como si quisiera abarcar ese
mundo al que se refería.
Entraron en la cocina, donde Karl estaba limpiando el interior del horno.
Ni se volvió ni se dio por enterado de su presencia.
—¡Me da tanta vergüenza! -exclamó el detective cuando Chris abrió un
aparador. Pero tenía la mirada en Karl, aquella mirada que le rozaba
inquisitivamente la espalda, brazos y cuello, como un ave planeando sobre
un lago-. Conozco a una famosa actriz de cine -continuó- y tengo que pedirle
sal de frutas. ¡Hay que ver!
Chris había encontrado el frasco y buscaba un abrebotellas. Lo abrió.
—¿Sabe usted que he visto seis veces su película Ángel?
—Si quiere usted encontrar al asesino -murmuró ella, mientras le servía
la efervescente sal de frutas-, arreste al productor y al jefe de fotografía.
—¡Oh, no! ¡Me ha parecido excelente! ¡De veras me ha encantado!
—Siéntese. -Chris movió la cabeza en dirección a la mesa.
—Muchas gracias. -Se sentó-. La película es simplemente extraordinaria
-insistió-. Conmovedora de verdad. Pero hay una sola cosa -se aventuró-, un
pequeñísimo detalle. ¡Oh, gracias!
Ella le había alargado el vaso de sal de frutas y se había sentado al otro
lado de la mesa, con las manos entrelazadas.
—Un pequeño error -prosiguió en tono de excusa-. Sin importancia. Y
créame, por favor, soy sólo un profano. ¿Sabe? Uno más del público. ¿Qué
puedo saber? Sin embargo, me pareció (a mí, un profano) que la música
perturbaba algunas escenas. Molestaba mucho. -Entraba en calor,
entusiasmado-. No hacía más que recordarme que era una película. Igual
que esos ángulos fotográficos raros que usan hoy en día. ¡Distraen tanto! A
propósito, miss MacNeil, la música, ¿es un plagio de Mendelssohn?
Chris tamborileó con los dedos suavemente sobre la mesa. Extraño
detective. ¿Y por qué miraba constantemente a Karl?
—No sabría decirle, pero me alegro de que le haya gustado la película.
Lo mejor es que se la tome -dijo, señalando la sal de frutas con un gesto de
la cabeza-. Va a perder la efervescencia.
—¡Ah, sí! ¡Soy tan parlanchín! Y usted tiene sus cosas que hacer.
Perdóneme. -Levantó el brazo como si fuera a hacer un brindis y vació su
contenido, levantando el dedo meñique. ¡Qué rica! -exclamó, satisfecho, al
dejar el vaso, mientras atraía su atención la escultura del pájaro que estaba
haciendo Regan. Ocupaba el centro de la mesa; su pico flotaba, burlón y
estirado, sobre el salero y el pimentero-. ¡Qué raro! -Sonrió-. Bonito.
-Levantó la mirada-. ¿Quién es el artista?
—Mi hija -contestó Chris.
—Muy bonito.
—Mire, me molesta tener que ser…
—Sí, ya sé, soy un pesado. Pues bien, le haré una o dos preguntas y
terminaremos. De hecho, una sola y me iré. -Miró su reloj de pulsera como si
estuviera ansioso por acudir a otra cita-. Como el pobre señor Dennings -dijo
esforzadamente- había terminado de filmar en esta zona, pensamos que tal
vez visitara a alguien la noche del accidente.
Además de usted, ¿tenía otros amigos por aquí?
—Estuvo aquí aquella noche -le dijo Chris.
—¿Sí? -Arqueó las cejas-. ¿Hacia la hora del accidente?
—¿A qué hora ocurrió? -le preguntó Chris.
—A las siete y cinco.
—Entonces, sí.
—Esto lo explica. -Asintió con la cabeza y se volvió en su silla, como si
fuera a irse-. Estaba borracho y se cayó por la escalera. Sí, esto cierra el
caso. Para siempre. Pero escuche, sólo para el sumario: ¿podría decirme
aproximadamente a qué hora salió de la casa?
Tanteaba la verdad como un aburrido solterón las verduras en el
mercado. ¿Cómo había podido llegar a ser teniente de la Policía?, se
preguntó Chris.
—No sé -respondió-. Yo no lo vi.
—No entiendo.
—Él vino y se fue mientras yo no estaba. Yo había ido al consultorio
médico, en Rosslyn.
—¡Ah, claro! -Hizo un gesto afirmativo con la cabeza-. Por supuesto.
Pero, entonces, ¿cómo sabe usted que estuvo aquí?
—Bueno, Sharon dijo…
—¿Sharon? -la interrumpió.
—Sharon Spencer. Es mi secretaria. Estaba aquí cuando llegó Burke.
Ella…
—¿Vino a verla a ella? -preguntó.
—No, a mí.
—Claro. Perdóneme por haberla interrumpido.
—Mi hija estaba enferma, y Sharon lo dejó aquí mientras ella iba a
comprar unos medicamentos. Pero cuando volví a casa, Burke ya no estaba.
—¿Y a qué hora fue eso, por favor?
—Más o menos a las siete y cuarto o siete y media.
—¿A qué hora salió usted?
—A eso de las seis y cuarto.
—¿Y a qué hora se marchó miss Spencer?
—No lo sé.
—Y entre la hora en que se fue miss Spencer y el momento en que
usted llegó, ¿quién estaba aquí en la casa con el señor Dennings, aparte de
su hija?
—Nadie.
—¿Nadie? ¿La dejó sola?
Chris asintió.
—¿Ningún sirviente?
—No. Willie y Karl estaban…
—¿Quiénes son?
Bruscamente, Chris sintió que la tierra se movía bajo sus pies.
La entrevista -se dio cuenta- se había convertido en un inflexible
interrogatorio.
—Bueno, Karl está aquí, ya lo ve. -Hizo un gesto con la cabeza, mientras
clavaba su aburrida mirada en la espalda del sirviente, que seguía limpiando
el horno-. Willie es su esposa -prosiguió-. Son los sirvientes. Tenían la tarde
libre, y cuando llegué, ellos no habían vuelto aún. Willie… -Chris hizo una
pausa.
—¿Willie qué?
—No, nada. -Se encogió de hombros, al tiempo que desviaba la vista de
la espalda de su sirviente. El horno estaba limpio. ¿Por qué seguía frotándolo
Karl?
Buscó un cigarrillo. Kinderman se lo encendió.
—Entonces sólo su hija podría saber cuándo salió de la casa Dennings.
—Pero, ¿fue en realidad un accidente?
—¡Oh, por supuesto! Es un formulismo, miss MacNeil, un formulismo.
No le robaron nada al señor Dennings, y él no tenía enemigos; por lo menos,
ninguno que nosotros conozcamos en el distrito.
Chris lanzó una discreta mirada a Karl, pero rápidamente se volvió hacia
Kinderman. ¿Se habría dado cuenta? Aparentemente, no. Pasaba sus dedos
por la escultura.
—Este tipo de pájaro tiene un nombre; no me acuerdo cuál es… -Notó
que Chris lo miraba, y le dio un poco de vergüenza-. Discúlpeme, usted está
ocupada. Un minuto más, y acabamos. ¿Podría decir su hija cuándo se fue el
señor Dennings?
—No, no podría. Le habían dado sedantes fuertes.
—¡Oh, qué pena! -Sus ojos parecían llenos de preocupación-. ¿Es grave?
—Me temo que sí.
—¿Puedo preguntar…? -insinuó.
—Todavía no sabemos nada.
—Tenga cuidado con las corrientes de aire -le advirtió, en tono firme.
Chris parecía absorta.
—Una corriente de aire en invierno, cuando la casa está caliente, es una
alfombra mágica para los microbios. Mi tía solía decirlo. Tal vez fuera sólo un
cuento. Quizá. -Se encogió de hombros-. Pero yo creo que un cuento es
como un menú en un distinguido restaurante francés: un fascinante y
complicado camuflaje de algo que, de otro modo, no se tragaría uno, por
ejemplo, algarrobas -dijo serio.
Chris se relajó. Kinderman había vuelto a ser el perrito lanudo retozando
por los campos de trigo.
—El cuarto de ella, ¿es ese de la ventana grande que da a la escalera
exterior? -dijo mientras señalaba con el pulgar en dirección al dormitorio.
Chris asintió.
—Mantenga cerrada la ventana, y verá cómo mejora la niña.
—Siempre está cerrada y con las cortinas corridas -dijo Chris, mientras
él hundía una mano regordeta en un bolsillo interior de su chaqueta.
—Mejorará -repitió en tono sentencioso-. Recuerde: hombre prevenido…
Chris volvió a tamborilear con los dedos en la mesa.
—Está usted ocupada. Bueno, hemos terminado. Sólo unas anotaciones
para el sumario y acabamos.
Del bolsillo de la chaqueta sacó un programa arrugado, de una
representación escolar de Cyrano de Bergerac, y luego se palpó los bolsillos
del abrigo, donde encontró un resto de lápiz, amarillo y mordisqueado, cuya
punta parecía haber sido hecha con tijeras.
Aplastó el programa sobre la mesa y le alisó las arrugas.
—Solamente uno o dos nombres -dijo-. Spencer, ¿con c?
—Sí, c.
—Con c -repitió, escribiendo el nombre en el margen del programa-.
¿Y los sirvientes de la casa? ¿John y Willie…?
—Karl y Willie Engstrom.
—Karl. Bien. Karl Engstrom. -Anotó los nombres con letra de trazo
grueso-. Ahora vamos a ver las horas -dijo ronco, mientras le daba la vuelta
al programa y buscaba un espacio en blanco-. Las horas. ¡Oh, no, espere! Me
olvidaba. Sí, los sirvientes. ¿A qué hora dijo que llegaron?
—No he dicho nada sobre eso. Karl, ¿a qué hora volvió anoche? -Chris
se dirigió a él. El suizo se volvió, mostrando su rostro inescrutable.
—Exactamente a las nueve y media, señora.
—¡Cierto! ¡Usted se había olvidado la llave! Recuerdo que miré el reloj
de la cocina cuando tocó el timbre.
—¿Vio una buena película? -preguntó el detective a Karl-. Yo nunca me
guío por los comentarios -le dijo a Chris, en un susurro aparte-. Es lo que
piensa la gente, el público.
—Paul Scofield en Lear -informó Karl al detective.
—¡Ah, sí, yo también la he visto! Es magnífica.
—Sí, en el ‘Cine Crest’ -continuó Karl-. La sesión de las seis.
Inmediatamente después tomé un autobús frente del cine y…
—Por favor, no es necesario -protestó el detective con un gesto-. Por
favor.
—A mí no me molesta.
—Si usted insiste…
—Me apeé en el cruce de la avenida Wisconsin con la calle M a las nueve
y veinte, quizá. Después caminé hasta la casa.
—No es necesario que siga -le informó el detective-, pero, de todos
modos, gracias. ¿Le gustó la película?
—Buenísima.
—Sí, a mí me pareció lo mismo. Excepcional. Bueno… -volvió a dirigirse
a Chris y a escribir en el programa-. La he hecho perder tiempo, pero tengo
una tarea que cumplir. -Se encogió de hombros-. Sólo un momento y
terminamos. Trágico… trágico… -jadeó, mientras escribía en los márgenes-.
¡Un talento tan grande! Y un hombre que conocía a la gente; estoy seguro de
que sabía cómo manejar a las personas. Con tantos elementos que podían
ver su lado bueno o su lado malo, por ejemplo, los operadores, los
ingenieros de sonido, los compositores, todos… Corríjame si me equivoco,
pero me parece que, hoy por hoy, un director importante ha de ser casi un
Dale Carnegie. ¿Estoy equivocado?
—Bueno, Burke tenía su geniecito -suspiró Chris. El detective volvió a
poner el programa en posición normal.
—Tal vez sea así con los tipos importantes. La gente de su talla. -Volvió
a garabatear-. Pero la clave está en la gente que pasa inadvertida, esos que
manejan los pequeños detalles, y que, si no los manejaran bien, serían
detalles mayores. ¿No le parece?
Chris se miró las uñas y, tristemente, movió la cabeza.
—Cuando Burke empezaba a hablar, nunca había diferencias -murmuró
ella con una débil mueca de sonrisa-. No, señor. Sólo cuando bebía.
—Terminamos. Hemos terminado. -Kinderman le puso el punto a la
última i-. ¡Oh, no, espere! -Se acercó de repente. Mistress Engstrom.
¿Salieron y volvieron juntos? -Hizo un gesto en dirección a Karl.
—No, ella fue a ver una película de ‘Los Beatles’ -respondió Chris, en el
momento en que Karl se disponía a contestar-.
Volvió unos minutos después que yo.
—¿Por qué habré preguntado eso? No era importante. -Se encogió de
hombros, mientras doblaba el programa y se lo metía, junto con el lápiz, en
un bolsillo de la chaqueta-. Bueno, eso es todo. Cuando esté en mi oficina,
seguro que me acordaré de algo que debería haber preguntado. Siempre
me pasa lo mismo. En tal caso, ¿podría llamarla? -resopló.
Chris se puso de pie al mismo tiempo.
—Estaré ausente de la ciudad dos semanas -dijo ella.
—Esto puede esperar -la tranquilizó-. Puede esperar. -Tenía la vista
clavada en la escultura, con una sonrisa afectuosa-. Bonita, bonita de verdad
-dijo. Se inclinó y la cogió, pasándole el pulgar por el pico.
Chris se agachó para coger un hilo del suelo.
—¿Es buen médico el que lleva a su hija? -le preguntó el detective.
Volvió a poner la figura en su lugar, y se dispuso a marcharse.
Chris lo siguió hosca, mientras se ataba el pulgar con el hilo.
—Tengo muchos médicos -murmuró ella-. De cualquier modo, la voy a
internar en una clínica que es considerada como muy buena en el tipo de
trabajo que usted hace, aunque en la clínica manejan virus.
—Esperemos que sean bastante mejores que yo. ¿Queda fuera de la
ciudad esa clínica?
—Sí.
—¿Es buena?
—Veremos.
—Manténgala alejada de las corrientes de aire.
Habían llegado a la puerta de entrada. Él puso una mano en el tirador.
—Bueno, ahora podría decir aquello de que ha sido un gran placer, pero
en estas circunstancias… -Inclinó la cabeza y la sacudió-. Lo siento mucho,
de veras.
Chris se cruzó de brazos y bajó la cabeza, haciendo un leve gesto
afirmativo.
Kinderman abrió la puerta y salió. Mientras se volvía hacia Chris, se
puso el sombrero.
—Y que no sea nada lo de su hija.
—Gracias. -Sonrió débilmente.
Saludó con la cabeza, en un ademán de amabilidad afectuosa y triste, y
se marchó caminando torpemente. Chris lo vio dirigirse hasta un cochepatrulla,
que lo esperaba cerca de la esquina, frente a una boca de incendio.
Sujetó su sombrero con una mano, pues se había levantado un viento
cortante del Sur. Ondularon los bajos de su abrigo. Chris cerró la puerta.
Cuando hubo subido al coche, Kinderman se volvió para mirar la casa.
Creyó ver un movimiento en la ventana de Regan, como una ágil figura que
se apartaba y desaparecía. No estaba seguro. La había entrevisto de reojo, al
volverse.
Pero vio que las persianas estaban abiertas. Extraño. Esperó un
momento. No apareció nada. Frunciendo el ceño, desconcertado, el detective
abrió la guantera, extrajo un pequeño sobre marrón y un cortaplumas de uso
múltiple, abrió la navajita más pequeña y, poniendo su pulgar dentro del
sobre, se quitó la pintura que le había dejado en la uña el pájaro modelado
por Regan. Cuando terminó cerró el sobre e hizo un gesto con la cabeza al
sargento que estaba al volante. Arrancaron.
Mientras iban por la calle Prospect, Kinderman se metió el sobre en el
bolsillo.
—¡Cuidado! -advirtió al sargento, al ver la densidad de tránsito-. Esto es
trabajo, no placer. -Se restregó los ojos con dedos cansados. ¡Ah, qué vida
-suspiró-, qué vida!
Más tarde, mientras el doctor Klein inyectaba a Regan cincuenta
miligramos de ‘Sparine’ para que pudiera viajar tranquila hasta Dayton, el
teniente Kinderman meditaba en su despacho, con las palmas de las manos
apoyadas en la mesa, escudriñando los fragmentos de los desconcertantes
datos. El sutil rayo de una vieja lámpara de mesa brillaba sobre un desorden
de informes desparramados. No había otra luz. Creía que esto le ayudaba a
precisar el foco de su concentración.
La respiración de Kinderman se oía penosa en la oscuridad, al tiempo
que su mirada se paseaba por la estancia. Después respiró hondo y cerró los
ojos. ¡Cerrado por balance mental! -se instruyó a sí mismo, como lo hacía
siempre que quería ordenar su cerebro para considerar un nuevo punto de
vista-.
¡Debemos liquidar absolutamente todo!
Al abrir los ojos leyó el informe del forense sobre Dennings.
…fractura de cráneo y cuello, numerosas contusiones, desgarros y
abrasiones; estiramiento y equimosis de la piel del cuello, elongación del
esternocleidomastoideo, del esplenio, del trapecio y de varios músculos
menores, con fractura de columna y vértebras y elongación de los
ligamentos espinosos anterior y posterior.
Por la ventana contempló la oscuridad de la noche. La luz de la cúpula
del Capitolio. En el Congreso trabajaban hasta muy tarde.
Cerró los ojos nuevamente y recordó la conversación sostenida con el
forense del distrito, a las doce menos cinco, la noche en que murió Dennings.
—¿Puede haberse hecho todo esto en la caída?
—No, es poco probable. Los esternocleidomastoideos y los músculos
trapecios bastan para impedirlo. Tenemos luego las diferentes articulaciones
de las vértebras cervicales que ofrecen resistencia, así como también los
ligamentos que unen los huesos.
—Hablando llanamente, ¿es posible o no?
—Por supuesto que es posible, ya que estaba borracho, y esos
músculos, en tal circunstancia, se hallaban, sin duda, algo relajados.
Quizá si la fuerza del impacto inicial hubiese sido lo suficientemente
poderosa y…
—¿Al caerse, tal vez, desde ocho o diez metros de altura, antes de
golpearse?
—Sí, eso; y si inmediatamente después del impacto su cabeza se
hubiera atascado en algo; en otras palabras, si hubiera habido una
interferencia inmediata entre la rotación normal de la cabeza y el cuerpo
como unidad… Entonces, y digo sólo entonces, se podría haber llegado a
este resultado.
—¿Podría habérselo hecho alguien?
—Sí, pero tendría que ser excepcionalmente fuerte.
Kinderman había verificado la explicación de Karl Engstrom respecto al
sitio en que se encontraba en el momento de la muerte de Dennings. Las
horas coincidían, así como también los horarios de los autobuses de la
capital. Más aún, el conductor del autobús que Karl dijo haber tomado frente
al teatro, salió de servicio en las calles Wisconsin y M, donde Karl dijera que
se había apeado hacia las nueve y veinte. Se había producido un relevo de
conductores, y el que se retiró había anotado la hora del relevo: las nueve y
dieciocho exactamente.
Sin embargo, sobre la mesa de Kinderman se hallaba un sumario,
instruido contra Engstrom el 27 de agosto de 1963, que lo acusaba de haber
estado robando narcóticos, durante meses, de la casa de un médico en
Beverly Hills, donde él y Willie trabajaban por aquel tiempo.
‘…nacido el 20 de abril de 1921 en Zurich, Suiza. Casado con Willie
Braun el 7 de septiembre de 1941. Hija: Elvira, nacida en Nueva York el 11
de enero de 1943; domicilio actual: Desconocido. Defendido…’
El resto, lo encontraba desconcertante el detective.
El médico, cuyo testimonio era indispensable para proseguir el sumario,
de repente -y sin explicación alguna- había retirado la acusación.
¿Por qué lo haría?
Chris MacNeil había contratado los servicios de los Engstrom sólo dos
meses después, lo cual significaba que el médico les había dado buenas
referencias.
¿Por qué lo haría?
No cabe duda de que Engstrom había robado las drogas, y, sin
embargo, un examen médico efectuado después de la acusación no había
demostrado ni el más leve signo de que fuera toxicómano ni siquiera de que
tomara drogas ocasionalmente.
¿Por qué no?
Con los ojos aún cerrados, el detective desgranó lentamente un
trabalenguas de Lewis Carroll.
Otro de sus recursos para despejar la mente.
Cuando terminó, abrió los ojos y clavó la mirada en la rotonda del
Capitolio, tratando de no pensar en nada. Pero, como siempre, le resultó
imposible. Con un suspiro, echó una ojeada al informe del psicólogo de la
Policía sobre las recientes profanaciones en la iglesia de la Santísima
Trinidad:
‘…estatua …falo …excrementos humanos …Damien Karras’, había
subrayado en rojo. Respiró en el silencio y emprendió el trabajo de
investigación sobre la brujería, que abrió por una página marcada con
sujetapapeles y que se refería a la Misa Negra.
Pasó las páginas hasta llegar a un párrafo subrayado que trataba de
asesinatos rituales. Lo leyó detenidamente, mordisqueándose la yema del
dedo índice. Cuando terminó, frunció el ceño y agitó la cabeza. Clavó en la
lámpara una pensativa mirada. Al fin apagó la luz, salió de su despacho y se
dirigió al depósito de cadáveres.
Al acercarse Kinderman, el joven empleado de la entrada se estaba
comiendo un bocadillo de jamón y queso; sacudió las migas que cubrían un
crucigrama.
—Dennings -murmuró el detective con voz ronca.
El empleado asintió, mientras llenaba una horizontal de cinco letras;
luego se levantó con el bocadillo y se dirigió al corredor.
Kinderman caminaba detrás, sombrero en mano, siguiendo un tenue
perfume a semillas de alcaravea y mostaza, hacia hileras de compartimientos
refrigerados, hacia el mueble sin sueños, usado para archivar los ojos sin
vista.
Se detuvieron en el compartimiento 32. El inexpresivo empleado lo
abrió. Mordió el bocadillo, y cayó sobre la mortaja una miga con mahonesa.
Durante un momento, Kinderman miró hacia abajo; luego, lenta y
suavemente, descorrió la sábana para descubrir lo que ya había visto y, sin
embargo, se resistía a creer. La cara de Burke Dennings estaba
completamente vuelta hacia abajo.
CAPÍTULO QUINTO
En la tibia y verde depresión del campus, Damien Karras corría por
una pista ovalada de greda, vistiendo pantalones cortos color caqui y una
camisa de algodón, empapada en sudor, que se adhería a su cuerpo. Frente
a él, sobre un montículo, la cúpula, color blanco calizo, del observatorio, latía
al ritmo de su paso.
Detrás de él, la Facultad de Medicina se desvanecía en medio del polvillo
que levantaba en su carrera.
Desde que lo habían relevado de sus funciones, venía allí diariamente.
Recorría kilómetros dando vueltas y vueltas, en persecución del sueño. Casi
lo había conseguido; casi había mitigado el zarpazo del dolor que le marcara
el corazón como un profundo tatuaje.
Ahora le dolía menos.
Veinte vueltas…
Mucho menos…
¡Más! ¡Dos más!
Mucho menos…
Sintiendo como pinchazos en los fuertes músculos de sus piernas, que
se balanceaban con gracia felina, Karras, al doblar una curva, notó que había
alguien sentado en el banco donde dejara su toalla, el jersey y los
pantalones: un hombre de mediana edad, con un abrigo poco elegante y
deformado sombrero de fieltro. Parecía estar mirándolo a él. ¿Lo estaba?
Sí… su cabeza se movió al pasar Karras.
Al entrar en la vuelta final aceleró, y sus fuertes pisadas hicieron vibrar
la tierra; luego disminuyó la velocidad hasta pasar, jadeante, frente al
banco, sin mirar siquiera, con ambas manos apretadas contra los
estremecidos muslos. Sus desarrollados músculos torácicos y trapecios se
elevaban, le estiraban la camisa y le deformaban la palabra Filósofos,
impresa en la parte delantera con letras que, en su día, fueron negras, pero
que, a fuerza de lavados, se veían ahora grisáceas.
El hombre, embutido en su abrigo, se puso de pie y se acercó a él.
—¿El padre Karras? -dijo el teniente Kinderman.
El sacerdote se volvió, lo saludó con un leve movimiento de cabeza y
entornó los ojos para protegerlos del sol, mientras esperaba que Kinderman,
a quien le hizo un gesto para que lo siguiera, llegara a su altura.
—¿No le molesta? Si no, voy a quedar entumecido -jadeó.
—En absoluto -dijo el detective, asintiendo sin entusiasmo, al tiempo
que se metía las manos en los bolsillos. La caminata desde el punto de
aparcamiento lo había cansado.
—¿Nos conocemos? -preguntó el jesuita.
—No, padre. Pero me han dicho que usted parecía un boxeador; unos
curas en la residencia, no me acuerdo quiénes.
—Sacó su billetera. -Me olvido fácilmente de los nombres.
—¿Cuál es el suyo?
—William Kinderman, padre. -Le mostró su tarjeta de identificación-.
Homicidios.
—¡No me diga! -Karras observó la insignia y la credencial, con radiante
e infantil interés. En su rojo y sudoroso semblante se reflejaba la inocencia,
al mirar al vacilante detective-. ¿De qué se trata?
—¿Sabe una cosa, padre? -respondió Kinderman, mientras examinaba
las toscas facciones del jesuita-. Tenían razón: parece usted un boxeador.
Perdone, pero esa cicatriz que tiene junto a la ceja -señaló -se parece a la de
Brando en La ley del silencio; es lo mismo que la de Marlon Brando. Le
pusieron una cicatriz -ilustró estirándose la comisura del ojo- que, al
mantenerle el párpado un poco cerrado, sólo un poquito, le daba un aspecto
soñador, triste. Así es usted. Es usted Brando. ¿No se lo dice la gente,
padre?
—No.
—¿No ha boxeado nunca?
—Sólo un poco.
—¿Usted es de por aquí?
—De Nueva York.
—De Golden Gloves. ¿Me equivoco?
—Debería usted ser capitán -sonrió Karras-. Bueno, y ahora, ¿en qué
puedo servirlo?
—Camine un poco más despacio, por favor. Tengo enfisema. -El
detective señaló su garganta.
—¡Oh, lo siento! -exclamó Karras aminorando la marcha.
—No importa. ¿Fuma?
—Sí.
—No debería hacerlo.
—Bueno, ahora dígame cuál es el problema.
—Por supuesto. Me iba del tema. A propósito, ¿está ocupado? -le
preguntó el detective-. ¿No lo interrumpo?
—¿Interrumpir qué? -preguntó Karras, absorto.
—Sus oraciones mentales, por ejemplo.
—Seguro que ascenderá usted a capitán. -Karras sonrió, enigmático.
—Perdón, no lo entiendo.
Karras sacudió la cabeza, pero mantuvo su sonrisa.
—Dudo que a usted se le escape algo -comentó. La mirada de reojo que
le echó a Kinderman era astuta y amablemente humorística.
Kinderman se detuvo e hizo un desesperado esfuerzo por aparentar
confusión; pero al ver los ojos arrugados del jesuita, bajó la cabeza y rió
tristemente.
—Ahora lo entiendo. Es usted psiquíatra. ¡A quién he ido a gastar
bromas! -Se encogió de hombros-. Mire, es un hábito en mí, padre.
Perdóneme. Sentimentalismo, ése es el método Kinderman: puro
sentimentalismo. Bueno, voy a decirle, sin embargo, de qué se trata.
—De las profanaciones -dijo Karras.
—De modo que he malgastado mi sentimentalismo… -dijo el detective
como en un murmullo.
—Lo lamento.
—No importa, padre, me lo parecía. Sí, se trata de las cosas de esa
iglesia. Pero hay algo mucho más serio.
—¿Asesinato?
—Sí; búrlese suavemente de mí, que me gusta.
—Departamentos de Homicidios -dijo el jesuita encogiéndose de
hombros.
—No importa, no importa, Marlon Brando, no importa. ¿No le dice la
gente que usted es bastante astuto para ser sacerdote?
—Mea culpa -murmuró Karras.
Aunque no dejó de sonreír, temía haber herido el amor propio de aquel
hombre. No había sido aquél su propósito. Y ahora estaba contento de tener
la ocasión de expresarle una sincera perplejidad-.
Sin embargo, no entiendo. ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?
—Mire, padre, ¿podría quedar esto entre nosotros dos? ¿Confidencial?
¿Como materia de confesión, por así decirlo?
—Por supuesto. -Miró fijamente al detective-. ¿De qué se trata?
—¿Conocía al director que estaba rodando una película aquí? ¿Burke
Dennings?
—Lo vi alguna vez.
—Lo vio alguna vez -asintió el detective-. ¿Sabe también la forma en
que murió?
—Según los diarios… -Karras se encogió de hombros.
—Eso es sólo parte del asunto.
—¿Sí?
—Sólo una parte. Escuche: ¿qué sabe usted sobre el tema de la
brujería?
—¿Qué?
—Tenga un poco de paciencia, estoy tratando de llegar a algo.
Empecemos por la brujería. ¿Conoce algo de ella?
—Un poco.
—Desde el punto de vista de las brujas, no de la cacería de las mismas.
—Una vez escribí una monografía sobre eso -sonrió Karras-. Desde el
punto de vista psiquiátrico.
—¡No me diga! ¡Maravilloso! ¡Extraordinario! Me podría usted ayudar
mucho, mucho más de lo que yo creía. Escuche, padre. La brujería…
Se acercó y tomó del brazo al jesuita al coger una curva y acercarse al
banco.
—Yo soy laico y, hablando con franqueza, no muy bien educado. Me
refiero a la educación formal. No.
Pero leo. Yo sé lo que dicen los autodidactas, que son horribles ejemplos
de mano de obra inexperta.
Pero yo, hablando lisa y llanamente, no tengo vergüenza. En absoluto.
Soy… -De pronto detuvo el torrente de palabras, bajó la vista y movió la
cabeza-. Sentimentalismo. Es un hábito en mí. No puedo evitar mi
sentimentalismo. Perdóneme, debe de estar ocupado.
—Sí, estoy rezando.
El sutil comentario del jesuita había sonado seco e inexpresivo.
Kinderman se detuvo un instante y lo observó con detenimiento.
—¿Lo dice en serio? ¡No!
El detective volvió a mirar adelante, hacia el banco más próximo, y
siguieron caminando.
—Mire, voy a ir al grano: las profanaciones. ¿No le recuerdan nada que
tenga que ver con la brujería?
—Quizás. Algunos de los ritos de la Misa Negra.
—Muy bien. Y ahora, volviendo a Dennings, ¿ya sabe cómo murió?
—De una caída.
—Bueno, yo se lo voy a contar, y, por favor, ¡que sea confidencial!
—Por supuesto.
El detective pareció de pronto desagradablemente sorprendido cuando
se dio cuenta de que Karras no tenía intención de detenerse en el banco.
—¿Le molestaría? -preguntó ansiosamente.
—¿Qué?
—¿Podemos pararnos? ¿O sentarnos?
—¡Claro!
Volvieron a caminar hasta el banco.
—¿No le dará algún calambre?
—No, ahora me encuentro bien.
—¿Seguro?
—Sí, señor.
—Bueno, bueno, si insiste…
—¿Qué me estaba diciendo?
—En seguida, por favor, en seguida. -Kinderman dejó caer en el banco
su dolorida humanidad, con un suspiro de alivio. Así está mejor, mucho
mejor -dijo mientras el jesuita cogía la toalla y se secaba el sudor de la cara-
. Se hace uno viejo. ¡Qué vida!
—¿Burke Dennings?
—Burke Dennings, Burke Dennings, Burke Dennings…
El detective, cabizbajo, hacía ademanes de asentimiento. Luego levantó
la vista y miró a Karras. El sacerdote se estaba secando el cuello.
—Padre, Burke Dennings fue encontrado al pie de aquella alta escalera
exactamente a las siete y cinco, con la cabeza torcida por completo hacia
atrás.
Gritos coléricos llegaban, ahogados, desde el campo de béisbol, donde
practicaba el equipo de la Universidad. Karras dejó de secarse y sostuvo la
mirada del teniente.
—¿No se produjo la muerte al caer? -dijo, finalmente.
—Puede haber sido posible. -Kinderman se encogió de hombros-. Pero…
—Es improbable -musitó Karras.
—Y entonces, ¿qué cree usted que puede haber sido, en el contexto de
la brujería?
El jesuita se sentó lentamente, con aspecto meditabundo.
—Se suponía -dijo al fin- que los demonios les rompían el cuello a las
brujas de ese modo. Al menos, ése es el mito.
—¿Un mito?
—Sí, en gran medida -dijo y se volvió hacia Kinderman-. Aunque hubo
gente que murió de ese modo, como los miembros de una logia que
cometían errores o divulgaban secretos. Es sólo una suposición. Pero sé que
ésa era la ‘marca de fábrica’ de los asesinos demoníacos.
Kinderman asintió.
—Exactamente. Se dio un caso análogo de asesinato en Londres. Pero
esto es de ahora. Quiero decir de estos últimos tiempos, hace cuatro o
cinco años. Me acuerdo que lo leí en los diarios.
—Sí, también yo lo leí, pero creo que resultó ser una especie de broma.
¿Me equivoco?
—No se equivoca, padre. Pero en este caso, al menos, quizá pueda ver
usted alguna conexión, con eso y con las cosas que pasaron en la iglesia. Tal
vez algún loco, padre, alguien resentido contra la Iglesia. Alguna rebelión
inconsciente…
—Un cura enfermo -murmuró Karras-. ¿Es eso lo que cree?
—Mire, usted es el psiquíatra, padre. Es usted quien ha de opinar.
—Por supuesto que las profanaciones son claramente de tipo patológico
-dijo Karras, pensativo, mientras se ponía el jersey-. Y si Dennings fue
asesinado, supongo que el asesino es también un enfermo.
—¿Podría haber sabido algo de brujería?
—Es probable.
—Puede ser -gruñó el detective-. ¿De modo que el que hizo eso vive en
el vecindario y tiene acceso a la iglesia por la noche?
—Algún cura enfermo -repitió Karras mientras cogía, malhumorado,
unos pantalones color caqui, desteñidos por el sol.
—Mire, padre, comprendo que esto sea duro para usted, mas para los
sacerdotes de este campus, usted es el psiquíatra, padre, de modo que…
—No, ya no lo soy; ahora me han asignado otras tareas.
—¡No me diga! ¿A mitad del año?
—Orden de la Compañía.
Karras se encogió de hombros mientras se subía los pantalones.
—Pero, aun así, puede usted saber quién estaba enfermo por ese
tiempo, y quién no. Puede usted saberlo.
—No de un modo necesario, teniente. En absoluto. De hecho, si lo
supiera, sería sólo por casualidad. Usted sabe que yo no soy psicoanalista. Lo
único que hago es orientar. De cualquier modo -comentó al abrocharse los
pantalones-, no conozco a nadie que coincida con esa descripción.
—¡Ah, sí, ética médica! Si lo supiera, tampoco me lo diría.
—No, probablemente no.
—A propósito -dijo como de pasada-, últimamente se considera ilegal
esa ética. No es que pretenda molestarlo explicándole tonterías, pero hace
poco a un psiquíatra de California lo encarcelaron por no decir lo que sabía
acerca de un paciente.
—¿Es una amenaza?
—¡Qué barbaridad! Lo he mencionado sólo incidentalmente.
—De todos modos, yo le podría decir al juez que es secreto de confesión
-manifestó el jesuita sonriendo con una mueca de disgusto, mientras se
metía la camisa dentro del pantalón-. Es un decir -agregó.
El detective le echó una mirada, levemente sombría.
—¿Quiere que vayamos al grano, padre? -dijo. Luego desvió la vista de
modo lúgubre-. ¿’Padre’? -preguntó retóricamente-. Usted es judío; me he
dado cuenta de ello tan pronto como lo he visto.
El jesuita se rió.
—¡Ríase! -exclamó Kinderman-. ¡Ríase!
Karras, sonriente aún, le dijo:
—Vamos, lo acompañaré hasta el coche. ¿Lo ha dejado en el
aparcamiento?
El detective levantó la mirada hacia él. Era evidente que no tenía ganas
de irse.
—Entonces, ¿terminamos?
El sacerdote puso un pie sobre el banco, se inclinó hacia delante y apoyó
pesadamente un brazo sobre la rodilla.
—Mire, yo no estoy encubriendo a nadie -dijo-. Sinceramente. Si
conociera a algún cura como el que usted busca, como mínimo le diría que
existe tal hombre, aunque sin darle el nombre. Luego supongo que
informaría al provincial. Pero no conozco a nadie que se le asemeje.
—¡Ah, bueno! -suspiró el detective-. Nunca creí que fuese usted, ante
todo, sacerdote. -Hizo un ademán con la cabeza, señalando hacia el
aparcamiento-. Sí, lo he dejado allí.
Empezaron a caminar.
—Lo que sí sospecho… -continuó el detective-. Si se lo dijera, creería
usted que estoy loco. No sé. No sé. -Movió la cabeza-. Todos estos cultos en
que se mata sin motivo me hacen pensar en cosas raras. Para estar a tono
con esta época, hoy en día hay que estar algo loco.
Karras asintió.
—¿Qué es eso que lleva en la camisa? -le preguntó el detective,
mientras señalaba, con un movimiento de cabeza, el pecho del jesuita.
—¿Qué?
—En la camisa -aclaró el detective-. La inscripción. Filósofos.
—¡Ah, si! De unos cursos, un año -dijo Karras-, en el Seminario
Woodstock, en Maryland. Jugaba en el equipo de béisbol, de segunda. Se
llamaba Filósofos.
—¿Y el equipo de primera?
—Teólogos.
Kinderman sonrió y sacudió la cabeza.
—Teólogos, tres; Filósofos, dos -musitó.
—Filósofos, tres; Teólogos, dos.
—Claro.
—Claro.
—Cosas extrañas -musitó el detective-. Extrañas. Escuche, padre
-comenzó reticente-. Mire, doctor… ¿Estoy loco, o es posible que haya una
especie de brujas en el distrito?
—¡Oh, vamos! -exclamó Karras.
—Entonces es posible.
—Yo no he dicho eso.
—Ahora yo seré el doctor -anunció el detective agitando un dedo-.
Usted no dijo que no, sino que volvió a hacerse el gracioso. Eso es estar a la
defensiva, padre, a la defensiva. Usted tiene miedo de parecer incauto, tal
vez; un cura supersticioso frente a Kinderman, el cerebro director, el
racionalista -se tocó las sienes con los dedos-, el genio que está junto a
usted, la personificación de la Era de la Razón. ¿Estoy en lo cierto?
El jesuita lo miraba con creciente incredulidad y respeto.
—Muy astuto de su parte -comentó.
—Muy bien; entonces -gruñó Kinderman- le preguntaré de nuevo: ¿Es
posible que haya brujería aquí, en el distrito?
—Bueno, no sabría decirle -respondió Karras pensativo, con los brazos
cruzados-. Pero en algunas partes de Europa se dicen aún misas negras.
—¿Hoy?
—Sí, hoy.
—¿Quiere usted decir que lo hacen igual que en los viejos tiempos,
padre? Mire, yo he leído algo sobre esas cosas del sexo, de las estatuas y
qué sé yo cuánto más. No quisiera molestarlo, pero, ¿es verdad que se han
hecho todas esas cosas?
—No lo sé.
—Entonces, ¿cuál es su opinión, Padre Defensivo?
El jesuita sofocó la risa.
—Pues que creo que fueron reales. O, por lo menos, así lo sospecho.
Pero la mayor parte de mi razonamiento se basa en la patología. Claro, fue
una misa negra. Pero cualquier persona que haga esas cosas es un ser muy
enfermo, y enfermo de un modo muy especial. Hay un nombre clínico para
esa clase de perturbación; se llama satanismo, y se refiere a esas personas
que no pueden tener ningún placer sexual, a menos que sea en conexión con
un acto blasfemo. Aún es bastante frecuente, y la Misa Negra fue usada sólo
como justificante.
—Perdone, pero esas cosas con las estatuas de Jesús y María…
—Sí, ¿qué pasa?
—¿Eran ciertas?
—Creo que lo que voy a decirle puede interesarle, como policía.
-Habiéndose despertado y excitado el interés profesional, el tono de Karras
se volvió más animado-. En los archivos de la Policía de París figura todavía
el caso de dos monjes de un monasterio cercano a… -Se rascó la cabeza,
tratando de recordar-. Sí, el de Crépy, creo. Bueno, donde sea -Se encogió
de hombros-. Por allí cerca. Lo cierto es que los monjes llegaron a una
posada y armaron un lío porque querían una cama para tres. Al tercero lo
llevaban a cuestas: era una estatua, en tamaño natural, de la Virgen María.
—¡Dios mío! ¡Es horripilante! -musitó el detective-. ¡Horripilante!
—Pero verdadero. Y una clara indicación de que lo que usted ha leído se
basa en hechos reales.
—El sexo… puede ser. Me doy cuenta. Mas ésa es otra historia. No
importa. Pero, ¿qué me dice de los asesinatos rituales, padre? ¿Es cierto que
usan sangre de recién nacidos? -El detective se refería a algo más que había
leído en el libro sobre brujería donde se describía cómo, a veces, el cura
renegado hacía un corte en la muñeca de un recién nacido y recogía en un
cáliz la sangre vertida, sangre que luego era consagrada y consumida en
forma de comunión-. Es exactamente como las historias que solían contar de
los judíos -continuó el detective-. Cómo robaban niños cristianos y se bebían
su sangre. Perdóneme, pero fue su gente la que contó todos esos cuentos.
—Si lo hacíamos, perdóneme a mí.
—Está absuelto.
Algo oscuro y triste cruzó por los ojos del sacerdote, como la sombra de
un dolor momentáneamente recordado. Clavó su mirada en el sendero que
se abría ante ellos.
—En realidad no sé mucho de asesinato ritual -dijo Karras-.
Pero una comadrona de Suiza confesó, en cierta ocasión, haber dado
muerte a treinta o cuarenta recién nacidos para emplear su sangre en misas
negras. Tal vez la torturaron -admitió-. ¿Quién sabe? Pero, sin duda, contó
una historia convincente. Dijo que ella se escondía una aguja, fina y larga,
en la manga, de modo que, cuando el niño nacía, sacaba la aguja y se la
clavaba en la coronilla a éste; después la volvía a esconder. No dejaba
huellas -añadió, echando una mirada a Kinderman-. El recién nacido parecía
haber venido muerto al mundo. Usted seguramente habrá oído decir que los
cristianos europeos recelaban mucho de las comadronas. Bueno, así es como
empezó.
—¡Es espantoso!
—Este siglo tampoco ha acabado con la demencia. De todos modos…
—Perdón, espere un momento. Estas historias fueron contadas por
personas torturadas, ¿no es eso? De modo que, básicamente, no son dignas
de confianza. Firmaron las confesiones, y, después, los torturadores llenaban
los espacios en blanco. Quiero decir que por aquel tiempo no había derecho
de habeas corpus ni recursos de apelación, por así decirlo. ¿Tengo razón o
no?
—Sí, tiene razón, aunque, por otra parte, muchas de las confesiones
fueron voluntarias.
—Pero, ¿quiénes se ofrecían a hacer tales confesiones?
—Tal vez personas con trastornos mentales.
—¡Ajá! ¡Otra fuente digna de crédito!
—Por supuesto que tiene usted razón, teniente. Yo sólo estoy haciendo
de abogado del diablo. Sin embargo, una cosa que parecemos olvidar es que
las personas lo suficientemente psicópatas como para haber confesado tales
cosas, tal vez eran lo bastante psicópatas como para haberlas hecho. Por
ejemplo, los mitos sobre los hombres-lobo. Está bien, son ridículos: nadie se
puede convertir en lobo. Pero, ¿qué pasa si el hombre se halla tan
perturbado que no sólo piensa en que es un lobo sino que también actúa
como tal?
—Terrible. ¿Qué es eso, padre? ¿Teoría o realidad?
—Bueno, existió un tal Wilhelm Stumpf, por ejemplo. O Peter, no me
acuerdo bien. De todos modos, fue un alemán del siglo XVI que creía ser
lobo. Asesinó a veinte o treinta niños.
—¿Me está diciendo que confesó?
—Sí, pero creo que la confesión fue válida.
—¿Cómo lo sabe?
—Cuando lo detuvieron se estaba comiendo los sesos de sus dos
jóvenes nueras.
En la clara luz de abril llegaban, desde el campo de deportes, ecos de
voces y golpes de bate contra las pelotas. ¡Vamos, Mullins, corred vamos,
haced algo!
El sacerdote y el detective habían llegado al lugar de aparcamiento.
Ahora caminaban en silencio.
Ya junto al coche-patrulla, Kinderman asió el tirador de la portezuela
con aire distraído. Se detuvo un momento; luego levantó la vista y clavó en
Karras una mirada hosca.
—Entonces, ¿quiere decirme qué es lo que estoy persiguiendo, padre?
—A un loco -respondió Karras suavemente-. Tal vez a algún toxicómano.
El detective, tras pensar un rato, asintió en silencio. Se volvió hacia el
sacerdote.
—¿Quiere que lo lleve? -preguntó mientras abría la portezuela del coche.
—Gracias, puedo ir caminando; está aquí cerca.
Kinderman hizo un gesto impaciente, invitando a Karras a subir al
coche.
—¡Vamos! Así les podría contar a sus amigos que ha ido en un coche de
la Policía.
El jesuita sonrió y se sentó en la parte de atrás.
—Muy bien, muy bien -dijo el detective, respirando roncamente; luego
se colocó con dificultad, a su lado, y cerró la portezuela-. Ninguna caminata
es corta -comentó-, ninguna.
Karras le iba indicando el camino. Se dirigieron al moderno edificio de
residencia de los jesuitas, en la calle Prospect, donde él se alojaba. Creía
que, de haberse quedado en el chalet, sus hijos espirituales habrían seguido
buscando su ayuda.
—¿Le gusta el cine, padre Karras?
—Mucho.
—¿Ha visto Lear?
—No me llega el dinero para ello.
—Yo la he visto. Me dan pases.
—¡Qué suerte!
—Me dan entradas para las mejores sesiones. A mi esposa le cansa el
cine; por eso no va nunca.
—¡Qué lástima!
—Desde luego. A mí no me gusta ir solo. Me encanta hablar con alguien
de las películas, discutirlas, criticarlas.
Miraba por la ventanilla; había apartado la vista del sacerdote.
Karras asintió en silencio, mientras contemplaba sus grandes y
poderosas manos, apretadas entre las piernas. Tras un momento Kinderman
se volvió, vacilante, con mirada ansiosa.
—¿Le gustaría ir al cine conmigo, padre, alguna vez? Me dan entradas
-agregó, rápido-, ya se lo he dicho.
El sacerdote lo miró sonriente:
—Bien, le contestaré como Elwood P. Dowd solía decir en Harvey:
¿Cuándo, teniente?
—Ya lo llamaré.
El rostro del detective resplandecía de contento.
Habían llegado a la residencia, y el coche se detuvo frente a la entrada.
Karras abrió la portezuela.
—No deje de hacerlo. Lamento no haberle ayudado mucho.
—No importa. Me ha ayudado lo mismo. -Kinderman le hizo un leve
gesto con la mano. Karras se apeó-. Debo confesarle que, para ser un judío
que trata de hacer méritos, me ha caído usted muy simpático.
Karras se volvió, cerró la puerta y se inclinó para mirar por la ventanilla
sonriendo amablemente.
—¿No le han dicho nunca que se parece usted a Paul Newman?
—Siempre. Y puedo asegurarle que dentro de este cuerpo míster
Newman está luchando por salir. Tengo una multitud aquí dentro -dijo-.
También está Clark Gable.
Karras lo saludó, sonriente, con la mano, y emprendió el regreso.
—¡Padre, espere!
Karras se volvió. El detective emergió fatigosamente del coche.
—Me olvidaba, padre -resopló al acercarse-. Esa hoja con las
inscripciones obscenas… La que encontraron en la iglesia…
—¿Se refiere a las oraciones del altar?
—O lo que sea. ¿La tiene por ahí?
—Sí, en mi habitación. Examino el latín. ¿La quiere?
—Sí, tal vez sirva para algo.
—Espere un minuto y se la traeré.
Mientras Kinderman esperaba fuera, junto al coche, el jesuita fue a su
habitación de la planta baja que daba a la calle Prospect, y cogió la hoja.
Luego salió y se la dio a Kinderman.
—Quizás encuentre algunas huellas digitales -dijo Kinderman con
respiración jadeante, mientras la miraba. Luego-: No, porque usted la ha
tocado. -De repente pareció darse cuenta, mientras manoseaba la cubierta
de plástico de la hoja-. ¡No, mire, desaparece, desaparece! -Luego elevó la
mirada hasta Karras, con evidente consternación. Supongo que también
habrá tocado el interior, ¿verdad?
Karras, sonriente y compasivo, asintió.
—No importa, quizá podamos encontrar algo más. A propósito, ¿ya lo ha
examinado bien?
—Sí.
—¿A qué conclusión ha llegado?
Karras se encogió de hombros.
—No parece ser obra de un bromista. Al principio pensé que podría ser
un estudiante. Pero ahora lo dudo. Quienquiera que lo haya hecho, tiene las
facultades mentales profundamente perturbadas.
—Tal como usted lo dijo ya.
—Y el latín… -meditó Karras-. No es sólo perfecto, teniente, es… bueno,
tiene un estilo personal muy definido. Es como si el que lo redactó estuviera
acostumbrado a pensar en latín.
—O sea, como un cura, ¿verdad?
—¡Vamos!
—Conteste a mi pregunta, por favor, Padre Paranoia.
—Pues bien, sí, en un momento de su carrera, los curas piensan en
latín. Al menos los jesuitas y algunos religiosos de otras Órdenes. En el
seminario de Woodstock, algunos de los cursos de Filosofía se impartían en
latín.
—Y, ¿por qué?
—Por la precisión del pensamiento. Es como el Derecho.
—¡Ah, ya!
Karras se puso serio de pronto.
—Mire, teniente, ¿me permite que le diga quién creo que lo hizo?
El detective se inclinó.
—¿Quién?
—Los dominicos. Vaya a investigar entre ellos.
Karras sonrió, dijo adiós con un gesto de la mano y se alejó.
—¿Sabe a quién se parece usted en realidad? -le gritó hosco, el
detective-. ¡A Sal Mineo!
Kinderman se quedó mirando al sacerdote, que lo saludó nuevamente
con la mano y entró en el edificio. Luego se volvió y se metió de nuevo en el
coche. Cabizbajo, jadeó inmóvil.
—¡Ese hombre es terrible, terrible…! -murmuró.
Durante un minuto mantuvo la vista en la misma posición. Luego se
dirigió al chófer:
—Bueno, volvamos al cuartel general. ¡Rápido, sin respetar las leyes de
tránsito!
Arrancaron.
La nueva habitación de Karras estaba amueblada sencillamente: una
cama, una silla, una mesa de trabajo y estanterías empotradas. Sobre la
mesa tenía una foto de su madre cuando era joven, y un crucifijo de metal
colgaba sobre la cabecera de la cama. Le bastaba su estrecha habitación. No
le importaba poseer muchas cosas, sino que estuvieran limpias. Se duchó, se
puso unos pantalones color arena y una camisa y se dirigió a comer al
refectorio de la comunidad. Allí vio a Dyer, con sus mejillas rosadas, sentado
solo a una mesa de un rincón. Se sentó a su lado.
—¡Hola, Damien! -dijo Dyer.
El joven sacerdote llevaba también una camisa con un dibujo
descolorido.
Karras inclinó la cabeza mientras rezaba una oración. Después se
persignó, se sentó y saludó a su amigo.
—¿Cómo te va, haragán? -preguntó Dyer, al tiempo que Karras se
extendía la servilleta sobre las rodillas.
—¿Quién es un haragán? Yo trabajo.
—¿Dando una conferencia por semana?
—Lo que cuenta es la calidad -dijo Karras-. ¿Qué hay para cenar?
—¿No hueles?
—¿Hoy toca ‘perros’? -Eran salchichas con chucrut.
—La cantidad es lo que cuenta -replicó Dyer serenamente.
Karras movió la cabeza con resignación y cogió una jarrita de aluminio
llena de leche.
—Yo no tomaría eso -murmuró Dyer, inexpresivo, mientras untaba
mantequilla en una rebanada de pan integral-. ¿Ves las burbujas? Salitre.
—Lo necesito -dijo Karras.
Al inclinar el vaso para llenarlo de leche, vio que se sentaba otro a la
mesa.
—Bueno, al fin he podido leer ese libro -dijo alegremente el recién
llegado. Karras levantó la vista y experimentó cierta consternación; sintió
sobre sus espaldas un peso abrumador al reconocer al sacerdote que
recientemente lo había visitado en busca de consejo, aquel que no podía
hacer amigos.
—Bien, y, ¿qué le ha parecido? -le preguntó Karras. Apoyó la jarra sobre
la mesa como si se tratara de un devocionario cuya lectura se hubiera
interrumpido.
El joven sacerdote habló, y, media hora más tarde, Dyer daba saltos
entre las mesas, llenando el comedor con sus risoradas. Karras miró la hora
en su reloj.
—¿Quiere traer una chaqueta? -preguntó al joven sacerdote-. Podemos
cruzar la calle y contemplar la puesta del sol.
No tardaron en estar apoyados sobre la barandilla de la escalinata que
bajaba a la calle. Era la hora del ocaso. Los bruñidos rayos del sol poniente
encendían las nubes y se desmenuzaban en rizadas motas color carmesí,
sobre las oscuras aguas del río. Cierta vez, Karras se había encontrado con
Dios en aquel lugar. Hacía mucho tiempo. Como un amante abandonado, aún
acudía a la cita.
—¡Qué vista más hermosa! -exclamó el sacerdote joven.
—Sí -aprobó Karras-. Procuro venir aquí todas las noches.
El reloj del campus anunció la hora. Eran las 7 de la tarde.
A las 7.23, el teniente Kinderman examinaba un análisis espectrográfico,
el cual reveló que la pintura de la escultura hecha por Regan coincidía con la
de la estatua de la Virgen María profanada.
A las 8.47, en un barrio bajo de la zona norte de la ciudad, un impasible
Karl Engstrom emergió de una casa de vecindad infestada de ratas, caminó
tres manzanas hacia el sur, hasta la parada del autobús y esperó solo, un
momento, con rostro inexpresivo; luego se apoyó, sollozando, en un poste
de la luz.
En aquel momento el teniente Kinderman estaba en el cine.
CAPÍTULO SEXTO
El miércoles, 11 de mayo, estaban de vuelta en casa. Metieron en cama
a Regan, pusieron un cerrojo en las persianas y quitaron todos los espejos de
su dormitorio y del baño.
…intervalos lúcidos cada vez menos frecuentes; además, ahora se
produce una pérdida total de la conciencia durante los ataques. Esto, que es
nuevo, descartaría, al parecer, la historia genuina. Mientras tanto, uno o dos
síntomas en el campo de lo que llamamos fenómenos parapsíquicos han…
El doctor Klein pasó por la casa para enseñar a Chris y Sharon a
administrar a la niña suero ‘Sustagen’ durante los períodos de coma. Insertó
la sonda nasogástrica.
—Primero…
Chris se esforzaba en observar y, al mismo tiempo, no ver la cara de su
hija; en retener las palabras que decía el médico y olvidar otras que había
oído en la clínica. Se filtraban en su alma como la llovizna a través de las
ramas de un sauce llorón.
—Ha dicho usted ‘ninguna religión’, ¿verdad, miss MacNeil? ¿Ninguna
educación religiosa en absoluto?
—Tal vez sólo ‘Dios’. Usted me entiende, algo muy genérico. ¿Por
qué?.
—Para empezar, debo decirle que el contenido de muchos de sus
desvarios -aparte las incoherencias que farfullaba- ha tenido fundamentos
religiosos. ¿Dónde cree usted que los puede haber adquirido?
—Deme un ejemplo.
—Pues bien, aquí tiene uno: ’Jesús y María, sesenta y nueve.’
Klein había introducido la sonda en el estómago de Regan.
—Primero deben comprobar si ha entrado líquido en el pulmón -les
indicó, pellizcando el tubo para impedir el paso del suero-. Si…
—…síndrome de un tipo de alteraciones que raramente se observa ya,
excepto en las culturas primitivas. Nosotros la llamamos posesión
sonambuliforme. Honestamente, no sabemos mucho sobre ella; sólo que
empieza con algún conflicto o sentimiento de culpa que evidentemente,
conduce al delirio del enfermo, convencido de que se ha posesionado de él
una inteligencia extraña, un espíritu, si se quiere. Antes se creía que tal
entidad posesora era siempre el demonio. Sin embargo, en casos
relativamente modernos, es generalmente el espíritu de algún muerto, a
menudo, alguien a quien el enfermo ha conocido o visto y del que puede,
inconscientemente, imitar la voz, la forma de hablar y a veces, incluso sus
facciones. Ellos…
Después de que el preocupado doctor Klein abandonara la casa, Chris
habló por teléfono con su representante en Beverly Hills y le anunció, con
tono desanimado, que no dirigiría la película.
Luego llamó a Mrs. Perrin. Había salido. Chris colgó el teléfono con un
creciente sentimiento de desesperación. Alguien. Tendría que conseguir
ayuda de…
—…Los casos más fáciles de tratar son aquellos en que la entidad
posesora es el espíritu de algún muerto. Casi nunca se observan paroxismo,
hiperactividad o excitación motora. Sin embargo, en el otro importante tipo,
o sea, el de posesión sonambuliforme, la nueva personalidad es siempre
agresiva, hostil respecto a la primera.
De hecho su principal objetivo es destruir, torturar y, a veces, incluso
matar. Se envió a la casa un juego de correas de sujeción. Chris, pálida y
agotada, contempló cómo Karl las aseguraba en la cama de Regan y en sus
muñecas. Luego, mientras Chris le movía las almohadas en un intento por
centrarlas debajo de la cabeza, el suizo se enderezó y miró compasivamente
el demacrado semblante de la niña.
—¿Mejorará? -preguntó. Un dejo de emoción había teñido sus palabras;
las pronunció como subrayándolas levemente por la preocupación.
Pero Chris no podía contestarle. Mientras Karl le hablaba, ella había
tomado un objeto que se hallaba debajo de la almohada de Regan.
—¿Quién ha puesto aquí este crucifijo? -preguntó.
—El síndrome es sólo la manifestación de algún conflicto, de alguna
culpa, por lo que tratamos de llegar a él, de saber qué es. En tal caso, el
mejor procedimiento es la hipnosis. Sin embargo, no pudimos hacerlo con
ella. Así, probamos con narcosíntesis -esto es, un tratamiento a base de
narcóticos-, pero francamente, me parece que va a ser otro camino sin
salida.
—Entonces, ¿qué sigue ahora?
—Tiempo; me temo que lo único que quede sea esperar. Tendremos
que seguir intentando, en espera de que se produzca algún cambio.
Entretanto, habrá que internarla para…
Chris encontró a Sharon en la cocina preparando la máquina de escribir
sobre la mesa. Hacía poco la había traído del cuarto de los juguetes, en el
sótano. Willie cortaba rebanadas de zanahorias en el fregadero, para hacer
un guiso.
—¿Has sido tú la que ha puesto el crucifijo debajo de su almohada,
Shar? -preguntó Chris, con gran tensión.
—¿Qué…? -respondió Sharon desconcertada.
—¿No has sido tú?
—Chris, no sabes lo que estás diciendo. Mira, ya te lo dije en el avión: lo
único que le he dicho a Rags en este sentido es que ‘Dios creó el mundo’, y
tal vez algunas cosas sobre…
—Está bien, Sharon, está bien, te creo, pero…
—Yo no lo he puesto -refunfuñó Willie, a la defensiva.
—¡Pues alguien lo ha tenido que poner! -estalló Chris; luego se dirigió
a Karl, cuando éste entró en la cocina y abrió la nevera-. Mire, le voy a
preguntar nuevamente -gritó en un tono que lindaba con la estridencia-: ¿ha
sido usted el que ha puesto ese crucifijo debajo de su almohada?
—No, señora -contestó él en el mismo tono. Envolvía cubitos de hielo en
una toalla-. No, yo no he puesto ningún crucifijo.
—¡Pero no ha podido entrar andando! ¡Uno de ustedes miente! -Su
voz atronaba la estancia-. ¡Me van a decir quién lo puso ahí, quién…!
-Bruscamente se hundió en un sillón y empezó a llorar sobre sus temblorosas
manos-. ¡Perdón, perdón, no sé lo que digo! -lloró-. ¡Oh, Dios mío, no sé lo
que digo!
Willie y Karl observaron en silencio cómo Sharon se acercaba a ella y le
acariciaba el cuello con una mano.
—Está bien, está bien…
Chris se secó la cara con la manga.
—Sí, supongo que el que lo haya puesto lo habrá hecho con buena
intención.
—Mire, se lo digo nuevamente, y le aconsejo que me crea: ¡no la voy a
meter en ninguna casa de salud!
—Es…
—¡No me importa cómo lo llame usted! ¡No la voy a tener lejos de mí!
—Bueno, lo lamento mucho.
—Sí, ¡laméntelo! ¡Oh, Dios! ¡Ochenta y ocho médicos y lo único que me
pueden decir es…!
Chris encendió un cigarrillo, lo aplastó nerviosamente en el cenicero y
subió a ver a Regan. Abrió la puerta. En la penumbra de la habitación
distinguió una figura junto a la cama, sentada en una silla de madera de
respaldo recto. Karl. ¿Qué estaba haciendo? -se preguntó. Al acercarse Chris,
él no levantó la vista, sino que la mantuvo fija en la cara de la niña. La
tocaba con un brazo extendido. ¿Qué tenía en la mano? Cuando Chris llegó
junto a la cama, vio lo que era: la toalla con el hielo, que había preparado en
la cocina; refrescaba la frente de Regan. Conmovida, se quedó mirando
extrañada, y cuando vio que Karl no se movía ni demostraba haber advertido
su presencia, dio media vuelta y abandonó la habitación. Fue a la cocina,
tomó café cargado y se fumó otro cigarrillo. Luego, siguiendo un impulso, se
dirigió al estudio. Quizá… quizá…
—…una remota posibilidad a lo sumo, ya que la posesión está
vagamente relacionada con la histeria por el hecho de que el origen del
síndrome es casi siempre la autosugestión. Su hija tiene que haber conocido
la posesión, creído en ella y conocido algunos de sus síntomas, de modo que
ahora su subconsciente formaría el síndrome.
Si es posible establecer eso, se puede intentar una forma de cura por
autosugestión. En estos casos, yo sería partidario del tratamiento por shock,
aunque supongo que la mayoría de mis colegas no estarían de acuerdo. Bien,
le repito que es una posibilidad remota, y ya que usted se opone a que
internemos a su hija, voy…
—¡Dígame el nombre, por Dios! ¿Qué es?
—¿Ha oído hablar alguna vez de exorcismo, mistress MacNeil?
Los libros que había en el despacho formaban parte de la decoración, y
Chris no los había hojeado nunca. Ahora los examinaba, y buscaba,
buscaba…
—…rituales estilizados, ya pasados de moda, en los cuales rabinos y
sacerdotes trataban de alejar el espíritu. Solían dar resultado. El hecho de
que la víctima creyera en la posesión contribuía a causar ésta, o, por lo
menos, a favorecer la aparición del síndrome. Del mismo modo, la creencia
en el poder del exorcismo puede hacer que desaparezca dicho síndrome. Veo
que frunce usted el ceño. Quizá debería contarle algo de los aborígenes
australianos.
Están convencidos de que morirán si un brujo les manda ‘el rayo de la
muerte’ a distancia. Y el hecho es que ¡se mueren! Se acuestan y se mueren
¡lentamente! Lo único que los salva, a veces, es una forma similar de
sugestión: ¡un ‘rayo’ neutralizante de otro hechicero!
—¿Me está diciendo que la lleve a un hechicero?
—No propiamente a un hechicero, sino a un sacerdote. Es un consejo
insólito, lo sé, y aun peligroso, a menos que podamos saber a ciencia cierta
si Regan conocía algo de posesión, y particularmente de exorcismo, antes de
que enfermara. ¿Cree usted que pueda haber leído algo sobre el tema?
—No.
—¿O que haya visto alguna película de este tipo? ¿Algo por televisión?
—Tampoco.
—¿Que haya leído los Evangelios? ¿El Nuevo Testamento?
—¿Por qué?
—Hay bastantes relatos de posesión en los Evangelios, exorcismos
realizados por Cristo. Las descripciones de los síntomas son las mismas que
en los casos de posesión actuales. Si usted…
—Mire, es inútil. No se moleste, no siga. Lo único que me faltaría es
que su padre se enterase de que he consultado a una sarta de…
La uña del dedo índice de la mano derecha de Chris rasgueaba
lentamente las páginas, libro tras libro. Nada. Ninguna Biblia. Ningún Nuevo
Testamento. Ningún…
—¡Un momento!
Sus ojos se lanzaron precipitadamente sobre un título que se destacaba
en el estante de abajo. El libro sobre brujería que le había enviado Mary Jo
Perrin. Chris lo sacó, lo abrió y buscó en el índice, mientras hacía correr su
dedo…
—¡Aquí!
El título de un capítulo latía como palpitaciones del corazón: ’Estados de
posesión.’ Cerró el libro y los ojos simultáneamente, mientras se
preguntaba: Tal vez… sólo tal vez… Abrió los ojos y se dirigió a la cocina.
Sharon escribía a máquina. Chris le mostró el libro.
—¿Has leído esto, Shar?
La rubia siguió tecleando, sin levantar la vista.
—¿Qué? -respondió.
—Este libro sobre brujería.
—No.
—¿Lo has puesto tú en el despacho?
—No. Nunca lo he tocado.
—¿Dónde está Willie?
—En el mercado.
Chris asintió y quedó pensativa. Luego subió nuevamente al cuarto de
Regan. Mostró el libro a Karl.
—¿Ha puesto usted este libro en el despacho, Karl?
—No, señora.
—Quizá Willie -murmuró Chris, mirando el libro. La punzaban indicios de
conjeturas.
¿Tendrían razón los médicos de la ‘Clínica Barringer’? ¿Sería aquello?
¿Se habría provocado Regan su trastorno por medio de la autosugestión, a
través de las páginas de aquel libro? ¿Se citarían allí sus síntomas? ¿Algo
parecido a lo que Regan hacía?
Chris se sentó a la mesa, abrió el libro por un capítulo sobre la posesión
y empezó a buscar, a investigar, a leer:
‘Directamente derivado de la creencia común en demonios, tenemos el
fenómeno conocido como posesión, estado en el cual muchas personas
creían que sus funciones mentales y físicas habían sido invadidas y
dominadas por un demonio (lo cual era muy frecuente en el período que
estamos tratando) o por el espíritu de un muerto. No hay época de la
Historia ni parte del Planeta en los que no se hayan referido casos como
éstos y en términos semejantes. Sin embargo, aún han de ser explicados en
forma adecuada. Desde el estudio definitivo hecho por Traugott Oesterreich,
publicado en 1921, muy poco se ha agregado a lo ya conocido, pese a los
avances de la Psiquiatría.’
¿No estaban totalmente explicados? Chris frunció el ceño.
Ella tenía una impresión distinta de la de los médicos.
‘Sólo se sabe que distintas personas, en distintos momentos, sufrieron
transformaciones tan profundas, que quienes las rodeaban creían estar
tratando con otras personas. No sólo se alteran la voz, las facciones y
movimientos característicos, sino que el sujeto se considera incluso
totalmente distinto de la persona original, con un nombre -sea humano o
diabólico y una historia propios.’
Los síntomas. ¿Dónde estaban los síntomas?, se preguntaba Chris,
impaciente.
‘En el Archipiélago Malayo, donde aún es frecuente la posesión, el
espíritu de algún muerto hace a menudo que el poseso imite, de una manera
tan real, ademanes, voz y modos, que los familiares del muerto estallan en
sollozos. Aparte la llamada ‘casiposesión’ -o sea, los casos que son,
esencialmente, fraude, paranoia e histeria-, el problema lo ha constituido la
interpretación de los fenómenos. La interpretación más antigua es la
espiritista, impresión que parece tener fundamento para afirmarse en el
hecho de que la personalidad intrusa llega a adquirir talentos que le eran
desconocidos a la primera. En la forma diabólica de la posesión, por ejemplo,
el _’demonio_’ puede hablar en idiomas que no conocía la personalidad
original, o…’
¡Aquí! ¡Algo! ¡La jerga de Regan! ¿Un intento de idiomas?
Siguió leyendo rápidamente:
‘…o manifestar varios fenómenos parapsíquicos, por ejemplo,
telecinesia, o sea, el mover objetos a distancia sin aplicación de fuerza
material.’
¿Y los golpes? ¿Y la cama que subía y bajaba?
‘…En los casos de posesión por personas muertas se dan
manifestaciones, tales como la que explica Oesterreich relativa a un monje
que, estando poseído, se convirtió de pronto en un brillante bailarín, siendo
así que antes de la posesión nunca había sabido dar ni un paso de baile.
Estas manifestaciones son tan impresionantes a veces, que el psiquíatra
Jung, luego de estudiar detenidamente un caso, pudo dar sólo una
explicación parcial de aquello de lo que estaba seguro que _‘no era fraude_’.’
Inquietante. Lo que seguía era inquietante.
‘…y William James, el más grande psicólogo que haya producido
América, recurrió a proponer la _’credibilidad de la in- terpretación espiritista
del fenómeno_’, luego de estudiar profundamente el caso de la llamada
_’Maravilla de Watseka_’, una adolescente de Watseka (Illinois), que llegó a
ser indistinguible de la personalidad de una niña llamada Mary Roff, fallecida
en un asilo estatal, doce años antes de la posesión…’
Ceño fruncido, Chris no oyó que sonaba el timbre de la puerta de
entrada; no oyó que Sharon dejaba de teclear y se levantaba para abrir.
‘Generalmente se acepta que la forma diabólica de la posesión tuvo sus
orígenes en la primera época de la cristiandad, aunque, de hecho, tanto la
posesión como el exorcismo son anteriores a la venida de Cristo.
Los antiguos egipcios, lo mismo que las primeras civilizaciones del Tigris
y el Eufrates, creían que los trastornos físicos y mentales eran causados por
demonios que se introducían en el cuerpo. He aquí, por ejemplo, la fórmula
del exorcismo contra las enfermedades de los niños en el antiguo Egipto:
_‘Vete, tú que vienes de la oscuridad, que tienes la nariz torcida y la
cara contrahecha. ¿Has venido a besar a este niño? No te lo permitiré ’…’
—¿Chris?
Ella siguió leyendo absorta.
—Shar, estoy ocupada.
—Hay un detective de Homicidios que quiere verte.
—¡Oh, Dios, Shar, dile que…!
Se interrumpió.
—¡No, no, espera! -Chris frunció el ceño y siguió con la vista clavada en
el libro-. No, dile que entre.
Ruido de pasos.
Ruido de espera.
¿Qué espero?, se preguntó Chris. Sintió aquella expectativa que le
resultaba familiar y, al mismo tiempo, indefinida como un sueño vívido que
nunca puede uno recordar exactamente al despertar.
Entró acompañado de Sharon, con el arrugado sombrero en la mano, la
respiración jadeante, deferente.
—Perdóneme. ¿Está usted ocupada? ¿Molesto?
—¿Qué tal va el mundo?
—Muy, muy mal. ¿Cómo está su hija?
—Sin novedad.
—Lo lamento mucho, sinceramente. -Era una figura tosca, que
transpiraba preocupación por los párpados, detenida junto a la mesa-. Ni por
asomo se me ocurriría molestar a su hija. Sabe Dios que cuando mi Ruthie
estaba en cama con… no, no; fue Sheila, la más pequeñita…
—Siéntese, por favor -lo interrumpió Chris.
—Gracias -dijo mientras se sentaba en una silla al otro lado de la mesa,
frente a Sharon, que volvía a mecanografiar cartas.
—Perdón, ¿qué me estaba diciendo? -preguntó Chris al detective.
—Bueno, mi hija… ¡oh, no importa! -Hizo un ademán como para alejar
el pensamiento. Está usted ocupada. Si le cuento la historia de mi vida,
podría hacer una película con ella. ¡En serio! ¡Es increíble! Si sólo supiera la
mitad de las cosas que solían ocurrir en mi original familia, como mi…
bueno, usted está… ¡pero le voy a contar una! Mi madre nos ponía salmón
todos los viernes. Pero la semana entera, toda la semana, nadie se podía
bañar, porque mi madre tenía el pez metido en la bañera, nadando de arriba
abajo; mi madre decía que así se le iba el veneno que encerraba. ¿Le basta
con esto? Porque… No, con esto es suficiente por ahora. -Suspiró, cansado,
haciendo un gesto con la mano, como si desechara el pensamiento-. Pero es
bueno sonreír de vez en cuando, aunque sea sólo para no echarnos a llorar.
Chris lo observaba inexpresiva, esperando…
—¡Ah, veo que está leyendo! -Miró el libro sobre brujería-. ¿Es para una
película? -quiso saber.
—No, lo leo por gusto.
—¿Es bueno?
—Hace un momento que lo empecé.
—Brujería -murmuró, con la cabeza inclinada, leyendo el título en los
folios.
—Bueno, ¿qué pasa? -le preguntó Chris.
—¡Ah, sí, perdone! Veo que está ocupada. Termino en seguida. Como ya
le he dicho, no la molestaría si no fuera porque…
—¿Por qué?
De repente se puso serio y, apoyando los codos en la mesa, entrelazó
sus manos.
—El caso de míster Dennings, mistress MacNeil…
—Sí…
—¡Maldita sea! -exclamó Sharon irritada, sacando de un tirón una carta
de la máquina. Hizo una bola con la hoja y la arrojó a la papelera que estaba
cerca de Kinderman-. Perdón -se disculpó al ver que su exclamación los
había interrumpido.
Chris y Kinderman la miraron.
—¿Es usted la señorita Fenster? -le preguntó Kinderman.
—Spencer -dijo Sharon, empujando su silla hacia atrás para levantarse y
recuperar la carta.
—No importa, no importa -dijo Kinderman mientras se agachaba para
coger del suelo la bola de papel.
—Gracias -dijo Sharon.
—De nada. Perdone, ¿es usted la secretaria?
—Sharon, el señor…
—Kinderman -le recordó el detective-. William Kinderman.
—Sí. La señorita Sharon Spencer.
—Es un placer -dijo Kinderman a la rubia, que había cruzado los brazos
sobre la máquina de escribir, para examinarlo detenidamente-. Tal vez me
pueda ayudar -agregó-. La noche de la muerte de míster Dennings, usted fue
a la farmacia y lo dejó solo en la casa, ¿verdad?
—No. También estaba Regan.
—Regan es mi hija -le aclaró Chris.
Kinderman siguió interrogando a Sharon.
—¿Vino a ver él a mistress MacNeil?
—Sí.
—¿Esperaba él que ella volviera en seguida?
—Yo le dije que creía que vendría de un momento a otro.
—Muy bien. ¿Y a qué hora se fue usted? ¿Se acuerda?
—Veamos. Estaba viendo el noticiario, de modo que… no, espere… sí,
fue así. Recuerdo que me enojé porque el farmacéutico me dijo que el
repartidor ya se había ido a su casa, y yo me quejé de que eran sólo las seis
y media. Luego vino Burke, diez o tal vez veinte minutos más tarde.
Pongamos a las seis cuarenta y cinco -concluyó.
—¿Y a qué viene todo eso? -preguntó Chris, cada vez más tensa.
—A que plantea un interrogante, mistress MacNeil -jadeó Kinderman,
que se volvió para mirarla-. Llegar a casa, por ejemplo, a las siete menos
cuarto e irse sólo veinte minutos después…
—Así era Burke -dijo Chris-. Cosas muy suyas.
—¿También tenía por costumbre frecuentar los bares?
—No.
—Ya me lo parecía. Lo verifiqué. ¿Y tampoco solía coger taxis? ¿No
llamó un taxi desde aquí, al irse?
—Pudo haberlo hecho.
—Me pregunto también qué hacía caminando por la explanada superior
de la escalinata. Y por qué las Compañías de taxis no tienen en sus registros
ninguna llamada desde esta casa aquella noche -agregó Kinderman-, aparte
la hecha por Miss Spencer exactamente a las seis cuarenta y siete.
—No sé… -respondió Chris con una voz impersonal… a la espera.
—¿Sabía usted todo eso desde el principio? -dijo Sharon, perpleja.
—Sí, perdónome -le respondió el detective-. Sin embargo, el asunto se
ha puesto serio ahora.
Chris, casi conteniendo la respiración, miró fijamente al detective.
—¿En qué sentido? -preguntó con un hilito de voz.
Él se inclinó, con las manos aún entrelazadas sobre la mesa; la bola de
papel se interponía entre ellos.
—El informe del forense, señora, parece indicar que la posibilidad de una
muerte accidental es todavía muy factible. Pero…
—¿Quiere usted decir que es posible que fuera asesinado? -inquirió
Chris, tensa.
—La posición… sé que esto la va a afectar…
—Prosiga.
—La posición de la cabeza de Dennings y ciertos desgarros de los
músculos del cuello indicarían…
—¡Oh, Dios! -Chris dio un respingo.
—Sí, es doloroso. Lo lamento, lo lamento mucho. Podemos evitar los
detalles, pero esto no podría haber ocurrido nunca a menos que el señor
Dennings se hubiera caído desde cierta altura antes de estrellarse contra los
escalones; por ejemplo, unos seis u ocho metros antes de rodar hasta el
fondo. De modo que una posibilidad, hablando sencillamente, sería… Pero
antes quisiera preguntarle… -Se volvió, frunciendo el ceño, hacia Sharon-.
Cuando se fue usted, ¿dónde se encontraba míster Dennings? ¿Con la niña?
—No, aquí abajo, en el despacho. Se estaba sirviendo un trago.
—¿No podría acordarse su hija de si míster Dennings estuvo en su
dormitorio aquella noche? -preguntó a Chris.
Pero, ¿estaría sola alguna vez con él?
—¿Por qué lo pregunta?
—¿Podría recordarlo su hija?
—No, ya le he dicho que le habían administrado sedantes fuertes y…
—Sí, sí, me lo dijo usted, es verdad; ahora me acuerdo. Pero tal vez se
despertó y…
—En absoluto. Y…
—¿También le habían administrado sedantes fuertes -la interrumpió-
cuando hablamos la última vez?
—Casualmente, sí -recordó Chris-. ¿Por qué?
—Creo que la vi en la ventana aquel día.
—Es imposible.
—Podría ser, podría ser. No estoy seguro.
—Escuche, ¿por qué me pregunta todo esto? -interrogó Chris.
—Porque, como le he dicho, existe una posibilidad: la de que míster
Dennings estuviera tan borracho que tropezara y cayera desde la ventana
del dormitorio de su hija. Chris movió la cabeza.
—No puede ser. De ninguna manera. En primer lugar, porque la ventana
estuvo siempre cerrada, y en segundo lugar, porque Burke estaba siempre
borracho, pero nunca perdido del todo. ¿No es cierto, Shar?
—Exacto.
—Burke dirigía películas en tal estado. ¿Cómo podría, entonces haber
tropezado y caído por la ventana?
—Quizás esperaba usted otras visitas aquella noche.
—No.
—¿No tiene amigos que se presenten sin avisar?
—No. Eso lo hacía sólo Burke -respondió Chris-. ¿Por qué?
El detective bajó la cabeza, la sacudió, frunció el ceño y contempló
atentamente el papel arrugado que tenía entre las manos.
—Extraño… desconcertante… -suspiró, con ademán cansino-.
Desconcertante. -Luego levantó la vista hacia Chris-. Míster Dennings
viene a visitarla, se queda sólo veinte minutos, no puede verla y se va,
dejando completamente sola a una niña muy enferma. Y hablando con
franqueza, mistress MacNeil, como usted dice, no es probable que cayera de
una ventana. Por otra parte, una caída no le produciría en el cuello lo que
encontramos nosotros: se trata sólo de una posibilidad entre mil. -Hizo un
gesto con la cabeza señalando el libro sobre brujería-. ¿No ha encontrado en
ese libro nada sobre asesinatos rituales?
Sintiendo una premonición escalofriante, Chris negó con la cabeza.
—Tal vez no en este libro -añadió él-. Sin embargo, y discúlpeme, pues
digo esto sólo porque así tal vez pueda pensar algo más, descubrieron al
pobre míster Dennings con la cabeza torcida hacia atrás como en los
asesinatos rituales cometidos por los llamados demonios, mistress MacNeil.
Chris se puso lívida.
—Algún lunático mató a míster Dennings -continuó el detective, mirando
fijamente a Chris-. Al principio no le dije nada para evitarle este dolor. Y,
además, porque, desde el punto de vista técnico, podría haber sido un
accidente. Pero yo no lo creo. Es sólo una corazonada. Mi opinión es ésta:
primero, creo que lo mató un hombre muy fuerte; segundo, la fractura del
cráneo, más las restantes lesiones que ya he mencionado, harían probable
(probable, no cierto) que míster Dennings fuese asesinado primero y luego
arrojado por la ventana del cuarto de su hija. Pero no había nadie allí,
excepto ella. Entonces, ¿cómo podría haber sucedido? Sólo si hubiera venido
alguien entre el momento en que se fue miss Spencer y usted volvió. ¿No le
parece? Tal vez sí. Ahora le vuelvo a preguntar: por favor, ¿quién pudo
haber venido?
—¡Cielo santo, -espere un segundo! -murmuró Chris ásperamente,
todavía bajo el efecto del shock.
—Sí, lo siento. Es doloroso. Y tal vez me equivoque. En ese caso, lo
reconocería. Pero, ¿lo pensará? ¿Quién? Dígame quién pudo haber venido.
Chris permaneció con la cabeza baja y el ceño fruncido, en un esfuerzo
de concentración. Luego levantó la vista hacia Kinderman.
—No. No puedo pensar en nadie.
—¿Y usted, miss Spencer? -le preguntó-. ¿Viene alguien a visitarla a
veces?
—¡Oh, no, nadie! -dijo Sharon, con los ojos bien abiertos.
Chris se volvió hacia ella.
—El hombre de los caballos, ¿sabe dónde trabajas?
—¿El hombre de los caballos? -preguntó Kinderman.
—Su novio -explicó Chris.
La rubia movió la cabeza.
—Nunca ha venido aquí. Además, aquella noche estaba en una
convención en Boston.
—¿Es viajante?
—No. Abogado.
El detective se dirigió nuevamente a Chris.
—Los sirvientes, ¿no reciben visitas?
—No, nunca.
—¿No esperaba usted algún paquete aquel día?
—Que yo sepa, no. ¿Por qué?
—Como usted ha dicho, míster Dennings (y no es por hablar mal de los
muertos, que en paz descansen), se ponía algo… digamos irascible, en un
estado, sin duda, capaz de provocar una pelea; en este caso, un ataque de
furia con algún repartidor que hubiera venido a entregar un paquete…
Conque usted no esperaba que le enviasen nada, ¿verdad? ¿Algo de la
tintorería, tal vez? ¿El pedido del almacén? ¿Algún encargo?
—De veras que no lo sé -contestó Chris-. Karl se encarga de todo eso.
—¡Ah, claro!
—¿Quiere preguntarle a él?
El detective suspiró, reclinándose para atrás, con las manos metidas en
los bolsillos del abrigo.
Miró, hosco, el libro sobre brujería.
—No importa, no se moleste; es una posibilidad muy remota. Usted
tiene una hija enferma y… bueno, no se moleste. -Hizo un ademán como si
desechara la idea y se levantó de la silla-. Ha sido un placer conocerla, miss
Spencer.
—Lo mismo digo -respondió Sharon, con un distraído movimiento de
cabeza.
—Desconcertante -dijo Kinderman moviendo también la cabeza-.
Extraño. -Estaba concentrado en algún pensamiento íntimo. Después
miró a Chris, cuando ésta se levantó de la silla-. Bueno, lamento haberla
molestado por nada. Perdóneme.
—No hay de qué. Le acompañaré hasta la puerta -le dijo Chris, solícita.
—No se moleste.
—No es molestia.
—Bueno, si insiste… A propósito -dijo al salir de la cocina-, sé que es
una posibilidad entre un millón, pero me gustaría que le preguntara usted a
su hija si vio a míster Dennings en su dormitorio aquella noche.
Chris caminaba con los brazos cruzados.
—Mire, en primer lugar debo decirle que no tenía ningún motivo para
subir.
—Sí, lo comprendo. Es verdad; pero si unos investigadores ingleses no
se hubieran preguntado nunca ‘¿Qué es esta fungosidad?’, hoy no
tendríamos la penicilina. ¿No le parece? Por favor, pregúnteselo. ¿Lo hará?
—Cuando mejore algo, se lo preguntaré.
—No le puede hacer daño.
Mientras tanto… -Habían llegado a la puerta de entrada, y Kinderman
titubeó, avergonzado. Se llevó los dedos a los labios en un gesto de duda-.
Mire, me repugna tener que decirle esto, pero…
Chris se puso tensa, esperando un nuevo impacto; la premonición
resonaba otra vez en su sangre.
—¿Qué?
—Para mi hija…, ¿podría firmarme un autógrafo? -Se había puesto
colorado, y Chris estuvo a punto de echarse a reír de alivio, de sí misma, de
la desesperación y de la condición humana.
—¡No faltaba más! ¿Tiene un lápiz? -dijo.
—¡Sí! -respondió él al instante, y sacó un resto de lápiz, mordisqueado,
del bolsillo de su abrigo, mientras hundía la otra mano en un bolsillo de la
chaqueta, para extraer una tarjeta de visita-. Le va a gustar mucho -dijo
mientras alargaba a Chris el lápiz y la tarjeta.
—¿Cómo se llama? -preguntó Chris, apretando la tarjeta contra la
puerta y poniendo el lápiz en posición de escribir. A continuación se produjo
un largo titubeo. Ella sólo oía su jadear. Se volvió. En los ojos de Kinderman
vio una terrible lucha.
—Le he mentido -dijo él, finalmente, con ojos a la vez desesperados y
desafiantes-. Es para mí.
Clavó la mirada en la tarjeta y se sonrojó.
—Ponga ‘A William… William Kinderman’, está escrito en el otro lado.
Chris lo observó con un lánguido e inesperado afecto, comprobó cómo
se escribía su apellido y anotó: William F. Kinderman, I love you! Y firmó
abajo. Luego le entregó la tarjeta, que él se metió en el bolsillo sin leer la
dedicatoria.
—Es usted una mujer muy amable -dijo tímidamente, desviando la vista.
—Y usted un hombre muy amable.
El pareció ponerse más colorado.
—No, no lo soy. Soy una persona molesta. -Abrió la puerta-.
No se preocupe por lo que le he dicho hoy. Es desagradable. Olvídelo.
Preocúpese sólo de su hija. Su hija.
Chris asintió. Sintióse desalentada de nuevo cuando el hombre, al salir
hacia la escalinata, se puso el sombrero.
—¿Se lo preguntará a la niña? -dijo, volviéndose.
—Sí -susurró Chris-. Le prometo que lo haré.
—Bueno, adiós. Y cuídese.
Una vez más, Chris hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Y usted también.
Cerró suavemente la puerta. Pero al instante la volvió a abrir, porque él
llamó.
—¡Qué molesto! Soy muy molesto. Me he olvidado el lápiz. -Hizo un
ademán de disculpa.
Chris examinó atentamente el pedacito de lápiz que aún tenía en su
mano, esbozó una sonrisa y se lo dio a Kinderman.
—Y otra cosa… -Dudó-. No tiene sentido, lo sé, es una molestia, es
estúpido… pero sé que no voy a poder dormir pensando en que tal vez haya
un loco suelto o un toxicómano, y no me preocupo por averiguar los
detalles… ¿Usted cree que yo podría…? No, no, es estúpido, es… pero sí, sí,
tengo que hacerlo. ¿Podría hablar unas palabras con míster Engstrom? La
entrega de pedidos… el asunto de los repartos. Creo que debería…
—Por supuesto; entre -dijo Chris con tono cansino.
—No es necesario. Podemos hablar aquí fuera. Aquí está bien.
Se había apoyado contra la baranda.
—Si usted insiste… -Chris esbozó una sonrisa-. Ahora está con Regan.
En seguida se lo mando.
—Muchas gracias.
Chris cerró la puerta rápidamente. Un minuto más tarde la abrió Karl.
Se asomó a la escalinata, dejando la puerta levemente entornada. De pie,
alto y erguido, miró a Kinderman con ojos límpidos y fríos.
—¿Quiere algo de mí? -preguntó, inexpresivo.
—Tiene usted el derecho de no hablar -le dijo Kinderman, con una
mirada de acero, fija en la de Karl-. Si renuncia usted al derecho de no
hablar -añadió rápidamente, con tono aburrido y fatigoso-, todo cuanto diga
será usado contra usted en juicio. Tiene el derecho de consultar a un
abogado y de que él esté presente durante el interrogatorio. Si así lo desea y
no puede pagarlo, se le designará un abogado de oficio, previamente al
interrogatorio. ¿Entiende todos estos derechos que le he mencionado?
Unos pájaros piaban entre las ramas de un viejo árbol, y los ruidos del
tránsito de la calle M les llegaban apagados como el zumbido de las abejas
desde un prado distante. La mirada de Karl no vaciló al responder.
—Sí.
—¿Renuncia al derecho de no responder?
—Sí.
—¿Quiere renunciar al derecho de consultar con un abogado y a que él
esté presente durante el interrogatorio?
—Sí.
—Me dijo usted que el veintiocho de abril, la noche de la muerte de
míster Dennings, estuvo viendo usted una película en el cine ‘Crest’.
—Sí.
—¿A qué hora entró en el local?
—No recuerdo.
—Declaró usted que vio la sesión de las seis. ¿Le ayuda esto a recordar?
—Sí. Fue a la de las seis. Ahora recuerdo.
—¿Vio la película desde el comienzo?
—Sí.
—¿Y salió al acabar la proyección?
—Sí.
—¿Antes no?
—No; la vi toda.
—Y al salir del cine, ¿subió a un autobús urbano frente al local y se apeó
en la esquina de la calle M y Avenida Wisconsin, aproximadamente a las
nueve y veinte de la noche?
—Sí.
—¿Y caminó hasta su casa?
—Exacto.
—¿Y llegó aquí aproximadamente a las nueve y media?
—Volví exactamente a las nueve y media -respondió Karl.
—¿Está seguro?
—Sí. Miré el reloj. Estoy bien seguro.
—¿Y vio toda la película, hasta el final?
—Ya se lo he dicho.
—Estamos registrando electrónicamente sus respuestas, míster
Engstrom. Quiero que esté bien seguro de lo que dice.
—Estoy seguro.
—¿Se acuerda de una pelea entre el acomodador y un espectador
borracho que se produjo en los últimos cinco minutos?
—Sí.
—¿Podría decirme qué ocurrió?
—El espectador estaba borracho y armaba jaleo.
—Y, finalmente, ¿qué hicieron con él?
—Lo echaron.
—Pues, amigo, no hubo tal pelea. ¿Se acuerda también de que en la
sesión de las seis se produjo una avería técnica que duró aproximadamente
quince minutos y que originó una interrupción en el espectáculo?
—No.
—¿No recuerda que el público empezó a abuchear?
—No. No recuerdo nada de eso.
—¿Está seguro?
—No ocurrió nada.
—Sí ocurrió, como consta en el parte del maquinista, parte según el cual
la sesión de la tarde no terminó a las ocho cuarenta, sino, aproximadamente,
a las ocho cincuenta y cinco, lo cual significa que el primer autobús que pudo
usted haber tomado lo habría dejado en la esquina de la calle M y la Avenida
Wisconsin no a las nueve y veinte sino a las nueve cuarenta y cinco, y que,
por tanto, lo más temprano que usted podría haber llegado a la casa sería a
las diez menos cinco, y no a las nueve y media, como también atestiguó
mistress MacNeil. ¿Le agradaría hacer algún comentario sobre esta
desconcertante discrepancia?
Karl, que no había perdido la compostura ni por un momento, contestó
con toda tranquilidad:
—No.
El detective lo miró fijamente y en silencio durante un momento; luego
suspiró y desvió la vista mientras apagaba el control del aparato que llevaba
metido en el forro del abrigo. Mantuvo baja la mirada por un momento;
luego la levantó hacia Karl.
—Míster Engstrom… -comenzó, en un tono triste y comprensivo-.
Se ha cometido un crimen. Es usted considerado sospechoso. Míster
Dennings lo trataba mal; me he enterado por otras fuentes. Y,
aparentemente, usted mintió sobre el lugar donde se hallaba en el momento
del asesinato. Pero a veces ocurre, somos humanos, ¿por qué no?, que un
hombre casado se encuentra, en ciertas oportunidades, en algún lugar en
que él niega haber estado. ¿Se da cuenta de que arreglé esta entrevista de
modo que pudiéramos conversar en privado sin que nadie nos molestase,
lejos de su esposa? Ahora no estoy grabando. Está cerrado. Puede confiar en
mí. Si salió usted aquella noche con otra mujer, puede decírmelo; yo lo
comprobaría y usted no tendría ningún disgusto. Su esposa no se enteraría.
Dígame, pues: ¿dónde estaba en el momento de la muerte de Dennings?
Por un momento, algo tembló en la profundidad de los ojos de Karl;
pero éste lo reprimió en seguida.
—¡En el cine! -insistió, apretando los labios.
El detective lo examinó, silencioso e inmóvil, sin emitir más sonido que
su jadeo mientras los segundos transcurrían pesadamente, pesadamente…
—¿Me va a detener? -Karl interrumpió el silencio con voz algo
temblorosa.
El detective no respondió, sino que siguió mirándolo fijamente, sin
pestañear; y cuando Karl parecía dispuesto a seguir hablando, el detective se
alejó bruscamente de la baranda y se dirigió, con las manos en los bolsillos,
hasta el coche-patrulla. Caminó sin prisa, mirando a derecha e izquierda,
como un turista curioso.
Desde la escalinata, Karl, con sus facciones impasibles, vio que
Kinderman abría la portezuela del coche, buscaba una caja de pañuelos de
papel sobre el tablero, sacaba uno y se sonaba la nariz mientras miraba, con
aire ausente, hacia el otro lado del río, como si estuviera decidiendo dónde ir
a almorzar. Luego entró en el auto sin volverse a mirar para atrás.
Cuando el coche arrancó y dobló por la esquina de la Calle Treinta y
Cinco, Karl comprobó que no tenía apoyada la mano en el picaporte y que
temblaba.
Al oír que se cerraba la puerta, Chris estaba meditando en el bar del
despacho y sirviéndose una vodka con hielo. Ruido de pasos.
Karl que subía las escaleras…
Ella tomó el vaso y se dirigió lentamente hacia la cocina, removiendo la
vodka con el dedo índice, mientras su mirada permanecía ausente. Algo…
algo andaba horriblemente mal. Como una luz que se filtra por debajo de
una puerta, un resplandor de espanto penetró en el rincón más oscuro de su
mente.
¿Qué había detrás de la puerta? ¿Qué era?
¡No mires!
Entró en la cocina, se sentó a la mesa y empezó a beberse la vodka.
Creo que lo mató un hombre con mucha fuerza.
Bajó la mirada y la clavó en el libro de brujería.
Algo…
Ruido de pasos. Sharon que volvía del cuarto de Regan. Entraba. Se
sentaba a la máquina de escribir, ponía el papel.
Algo…
—Muy escalofriante -murmuró Sharon, mientras sus dedos descansaban
sobre el teclado y sus ojos miraban las notas de taquigrafía que tenía al lado.
No hubo respuesta. En la estancia parecía palparse la inquietud. Chris
bebía con aire ausente.
Sharon rompió el silencio con voz baja y tensa.
—Hay una enorme cantidad de fumaderos de hippies cerca de la calle
M y la avenida Wisconsin.
Borrachos. Ocultistas. Los policías los llaman ‘los canallas de los garitos’.
-Hizo una pausa como si esperara algún comentario, con los ojos todavía
fijos en las notas taquigráficas; luego continuó-: ¡Quién sabe si Burke…!
—¡Por Dios, Shar! No pienses más en eso, ¿quieres hacerme el favor?
-estalló Chris-. ¡Ya tengo bastante con pensar en Rags!
Mantenía los ojos cerrados. Sujetaba fuertemente a libro.
Sharon volvió en seguida a su máquina y empezó a escribir con una
velocidad furiosa; luego, bruscamente, saltó de la silla y salió de la cocina.
—Me voy a dar una vuelta -dijo fríamente.
—No se te ocurra acercarte a la calle M -rugió Chris de mal humor, con
la vista fija en el libro que tenía entre los brazos cruzados.
—No.
—Ni a la calle N.
Chris oyó cómo se abría y se cerraba la puerta de la calle.
Suspiró. Sintió una punzada de arrepentimiento. Pero la descarga la
había aliviado de parte de su tensión.
Aspiró profundamente y trató de concentrarse en el libro. Encontró la
hoja en que había interrumpido la lectura; sentíase llena de impaciencia;
comenzó a pasar rápidamente las páginas, y se saltó algunas, en busca de la
descripción de los síntomas de Regan. ‘…Posesión por el demonio…
síndrome… caso de una niña de ocho años… anormal… cuatro hombres
fuertes para sujetarla…’
Al volver una hoja, Chris clavó la vista en ella y se quedó helada.
Ruidos. Willie que venía de la tienda.
—¿Willie…? ¿Willie? -preguntó Chris con una voz sin matices.
—Sí, señora -respondió Willie mientras dejaba las bolsas a un lado. Sin
levantar la vista, Chris elevó el libro en el aire.
—¿Fuiste tú la que puso este libro en el escritorio, Willie?
Willie le echó una mirada rápida, asintió, volvióse y empezó a sacar los
artículos de las bolsas.
—¿Dónde lo encontraste?
—Arriba, en el dormitorio -contestó, poniendo el tocino en el
compartimiento de la carne en la nevera.
—¿Qué dormitorio, Willie?
—El de miss Regan. Lo encontré debajo de su cama al hacer la limpieza.
—¿Cuándo lo encontraste? -preguntó Chris, con la vista aún clavada
en las hojas del libro.
—Cuando todos se hubieron ido al hospital, señora; al pasar la
aspiradora por el dormitorio.
—¿Estás segura?
—Sí, señora, estoy segura.
Chris no se movió, ni pestañeó, ni respiró, cuando el recuerdo de la
ventana abierta de Regan, la noche del accidente de Dennings, la asaltó con
las garras extendidas como un ave de rapiña, ni cuando reconoció una
imagen inquietamente familiar, al mirar el borde de la hoja del libro que
tenía abierto ante sí.
A lo largo de todo el margen, alguien había cortado, con precisión
quirúrgica, una estrecha tira de papel.
Chris levantó la cabeza con un movimiento brusco al oír ruido en el
cuarto de Regan.
¡Eran golpes secos y rápidos, que tenían resonancia de pesadilla,
imponentes como un martillo que golpeara sobre una tumba! ¡Regan,
atormentada, daba alaridos, implorando! ¡Y Karl, Karl, enojado, le gritaba a
Regan! Chris salió, disparada, de la cocina.
¡Dios Todopoderoso!, ¿qué esta pasando?
Frenética, Chris se lanzó escaleras arriba, hacia el dormitorio, oyó un
golpe, el ruido de alguien que se tambaleaba, de alguien que se estrellaba
contra el suelo como una piedra, mientras su hija gritaba: ‘¡No! ¡Por favor,
no! ¡Oh, no, por favor!’, y Karl rugía: ¡No, no era Karl, sino otra persona!
Una estentórea voz de bajo enfurecida, amenazante.
Chris se precipitó por el corredor y entró violentamente en el dormitorio.
Contuvo el aliento, se quedó rígida, paralizada por el shock, al tiempo que
los golpes arreciaban estruendosos, vibrando a través de las paredes. Karl
yacía inconsciente en el piso, cerca de la cómoda, y Regan estaba con las
piernas en alto y abiertas completamente sobre la cama, que se agitaba y
estremecía. Regan la miraba aterrorizada, con ojos desorbitados en una cara
ensangrentada, porque se había arrancado la sonda.
—¡Oh, por favor! ¡Oh, no, por favor! -gemía lastimeramente.
—¡Vas a hacer lo que yo te ordene, lo harás!
El rugido amenazador, las palabras, provenían de Regan, cuya voz,
áspera y gutural, rezumaba veneno. En un instante, sus facciones se
transmutaron horriblemente en las de la personalidad diabólica y maligna
que había aparecido en el transcurso de la hipnosis. Y ahora, rostros y voces,
mientras Chris observaba atónita, se intercambiaban velozmente.
—¡No!
—¡Lo harás!
—¡Por favor!
—¡Lo harás, puerca, o te mataré!
—¡Por favor!
—Sí.
Regan tenía los ojos desmesuradamente abiertos, y parecía retroceder
frente a algo odioso, terminante, chillando ante el terror del desenlace.
Luego, de pronto, la cara diabólica se apoderó de ella una vez más, la
inundó. La habitación se llenó de un hedor insoportable, y un frío helado se
filtró por las paredes. Los golpes cesaron, y el penetrante grito de terror de
Regan se convirtió en una risa gutural y canina, de victoriosa furia. Rugía con
una voz profunda, ensordecedora.
Bruscamente, con un grito áspero, Chris corrió hasta la cama; Regan
estalló en cólera contra ella. Con las facciones infernalmente contraídas,
alargó una mano, cogió a Chris por los pelos y, de un tirón, le hizo bajar la
cabeza.
—¡Aahhh, la madre de la puerca! -rugió Regan con voz gutural-. ¡Aahhh!
-Luego, la mano que sostenía la cabeza de Chris la levantó de un tirón,
mientras con la otra le asestó un golpe en el pecho que la proyectó,
tambaleándose, a través de la habitación; finalmente, Chris fue a estrellarse
contra una pared con violencia increíble, acompañada por las estridentes y
diabólicas carcajadas de Regan.
Chris cayó al suelo aturdida de espanto, en medio de un torbellino de
imágenes y ruidos; todo a su alrededor comenzó a girar enloquecido,
borroso, desenfocado, al tiempo que oía un intenso zumbido, que se tradujo
en un concierto de ruidos caóticos, distorsionados. Trató de incorporarse.
Demasiado débil, se tambaleó. Luego miró hacia la cama, que aún veía
borrosa, y a Regan, que estaba de espaldas a ella.
Las palabras cesaron cuando Chris empezó a arrastrarse dolorosamente
hasta la cama, con la vista aún nublada y las piernas doloridas; pasó junto a
Karl, que tenía la cara manchada de sangre.
Luego retrocedió, temblando en todo su cuerpo, acometida por un
increíble terror, pues le había parecido ver confusamente, como a través de
una neblina, que la cabeza de su hija giraba lentamente en redondo sin que
se moviera el torso, en una rotación monstruosa, inexorable, hasta que, al
fin, pareció quedar mirando hacia atrás.
Chris parpadeó ante aquella cara que le sonreía como loca, ante
aquellos labios partidos, ante aquellos ojos de zorro.
Lanzó un grito y cayó desmayada.
El e xorcista William Blatty
TERCERA PARTE
El Abismo
Ellos le dijeron: ‘Pues tú, ¿qué señales haces para que veamos y
creamos?’
Juan, VI, 30 …Cierta vez, un comandante de brigada destacado en
Vietnam estableció un concurso destinado a que su unidad completara los
10.000 enemigos muertos; el premio era una semana de permiso, con todas
las comodidades, en la propia residencia del coronel…
Newsweek, 1969
Pero yo os digo que vosotros me habéis visto y no me creéis.
Juan, VI, 36
CAPÍTULO PRIMERO
Estaba parada frente al paso de peatones del puente Key, con los brazos
sobre el pretil, moviéndose nerviosa, esperando, mientras el denso tránsito
discurría intermitente, a sus espaldas, en medio de un concierto de claxons y
de una indiferente fricción de parachoques. Se había puesto en contacto con
Mary Jo; le había mentido.
—Regan está bien. A propósito, estaba planeando dar otra cena. ¿Cómo
se llama aquel jesuita psiquíatra? He creído que podría invitarlo…
Risas que venían de abajo: era una pareja joven, con bluejeans, en
una canoa alquilada. Con un rápido gesto nervioso, tiró la ceniza de su
cigarrillo y miró en dirección a la ciudad. Alguien se acercaba a ella
presuroso, vestido con pantalones color caqui y jersey azul; no era un cura,
no era él. Volvió a bajar la vista hacia el río, hasta su impotencia,
arremolinada en la estela de la canoa pintada con brillantes colores. Pudo
distinguir el nombre que llevaba pintado: Capricho.
Pasos. El hombre del jersey que se aproximaba, que se detenía al llegar
a su lado. Por el rabillo del ojo lo vio apoyar un brazo sobre el pretil, y
rápidamente desvió la mirada.
—¡Váyase de aquí, estúpido -farfulló con voz ronca, mientras arrojaba al
río el cigarrillo-, o llamaré a la Policía!
—¿Miss MacNeil? Soy el padre Karras.
Sonrojada, se incorporó y se volvió hacia él, sobresaltada. El ceño
contraído, la mirada severa.
—¡Dios mío! Yo soy… ¡Dios mío!
Se bajó las gafas de sol, confundida, e inmediatamente se las volvió a
subir, cuando aquellos ojos, oscuros y tristes, sondearon los suyos.
—Tendría que haberle advertido que vendría vestido de una manera
informal. Lo siento.
Su voz, suave, pareció quitarle un peso; tenía entrelazadas sus fuertes
manos. Eran grandes y, sin embargo, sensibles, venosas, como las que
pintaba Miguel Ángel.
Chris notó que su mirada se sentía instantáneamente atraída por ellas.
—He creído que sería mucho menos llamativo -prosiguió él-. Parecía
usted tan preocupada por mantener esto en secreto…
—Creo que tendría que haberme preocupado de no ser tan estúpida
-respondió ella, hurgando nerviosamente en su bolso-. Creí que era usted…
—¿Humano? -la interrumpió con una sonrisa.
—Me di cuenta de eso cuando lo vi un día en el campus -dijo ella,
que ahora se buscaba algo en los bolsillos de su traje-. Por eso lo llamé. Me
pareció usted humano. -Levantó la mirada y vio que él le observaba las
manos-. ¿Tiene un cigarrillo, padre?
Se palpó en el bolsillo de la camisa.
—¿Se anima a fumar uno sin filtro?
—En este momento me fumaría hasta una soga.
Sacó un ‘Camel’ del paquete.
—Mis medios económicos me obligan a hacerlo a menudo.
—Voto de pobreza -murmuró ella, con una tensa sonrisa, al coger el
cigarrillo.
—El voto de pobreza tiene sus ventajas -comentó él, mientras se
buscaba los fósforos en el bolsillo.
—¿Como qué, por ejemplo?
—Hace que la sopa tenga mejor sabor. -Nuevamente esbozó una sonrisa
a medias, mientras miraba la mano de Chris que sostenía el cigarrillo.
Temblaba. Vio que el cigarrillo se estremecía con movimientos rápidos e
irregulares, y, sin vacilar, se lo quitó de los dedos, se lo puso en la boca; lo
encendió, protegiendo, con las manos ahuecadas, la llama del fósforo, echó
una bocanada de humo y devolvió el cigarrillo a Chris, con la vista fija en los
autos que pasaban bajo el puente.
—Así es mucho más fácil; los coches levantan mucho viento -le dijo.
—Gracias, padre.
Chris lo miró con gratitud, casi con esperanza. Sabía lo que él había
hecho. Lo observó mientras encendía otro cigarrillo para él. Ambos apoyaron
luego un brazo en el pretil.
—¿De dónde es usted, padre?
—De Nueva York.
—Yo también. Sin embargo, nunca volvería allí. ¿Y usted?
Karras luchó contra una angustia que le atenazaba la garganta.
—No, no volvería. -Esbozó una sonrisa forzada-. Pero yo no tengo que
tomar esas decisiones.
—Claro; soy una estúpida. Es sacerdote y tiene que ir adonde lo
manden, ¿verdad?
—Exacto.
—¿Y cómo es que un psiquíatra se metió a cura? -preguntó.
Él estaba ansioso por saber cuál era el problema urgente de que ella le
había hablado por teléfono.
‘Se ve que tantea el camino -pensó-; pero ¿hacia dónde?’ No debía
presionarla. Ya vendría… ya vendría.
—Es al revés -la corrigió amablemente-. La Compañía…
—¿Quién?
—La Compañía de Jesús, o sea, los jesuitas.
—¡Ah, ya!
—La Compañía me hizo estudiar Medicina y Psiquiatría.
—¿Dónde?
—En Harvard, en el ‘Johns Hopkins’, en el Bellevue.
De repente se dio cuenta de que quería impresionarla. ¿Por que?, se
preguntó, y en seguida dio con la respuesta en los barrios pobres de su
niñez, en los gallineros de teatros del East Side. El pequeño Dimmy con una
estrella de cine.
—No está mal -dijo valorándolo con la vista y asintiendo con la cabeza.
—Nosotros no hacemos votos de pobreza mental.
Ella percibió irritación en su voz. Se encogió de hombros y se volvió
hasta quedar de cara al río.
—Verá, es que como yo no lo conozco y… -Aspiró profundamente el
humo del cigarrillo, lo exhaló y aplastó la colilla contra el pretil-. Es usted
amigo del padre Dyer, ¿verdad?
—Sí.
—¿Íntimo?
—Sí, íntimo.
—¿No le dijo nada de la fiesta?
—¿De la que celebró usted en su casa?
—Sí.
—Pues bien, me dijo que parecía usted humana.
Ella no captó su significado, o prefirió ignorarlo.
—¿No le habló de mi hija?
—No. No sabía que tuviera usted una hija.
—Pues sí; ya con doce años. ¿No se lo dijo, de verdad?
—No.
—¿Ni le dijo lo que ella hizo?
—Le repito que no me habló para nada de ella.
—Ya veo que los curas saben sujetar su lengua…
—Depende -respondió Karras.
—¿De qué?
—Del cura.
En una zona marginal de su conciencia flotaba una advertencia de
peligro contra las mujeres que se sentían atraídas, de forma neurótica, por
sacerdotes, a los que deseaban inconscientemente, y, pretextando algún otro
problema, se acercaban a ellos para obtener lo inalcanzable.
—Mire, me refiero a cosas como la confesión. Ustedes no pueden contar
nada de lo que se diga en confesión, ¿verdad?
—Exacto. No podemos decir nada.
—¿Y fuera de la confesión? -le preguntó-. ¿Qué pasaría si…? -Le
temblaban las manos-. Soy curiosa. Yo… No, en serio, me gustaría saber
qué pasaría si una persona fuera, digamos, un criminal, un asesino o algo
así, y acudiera a usted a pedirle ayuda. ¿Lo delataría usted?
—Si viniera a mí en busca de ayuda espiritual, no lo delataría -respondió
. —¿No lo delataría?
—No. No lo haría. Pero trataría de persuadirlo de que se entregara por sí
mismo.
—¿Y qué me dice del exorcismo?
—¿Cómo?
—Si una persona está poseída por alguna clase de demonio, ¿cómo
exorciza usted?
—En primer lugar, tendría que ponerlo en la máquina del tiempo y
transportarlo al siglo Xvi.
Chris se quedó desconcertada.
—¿Qué me quiere decir con eso? No lo he entendido.
—Pues es fácil. Quiero decirle que ya no suelen darse casos de ésos.
—¿Desde cuándo?
—Desde que se sabe que existen las enfermedades mentales; paranoia,
doble personalidad…, todas esas cosas que me enseñaron en Harvard.
—Me está tomando el pelo.
Su voz tembló impotente, confundida, y Karras se arrepintió de su
ligereza. ‘¿Por qué lo he hecho?’, se preguntó. No había podido contener su
lengua.
—Mire, miss MacNeil -le dijo, en un tono más amable-, desde que entré
en la Compañía de Jesús, no he conocido ni a un solo sacerdote que realizara
un exorcismo en toda su vida. Ninguno.
De nuevo contestó resuelto y sin pensar:
—Si Cristo hubiese dicho que tales personas eran esquizofrénicas,
probablemente lo habrían crucificado tres años antes.
—¡No me diga! -Chris se puso una mano temblorosa ante las gafas
oscuras, mientras se enronquecía su voz a causa del esfuerzo hecho para
dominarse-. Pues bien, debo comunicarle, padre Karras, que, pese a ello,
creo que alguien de mi familia, un ser muy querido, quizás esté poseído por
el demonio. Necesita un exorcismo. ¿Lo hará usted?
De pronto, todo le pareció irreal a Karras: el puente Key, ‘Hot Shoppe’,
al otro lado del río; el tránsito; Chris MacNeil, la estrella de cine. Mientras la
miraba, tratando de encontrar en su mente una respuesta, Chris se quitó las
gafas, y Karras sintió un instantáneo y punzante sobresalto al ver una
desesperada súplica en aquellos ojos fatigados. Se dio cuenta de que la
mujer hablaba en serio.
—Padre Karras, se trata de mi hija -le dijo con angustia-, ¡mi hija!
—Entonces, con más razón hay que olvidarse del exorcismo y… -dijo
finalmente el sacerdote en tono amable.
—¿Por qué? ¡Dios mío, no entiendo! -estalló con voz quebrada y
enloquecida.
Él la cogió por las muñecas, en un intento de consolarla.
—En primer lugar -le dijo con tono reconfortante-, eso podría empeorar
las cosas.
—Pero, ¿por qué?
—El ritual del exorcismo es peligrosamente sugestivo. Podría inculcar la
idea de tal posesión en alguien que no la tuviera, o, si la tuviera, podría
contribuir a robustecerla. En segundo lugar, miss MacNeil, la Iglesia, antes
de aprobar un exorcismo, realiza una investigación para ver si puede
garantizarlo. Y eso requiere tiempo. Mientras tanto, su…
—¿No podría hacer el exorcismo usted por su cuenta? -suplicó ella.
Le temblaba el labio inferior. Los ojos se le llenaban de lágrimas.
—Mire, cualquier sacerdote tiene el poder de exorcizar, pero debe contar
con el consentimiento de la Iglesia, y francamente, muy rara vez lo concede,
por lo cual…
—¿Ni siquiera puede ir a ver a mi hija?
—Bueno, como psiquíatra, sí, claro, pero…
—¡Ella necesita un sacerdote! -estalló Chris con las facciones
contraídas por la ira y el temor-. Ya la he llevado a todos los psiquíatras del
mundo, y ellos me han enviado a usted; ¡y ahora usted me remite a
ellos!
—Pero su…
—¡Dios mío!, ¿no habrá nadie que me ayude? -Su alarido desgarrador
se extendió sobre el río, de cuyas orillas levantaron el vuelo pájaros
espantados-. ¡Oh, Dios mío, que alguien me ayude! -exclamó de nuevo
Chris, y se arrojó, sollozando convulsivamente, sobre el pecho de Karras-.
¡Por favor! ¡Ayúdeme! ¡Por favor, por favor, ayúdeme…!
El jesuita la miró paternalmente y le acarició la cabeza, mientras los
pasajeros de los coches atascados los observaban con momentáneo
desinterés.
—Está bien -susurró Karras dándole golpecitos en el hombro.
Quería calmarla, frenar su histeria. ‘¿…mí hija?’ Era ella la que
necesitaba ayuda psiquiátrica-. Está bien, iré a verla -le dijo-. Se lo prometo.
En silencio la acompañó a su casa, dominado por una sensación de
irrealidad, pensando en la conferencia que daría al día siguiente en la
Facultad de Medicina de Georgetown. Aún tenía que preparar las notas.
Subieron por la escalinata exterior. Karras echó una mirada en dirección
a la residencia de los jesuitas y pensó que se perdería la cena. Eran las seis
menos diez.
Miró a Chris cuando introdujo la llave en la cerradura. Ella, titubeante,
se volvió hacia el sacerdote.
—Padre… ¿necesitará ornamentos sacerdotales?
¡Cuán infantiles e ingenuas resultaban aquellas palabras!
—Sería demasiado peligroso -le respondió.
Ella asintió y abrió la puerta. Entonces fue cuando Karras sintió una
señal de peligro, que le dio escalofríos. Era como si por su sangre corriera
hielo.
—¿Padre Karras?
Él levantó la vista. Chris había entrado y mantenía abierta la puerta.
Durante un momento permaneció indeciso, sin moverse; luego,
bruscamente, se adelantó y entró en la casa con la extraña sensación de que
algo terminaba.
Karras oyó un gran alboroto en la planta alta. Una voz, profunda y
atronadora, vomitaba obscenidades, amenazaba con furia, con odio, con
frustración.
Karras dirigió a Chris una rápida mirada. Ella, que lo observaba muda,
se detuvo, y luego siguió andando. Él caminó tras ella, subió las escaleras y,
después de salvar el pasillo, llegaron al dormitorio de Regan; Karl estaba de
espaldas, apoyado junto a la puerta del cuarto, con la cabeza caída sobre sus
brazos cruzados. Cuando el criado alzó lentamente la vista hacia Chris,
Karras notó en sus ojos desconcierto y terror. La voz que se oía en el
dormitorio, ahora que se hallaban en él, era tan potente que casi parecía
amplificada por medios electrónicos.
—No se deja poner las correas -dijo Karl a Chris, con voz quebrada.
—Vuelvo en seguida, padre -dijo Chris al sacerdote.
Karras la vio alejarse por el corredor, hasta su dormitorio; luego se
volvió hacia Karl. El suizo lo miraba de hito en hito.
—¿Es usted sacerdote? -preguntó Karl.
Tras asentir, Karras miró en dirección a la puerta del dormitorio de
Regan. A la voz furibunda había seguido ahora un largo y estridente berrido
de animal, semejante al de un novillo. Sintió que le tocaban la mano. Bajó la
vista.
—Es ella -le dijo Chris-, Regan. -Le alargó una foto, que él cogió. Una
niña. Muy bonita. De dulce sonrisa.
—Se la tomaron hace cuatro meses -dijo Chris como atontada.
Tomó la foto que le devolvió el sacerdote y, con la cabeza, le hizo un
gesto señalando hacia la puerta del cuarto-. Entre y examínela. -Se apoyó
contra la pared, junto a Karl-. Yo espero aquí.
—¿Quién está con ella? -preguntó Karras.
—Nadie.
Él sostuvo su mirada y luego se volvió, con el ceño fruncido, en
dirección al dormitorio. Al tocar el tirador, los ruidos de dentro cesaron
bruscamente. En el silencio, Karras vaciló; luego entró en la habitación con
lentitud, como si retrocediera ante el punzante hedor a excremento mohoso,
cuya vaharada le azotó la cara.
Dominando su repulsión, cerró la puerta. Sus ojos quedaron prendidos,
atónitos, en aquella cosa que era Regan, en la criatura que yacía de espaldas
en la cama, con la cabeza sobre la almohada, mientras sus ojos,
desmesuradamente abiertos en las hundidas cuencas, brillaban con loca y
astuta inteligencia, interesados y malignos al fijarse en los suyos, al
observarlo atentamente desde aquel rostro esquelético, aquella horrible y
maligna máscara. Karras dirigió la vista hacia el pelo enmarañado, hacia los
brazos consumidos, hacia el estómago dilatado, que sobresalía
grotescamente; luego, de nuevo, hacia aquellos ojos que lo miraban… que lo
atravesaban… que lo seguían cuando él se acercó a una silla junto a la
ventana.
—¡Hola, Regan! -dijo el sacerdote en tono amistoso y cálido. Tomó la
silla y la llevó al lado de la cama-. Soy un amigo de tu madre. Me ha dicho
que no te encontrabas muy bien. -Se sentó-. ¿Crees que me podrías decir lo
que te pasa? Me gustaría ayudarte.
Los ojos de la niña brillaron ferozmente, sin parpadear, y una
amarillenta saliva le corrió por la comisura de la boca y se le deslizó hasta el
mentón. Los labios se le pusieron rígidos y esbozaron una mueca en su boca
arqueada.
—¡Bien, bien, bien! -exclamó Regan sardónicamente. Karras sintió un
escalofrío, porque la voz era increíblemente profunda y densa de amenaza y
poder-. De modo que eres tú…, ¿eh? ¡Te han mandado a ti! Bueno, no
tenemos que temer nada de ti en absoluto.
—En efecto. Soy tu amigo. Me gustaría poder ayudarte -dijo Karras.
—Empieza, pues, por aflojar estas correas -gruñó Regan. Había
levantado las muñecas, y Karras pudo ver que estaban sujetas con una
correa doble.
—¿Te molestan? -le preguntó.
—Mucho. Son una molestia infernal. -Sus ojos brillaron, astutos.
Karras vio los rasguños de su cara, las grietas de sus labios, que, al
parecer, se había mordido.
—Temo que te puedas hacer daño, Regan.
—Yo no soy Regan -rugió, manteniendo la horripilante sonrisita, que
ahora le pareció a Karras una expresión permanente.
—¡Ah, claro! Bien, entonces creo que deberíamos presentarnos. Yo soy
Damien Karras -dijo el sacerdote-. ¿Quién eres tú?
—El demonio.
—Bien, muy bien -asintió Karras-. Podemos, pues, hablar.
—¿Sostener una pequeña charla?
—Si quieres.
—Muy buena para el alma. Pero te darás cuenta de que no puedo hablar
libremente si estoy atado con estas correas. Me he acostumbrado a hacer
ademanes. -Regan seguía diciendo tonterías-. Como sabes, he pasado
mucho tiempo en Roma, querido Karras. ¡Ahora afloja un poco estas correas!
¡Qué precocidad de lenguaje y pensamiento!’, pensó Karras. Se inclinó
hacia delante en su silla, con interés profesional.
—¿Dices que eres el demonio? -preguntó.
—Te lo aseguro.
—Entonces, ¿por qué no haces que las correas desaparezcan?
—Eso sería un despliegue de poder demasiado vulgar, Karras.
Demasiado burdo. Después de todo, soy un príncipe. -Emitió una risa
ahogada-. Prefiero siempre la persuasión, Karras, la unión, el trabajo en
comunidad. Más aún, si yo mismo me quitara las correas, amigo mío, te
haría perder la ocasión de hacer un acto de caridad.
—Pero un acto de caridad -dijo Karras- es una virtud y eso es
precisamente lo que el demonio querrá evitar, de modo que, de hecho, te
ayudaría si no te aflojara las correas. A menos que -se encogió de
hombros- no fueras de verdad el demonio. En ese caso, tal vez desataría las
correas.
—Eres astuto como un zorro, Karras. ¡Si pudiera estar aquí Herodes
para disfrutar de esto!
—¿Qué Herodes? -preguntó Karras con los ojos entornados. ¿Hacía un
juego de palabras aludiendo a Cristo, que había llamado Zorro a Herodes?-
. Hubo dos Herodes. ¿Te refieres al rey de Judea?
—¡Al tetrarca de Galilea! -espetó con furia y punzante desdén; luego,
bruscamente, volvió a sonreír y a hablar con voz siniestra-. ¿Ves cómo me
han alterado estas condenadas correas? Quítamelas y te adivinaré el futuro.
—Muy tentador.
—Es mi fuerte.
—Pero, ¿quién me asegura que puedes adivinar el futuro?
—Soy el demonio.
—Sí, ya lo has dicho, pero no me lo has probado.
—No tienes fe.
Karras se irguió.
—¿En qué?
—¡En mí, querido Karras, en mí! -En los ojos de Regan bailaba algo
maligno y burlón-. ¡Todas estas pruebas, todos estos signos en los cielos!
—Bueno, me conformo con algo muy simple -ofreció Karras-. Por
ejemplo, el demonio lo sabe todo, ¿no es cierto?
—No; casi todo, Karras, casi todo. ¿Ves? Dicen que soy orgulloso. Pues
no es cierto. ¿Qué te traes entre manos, zorro? -Los ojos, amarillentos e
inyectados en sangre, brillaban taimados.
—Me ha parecido que podríamos verificar el caudal de tus
conocimientos.
—¡Ah, sí! ¡El lago más grande de Sudamérica -lo atacó Regan por
sorpresa, con los ojos saltándole de júbilo- es el Titicaca, en Perú!
¿Suficiente?
—No, tendré que preguntar algo que sólo el demonio pueda saber. Por
ejemplo: ¿dónde está Regan? ¿Lo sabes?
—Aquí.
—¿Dónde es ‘aquí’?
—Dentro de la puerca.
—Déjame verla.
—¿Para qué?
—Pues para probar que me dices la verdad.
—¿Quieres convencerte? ¡Afloja las correas y te lo demostraré!
—Déjame verla.
—Puedo asegurarte que no te distraerás hablando con ella; es muy mala
conversadora, amigo. Te recomiendo encarecidamente que te quedes
conmigo.
—Bueno, es obvio que no sabes dónde está -dijo Karras encogiéndose
de hombros-, de modo que, aparentemente, no eres el demonio.
—¡Sí lo soy! -rugió Regan dando un repentino salto hacia delante, con
la cara contraída por la rabia. Karras tembló cuando la potente y terrible voz
hizo crujir las paredes de la habitación-. ¡Sí, lo soy!
—Bueno, entonces déjame ver a Regan -insistió Karras-. Eso sería la
prueba.
—¡Te lo demostraré! ¡Voy a leer tu mente! -masculló furiosa-. ¡Piensa
en un número, del uno al diez!
—No, eso no me probaría absolutamente nada. Tengo que ver a Regan.
Bruscamente, la muchacha emitió una risita sofocada, mientras se
retrepaba en la cabecera de la cama.
—No, nada serviría de prueba, Karras. ¡Qué genial! ¡Extraordinario!
Mientras tanto, procuremos mantenerte convenientemente engañado.
Después de todo, no quisiéramos perderte.
—¿Quiénes sois ‘nosotros’? -tanteó Karras.
—Somos un pequeño grupo aquí, dentro de la cerda -dijo, asintiendo-.
Una pequeña e impresionante multitud. Más adelante, puedo encargarme de
hacer unas discretas presentaciones. Pero ahora siento un picor terrible, y no
puedo rascarme. ¿Podrías aflojarme una correa sólo un momento, Karras?
—No; dime dónde te pica y yo te rascaré.
—¡Muy astuto, muy astuto!
—Muéstrame a Regan y quizás entonces te aflojaré una correa -ofreció
Karras-. Si…
Bruscamente se echó hacia atrás, espantado al contemplar aquellos ojos
llenos de terror, al ver aquella boca que se abría desmesuradamente, en una
silenciosa petición de ayuda. Pero, de inmediato, la entidad de Regan se
esfumó en una rápida y borrosa remodelación de facciones.
—¿No vas a quitarme estas correas? -preguntó una voz zalamera, con
evidente acento británico. De pronto retornó la personalidad diabólica.
—¿Podría ayudar a un viejo sacristán, padre? -graznó, y luego, riéndose,
echó la cabeza hacia atrás.
Karras permanecía sentado y aturdido; sentía de nuevo las manos
glaciales en su nuca, ahora más concretas, más firmes. La cosaRegan
interrumpió su risa y lo miró con ojos provocativos.
—A propósito, tu madre está aquí con nosotros, Karras. ¿Quieres dejarle
un mensaje? Me ocuparé de que lo reciba. -Karras tuvo que saltar de la silla
para esquivar un chorro de vómito. Le salpicó una parte del jersey y una de
las manos.
Súbitamente pálido, Karras miró hacia la cama. Regan se reía jubilosa.
Por la mano del sacerdote se deslizaba, sobre la alfombra, el producto del
vómito.
—Si eso es verdad -dijo Karras, turbado-, tienes que saber el nombre de
pila de mi madre. ¿Cuál es?
La cosa-Regan emitió un sonido sibilante, mientras sus ojos
desorbitados lanzaban destellos y su cabeza se agitaba con movimientos
ondulantes, como los de una cobra.
—¿Cuál es?
Regan lanzó un furioso mugido, como un becerro, que hizo vibrar los
cristales de la ventana, y puso los ojos en blanco. Karras la contempló por un
momento; el mugido continuaba. Luego se miró la mano y salió de la
habitación. Chris se apartó rápidamente de la pared en que estaba apoyada
y contempló, acongojada, el jersey del jesuita.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Ha vomitado Regan?
—¿Tiene una toalla? -le preguntó Karras.
—¡El baño está aquí mismo! -contestó en seguida, señalando hacia una
puerta del vestíbulo-. ¡Karl, cuídala un momento! -le ordenó Chris mientras
seguía al sacerdote hasta el baño.
—¡Lo siento mucho! -exclamó, agitada, mientras sacaba una toalla de
un tirón. El jesuita se acercó al lavabo.
—¿Le han dado algún tranquilizante? -preguntó.
Chris abrió los grifos.
—Sí, ‘Librium’. Quítese el jersey, lo lavaremos.
—¿Qué dosis? -preguntó él, mientras se lo quitaba con la mano
izquierda limpia.
—Espere, que le ayudaré. -Le tiró del jersey por la parte de abajo-. Hoy
le hemos dado cuatrocientos miligramos, padre.
—¿Cuatrocientos?
Chris había conseguido levantarle el jersey hasta la altura del pecho.
—Sí, sólo esa dosis nos permitió atarla con las correas. Y aun así,
hubimos de aunar nuestras fuerzas para…
—¿Le ha administrado usted a su hija cuatrocientos milígramos de una
sola vez?
—Vamos, padre, levante los brazos. -Él los levantó, y ella tiró
suavemente del jersey-. Es increíble la fuerza que tiene.
Descorrió la cortina y metió el jersey en la bañera.
—Willie se lo lavará, padre. Lo siento.
—No se moleste, no importa. -Se desabrochó la manga derecha de su
almidonada camisa blanca y se la arremangó hasta dejar al descubierto un
brazo velludo, fuerte y muscoloso.
—Lo siento -repitió Chris mientras se sentaba en el borde de la bañera.
—¿Le dan algo de alimento? -preguntó Karras poniendo su mano
derecha bajo el grifo del agua caliente.
Ella apretaba y soltaba la toalla. Era rosada y llevaba el nombre Regan
bordado en azul.
—No, padre. Sólo suero ‘Sustagen’ cuando duerme. Pero se arrancó la
sonda.
—¿Que se la arrancó?
—Sí, hoy.
Inquieto, Karras se enjabonó y enjuagó las manos, y, tras una pausa,
dijo gravemente:
—Tendría que estar en un sanatorio.
—No puedo hacer eso -respondió Chris con una voz sin matices.
—¿Por qué no?
—¡No puedo! -repitió con estremecedora ansiedad-. No puedo permitir
que intervenga nadie más. Ella ha… -Bajó la cabeza, suspirando
profundamente-. Ha hecho algo, padre. No puedo arriesgarme a que alguien
más se entere. Un médico…, una enfermera… -Levantó la mirada-. Nadie.
Karras, ceñudo, cerró los grifos. ‘¿…Qué pasaría si una persona fuera,
digamos, un criminal…?’ Cabizbajo, miró hacia el lavabo.
—¿Quién le administra el suero? ¿El ‘Librium’? ¿Los demás
medicamentos?
—Nosotros. El médico nos enseñó a hacerlo.
—Pero necesitan recetas.
—Usted puede extendernos algunas, ¿verdad, padre?
Karras se volvió hacia ella, con las manos sobre el lavabo, como un
cirujano después de higienizarse. Durante un momento se encontró con su
mirada fantasmal y percibió en ella como un terrible secreto escondido, un
gran temor. Hizo un gesto indicando la toalla que sostenía ella. Chris parecía
ausente.
—Toalla, por favor -dijo en tono suave.
—¡Perdón! -Se la entregó arrugada, desmayadamente, llena aún de
tensa expectación, mirándolo. El jesuita se secó las manos-. Bueno, padre,
¿qué le ha parecido? -preguntó finalmente Chris-. ¿Cree que es una posesa?
—¿Lo cree usted?
—No sé. Yo creía que el experto era usted.
—¿Qué es lo que sabe usted acerca de la posesión?
—Sólo lo poco que he leído. Algunas cosas que me han dicho los
médicos.
—¿Qué médicos?
—Los de la ‘Clínica Barringer’.
Dobló la toalla y la dejó en el toallero.
—¿Es católica?
—No.
—¿Y su hija?
—Tampoco.
—¿Qué religión profesan?
—Ninguna, pero yo…
—¿Por qué ha acudido a mí, entonces? ¿Quién la aconsejó?
—¡Lo he hecho porque estoy desesperada! -exclamó-. ¡Nadie me ha
aconsejado!
Karras, de espaldas a ella, jugueteaba con los flecos de la toalla.
—Usted dijo que los psiquíatras anteriores le habían aconsejado que se
dirigiera a mí.
—¡Oh, no sé lo que digo! ¡Me estoy volviendo loca!
—Mire, debo comunicarle que no me interesa en absoluto el motivo que
pueda usted tener -respondió con una intensidad cuidadosamente moderada-
. Lo único que me importa es hacer cuanto pueda por su hija.
Pero puedo anticiparle que si lo que busca es una cura por medio del
shock autosugestivo, pierde el tiempo, miss MacNeil. -Karras se cogió al
toallero para disimular el temblor de sus manos.
—Dicho sea de paso, soy mistress MacNeil -le dijo Chris secamente.
Él, bajando la cabeza, suavizó su tono.
—Mire, ya sea el demonio o sólo un trastorno mental, haré todo lo
posible por ayudarla. Pero debo saber la verdad. Es importante para Regan.
En este momento ando a tientas en un estado de ignorancia, lo cual no es
nada extraño ni anormal en mí, sino mi condición habitual. ¿Por qué no
salimos de este baño y vamos a algún lugar donde podamos conversar? -Se
había vuelto hacia ella con una tenue y cálida sonrisa reconfortante. Extendió
una mano para ayudarla a levantarse-. Me tomaría un taza de café.
—Y yo, algo fuerte.
Mientras Karl y Sharon cuidaban a Regan, se sentaron en el despacho.
Chris, en el sofá, y Karras, en una silla junto a la chimenea. Ella le explicó la
historia de la enfermedad de su hija, pero se cuidó muy bien de no
mencionar ningún fenómeno relacionado con Dennings.
El sacerdote escuchaba y decía muy poco: alguna pregunta de vez en
cuando, un gesto de asentimiento, un fruncir de cejas.
Chris reconoció que al principio creía que el exorcismo era una cura por
shock.
—Ahora no lo sé -dijo, sacudiendo la cabeza, al tiempo que mantenía
sus pecosos dedos nerviosamente entrelazados sobre la falda-.
Honestamente no lo sé. -Levantó la vista hacia el pensativo sacerdote-. ¿Qué
piensa usted, padre?
—Comportamiento compulsivo, producto de un sentimiento de culpa,
unido, quizás, a una doble personalidad.
—¡Padre, ya me han repetido eso muchas veces! ¿Cómo puede decirlo
también usted, después de lo que ha visto hace un momento? -Si usted
hubiera visto tantos pacientes como yo en salas de psiquiatría, lo podría
decir muy fácilmente -le aseguró-. ¿Posesión por el demonio? Pero su hija no
dice que ella sea un demonio, sino que insiste en que es el diablo en
persona, y ¡eso es lo mismo que afirmar que usted es Napoleón Bonaparte!
¿Se da cuenta?
—Entonces explíqueme lo de los golpes y todas esas cosas.
—No los he oído.
—Pues los oyeron también en la ‘Clínica Barringer’, padre, así que no fue
sólo aquí en casa.
—Bueno, tal vez no necesitemos de un diablo para explicarlos.
—Pues bien, dígame de qué se trata -le exigió.
—Psicokinesis.
—¿Qué es eso?
—Habrá oído usted hablar de los fenómenos en que las cosas cambian
de lugar, ¿verdad?
—¿Fantasmas que arrojan platos y otros objetos?
Karras asintió.
—No es nada raro, y por lo general, se presenta en adolescentes con
alguna alteración emocional. Según parece, una extrema tensión mental,
puede originar, a veces, una energía desconocida, que hace mover objetos a
una cierta distancia. No hay nada sobrenatural en esto. Como la fuerza
anormal de Regan. Le repito que es corriente en Patología. Digamos, si lo
prefiere, que la mente gobierna la materia.
—Digamos que es una locura.
—Bien, de cualquier modo, eso sucede fuera de la posesión.
—¡Vaya! -exclamó cansinamente-. He aquí a una atea y un sacerdote…
—La mejor explicación para cualquier fenómeno -dijo Karras, pasando
por alto la observación- es siempre la más sencilla que se presente y que
incluya todos los hechos.
—Puede ser que yo sea tonta -replicó ella-, pero no me aclara nada en
absoluto al decirme que un duende encantado que está en la cabeza de una
persona tira platos al techo. ¿Qué es entonces? ¿Me puede decir, por todos
los santos del cielo, qué es?
—No; nosotros…
—¿Qué diablos es eso de la personalidad desdoblada, padre? Usted lo
dice, yo lo oigo; pero, ¿qué es? ¿Soy acaso tan estúpida? ¿Me lo puede
explicar de un modo que me entre de una vez en la cabeza?
En sus enrojecidos ojos había una súplica de desesperada perplejidad.
—Mire, no hay nadie en el mundo que pretenda entenderlo -le dijo
amablemente el sacerdote-. Lo único que sabemos es que sucede; más allá
del fenómeno, todo es pura especulación. Pero, si lo desea, piense que el
cerebro humano contiene diecisiete mil millones de células.
Chris se inclinó atenta hacia delante, con el ceño fruncido.
—Estas células cerebrales -continuó Karras- gobiernan,
aproximadamente, cien millones de mensajes por segundo; ése es el número
de sensaciones que bombardean su cuerpo. Y no sólo compaginan todos
estos mensajes, sino que lo hacen con eficiencia, sin vacilaciones y sin
interponerse una en el camino de la otra. Ahora bien, ¿cómo podrían hacer
eso sin forma alguna de comunicación? Bueno, parece ser que no pueden, de
modo que cada una de esas células tendría conciencia propia. Imagínese por
un momento que el cuerpo humano es un impresionante transatlántico, y
que las células son la tripulación. Una de esas células está colocada en el
puente. Es el capitán. Pero él nunca sabe con precisión qué hace el resto
de la tripulación en las partes inferiores del barco. Lo único que sabe es que
éste sigue navegando suavemente, que la tarea se cumple. El capitán es
usted, en su conciencia alerta. Y lo que tal vez ocurra en el desdoblamiento
de la personalidad sea que, quizás, una de esas células de la tripulación de
las partes inferiores del barco suba al puente y se haga cargo del mando. En
otras palabras, un motín. ¿Le ayuda esto a entender?
Ella miraba incrédula, sin pestañear.
—¡Padre, eso es tan remoto para mí, que casi me resulta más fácil creer
en el diablo!
—Bueno…
—Mire, yo no sé nada de esas tonterías -lo interrumpió, con voz baja e
intensa-. Pero le voy a decir algo, padre. Si usted me mostrara a la hermana
gemela de Regan, que tuviese la misma cara, la misma voz, que fuese igual
hasta en la manera de poner los puntos sobre las íes, no me equivocaría; en
un segundo sabría que no es ella. ¡Lo sabría! Lo sabría en mis entrañas; por
eso le digo que sé que ¡eso que hay en la ‘planta alta’ no es mi hija! ¡Lo sé!
¡Lo sé! -Se reclinó, exhausta-. Ahora dígame qué he de hacer -lo desafió-.
Vamos, dígame que sabe usted con certeza que mi hija no tiene ningún
problema que no sea en la cabeza, que no necesita un exorcismo, que sabe
usted que no le haría ningún bien. ¡Vamos! ¡Dígamelo! ¡Dígame qué he de
hacer!
Durante unos segundos, inquietos y largos, el sacerdote permaneció en
silencio. Luego respondió suavemente:
—Bueno, hay pocas cosas de ese mundo que yo conozca con certeza.
-Meditó, hundido en una silla.
Luego volvió a hablar-: Normalmente, ¿es bajo el tono de voz de
Regan? -preguntó.
—No. Más aún, yo diría que es muy alto.
—¿La considera usted precoz?
—De ninguna manera.
—¿Sabe qué cociente de inteligencia tiene?
—Normal.
—¿Y sus hábitos de lectura?
—Principalmente, revistas de historietas.
—¿Y cree usted que el estilo de su lenguaje es muy distinto del normal?
—Totalmente. Ella nunca ha empleado ni la mitad de esas palabras.
—No, no me refiero al contenido de su lenguaje, sino al estilo.
—¿Estilo?
—Sí, la forma de coordinar las palabras.
—No creo entender bien lo que me quiere decir.
—¿No tiene usted algunas cartas escritas por ella? ¿Composiciones? Una
grabación de su voz sería…
—Sí, hay una cinta en que le habla a su padre -lo interrumpió-. La
estaba grabando para mandársela como carta, pero nunca la terminó. ¿La
quiere?
—Sí, y también necesito los informes médicos, especialmente los del
archivo de la ‘Clínica Barringer’.
—Mire, padre, ya he andado por ese camino y…
—Sí, sí, ya sé, pero tendré que ver los informes personalmente.
—De modo que todavía se opone a un exorcismo, ¿verdad?
—Sólo me opongo a la posibilidad de hacerle a su hija más daño que
bien.
—Pero ahora está hablando estrictamente como psiquíatra, ¿verdad?
—También hablo como sacerdote. Si voy al Obispado, o adonde haya
que ir, a pedir permiso para realizar un exorcismo, lo primero que necesito
es un indicio bastante sólido de que el estado de su hija no es puramente un
problema psiquiátrico. Luego tendría que presentar evidencias que la Iglesia
pudiera considerar como signos de posesión.
—¿Como qué, por ejemplo?
—No sé. Tendré que averiguar.
—¿Se burla de mí? Yo creía que era usted un experto.
—En este preciso instante, tal vez sepa usted más que la mayoría de los
sacerdotes sobre posesión diabólica. Entretanto, ¿cuándo me puede
conseguir los informes de la ‘Barringer’?
—¡Fletaré un avión si es necesario!
—¿Y la cinta grabada?
Chris se levantó.
—Voy a ver si la encuentro.
—Y otra cosa -agregó, mientras ella se detenía junto a la silla del
sacerdote-. Ese libro que mencionó usted, en el que hay un capítulo sobre
posesión, ¿cree que pueda haberlo leído Regan antes de comenzar su
enfermedad?
Chris se concentró, pasándose las uñas por los dientes.
—Sí, me parece recordar que leyó algo el día antes de que empezara
el problema, aunque, en realidad, no estoy segura del todo. Pero lo hizo en
algún momento, creo. No; estoy segura. Bien segura.
—Me gustaría echarle una ojeada. ¿Me lo puede dar?
—Es suyo. Lo sacaron de la biblioteca de los jesuitas, y ya venció el
plazo de préstamo para lectura. Se lo traigo en seguida -añadió mientras se
dirigía al despacho-. Creo que la cinta está en el sótano. Voy a ver. No
tardaré.
Karras asintió, ausente, con la mirada fija en un dibujo de la alfombra;
tras algunos minutos se levantó, caminó despacio hasta el vestíbulo y se
quedó inmóvil en la oscuridad, inexpresivo, como en otra dimensión,
mirando la nada, con las manos en los bolsillos, mientras escuchaba el
gruñido de un cerdo en la planta alta, los aullidos de un chacal, hipos, siseos.
—¡Oh, está usted ahí! Creí que seguía en el despacho. -Karras se volvió,
al tiempo que Chris encendía la luz-. ¿Se va? -Se acercó a él con el libro y la
cinta.
—Lo lamento, pero tengo que preparar una conferencia para mañana.
—¿Ah, sí? ¿Dónde?
—En la Facultad de Medicina. -Cogió el libro y la cinta que le tendía
Chris. -Trataré de volver mañana, por la tarde o la noche. Mientras tanto, si
ocurre algo urgente, no deje de llamarme a cualquier hora. Diré en la
centralita que la comuniquen conmigo. -Ella asintió. El jesuita abrió la
puerta-. Bueno, ¿qué tal está de medicamentos? -le preguntó.
—Bien -respondió ella-. Tengo recetas para volver a conseguir los
productos.
—¿Piensa llamar de nuevo a su médico?
La actriz cerró los ojos y, muy suavemente, negó con la cabeza.
—Tenga en cuenta que yo no soy un clínico -la previno.
—No puedo -susurró-. No puedo.
Karras logró captar su ansiedad, que la golpeaba como las olas en una
playa desconocida.
—Bueno, tarde o temprano tendré que informar a uno de mis superiores
acerca de este asunto, especialmente si voy a tener que venir a horas
intempestivas de la noche.
—¿Tiene que hacerlo? -preguntó Chris frunciendo el ceño con
preocupación.
—Si no fuera así podría parecer algo extraño, ¿no cree usted?
Ella bajó la vista.
—Sí, entiendo -murmuró.
—¿Tiene algún inconveniente? Voy a decir sólo lo necesario. No se
preocupe -le aseguró-. No se enterará nadie.
Chris elevó su cara, en la que se leía el tormento, hacia los ojos
enérgicos y tristes de Karras, en los que vio fortaleza y dolor.
—Bueno -dijo débilmente.
Y ella confió en el dolor.
Él asintió.
—Hablaremos.
Iba ya a marcharse, pero se detuvo un momento en la puerta,
pensativo, con una mano en los labios.
—¿Sabía su hija que iba a venir un sacerdote?
—No. No lo sabía nadie más que yo.
—¿Y sabía usted que mi madre ha muerto hace poco?
—Sí. Lo siento mucho.
—¿Estaba enterada Regan?
—¿Por qué?
—¿Estaba enterada Regan? -insistió él.
—No, en absoluto. ¿Por qué me lo pregunta? -repitió Chris, con las cejas
levemente arqueadas por la curiosidad.
—No es importante. -Se encogió de hombros-. Sólo quería saberlo.
-Examinó las facciones de la actriz con ademán de preocupación-. ¿Duerme
usted?
—Sólo un poco.
—Entonces, consígase píldoras. ¿No toma ‘Librium’?
—Sí.
—Pruebe con veinte, dos veces al día. Mientras tanto, trate de
mantenerse alejada de su hija.
Cuanto más expuesta esté a su comportamiento actual, mayor sería la
posibilidad de que se produzca daño permanente en lo tocante a sus
sentimientos por ella. Manténgase serena. Y relájese. No va a ayudar en
nada a Regan un colapso nervioso.
Ella asintió, abatida, con la vista baja.
—Y ahora, por favor, váyase a la cama -le dijo con dulzura-. ¿Verdad
que lo hará, y ahora mismo?
—Sí -dijo ella suavemente-. Está bien, se lo prometo. -Lo miró, tratando
de esbozar una sonrisa-. Buenas noches, padre. Gracias. Muchas gracias.
Durante un momento la contempló inexpresivamente. Luego, con
ademán resuelto, se marchó.
Chris lo observó desde la puerta. Cuando cruzaba la calle, pensó que tal
vez había llegado tarde para la cena. Después, se preguntó si tendría frío. Se
iba bajando las mangas de la camisa.
En el cruce de las calles Prospect y P se le cayó el libro y se inclinó con
rapidez para cogerlo; luego dobló la esquina y desapareció de la vista. Al
verlo esfumarse, de pronto se dio cuenta de que se sentía aliviada. No vio a
Kinderman sentado, solo, en un coche de la Policía, sin distintivo alguno.
Cerró la puerta.
Media hora más tarde, Damien Karras regresó, apresurado, a su
habitación en la residencia de los jesuitas, con varios libros y periódicos de la
biblioteca de Georgetown. Los depositó sobre su mesa y luego hurgó en sus
cajones en busca de un paquete de cigarrillos.
Encontró unos cuantos ‘Camel’, encendió uno, aspiró profundamente y
mantuvo el humo en los pulmones mientras pensaba en Regan.
Histeria. Tenía que ser histeria. Exhaló el humo, insertó los pulgares en
su cinturón y miró los libros. Se había traído Posesión, de Oesterreich; Los
demonios de Loudun, de Huxley, y Parapraxis en el caso de Haizman de
Freud; Posesión por el demonio y exorcismo en la primera época del
cristianismo, a la luz de las ideas modernas sobre las enfermedades
mentales, de McCasland, así como extractos de revistas psiquiátricas sobre
Neurosis de posesión diabólica en el siglo Xvii, y La demonología de la
psiquiatría moderna, de Freud.
El jesuita se tocó la frente, luego se miró los dedos y frotaba el sudor
que se pegaba entre ellos. Se dio cuenta de que su puerta estaba abierta.
Atravesó la habitación para cerrarla, luego fue a la biblioteca en busca de su
edición, encuadernada en rojo, del Ritual romano, compendio de ritos y
oraciones. Apretando el cigarrillo entre los labios, miró por entre el humo,
con los ojos entreabiertos; buscó, en las Reglas generales para los
exorcistas, los signos de la posesión demoníaca. Al principio leyó por encima,
pero luego empezó a hacerlo con más lentitud.
‘…El exorcista no debe creer de inmediato que una persona está poseída
por un espíritu maligno, sino que debe asegurarse de los signos por los
cuales un poseso se distingue de otro que sufre alguna enfermedad mental,
especialmente de carácter psicológico. Los signos de la posesión pueden ser
los siguientes: habilidad para hablar con cierta facilidad en un idioma extraño
o entenderlo cuando lo habla otro; facultad de predecir el futuro o adivinar
hechos ocultos; despliegue de poderes que van más allá de la edad o
condición natural del sujeto, y otros varios estados que, considerados en
conjunto, constituyen la evidencia.’
Karras meditó durante un rato; después se apoyó contra la estantería y
leyó el resto de las instrucciones. Cuando hubo terminado, se dio cuenta de
que volvía a mirar la instrucción número 8:
‘Algunos revelan un crimen cometido y los nombres de los asesinos.’
Levantó la vista al oír un golpe en la puerta.
—¿Damien?
—Entre.
Era Dyer.
—Chris MacNeil quería hablar contigo. ¿No la has visto?
—¿Cuándo? ¿Esta noche?
—No; esta tarde.
—¡Ah, sí, sí, ya he hablado con ella!
—Bueno -dijo Dyer-. Sólo quería asegurarme de que habías recibido el
mensaje.
El diminuto sacerdote se paseaba por la habitación, tocando los objetos
como un enanito en una tienda de baratijas.
—¿Necesitas algo, Joe? -preguntó Karras.
—¿No tienes un caramelo de limón?
—¿Qué?
—He buscado por todas partes. Nadie tiene. Me tomaría uno muy a
gusto -dijo mientras seguía paseándose por el cuarto-. Cierta vez, me pasé
un año escuchando confesiones de niños y curé a un adicto a los caramelos
de limón. Y me contagió la manía. Dicho sea entre nosotros, yo creo que
forma hábito. -Levantó la tapa de la lata para mantener húmedo el tabaco,
en la que Karras tenía guardadas unas nueces de alfóncigo-. ¿Qué guardas
aquí? ¿Porotos mexicanos?
Karras se volvió hacia la biblioteca, buscando un libro.
—Mira, Joe, tengo que…
—¿No te ha parecido encantadora Chris? -lo interrumpió Dyer,
dejándose caer sobre la cama. Se estiró cuan largo era, con las manos
cómodamente entrelazadas bajo la nuca-. Regia mujer. ¿Habéis hablado?
—Sí, hemos hablado -contestó Karras, cogiendo un volumen de tapas
verdes titulado Satán, colección de artículos y ensayos sobre la posición
católica, original de varios teólogos franceses. Lo llevó hasta su mesa-. Mira,
de veras tengo que…
—Sencilla. Realista. Sin rebuscamientos -continuó Dyer.
—Joe, tengo que preparar una conferencia para mañana -dijo Karras
mientras dejaba los libros en la mesa.
—Sí, está bien. Pero quería preguntarte algo. Tengo un guión basado en
la vida de san Ignacio de Loyola. El título es Valerosos jesuitas en marcha.
¿Qué te parece si se lo presentáramos a Chris MacNeil y…?
—¿Te vas a marchar o no? -lo aguijoneó Karras, aplastando la colilla de
su cigarrillo en un cenicero.
—¿Te aburro?
—Tengo que trabajar.
—¿Y quién diablos te lo impide?
—¡Vamos, vamos, te lo digo en serio! -Karras había empezado a
desabrocharse la camisa-. Me voy a dar una ducha y después me pondré a
trabajar.
—A propósito, no te he visto a la hora de la cena -dijo Dyer
levantándose, reacio, de la cama-. ¿Dónde has comido?
—No he comido.
—Eso es una estupidez. ¿Por qué hacer régimen, si sólo usas sotana?
-Se había acercado a la mesa y olía un cigarrillo-. Eso está anticuado.
—¿Hay alguna grabadora en la residencia?
—En la residencia no hay ni siquiera un caramelo de limón. Utiliza el
laboratorio de idiomas.
—¿Quién tiene la llave? ¿El padre director?
—No, el padre portero. ¿La necesitas esta noche?
—Sí -dijo Karras, dejando la camisa sobre el respaldo de la silla-.
¿Dónde puedo encontrarlo?
—¿Quieres que te la consiga yo?
—¿Podrías hacerlo? De veras tengo mucho trabajo.
—No te lo tomes con tanto calor, Gran Beatífico Jesuita Médico de
Brujas. Ya voy.
Dyer abrió la puerta y se fue.
Karras se duchó y luego se vistió con pantalones y una camisola. Al
sentarse a su mesa vio un cartón de ‘Camel’ sin filtro, y, al lado, una llave
con una etiqueta que decía: Laboratorio de idiomas; y otra: Frigorífico del
refectorio. Atada a la segunda había una notita: Es mejor que lo hagas tú
en vez de las ratas.
Karras sonrió al ver la firma:
El Niño del caramelo de limón.
Puso a un lado la notita y luego se quitó el reloj de pulsera y lo colocó
frente a él, sobre la mesa.
Eran las 10.50 h. de la noche.
Comenzó a leer. Freud. McCasland. Satán. El estudio exhaustivo de
Oesterreich. Poco después de las 4 de la mañana había terminado. Se
restregó la cara. Los ojos. Le picaban. Miró el cenicero. Cenizas y colillas
retorcidas. Denso humo en el ambiente.
Se puso de pie y caminó hacia la ventana con paso cansino. La abrió.
Contuvo el aliento ante el frío del húmedo aire de la madrugada y se quedó
pensando. Regan tenía el síndrome físico de la posesión. Lo sabía. Sobre eso
no tenía dudas. Porque en todos los casos, prescindiendo de lugar geográfico
o período histórico, los síntomas de la posesión eran, sustancialmente,
constantes. Regan no había experimentado algunos: estigmas, deseo de
comidas repugnantes, insensibilidad al dolor, hipo frecuente, sonoro e
irreprimible. Pero los otros los había manifestado con claridad: excitación
involuntaria, motora, aliento fétido, lengua saburral, caquexia, gastritis,
irritaciones de la piel y membranas mucosas. Más ostensibles aún eran los
síntomas de los casos que Oesterreich había caracterizado como posesión
‘genuina’; el sorprendente cambio de la voz y de las facciones, más la
manifestación de una nueva personalidad.
Karras levantó la vista y miró sombríamente la calle. Por entre las
ramas de los árboles alcanzaba a ver la casa y la gran ventana del dormitorio
de Regan. Cuando la posesión era voluntaria, como en el caso de los
médiums, la nueva personalidad era a menudo benigna.
Lo mismo que mi tía, reflexionó Karras. El espíritu de una mujer que
había poseído a un hombre. Un escultor. Por poco tiempo. Una hora cada
vez. Hasta que un amigo del escultor se enamoró locamente de ella.
Imploraba al escultor que la dejara permanecer para siempre en posesión de
su cuerpo. Pero en Regan no hay ninguna tía, caviló ceñudo. La
personalidad invasora era maligna. Depravada. Típica de los casos de
posesión diabólica en los cuales la nueva personalidad buscaba la destrucción
del cuerpo que la contenía. Y, a menudo, lo conseguía.
Pensativo, el jesuita volvió hasta su mesa, cogió un paquete de
cigarrillos y encendió uno. Bueno, está bien. Tiene los síntomas de los
posesos. Pero, ¿cómo la curamos?
Apagó el fósforo. Depende de la causa desencadenante. Se sentó en el
borde de la mesa. Pensó.
Las monjas del convento de Lille. Posesas. En la Francia de comienzos
del siglo XVII. Habían confesado a sus exorcistas que, mientras estaban en
estado de posesión, habían asistido regularmente a orgías satánicas. El
jesuita movió la cabeza. Al igual que en el caso de Lille, pensaba que las
causas de muchas posesiones eran una mezcla de fraude y mitomanía. Sin
embargo, otras parecían haber sido originadas por enfermedades mentales:
paranoia, esquizofrenia, neurastenia, psicastenia, y éste era el motivo
-pensó- por el que la Iglesia había recomendado, durante mucho tiempo, que
el exorcista trabajara en presencia de un psiquíatra o un neurólogo. Pero no
todas las posesiones tenían causas tan claras. Muchas habían llevado a
Oesterreich a caracterizar la posesión como una alteración separada,
totalmente única; a descartar la socorrida etiqueta de ‘desdoblamiento de
personalidad’, que la psiquiatría usa como un sinónimo, igualmente velado,
de los conceptos de ‘demonio’ y ‘espíritu de los muertos’.
Karras se rascó con un dedo la arruga junto a la nariz. Según ‘Barringer’
-le había dicho Chris-, la alteración de Regan podría ser causada por
sugestión, por algo relacionado con la histeria. Y Karras opinó que era
posible. Creía que la mayor parte de los casos que había estudiado habían
sido causados precisamente por estos dos factores. Seguro.
En primer lugar, porque afecta, sobre todo, a las mujeres. En segundo
lugar, por todos esos brotes epidémicos de posesión. Y luego los
exorcistas… Frunció el ceño. A menudo, ellos mismos fueron víctimas de la
posesión. Pensó en Loudun. Francia. El convento de las monjas ursulinas. De
los cuatro exorcistas que fueron enviados allí para encargarse de una
epidemia de posesión, tres -los padres Lucas, Lactante y Tranquille- no sólo
quedaron posesos, sino que murieron en seguida, al parecer, de shock. Y el
cuarto, el padre Surin, que tenía treinta y tres años en ese momento, quedó
loco para los veinticinco restantes años de su vida.
Hizo un gesto afirmativo para sí mismo. Si el trastorno de Regan era
histérico; si el origen de la posesión era puramente sugestivo, la fuente de la
sugestión sólo podría ser el capítulo de ese libro sobre brujería. El capítulo
sobre posesión. ¿Lo habrá leído?
Estudió las páginas con atención. Parecía haber una asombrosa similitud
entre cualquiera de esos detalles y el comportamiento de Regan. Eso podría
probarlo. Podría.
Encontró algunas correlaciones.
…El caso de una niña de ocho años, en cuya descripción se decía que
‘berreaba igual que un toro, con voz ronca y atronadora’. (Regan mugía
igual que un novillo).
…El caso de Helene Smith, que había sido tratada por el gran psicólogo
Flournoy; la descripción que hiciera del cambio de su voz y facciones, cambio
que se producía con ‘la rapidez de un relámpago’, para convertirse después
en las de una variedad de personalidades.
(Regan hizo eso conmigo. La personalidad que habló con acento
británico. Cambio rápido. Instantáneo).
…Un caso en Sudáfrica, dado a conocer por el renombrado etnólogo
Junod; la descripción que hiciera de una mujer que había desaparecido de su
casa una noche y fue encontrada a la mañana siguiente ‘atada por finas
lianas a la copa’ de un árbol muy alto y que ‘se deslizó por el árbol cabeza
abajo silbando, sacando y metiendo rápidamente la lengua en la boca, lo
mismo que una serpiente. Luego había quedado colgando, suspendida
durante un rato, hablando en un idioma que nadie había escuchado nunca’.
(Regan se había deslizado como una víbora cuando persiguió a Sharon. El
farfulleo. Un intento de ‘idioma desconocido’).
…El caso de Joseph y Thiebaut Burner, de ocho y diez años,
respectivamente, que ‘yacían sobre sus espaldas y que, de pronto,
empezaron a girar como trompos, a una velocidad increíble’.
Había otras semejanzas y razones para sospechar que se trataba de una
sugestión: la mención sobre la fuerza anormal, la obscenidad del lenguaje y
los relatos de posesión de los Evangelios, los cuales eran la base -pensaba
Karras- del curiosamente religioso contenido de los delirios de Regan en la
‘Clínica Barringer’. Más aún, el capítulo mencionaba las sucesivas etapas de
los ataques de posesión: ‘…La primera, la infección, consiste en un avance
por el ambiente de la víctima: ruidos, olores, objetos cambiados de lugar; la
segunda, la obsesión, que es un ataque personal sobre el sujeto, tramado
para inspirar terror por medio del tipo de ultraje que un hombre puede
infligirle con golpes y patadas.’ Los golpes. Las cosas arrojadas. Las
agresiones del capitán Howdy.
Quizá… quizá lo haya leído.
Pero Karras no estaba convencido.
En absoluto… en absoluto. Ni Chris. Se había mostrado muy insegura
acerca de esto.
Caminó nuevamente hasta la ventana. Entonces, ¿cuál es la respuesta?
¿Posesión genuina? ¿Un demonio? Bajó la vista, mientras agitaba la cabeza.
De ninguna manera. De ninguna manera. ¿Fenómenos paranormales?
Seguro. ¿Por qué no? Demasiados observadores competentes los habían
descrito. Médicos. Psiquíatras.
Hombres como Junod. Pero el problema es éste: ¿Cómo interpreta uno
estos fenómenos? Volvió a pensar en Oesterreich. Referencia a un hechicero
del Altai. Siberia. Poseso voluntariamente y examinado en una clínica
mientras realizaba una acción aparentemente paranormal: levitación. Poco
antes, su pulso había alcanzado los cien latidos, y poco después,
asombrosamente, los doscientos. Asimismo, se observaron violentos cambios
térmicos. Y en la respiración. De modo que su acción paranormal estaba
unida a la fisiología. Era originada por alguna energía o fuerza corporal.
Pero, como prueba de una posesión, la Iglesia quería fenómenos claros y
exteriores que sugirieran…
Se había olvidado de la terminología precisa. Miró. Buscó, pasando el
dedo índice por la hoja de un libro que había sobre su mesa. Lo encontró:
‘…fenómenos exteriores verificables que sugieran la idea de que se deben a
la extraordinaria intervención de una causa inteligente ajena al hombre’.
¿Sería ése el caso del hechicero?, se preguntó Karras. No. ¿Y es ése el
caso de Regan?
Buscó una página que había subrayado con lápiz: ‘El exorcista tendrá
sumo cuidado en no dejar sin explicación ninguna de las manifestaciones del
paciente…’
Hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Bien. Veamos. Moviéndose por
la estancia, examinó las manifestaciones de la alteración de Regan, junto con
sus posibles explicaciones. Las descartó mentalmente, una por una:
El asombroso cambio en las facciones de Regan.
En parte, por su enfermedad.
En parte, por la falta de alimentación. Sobre todo -concluyó- se debía a
un cambio de fisonomía como expresión de la constitución psíquica. ¡No
importa lo que signifique eso!, agregó con desagrado.
El asombroso cambio en la voz de Regan.
Aún tenía que oír la voz original. Pero aunque hubiera sido suave como
le dijera su madre, el gritar constantemente causaría tumefacción de las
cuerdas vocales, lo cual degeneraría en una voz grave. El único problema
-reflexionó- era la portentosa tesitura de esa voz, porque aun admitiendo la
tumefacción de las cuerdas, parecería fisiológicamente imposible.
Y, sin embargo, en estados patológicos o de ansiedad eran corrientes los
despliegues de fuerza paranormal a través de excesos de potencia muscular.
¿No podrían las cuerdas vocales y la caja de resonancia estar sujetas a los
mismos efectos misteriosos?
El metabolismo y la inteligencia de Regan ampliados repentinamente.
Criptomnesia: reminiscencias enterradas de palabras y datos a los que
había estado expuesta quizás en su infancia. En los sonámbulos -y,
frecuentemente, en los moribundos-, los datos enterrados salían a menudo a
la superficie con una fidelidad casi fotográfica.
El hecho de que Regan lo hubiera reconocido como sacerdote.
Un gran acierto. Si ella había leído el capítulo sobre posesión, podría
haber estado a la espera de la visita de un sacerdote.
Y, de acuerdo con Jung, la inconsciente conciencia y sensibilidad de los
histéricos podía ser, en ocasiones, cincuenta veces mayor que la normal, lo
cual explicaba la aparentemente auténtica ‘lectura del pensamiento’ que
hacen los médiums valiéndose de golpes en la mesa, pues lo que el
inconsciente del médium ‘leía’, en realidad, eran los temblores y vibraciones
creados en la mesa por las manos de la persona a quien supuestamente
leían los pensamientos. Los temblores trazaban letras y números.
De este modo, era posible que Regan hubiera podido ‘leer’ su identidad
simplemente por su manera de comportarse, por el aspecto de sus manos,
por el aroma a vino sacramental.
El hecho de que Regan supiera que había muerto la madre de Karras.
Una casualidad. Él tenía cuarenta y seis años.
¿Podría ayudar a un viejo monaguillo, padre?
Los textos usados en los seminarios católicos aceptaban la telepatía
como una realidad y un fenómeno natural a la vez.
La precocidad intelectual de Regan.
Al observar personalmente un caso de múltiple personalidad que incluía
fenómenos ocultos, el psiquíatra Jung había llegado a la conclusión de que en
los casos de sonambulismo histérico no sólo se incrementaban las
percepciones inconscientes, sino también el funcionamiento del intelecto, ya
que la nueva personalidad, en el caso en cuestión, parecería mucho más
inteligente que la primera. Y, sin embargo, Karras estaba desconcertado. El
mero hecho de describir el fenómeno, ¿lo explicaba?
Bruscamente se detuvo junto a la mesa, porque de pronto comprendió
que el juego de palabras que hiciera Regan sobre Herodes era mucho más
complicado aún de lo que al principio había parecido: recordó que cuando los
fariseos comunicaron a Jesús las amenazas de Herodes, Él les contestó: ‘Id a
decirle a ese zorro que yo arrojo demonios…’
Por un momento miró la cinta grabada con la voz de Regan; luego se
sentó a su mesa, cansinamente.
Encendió otro cigarrillo…, exhaló el humo, pensó otra vez en los chicos
Burner, en el caso de la niña de ocho años que había manifestado síntomas
de posesión genuina. ¿Qué libro habría leído aquella niña, que había
permitido a su inconsciente fingir los síntomas con tal perfección? ¿Y como
habían podido los inconscientes de las víctimas en la China comunicar los
síntomas a los inconscientes de personas en Siberia, Alemania y África, de
modo que los síntomas fuesen siempre los mismos?
A propósito, su madre está aquí con nosotros, Karras…
Miraba sin ver mientras el humo de su cigarrillo se elevaba cual rizados
susurros de memoria. El sacerdote se reclinó, observando el cajón inferior
izquierdo de la mesa. Siguió mirando un rato. Después se inclinó lentamente,
abrió el cajón y extrajo un descolorido cuaderno de ejercicios. Educación
para adultos. De su madre. Lo puso sobre la mesa y pasó las páginas con
tierno cuidado. Letras del abecedario, veces y más veces.
Luego, ejercicios sencillos:
Lección VI Mi dirección completa Entre las páginas, un intento de
cartas.
En seguida, otro encabezamiento. Incompleto. Desvió la mirada.
Vio los ojos de su madre en la ventana… esperando…
Domine, non sum dignus…
Los ojos se convirtieron en los de Regan…, ojos que gritaban…, ojos
que esperaban…
Pero di una palabra tuya…
Echó una mirada a la cinta magnetofónica.
Salió de la habitación. Llevó la cinta al laboratorio de idiomas.
Encontró una grabadora. Se sentó.
Enrolló la cinta en un carrete vacío. Se colocó los audífonos.
Puso en funcionamiento el aparato.
Luego se inclinó hacia delante y escuchó. Exhausto. Presa de emoción.
Durante unos segundos, sólo el silbido de la cinta. Chirridos del
mecanismo. De repente, un ruido del micrófono.
‘Hola…’ Como fondo, la voz de Chris MacNeil, que hablaba bajito. ‘No
tan cerca del micrófono, querida. Sepárate un poco.’
‘¿Así?’ ‘Sí, está bien. Ya puedes hablar.’ Risitas. Un golpe del micrófono
contra una mesa.
Luego la voz clara y dulce de Regan MacNeil.
‘Hola, papá. Soy yo.
Hummm…’ Nuevas risitas, luego un susurro aparte. ‘¡No sé qué decir!’
‘Cuéntale cómo estás, querida. Dile qué has estado haciendo.’ Más risitas.
‘Hummm, papaíto… Bueno… espero que me puedas oír bien y…
hummm… bueno, vamos a ver. Hummm, bueno, ante todo, estamos… No,
espera… Estamos en Washington, papi, ¿sabes? Aquí es donde vive el
presidente, y esta casa, ¿sabes, papi?, es… No, espera. Lo mejor es que
empiece de nuevo. Papi, hay…’
Karras escuchó vagamente el resto desde el fondo de sí mismo, a través
del rugido de la sangre que se agolpaba en los oídos, como el estruendo del
océano, y sintió que le corría una anonadante intuición por el pecho y la
cara. ¡Lo que vi en el dormitorio no era Regan!
Regresó a la residencia de los jesuitas. Encontró un cuartito. Dijo misa
antes de que todos se pusieran en movimiento. En la consagración, al
levantar la hostia, ésta tembló entre sus dedos, con una esperanza que no se
animaba a esperar.
—Porque éste es mi Cuerpo… -susurró, trémulo. Luego comulgó.
Después de misa no desayunó. Tomó apuntes para su conferencia. Dio
su clase en la Facultad de Medicina de Georgetown. Desgranó roncamente
una charla mal preparada: ‘…y considerando los síntomas de muchos
trastornos maníacos, se darán…’ ‘Papi, soy yo… soy yo…’ Pero, ¿quién era
‘yo’?
Karras terminó pronto la clase y regresó a su habitación, se sentó a la
mesa, apoyó en ella las palmas de las manos y, concienzudamente, volvió a
examinar la posición de la Iglesia acerca de los signos paranormales de la
posesión por el demonio. ¿Me habré obcecado?, se preguntaba. Examinó
con detenimiento los puntos principales en Satán: ‘telepatía…, fenómeno
natural…, el movimiento de objetos a distancia hace sospechar…, del cuerpo
puede emanar un fluido…, nuestros antepasados…, la Ciencia…, hoy
debemos tener más cuidado. No obstante la evidencia de situación
paranormal…’ Empezó a leer más lentamente: ‘…todas las conversaciones
mantenidas con el enfermo deben ser cuidadosamente analizadas, ya que si
evidencian el mismo sistema de asociación de ideas o de hábitos lógicogramaticales
que muestra en estado normal, se debe desconfiar de esa
posesión’.
Karras suspiró profundamente, exhausto. Inclinó la cabeza. No hay
caso. No veo la solución.
Echó una mirada al grabado de la página opuesta. Un demonio. Su
mirada se dirigía, distraídamente, a la inscripción que había debajo:
‘Pazuzu.’ Karras cerró sus ojos.
Algo andaba mal. Tranquille…
Percibió, como en una visión, la muerte del exorcista, los estertores
finales…, los mugidos…, los siseos…, los vómitos…, los ‘demonios’ que lo
arrancaron de la cama al suelo, furiosos porque pronto moriría y quedaría
fuera del alcance de sus tormentos. ¡Y Lucas!
Lucas. Arrodillado junto a su lecho. Rezando. Pero cuando murió
Tranquille, Lucas asumió al instante la identidad de los demonios, empezó a
patear con rabia el cadáver aún caliente, el cuerpo arañado y destrozado,
cubierto de vómitos y excrementos, mientras seis hombres fuertes trataban
de reducirlo, y no paró hasta que se llevaron al cadáver de la habitación.
Karras lo vio. Lo vio claramente.
¿Podría ser? ¿Era posible, imaginable? ¿Sería el ritual del exorcismo la
única esperanza de Regan? ¿Debía abrir él aquella caja de sufrimientos?
Era como una obsesión. Tenía que intentarlo. Debería saber.
¿Cómo saber? Abrió los ojos.
‘…las conversaciones con el enfermo deben ser cuidadosamente…’
Sí. Sí; ¿por qué no? Si al descubrir que el estilo del lenguaje de Regan y
el del ‘demonio’ eran los mismos se descartaba la posesión, a pesar de los
fenómenos paranormales, tendríamos que…
Seguro… una sensible diferencia en el estilo significaría que
probablemente ¡hay posesión!
Se paseó por la habitación.
¿Qué más? ¿Qué más? Algo rápido. Ella… ¡Un momento! Se detuvo,
cabizbajo y con las manos cogidas entre sí por detrás. Ese capítulo… ese
capítulo del libro sobre brujería. ¿Decía…? Sí, decía que los demonios
reaccionan invariablemente con furia cuando se hallan frente a la hostia
consagrada… a reliquias con santos…, a… ¡Agua bendita! ¡Eso mismo! ¡Ahí
está! ¡Iré y la rociaré con agua del grifo! ¡Pero le diré que es agua bendita!
Si reacciona como se supone reaccionan los demonios, entonces sabré que
no es una posesa…, que sus síntomas provienen de la sugestión…, que los
sacó del libro. Pero si no reaccionara, significará que…
¿Posesión genuina?
Quizá…
Febril, empezó a buscar un hisopo.
Willie lo hizo pasar. Ya al entrar, miró hacia el dormitorio de Regan.
Gritos. Obscenidades. Y, sin embargo, no con la voz profunda y áspera del
demonio. Cascada. Más suave. Un claro acento inglés… ¡Sí…! La
manifestación que había aparecido fugazmente la última vez que viera a
Regan.
Karras miró a Willie, que seguía esperando. Ella observaba, perpleja, el
cuello del clérigo. Y la indumentaria sacerdotal.
—Por favor, ¿dónde está mistress MacNeil? -le preguntó Karras.
Willie hizo un ademán señalando hacia la parte alta.
—Muchas gracias.
Se dirigió a la escalera. Subió. Vio a Chris en el vestíbulo.
Estaba sentada en una silla junto al dormitorio de Regan, con los brazos
cruzados. Al acercarse el jesuita, Chris oyó el crujido de la sotana. Alzó la
vista y, rápidamente, se puso de pie.
—¡Hola, padre!
Estaba muy ojerosa. Karras frunció el ceño.
—¿Ha dormido usted?
—Sí, un poco.
Karras agitó la cabeza a guisa de amonestación.
—La verdad es que no he podido -suspiró señalando, con un gesto de
cabeza, hacia el cuarto de Regan-. Ha estado haciendo eso toda la noche.
—¿No ha vomitado?
—No. -Lo agarró por una manga, como si quisiera llevárselo a otro lado-
. Vamos abajo, donde podamos…
—No, me gustaría verla -la interrumpió él amablemente. Resistió la
imperiosa insistencia de ella por llevárselo de allí.
—¿Ahora?
Algo andaba mal, pensó Karras. Parecía tensa. Temerosa.
—¿Por qué no ahora? -le preguntó.
Ella echó una furtiva mirada a la puerta del dormitorio de Regan.
Desde adentro chilló la áspera voz enloquecida:
—¡Naazi de mierda! ¡Naazi asqueroso!
Chris desvió la mirada; luego, de mala gana, asintió.
—Vaya, entre.
—¿No tiene una grabadora?
Sus ojos exploraron los de él con rápidos parpadeos.
—¿Me la podrían mandar al dormitorio con una cinta virgen, por favor?
Ella frunció el ceño, desconfiada.
—¿Para qué? -dijo, alarmada-. ¿Quiere usted grabar…?
—Sí, es impor…
—¡Padre, no puedo permitirle…!
—Necesito hacer comparaciones del estilo del lenguaje -la interrumpió él
con firmeza-. ¡Ahora, por favor! ¡Ha de confiar en mí!
Cuando se volvieron hacia la puerta del dormitorio, un impresionante
torrente de obscenidades pareció expulsar a Karl de la habitación. Tenía el
rostro demudado y llevaba ropa de cama y paños manchados.
—¿Le ha puesto las correas, Karl? -preguntó Chris cuando el sirviente
cerraba tras sí la puerta. Karl miró fugazmente a Karras y luego a Chris.
—Las tiene puestas -dijo por toda contestación, y se dirigió hacia la
escalera.
Chris lo observaba. Se volvió hacia Karras.
—De acuerdo -dijo débilmente-.
Haré que le suban la grabadora. -Y, bruscamente, se echó a andar por
el vestíbulo.
Karras la observó durante un momento. Estaba desconcertado. ¿Qué
pasaba? Notó un repentino silencio en el dormitorio. Fue breve. Oyó de
nuevo una risa diabólica. Se adelantó. Tanteó el hisopo en su bolsillo. Abrió
la puerta y entró en la habitación. El hedor era más penetrante aún que el
del día anterior. Cerró la puerta. Miró. Aquel horror. Aquella cosa sobre la
cama. Mientras se acercaba, la cosa lo iba observando con ojos burlones.
Llenos de astucia. Llenos de odio. Llenos de poder.
—¡Hola, Karras!
El sacerdote oyó el ruido de la diarrea que caía sobre el pantalón
bombacho de plástico. Le habló con calma desde los pies de la cama.
—¡Hola, diablo!, ¿cómo te sientes?
—En este momento, muy contento de verte. Feliz, -La lengua le colgaba
fuera de la boca, mientras los ojos examinaban a Karras con insolencia-. Veo
que te estás poniendo pálido. Muy bien. -Otra descarga diarreica-. No te
molesta un poco de hedor, ¿verdad, Karras?
—En absoluto.
—¡Eres un mentiroso!
—¿Te molesta que lo sea?
—Sí, algo.
—Pues al diablo le gustan los mentirosos.
—Sólo los buenos, querido Karras, sólo los buenos mentirosos -se rió-.
Pero, ¿quién te ha dicho que soy el diablo?
—¿No fuiste tú?
—¡Oh, puedo haberlo dicho! Puedo. No estoy bien. ¿Me creíste?
—Por supuesto.
—Mil disculpas.
—¿Dices que no eres el diablo?
—Soy sólo un pobre demonio que lucha. Un diablo. No el diablo. Una
diferencia sutil; pero no he perdido enteramente mi influencia sobre nuestro
padre que está en el infierno. A propósito, cuando lo veas no le digas que me
he ido de la lengua.
—¿Cuando lo vea? ¿Acaso está aquí? -preguntó el sacerdote.
—¿En esta puerca? De ninguna manera. Somos sólo una pobre familia
de almas en pena, amigo mío. No nos culpes por estar aquí. Pero es que no
tenemos adónde ir. No tenemos hogar.
—¿Y cuánto tiempo pensáis quedaros?
La cabeza pegó un salto en la almohada, contraída con furia mientras
rugía:
—¡Hasta que la cerda se muera! -Inmediatamente, Regan volvió a
adoptar su sonrisa tonta en una boca amplia-. A propósito, hace un día
magnífico para un exorcismo, ¿no te parece, Karras?
¡El libro! ¡Tiene que haberlo leído en el libro!
Lo taladró una mirada de expresión sardónica.
—Comiénzalo pronto. En seguida.
Incongruente. Allí había algo extraño.
—¿Te gustaría?
—Muchísimo.
—¿Pero no te echaría eso fuera de Regan?
El demonio apoyó la cabeza, riendo como maníaco; luego se interrumpió
en seco.
—Nos uniría.
—¿A ti y a Regan?
—¡A ti con nosotros, mi buen amigo! -graznó el demonio-. Tú con
nosotros. -Desde lo más profundo de aquella garganta salió una risa
ahogada.
Karras lo miraba fijamente. Sentía unas manos sobre su nuca. Frías
como el hielo. Lo tocaban suavemente. Después desaparecían.
Será por el miedo, pensó. Miedo. ¿Miedo de qué?
—Sí, Karras, te unirás a nuestra pequeña familia. Mira, el problema que
hay con los signos de los cielos, querido, es que, una vez los has visto, ya no
tiene uno perdón. ¿Te has dado cuenta de qué pocos milagros se ven hoy
día? No es culpa nuestra, Karras. No nos culpes a nosotros. ¡Nosotros lo
intentamos!
Karras volvió repentinamente la cabeza al oír un golpe estruendoso.
Un cajón de la cómoda se había abierto y deslizado hacia fuera en toda
su longitud. Sintió un pánico creciente al ver que de pronto se cerraba solo,
de un golpe. ¡Ahí está! Pero la emoción se desprendió en seguida, como un
pedazo podrido de la corteza de un árbol:
Psicokinesis. Karras oyó risas.
Volvió a mirar a Regan.
—Es estupendo charlar contigo, Karras -dijo el demonio, sonriente-. Me
siento libre. Como un niño travieso. Extiendo mis grandes alas. De hecho, el
que yo te diga esto, sólo contribuirá a tu perdición, doctor, mi querido e
ignominioso médico.
—¿Tú has hecho eso? ¿Tú has hecho que el cajón de la cómoda se
abriera hace un momento?
El demonio no lo oía. Había echado una rápida mirada en dirección a la
puerta, pues se oía el ruido de alguien que se acercaba rápidamente por el
vestíbulo; sus facciones se convirtieron en las de la otra personalidad.
—¡Bastardo! ¡Huno! -aulló con la voz áspera, de acento inglés.
Entró Karl, que se deslizó con la grabadora y la puso junto a la cama;
después salió rápidamente de la habitación.
—¡Fuera, Himmler! ¡Fuera de mi vista! ¡Ve a visitar a tu hija de pies
deformes! ¡Llévale chucrut! ¡Chucrut, y heroína! ¡Nazi! ¡A ella le
encantará! A ella…
Desapareció. Karl desapareció.
Y entonces, de pronto, la cosa que había dentro de Regan se puso
cordial y miró a Karras mientras éste preparaba la grabadora, la enchufaba y
enrollaba la cinta.
—¡Vaya, vaya! ¿Qué pasa? -dijo alegremente-. ¿Vamos a grabar algo,
padre? ¡Qué divertido! ¡A mí me fascinan estas cosas! ¡Me gustan con
locura!
—Yo soy Damien Karras -dijo el sacerdote mientras preparaba la
grabación-. ¿Quién eres tú?
—¿Estás averiguando mis antecedentes, idiota? Es muy osado de tu
parte, ¿no te parece? -se rió-. Yo hice de Duende en una obra de teatro de la
escuela. -Miró a su alrededor-. A propósito, ¿dónde hay algo para beber?
Estoy seco.
El sacerdote apoyó con suavidad el micrófono sobre la mesita de noche.
—Si me dices tu nombre, trataré de encontrarte algo de beber.
—Sí, claro -respondió con una risita ahogada y divertida-. Y supongo
que luego te lo beberías.
Mientras apretaba el botón que decía Grabar, Karras respondió:
—Quiero saber tu nombre.
—¡Mira qué vivo! -exclamó con voz ronca.
Y luego desapareció prestamente, para ser reemplazado por el demonio
anterior.
—¿Qué estás haciendo, Karras? ¿Grabando nuestra pequeña discusión?
Karras se puso tenso y miró con fijeza. Luego empujó una silla junto a la
cama y se sentó.
—¿Te importa? -preguntó.
—En absoluto -gruñó el demonio-. Siempre me han gustado los
artilugios infernales.
De pronto, Karras percibió un penetrante y desagradable olor, parecido
a…
—Chucrut, Karras, ¿lo has notado?
El jesuita pensó, maravillado, en que, en efecto, olía como a chucrut.
Luego se dispersó el olor, para dar paso al hedor de antes. Karras frunció el
ceño. ¿Lo habría imaginado? ¿Habría sido autosugestión? Pensó en el agua
bendita, pero consideró que era preferible reservarla para mejor ocasión.
—¿A quién estabas hablando antes? -preguntó.
—Simplemente a uno de la familia, Karras.
—¿Un demonio?
—Le das demasiada importancia.
—¿Por qué?
—La palabra ‘demonio’ significa ‘sabio’, y él es estúpido.
—¿En qué idioma significa ‘sabio’ la palabra ‘demonio’? -preguntó el
jesuita con vivo interés.
—En griego.
—¿Hablas griego?
—Con bastante fluidez.
¡Una de las señales!, pensó Karras muy excitado. ¡Habla una lengua
desconocida! Era más de lo que hubiera podido esperar.
—Pos egnokas hoty presbyteros eimi? -preguntó Karras rápidamente
en griego clásico.
—Ahora no tengo ganas, Karras.
—¡Oh! Entonces no sabes…
—¡No tengo ganas!
Desilusión. Karras meditó.
—¿Eres tú el que ha hecho mover el cajón de la cómoda? -preguntó.
—Desde luego.
—Muy impresionante. -Karras hizo un gesto afirmativo con la cabeza-.
Verdaderamente eres un demonio muy poderoso.
—Lo soy.
—Me pregunto si serías capaz de hacerlo de nuevo.
—Sí, a su debido tiempo.
—Hazlo ahora, por favor… Me gustaría mucho verlo.
—En su momento.
—¿Por qué no ahora?
—Debemos darte alguna razón para que dudes -dijo con voz ronca-.
Alguna. Sólo lo suficiente para asegurar el resultado final. -Echó la cabeza
hacia atrás, con una risita maligna-. ¡Qué raro es atacar por medio de la
verdad! ¡Ah, qué placer!
Unas manos heladas tocaban levemente su nuca. Karras miró con fijeza.
¿Por qué el miedo de nuevo? ¿Miedo? ¿Era miedo?
—No, miedo no -dijo el demonio. Sonreía-. Ese era yo.
Las manos dejaron de tocarlo.
Karras frunció el ceño. Sintióse asombrado de nuevo. Algo parecía
ahogarlo. Telepatía. ¿O estaría posesa? Averígualo. Averígualo ahora.
—¿Puedes decirme en qué estoy pensando en este momento?
—Tus pensamientos son demasiado aburridos para entretenerme en
leerlos.
—Entonces no puedes leer mi mente.
—Puedes creer lo que te plazca…, lo que te plazca.
¿Intentar con el agua bendita? ¿Ahora? Oyó el chirrido del mecanismo
de la grabadora. No. Sigue profundizando. Consigue más ejemplos del estilo
de su lenguaje.
—Eres una persona fascinante -dijo Karras.
Regan se rió burlona.
—De verdad -dijo Karras-. Me gustaría saber más acerca de ti.
Por ejemplo, nunca me has dicho quién eres.
—Un diablo -rugió el demonio.
—Sí, ya lo sé; pero, ¿qué diablo? ¿Cómo te llamas?
—¿Qué hay en un nombre, Karras? No te preocupes por mi nombre.
Llámame Howdy, si te parece más cómodo.
—¡Ah, sí! El capitán Howdy -asintió Karras-. El amigo de Regan.
—Su amigo, íntimo.
—¿De veras?
—Claro que sí.
—Pero, entonces, ¿por qué la atormentas?
—Porque soy su amigo. ¡A la puerca le gusta!
—¿Le gusta?
—¡Le encanta!
—Pero, ¿por qué?
—¡Pregúntaselo a ella!
—¿Le vas a permitir que me responda?
—No.
—Entonces, ¿qué sentido tiene que le pregunte?
—¡Ninguno! -Los ojos del demonio lanzaban destellos de odio.
—¿Quién es la persona con la que estuve hablando anteriormente?
-preguntó Karras.
—Ya lo preguntaste.
—Lo sé, pero nunca me diste una respuesta.
—Sólo otro amigo de la dulce y querida puerca, estimado Karras.
—¿Puedo hablar con él?
—No. Está ocupado con tu madre. -Emitió suaves risitas ahogadas.
Mostrábase burlón, y Karras sintió que desde lo más profundo lo iba
ganando la ira, un temblor de odio que el sacerdote reconoció, asombrado,
que no iba dirigido contra Regan, sino contra el demonio. ¡El demonio! ¿Qué
diablos te pasa, Karras?. El jesuita consiguió mantener la calma en lo
posible, respiró profundamente, se puso de pie y se sacó del bolsillo el
hisopo con agua bendita. Lo destapó.
El demonio desvió la mirada.
—¿Qué es eso?
—¿No lo sabes? -preguntó Karras, tapando a medias con su pulgar la
boca del hisopo, mientras comenzaba a salpicar a Regan con su contenido-.
Es agua bendita, diablo.
El demonio se encogió, se retorció, mugiendo con terror y sufrimiento.
—¡Quema! ¡Quema! ¡Ah, basta ya, basta, basta!
Inexpresivo, Karras dejó de rociarlo. Histeria. Sugestión.
Leyó el libro. Echó una mirada a la grabadora. ¿Para qué
molestarse?
Notó que había quedado en silencio. Miró a Regan. Frunció las cejas.
¿Qué es esto? ¿Qué está sucediendo? La personalidad diabólica se había
evaporado, y en su lagar había unas facciones parecidas y, sin embargo,
diferentes. Tenía los ojos en blanco. Murmullo. Lento. Un parloteo febril.
Karras se acercó a la cama. Se inclinó para escuchar. ¿Qué es?
Nada. Y, sin embargo… Tiene cadencia. Como un idioma. ¿No será…?
Sintió la vibración de unas alas en su estómago, las sujetó fuertemente, las
inmovilizó.
¡Vamos, no seas idiota! Y, sin embargo…
Echó una rápida mirada al control del volumen de la grabadora.
No se encendía. Tocó el pulsador para aumentarlo, y escuchó de nuevo,
con el oído cerca de los labios de Regan. El parloteo cesó y fue reemplazado
por una respiración áspera y profunda.
Karras se irguió.
—¿Quién eres? -preguntó.
—Eidanyoson -respondió el ente. Susurro doloroso. Sufriente.
Ojos en blanco. Párpados que se agitan-. Eidanyoson. -La voz gangosa y
entrecortada, como el alma de su dueño, parecía enclaustrada en un oscuro
y velado espacio, más allá del tiempo.
—¿Es ése tu nombre? -Karras frunció el ceño.
Los labios se movían. Sílabas febriles. Lentas. Ininteligibles. En seguida
cesaron.
—¿Me puedes entender?
Silencio. Sólo respiración. Profunda. Extrañamente ahogada. El
inquietante zumbido de la respiración en una tienda de oxígeno. El jesuita
esperaba. Quería más. Pero no pasó nada.
Rebobinó la cinta, metió la grabadora en su caja, la levantó y cogió el
rollo. Echó una última mirada a Regan. Cabos sueltos.
Indeciso, salió de la habitación y se dirigió a la planta baja. Encontró a
Chris en la cocina. Estaba sentada con Sharon, tomando café. Su expresión
era sombría.
Al ver que Karras se acercaba, ambas levantaron la vista inquisidoras,
ansiosas, expectantes.
Chris dijo quedamente a Sharon:
—¿Por qué no vas a hacer compañía a Regan?
Sharon tomó un último trago de café, asintió débilmente mirando a
Karras y partió. Él se sentó a la mesa, con gesto cansino.
—¿Qué sucede? -le preguntó Chris, que lo miraba fijamente.
Karras iba a contestar, pero se detuvo, ya que Karl entraba despacito,
procedente de la despensa, y se dirigía al fregadero. Chris siguió la dirección
de su mirada.
—No importa -dijo suavemente-, puede hablar. ¿Qué pasa?
—Ha habido dos personalidades desconocidas. Una de ellas creo haberla
visto por unos instantes; me refiero a esa que tiene acento británico. ¿Es
alguien que usted conoce?
—¿Tiene importancia eso? -preguntó Chris.
Nuevamente, él percibió tensión en su cara.
—Es importante.
Chris bajó la vista y asintió.
—Sí, es alguien que conocí.
—¿Quién?
Ella levantó la mirada.
—Burke Dennings.
—¿El director?
—Sí.
—¿El director que…?
—Sí -lo interrumpió.
En silencio, el jesuita sopesó su respuesta durante un momento. Vio que
el dedo índice de la actriz temblaba.
—¿Quiere café o alguna otra cosa, padre?
Karras hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No, gracias. -Se inclinó hacia delante, apoyando los codos en la mesa-
. ¿Lo conocía Regan?
—Sí.
—Y…
Un ruido seco. Asustada, Chris se echó hacia atrás, y al volverse vio que
a Karl se le había caído al suelo la tostadora y se agachaba para cogerla.
Pero se le volvió a caer.
—¡Por Dios, Karl!
—Lo siento, señora.
—¡Karl, váyase al cine o a cualquier parte! ¡No podemos quedarnos
todos enjaulados en esta casa! -Se volvió hacia Karras, cogió un paquete de
cigarrillos y lo arrojó con fuerza sobre la mesa al oír que Karl protestaba:
—No, yo…
—¡Karl, se lo digo en serio! -le espetó Chris, nerviosa, levantando la
voz, pero sin volverse-. ¡Váyase de aquí! ¡Salga de esta casa un rato!
¡Todos vamos a tener que marcharnos poco a poco! ¡Vamos, váyase!
—Sí, vete -añadió Willie como un eco, entrando y arrebatándole la
tostadora de la mano. Irritada, lo empujó hacia la despensa. Tras mirar
brevemente a Chris y a Karras, Karl se marchó.
—Lo siento, padre -murmuró Chris, disculpándose. Tomó un cigarrillo-.
Karl ha tenido que aguantar muchas cosas últimamente.
—Tiene razón -dijo Karras cariñosamente. Tomó los fósforos-. Todos
deberían hacer un esfuerzo para salir de la casa. -Le encendió el cigarrillo-.
Usted también.
—¿Y qué decía Burke? -preguntó Chris.
—Sólo obscenidades -contestó Karras encogiéndose de hombros.
—¿Nada más?
Advirtió cierto temor en el tono de su voz.
—Eso ya es bastante -respondió. Luego bajó el tono-. A propósito,
¿tiene Karl una hija?
—¿Una hija? Que yo sepa, no. Y si la tiene, nunca lo ha dicho.
—¿Está segura?
Willie estaba fregando los platos. Chris se volvió hacia ella.
—¿Tienes alguna hija, Willie?
—Murió hace mucho tiempo, señora.
—¡Oh, lo siento!
Chris se volvió hacia Karras.
—Ahora me entero -susurró-. ¿Por qué lo pregunta? ¿Cómo lo ha
sabido?
—Por Regan. Ella lo mencionó -dijo Karras.
Chris mantenía la mirada fija.
—¿Nunca mostró signos telepáticos? -preguntó-. Quiero decir antes de
esto.
—Bueno… -Chris vaciló-, no sé… No estoy segura. He comprobado
infinidad de veces que ella parecía estar pensando lo mismo que yo, pero,
¿no es corriente eso entre las personas que están muy unidas?
Karras asintió. Pensaba.
—Respecto a la otra personalidad, ¿es la que surgió aquella vez durante
la hipnosis?
—¿Esa que habla en jerga?
—Sí. ¿Quién es?
—No sé.
—¿No la conoce?
—En absoluto.
—¿Ha pedido los informes médicos?
—Los traerán esta tarde. Se los mandan por avión directamente a usted.
-Sorbió café-. Ha sido la única forma de conseguirlo, y aun así, tuve que
gritar lo mío.
—Sí, ya me imaginaba que iba a haber inconvenientes.
—Los hubo. Pero los informes ya están en camino. -Tomó otro sorbo de
café-. Bueno, y ¿qué hay del exorcismo, padre?
Él bajó la vista; suspiró.
—No tengo muchas esperanzas de que pueda convencer al obispo.
—¿Qué quiere decir con eso de que ‘no tiene muchas esperanzas’?
Dejó en la mesa la taza de café y frunció el ceño ansiosamente.
Él hurgó en su bolsillo, extrajo el hisopo y se lo mostró.
—¿Ve esto?
Chris asintió.
—Le he dicho que era agua bendita -explicó Karras-. Y cuando he
empezado a rociarla, ha reaccionado violentamente.
—¿Qué quiere decirme?
—Pues que no es agua bendita, sino del grifo.
—Pero puede ser que algunos demonios no conozcan la diferencia.
—¿Cree usted en serio que hay un demonio dentro de ella?
—Creo que hay algo en ella que está tratando de matarla, padre Karras,
y opino que no tiene mucha importancia que distinga entre la orina y el
agua, ¿no le parece? Mire, lo lamento mucho, pero me ha pedido usted mi
opinión. -Aplastó el cigarrillo-. Después de todo, ¿qué diferencia hay entre el
agua bendita y la del grifo?
—El agua bendita está bendecida.
—Muy bien. Pero, ¿qué propone usted, mientras tanto? ¿No hacer el
exorcismo?
—Mire, hace muy poco que he comenzado a profundizar en esto -dijo
Karras acalorado-. Pero la Iglesia tiene criterios que debemos considerar, y
ello, por una razón muy importante: ¡evitar todas esas supersticiones que la
gente no hace más que achacarle año tras año!
—¿No quiere un poco de ‘Librium’, padre?
—Lo siento, pero ha sido usted la que me ha pedido mi opinión.
—Y me la ha dado.
Buscó sus cigarrillos.
—Déme uno a mí -dijo Chris, hosca.
Le alargó el paquete, y Chris cogió un cigarrillo. Él se puso otro en la
boca y encendió los dos.
Expelieron el humo y se dejaron caer en sendas sillas junto a la mesa.
—Perdóneme -dijo él, suavemente.
—Estos cigarrillos sin filtro lo van a matar.
Karras jugueteaba con el paquete, arrugando el celofán.
—Estos son los signos que la Iglesia puede aceptar: Uno es el hablar en
un idioma que el sujeto no conocía antes, que nunca había estudiado. Estoy
trabajando en eso. Con las cintas. Veremos lo que saco en limpio. Luego
tenemos la clarividencia, aunque hoy puede anularla la telepatía.
—¿Cree usted en eso? -Frunció el ceño, escéptica.
Él la miró. Se dio cuenta de que hablaba en serio. Continuó:
—Y, por último, la manifestación de poderes superiores a sus
habilidades.
—Bueno, ¿y qué hay de esos golpes en la pared?
—Por sí mismos, no significan nada.
—¿Y los movimientos de la cama?
—No bastan.
—¿Y esas cosas que le salieron en la piel?
—¿Qué cosas?
—¿No se lo he dicho?
—¿Decirme qué?
—¿No? Pues fue en la clínica -le explicó Chris-. Tenía… -dijo
señalándose el pecho con el índice- como letras. Le salían en el pecho, y
luego desaparecían.
Karras frunció el ceño.
—Ha dicho usted ‘letras’. ¿Palabras no?
—No, palabras no. Sólo una M, una o dos veces. Luego una L.
—¿Y vio usted eso? -le preguntó.
—No. Me lo han contado.
—¿Quién?
—Los médicos de la clínica. Lo encontrará en el informe. Es cierto.
—No lo dudo. Pero eso también es un fenómeno natural.
—¿En dónde? ¿En Transilvania? -dijo Chris, incrédula.
Karras movió la cabeza.
—No, he leído casos de este tipo en las revistas médicas. En uno de
ellos, el psiquíatra de una prisión informaba que un paciente suyo podía
ponerse en trance voluntariamente y lograr que aparecieran en su piel los
signos del Zodíaco. -Con un gesto se señaló el pecho-. Se le levantaba la
piel.
—¡Se ve que usted no cree muy fácilmente en milagros!
—Cierta vez se hizo un experimento -prosiguió Karras- en el cual un
sujeto, hipnotizado, fue puesto en trance: luego le hicieron incisiones en los
dos brazos. Se le dijo que el brazo izquierdo sangraría, pero no el derecho.
Pues bien, así ocurrió: sangró el brazo izquierdo y el derecho no.
El poder de la mente reguló la pérdida de sangre. Por supuesto que no
sabemos cómo, pero sucede.
De modo que en los casos de estigmatizados, como el del recluso que le
he citado (o en el de Regan), el inconsciente regula el flujo de la corriente
sanguínea hacia la piel, y manda más hacia las partes que quiere que se
eleven. Y entonces tenemos dibujos, letras o lo que fuere. Es misterioso,
pero no sobrenatural.
—En verdad que es usted una persona difícil, padre Karras; ¿lo sabía?
Karras se tocó los dientes con la uña del pulgar.
—Mire, tal vez esto le ayude a entender -dijo, finalmente-. La Iglesia (no
yo, sino la Iglesia) publicó cierta vez una declaración, una advertencia a los
exorcistas. La leí anoche. Decía en ella que la mayoría de las personas que
se creen posesas, o que son consideradas como tales por otros (y cito
textualmente), ‘necesitan mucho más de un médico que de un exorcista’.
-Levantó la mirada y la clavó en los ojos de Chris-. ¿No se imagina cuándo se
publicó tal declaración?
—No. ¿Cuándo?
—En el año 1583.
Chris alzó la vista, sorprendida. Pensaba.
—Sí, claro, ése sí que fue un año de todos los diablos -murmuró.
Oyó que el sacerdote se levantaba de su silla y le decía:
—Déjeme que espere hasta ver los informes de la clínica.
Chris asintió.
—Entretanto -continuó-, voy a revisar las cintas grabadas; luego las
llevaré al Instituto de Idiomas y Lingüística. Quizás esta jerga sea algún
idioma. Lo dudo, pero puede ser. Y si se comparan los estilos de lenguaje…
Bueno, ya veremos. Si son los mismos, sabremos con certeza que no es una
posesa.
—Y entonces, ¿qué? -preguntó Chris ansiosa.
El sacerdote escudriñó los ojos de Chris. Eran turbulentos.
¡Preocupada porque su hija no sea una posesa! Pensó en Dennings.
Algo andaba mal. Muy mal.
Créame que me cuesta trabajo pedírselo; pero, ¿podría prestarme su
coche unos días?
Desolada, Chris mantenía su mirada fija en el suelo.
—Puede usted pedirme prestada hasta la vida por unos días -murmuró-.
Eso sí, devuélvamelo el jueves. Uno nunca sabe… podría necesitarlo.
Sintiendo una profunda pena, Karras contempló aquella cabeza inclinada
e indefensa. Ansiaba poder cogerle la mano y decirle que todo saldría bien.
Pero, ¿cómo?
—Espere, le traeré las llaves -dijo ella.
La vio alejarse como una plegaria desesperanzada.
Cuando le hubo entregado las llaves, Karras regresó, caminando, hasta
su habitación en la residencia. Allí dejó la grabadora y recogió la cinta de
Regan. Luego volvió a cruzar la calle, en busca del coche de Chris. Al subir
oyó que Karl lo llamaba desde la puerta de la casa:
—¡Padre Karras! -Karras miró. Karl bajaba corriendo la escalinata,
mientras se ponía apresuradamente la americana. Agitaba una mano-.
¡Padre Karras! ¡Un momento!
Karras se inclinó y bajó la ventanilla opuesta a la del asiento del
conductor. Karl metió la cabeza.
—¿Hacia dónde va, padre?
—A Du Pont Circle.
—¿Me podría llevar? ¿No le molesta?
—Encantado de hacerlo. Suba.
Karl lo hizo.
—¡Se lo agradezco mucho, padre!
Karras giró la llave de contacto.
—Le hará bien salir.
—Sí. Voy a ver una película. Una muy buena.
Karras puso la primera y arrancó.
Durante un rato marcharon en silencio. El jesuita trataba de encontrar
respuestas a sus interrogantes. Posesión. Imposible. El agua bendita.
Pero…
—Karl, dijo usted que conocía muy bien a Dennings, ¿no?
Karl, que miraba a través del parabrisas, asintió, rígido:
—Sí, lo conocía.
—Cuando Regan… cuando ella parece ser Dennings, ¿le da a usted la
impresión de que de veras lo es?
Larga pausa. Y luego un lacónico e inexpresivo:
—Sí.
Karras, obsesionado, asintió con la cabeza.
No hablaron más hasta llegar a Du Pont Circle, donde se detuvieron ante
un semáforo en rojo.
—Yo me bajo aquí, padre Karras -dijo Karl y abrió la portezuela-. Aquí
puedo coger el autobús. -Se bajó, y luego metió la cabeza por la ventanilla-.
Padre, muchas gracias, le estoy muy agradecido.
Se quedó parado en el andén de seguridad, en espera de que cambiara
la luz. Sonrió y agitó una mano al sacerdote que se alejaba.
Siguió con la vista fija en el coche hasta que desapareció en una curva,
a la entrada de la Massachusetts Avenue. Luego corrió a coger un autobús.
Pidió un billete combinado. Transbordó. Luego se apeó en la zona de
departamentos, al nordeste de la ciudad, por donde caminó hasta llegar a un
edificio de apartamentos, semiderruido, en el que entró.
Se detuvo al pie de una oscura escalera; olía a comida barata. De
alguna parte llegaba el llanto de un niño. Agachó la cabeza. Por el zócalo se
deslizó rápidamente una cucaracha, que cruzó la escalera con rítmicos
movimientos. Se agarró al pasamanos, y durante unos momentos pareció
titubear, como si tratara de volverse; pero, al fin, movió la cabeza y empezó
a subir la escalera. Cada paso gimiente crujía como un reproche. Al llegar al
primer piso se encaminó a una de las puertas de una lóbrega ala, y por un
momento se quedó allí con una mano apoyada en el marco. Miró la
desconchada pared: ‘Nicky’ y ‘Ellen’ escritos con lápiz, y debajo, una fecha y
un corazón cuyo centro era yeso resquebrajado.
Karl tocó el timbre y esperó cabizbajo. Se oyeron chirriar los muelles de
una cama, la voz de alguien que mascullaba irritado y el ruido de unos pasos
irregulares, causado por un zapato ortopédico.
De pronto, la puerta se abrió parcialmente de un golpe, y la cadenita de
seguridad repiqueteó al ser extendida al máximo, mientras una mujer, en
ropa interior, miraba hoscamente por la abertura; de la comisura de los
labios le colgaba un cigarrillo.
—¡Ah, eres tú! -exclamó secamente mientras quitaba la cadena.
Karl tropezó con unos ojos duros y apagados a la vez, macilentos pozos
de sufrimiento y vergüenza.
Contempló brevemente la disoluta mueca de los labios y la arruinada
cara, de una juventud y una belleza enterradas vivas en mil habitaciones de
hoteluchos, en mil despertares de sueños agitados, ahogando el llanto ante
la belleza perdida.
—¡Vamos, dile que se vaya a la porra! -tronó una áspera voz masculina
en el interior. Confusa.
El novio.
La muchacha volvió rápidamente la cabeza y le espetó:
—¡Cállate, estúpido, es papá! -Luego se dirigió a Karl-. Está borracho,
papá. Lo mejor es que no entres.
Karl asintió.
Los estragados ojos de la hija descendieron hasta la mano de Karl, que
se buscaba la cartera en el bolsillo de atrás.
—¿Cómo está mamá? -le preguntó, mientras succionaba el cigarrillo,
con la vista clavada en las manos que hurgaban en la billetera, en las manos
que contaban billetes de diez dólares.
—Está bien -asintió Karl, conciso-, está bien.
Cuando le entregó el dinero, ella empezó a toser como si fuera a
deshacerse. Se tapó la boca con una mano.
—¡Esta porquería de tabaco! -exclamó, sofocada.
Karl vio las marcas de los pinchazos en su brazo.
—Gracias, papá.
Le arrebató el dinero de las manos.
—¡Acaba de una vez! -gruñó el novio desde el interior.
—¡Bueno, papá, adiós! Ya sabes cómo se pone él.
—¡Elvira…! -Karl había metido la mano por la abertura, agarrándole la
muñeca-. ¡Han puesto una clínica en Nueva York! -le susurró implorante.
Ella hacía muecas y trataba de zafarse.
—¡Vamos, déjame!
—¡Te los mandaré! ¡Ellos te ayudarán! ¡No irás a la cárcel! Es…
—¡Por Dios, vamos, papá! -chilló, liberándose, al fin, de su mano.
—¡No, no, por favor! Es…
Le cerró la puerta en la cara. En el oscuro vestíbulo, en la alfombrada
tumba de sus expectativas, Karl se quedó mirando la puerta en silencio, y
luego inclinó la cabeza, lleno de mudo dolor. Desde el interior del
apartamento llegaba una conversación ahogada. Luego, una fuerte carcajada
cínica de mujer, seguida de una tos convulsa. Al volverse sintió el repentino
aguijonazo de un sobresalto, pues frente a él se hallaba el teniente
Kinderman, que le cerraba el paso.
—Tal vez ahora podamos charlar, señor Engstrom -jadeó, con las manos
metidas en los bolsillos del abrigo y con ojos tristes-. Quizá podamos charlar
ahora -repitió.
CAPÍTULO SEGUNDO
Karras rebobinó la cinta en un rollo vacío, en la oficina del rechoncho y
canoso director del Instituto de Idiomas y Lingüística.
Cuidadosamente había vuelto a grabar antes en distintos carretes, y
ahora se disponía a oír la primera, junto con el director. Entonces puso en
marcha la grabadora y se alejó unos pasos de la mesa. Escucharon la voz
febril desgranando su jerga. Karras se volvió hacia el director.
—¿Qué le parece, Frank? ¿Es un idioma?
El director estaba sentado en el borde de su mesa. Al terminar la cinta,
frunció el ceño, desconcertado.
—Muy extraño. ¿De dónde lo ha sacado?
Karras paró la cinta.
—Es algo que tengo desde hace años, desde la época en que trabajé en
un caso de personalidad desdoblada. Pienso escribir una monografía sobre
esto.
—¡Ah, ya!
—Bueno, ¿qué piensa?
El director se quitó las gafas y empezó a mordisquear los enganches de
carey.
—Si es un idioma, jamás lo he oído. Sin embargo, alguna vez… -Frunció
el ceño. Luego levantó la mirada hasta Karras.
—¿Quiere pasarla de nuevo?
Karras rebobinó en seguida la cinta y la volvió a pasar.
—Bien, ¿qué le parece? -preguntó.
—Tiene la cadencia de lenguaje.
Karras sintió una emoción esperanzada. Trató de reprimirla.
—Eso es lo que me ha parecido a mí -dijo.
—Pero, naturalmente, no lo entiendo. ¿Es antiguo o moderno?
—No lo sé.
—¿Por qué no me deja la cinta, padre? La estudiaré con algunos de los
muchachos.
—¿Podría sacar una copia? Me gustaría conservar el original.
—Sí, por supuesto.
—Entretanto, tengo otra cosa que hacer. ¿Dispone de tiempo?
—Sí. ¿De qué se trata?
—Le voy a entregar fragmentos de una conversación entre las que
aparentemente son dos personas distintas. Por medio del análisis semántico,
¿podría usted determinar si una sola persona puede haber sido capaz de
producir ambos modos de lenguaje?
—Creo que sí.
—¿Cómo?
—Pues por la frecuencia de una ‘muestra tipo’. En muestras de mil o
más palabras, basta probar la frecuencia con que se presentan las diversas
partes de la oración.
—¿Y cree que eso sería concluyente?
—Por lo menos, bastante. Desde luego, esta clase de pruebas permite
descartar cualquier cambio en el vocabulario básico. No cuentan las palabras,
sino el modo de expresarlas, el estilo. Nosotros lo denominamos ‘índice de
diversidad’. Esto puede resultar difícil para un profano y, por supuesto, es lo
que buscamos. -El director sonrió con afectada suficiencia. Luego señaló las
cintas que Karras tenía en las manos-. Ahí tiene dos personas distintas, ¿no
es así?
—No. Las palabras fueron emitidas por la misma persona, Frank. Como
ya le he dicho, fue un caso de doble personalidad. Las palabras y las voces
me parecen totalmente distintas, pero ambas salieron de la misma boca.
Mire, necesito que me haga un gran favor…
—¿Acaso que pruebe las dos? Con mucho gusto. Se la daré a uno de los
profesores.
—No, Frank, ése es el gran favor que le quiero pedir: me gustaría que lo
hiciera usted mismo, y lo más rápidamente que pueda. Es muy importante.
El director advirtió la urgencia en sus ojos. Asintió.
—Me pondré a hacerlo en seguida.
Grabó copias de ambas cintas, y Karras regresó con los originales a la
residencia de los jesuitas. Encontró una nota en su habitación. Habían
llegado los informes de la clínica. Se dirigió en seguida a la recepción y firmó
el papel en el que constaba que había recibido el paquete. De vuelta en su
cuarto, empezó a leer de inmediato. Pronto se convenció de que su visita al
Instituto de Idiomas había sido una pérdida de tiempo.
‘…señales de complejo de culpabilidad, con el consiguiente
sonambulismo histérico’.
Había lugar para las dudas. Siempre había lugar. Interpretación. Pero
los estigmas de Regan… Abatido, Karras apoyó su cara en las manos. El
estigma de la piel que le había descrito Chris figuraba en los informes. Pero
también habían consignado en ellos que Regan tenía piel hiperreactiva, por lo
cual ella misma podía haber dibujado simplemente las misteriosas letras en
su carne poco antes de que fueran descubiertas. Dermatografía.
Lo hizo ella misma, pensó Karras. Estaba seguro. Porque tan pronto
como le inmovilizaron las manos con correas -decían los informes, cesaron
los misteriosos fenómenos, fenómenos que no volvieron a repetirse.
Fraude. Consciente o inconsciente. Pero, a fin de cuentas, fraude.
Levantó la cabeza y miró al teléfono. Frank. ¿Debería llamarlo para
decirle que no se molestara? Tomó el receptor. No le contestaron, y le dejó
un recado.
Luego, exhausto, se levantó y, lentamente, se dirigió al cuarto de baño.
Se lavó la cara con agua fresca. El exorcista tendrá sumo cuidado en no
dejar sin contestación ninguna de las manifestaciones del paciente. Se miró
al espejo. ¿Se le habría escapado algo? ¿Qué? El olor a salchichas con
chucrut. Se volvió, cogió la toalla y se secó la cara. Autosugestión,
recordó. Y los enfermos mentales, en ciertos casos, parecían capaces de
obligar inconscientemente a sus cuerpos a que emitieran una variedad de
olores.
Karras se secó las manos. Los golpes…, el cajón que se abrió y se cerró.
¿Psicokinesis? ¿Con toda seguridad? ¿Cree usted en eso? Al poner la toalla
en su lugar se dio cuenta de que no estaba pensando lúcidamente.
Demasiado cansado. Pero no se animaba a hacer adivinanzas con Regan, a
exponerla a las peligrosas traiciones de la mente.
Salió de la residencia y marchó a la biblioteca de la Universidad. Buscó
en la Guía de publicaciones periódicas: Tel… Tel… Telepa… Encontró lo
que buscaba y, cogiendo la revista científica, se sentó para leer un artículo
del doctor Hans Bender, un psiquíatra alemán, sobre investigaciones de
fenómenos telepáticos. Al terminar la lectura quedó convencido de que
existían los fenómenos psicokinéticos, ya que se hallaban profusamente
documentados y habían sido filmados en clínicas psiquiátricas. En ninguno de
los casos mencionados en el artículo se hacía referencia a posesión diabólica.
Se emitía la hipótesis de una energía dirigida por la mente, producida de
manera inconsciente, y, en general -lo cual era muy significativo, pensó
Karras-, se daba en adolescentes sometidas a estados de ‘extrema tensión
interior, frustración y rabia’.
Karras se frotó los cansados ojos. Aún se sentía remiso. Volvió a
analizar los síntomas, deteniéndose en cada uno como un niño que vuelve a
tocar las tablas de una empalizada blanca. ¿Cuál se le había escapado? -se
preguntó-. ¿Cuál?
La respuesta, concluyó, al fin, cansado, era: Ninguna.
Dejó la revista en su lugar. Regresó caminando a casa de los MacNeil.
Acudió a abrir Willie, quien le acompañó hasta el despacho. La puerta estaba
cerrada.
Willie llamó.
—El padre Karras -anunció.
—Que pase.
Karras pasó y cerró la puerta detrás de sí. Chris estaba de espaldas, con
la frente apoyada en una mano y el codo en el bar.
—¡Hola, padre!
Su voz era un susurro seco y desesperado. Preocupado, se acercó a ella.
—¿Está bien? -le preguntó con dulzura.
—Sí.
Era evidente que trataba de contener la tensión. Karras frunció el ceño.
Con temblorosa mano, Chris se cubría el rostro.
—¿Qué hay, padre?
—He examinado los informes de la clínica. -Esperó. Ella no hizo ningún
comentario. Él prosiguió-: Creo… -Se detuvo-. Bueno, mi honrada opinión,
en este momento, es que lo que más ayudaría a Regan sería un tratamiento
psiquiátrico intensivo.
Chris movió lentamente la cabeza una y otra vez.
—¿Dónde está su padre? -preguntó Karras.
—En Europa -susurró ella.
—¿Le ha dicho usted lo que pasa?
Ella había pensado muchas veces en decírselo. Había estado tentada de
hacerlo. Eso podría volver a unirlos. Pero Howard y los curas… Por el bien de
Regan había decidido, al fin, no contárselo.
—No -dijo en tono suave.
—Pues creo que sería una gran ayuda si él estuviera aquí.
—¡Y yo creo que nada va a ayudar, excepto algo ajeno a nosotros!
-gritó Chris de repente, levantando hacia el sacerdote su cara llena de
lágrimas-. ¡Algo muy ajeno a nosotros!
—Insisto en que debería llamarlo.
—¿Por qué?
—Sería…
—¡Yo le he pedido a usted que expulse a un demonio, no que traiga
a otro! -gritó a Karras con repentina histeria. Sus facciones estaban
contraídas por la angustia-. ¿Qué ha pasado de pronto con el exorcismo?
—Bueno…
—¿Para qué diablos quiero yo a Howard?
—Ya hablaremos de eso después.
—¡No, ahora! ¿Para qué nos puede servir Howard? ¿Cuál sería el
beneficio?
—Es muy posible que la alteración de Regan empezara con un
sentimiento de culpabilidad por…
—¿Culpabilidad? ¿De qué? -gritó, con ojos enloquecidos.
—Podría…
—¿Por el divorcio? ¿Todas esas tonterías que dicen los psiquíatras?
—Bueno…
—¡Tiene sentimientos de culpabilidad porque mató a Burke Dennings!
-chilló Chris, apretándose las sienes con fuerza-. ¡Lo mató! ¡Lo mató y la
van a meter en la cárcel, la van a meter en la cárcel! ¡Oh, Dios mío, oh…!
Karras logró sostenerla cuando se desplomaba, llorando, y la condujo
hasta el sofá.
—Tranquilícese -le repitió suavemente-, tranquilícese.
—¡No, la van a… meter en la cárcel! -sollozó ella-. ¡La van a meter… a
meter… ahhh! ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!
—Vamos, vamos…
La hizo tumbarse en el sofá, se sentó a su lado y le cogió una mano.
Pensamientos sobre Kinderman. Dennings. El llanto de Chris. Irrealidad.
—Bueno, bueno, ya está bien. Cálmese.
Cuando se hubo calmado, la ayudó a incorporarse. Le trajo agua y una
caja de pañuelos de papel que había encontrado sobre una repisa, detrás del
bar. Luego volvió a sentarse a su lado.
—Me he quitado un gran peso de encima -dijo ella, sonándose la nariz y
gimoteando-. Ha sido como una liberación.
Karras estaba consternado. El impacto que le causó la revelación de
Chris crecía a medida que ella se calmaba. Respiración más tranquila. Nudos
intermitentes en la garganta. Pero ahora el peso recaía sobre él, abrumador,
opresivo. Sintióse rígido en su interior.
¡Nada más! ¡No diga nada más!
—¿Quiere decirme algo más? -le preguntó amablemente.
Chris asintió. Suspiró. Se secó los ojos y habló vacilante, entre sollozos
espasmódicos, de Kinderman, del libro, de su certeza de que Dennings había
subido al dormitorio de Regan, de la extraordinaria fuerza de su hija, de la
personalidad de Dennings, que ella había creído reconocer al verlo, muerto,
con la cabeza vuelta y mirando hacia atrás.
Terminó. Esperaba la reacción de Karras. Durante un rato, él no dijo
nada. Pensaba en todo lo que había escuchado. Al fin, dijo con suavidad:
—Usted no sabe que ella lo hizo.
—Pero tenía la cabeza vuelta hacia atrás -dijo Chris.
—Usted se había golpeado también fuertemente la cabeza contra la
pared -respondió Karras-. También estaba usted conmocionada. Se lo
imaginó.
—Ella me dijo que lo había hecho -declaró Chris, inexpresiva.
—¿Y le dijo cómo? -preguntó Karras.
Chris agitó la cabeza. Él se volvió para mirarla.
—No -contestó ella-, no.
—Entonces, eso no quiere decir nada -le aseguró Karras-. No tiene
ningún valor, a menos que ella le hubiera dado detalles que nadie,
razonablemente, pudiera saber, aparte el asesino.
Ella movió la cabeza dubitativa.
—No sé -respondió-. No sé si estoy haciendo lo adecuado. Creo que ella
lo hizo y que podría matar a alguien más. No sé… -Hizo una pausa-. Padre,
¿qué debo hacer? -le preguntó, desesperada.
El peso era ahora concreto y se adhería a sus espaldas.
Karras apoyó un codo sobre su rodilla y cerró los ojos.
—Bueno, ya se lo ha explicado a alguien -le dijo serenamente-. Ha
hecho lo que debía. Ahora olvídelo. No piense más en ello y déjeme todo a
mí.
Sintió la vista de Chris posada sobre él, y la miró.
—¿Se encuentra mejor?
Ella asintió.
—¿Me hará un favor? -le preguntó.
—¿Qué?
—Vaya al cine a ver una película.
Ella se secó un ojo con el dorso de la mano y sonrió.
—Detesto las películas.
—Pues vaya a visitar a una amiga.
Chris se puso las manos en la falda y lo miró cariñosamente.
—Tengo un amigo aquí -dijo al fin.
Él sonrió.
—Descanse un poco -le aconsejó.
—Lo haré.
A Karras se le había ocurrido algo más.
—¿Cree usted que Dennings llevó el libro arriba? ¿O que ya estaba allí?
—Creo que ya estaba allí -respondió Chris.
Karras reflexionó sobre esto.
Luego se puso en pie.
—Bueno, ¿necesita el coche?
—No; puede seguir usándolo.
—De acuerdo. Ya nos veremos.
—Hasta luego, padre.
—Hasta luego.
Salió y se adentró en la tumultuosa y agitada calle. Regan. Dennings.
¡Imposible! ¡No! Y, sin embargo, existía la casi convicción de Chris, su
histeria.
Precisamente son eso: imaginaciones histéricas. Pero… Rastreaba
certezas como hojas en el viento cortante.
Al pasar junto a la escalinata cerca de la casa oyó un ruido abajo, junto
al río. Se detuvo y miró en dirección al canal C_&O. Una armónica. Alguien
tocaba. El valle del Río Rojo. La canción favorita de Karras desde su niñez.
Escuchó hasta que las notas fueron ahogadas por el ruido del tránsito,
hasta que su errante reminiscencia fue hecha pedazos por un mundo ahora
atormentado que clamaba ayuda, que chorreaba sangre sobre el humo de los
tubos de escape. Se metió las manos en los bolsillos. Pensaba febrilmente.
En Chris. En Regan. En Lucas, dando puntapiés a Tranquille. Debía hacer
algo. Pero, ¿qué? ¿Le sería posible ir más allá de donde habían llegado los
clínicos de ‘Barringer’? ‘…ir a la Central Casting…’ Sí, sí, sabía la respuesta:
la esperanza. Recordó el caso de Achille. Poseso. Como Regan, también él se
había llamado demonio a sí mismo; como el de Regan, su trastorno se había
originado en un sentimiento de culpabilidad: remordimiento por su
infidelidad conyugal. El psicólogo Janet había efectuado una cura fingiendo
hipnóticamente la presencia de la esposa, que apareció ante los alucinados
ojos de Achille y lo perdonó solemnemente. Karras asintió para sí. La
sugestión podría resultar eficaz con Regan. Pero no a través de la hipnosis.
Lo habían intentado en ‘Barringer’. No. La sugestión neutralizante para
Regan -creía él- era el ritual del exorcismo. Ella sabía lo que era, conocía sus
efectos. Su reacción ante el agua bendita. Lo tomó del libro. Y en el libro
había descripciones de exorcismos realizados con éxito. ¡Podría resultar!
¡Podría! ¡Podría resultar! Pero, ¿cómo obtener el permiso del Obispado?
¿Cómo presentar el caso sin mencionar a Dennings? Karras no podía mentir
al obispo. No falsificaría los hechos. ¡Pero puedes dejar que los hechos
hablen por sí solos! ¿Que hechos?
Las cintas que estaban en el Instituto. ¿Qué encontraría Frank? ?
Podría haber encontrado algo? No. Pero, ¿quién sabía?
Regan no había distinguido el agua bendita del agua común. Claro.
Pero si admitía que ella puede leer mi mente, ¿cómo es que no reconoció la
diferencia? Se puso una mano en la frente. Tenía dolor de cabeza. Sentíase
confuso.
¡Por Dios, Karras, despierta!
¡Alguien se muere! ¡Despierta!
De regreso en su habitación, llamó al Instituto. Frank no estaba. Colgó
el teléfono. Agua bendita. Agua del grifo. Algo.
Abrió el Ritual en las Instrucciones a los exorcistas: ‘…espíritus
malignos… respuestas engañosas…, de modo que puede parecer que el
paciente no está poseso en absoluto…’ Karras reflexionaba. ¿Sería eso? ¿De
qué diablos estás hablando? ¿Qué espíritu maligno?
Cerró violentamente el libro y cogió de nuevo los informes médicos. Los
releyó, en busca de algo que pudiera ayudar al obispo.
Un momento. No hay antecedentes de histeria. Eso es algo.
Pero poco. Alguna discrepancia. ¿Cuál? Rastreó desesperadamente entre
los recuerdos de cuanto había estudiado. Luego recordó. No mucho. Pero
algo. Cogió el teléfono y llamó a Chris. Por su voz, parecía estar adormilada.
—Hola, padre.
—¿Dormía? Lo siento.
—No se preocupe.
—Chris, ¿dónde puedo ver al doctor… -recorrió el informe con un dedo
-Klein?
—En Rosslyn.
—¿En el complejo médico?
—Sí.
—Por favor, llámelo y dígale que el doctor Karras irá a verlo, y que me
gustaría echarle un vistazo al electroencefalograma de Regan. Dígale
doctor Karras, Chris. ¿Entiende?
—Sí.
—Ya le diré algo.
Cuando hubo colgado el receptor, Karras se quitó el alzacuello, la sotana
y los pantalones negros, para vestirse en seguida con unos pantalones color
caqui y un jersey. Encima se puso su impermeable negro de sacerdote, que
se abotonó hasta el cuello. Al mirarse al espejo frunció el ceno.
Curas y policías, pensó, mientras se desabrochaba aprisa el
impermeable: su atuendo emanaba un olor que lo identificaba, que era
imposible disimular. Karras se quitó los zapatos y se puso el único par que
tenía cuyo color no era negro: sus gastadas zapatillas blancas de tenis.
Rápidamente se dirigió a Rosslyn en el coche de Chris. Mientras
esperaba, en la calle M, que la luz verde le diera paso para cruzar el puente,
miró de reojo por la ventanilla y vio algo inquietante: Karl se apeaba de un
sedán negro en la Calle Treinta y Cinco, frente a la bodega ‘Dixie’. El
conductor del coche era el teniente Kinderman.
Cambió la luz. Karras aceleró y se adelantó para entrar en el puente.
Miró por el espejo retrovisor. ¿Lo habrían visto? Creía que no. Pero ¿qué
hacían juntos? ¿Pura casualidad? ¿Tendría algo que ver con Regan? ¿Con
Regan y… ?
¡No te preocupes ahora de eso! ¡Cada cosa a su tiempo!
Aparcó frente al complejo médico y subió al consultorio del doctor Klein.
El doctor estaba ocupado, pero una enfermera le dio a Karras el
electroencefalograma, que se puso a estudiar en seguida; la larga y estrecha
tira de cartulina se deslizaba suavemente entre sus dedos.
Klein, que llegó poco después, examinó, ligeramente desconcertado, la
indumentaria de Karras.
—¿Doctor Karras?
—Sí. Mucho gusto.
Se dieron la mano.
—Soy Klein. ¿Cómo está la niña?
—Va mejorando.
—Me alegro mucho.
Karras volvió a examinar el gráfico. Klein lo imitó, recorriendo con su
dedo el trazado de las ondas.
—¿Ve? Es muy regular. No hay fluctuaciones de ningún tipo.
—Sí, ya lo veo. -Karras frunció el ceño-. Muy curioso.
—¿Curioso? ¿Qué?
—Desde luego, en la suposición de que estamos tratando un caso de
histeria.
—No lo entiendo. -Supongo que no es muy conocido -murmuró Karras
sin dejar de pasar la cartulina entre sus manos-, pero Iteka, un belga,
descubrió que la histeria parecía ser la causa de algunas raras fluctuaciones
en el gráfico: un trazado diminuto, pero siempre idéntico. Es lo que busco
aquí y no encuentro.
Klein masculló, como extrañado:
—¿Qué me dice?
Karras lo miró brevemente.
—Estaba alterada cuando usted le tomó este encefalograma, ¿verdad?
—Sí, yo diría que lo estaba.
—Entonces, ¿no es raro que el examen haya sido tan perfecto? Incluso
las personas en estado normal pueden influir sobre sus ondas cerebrales,
aunque siempre dentro de una escala normal, y Regan estaba alterada en
ese momento. Parece que debería haber algunas fluctuaciones. Si…
—Doctor, mistress Simmons se impacienta -interrumpió una enfermera
que abrió la puerta.
—Sí…, ya voy -suspiró Klein. Cuando la enfermera se marchó, el médico
empezó a seguirla, pero luego se volvió hacia Karras, con una mano en el
tirador de la puerta-. A propósito de histeria -comentó secamente-, lo
lamento, pero tengo que irme.
Cerró la puerta detrás de sí.
Karras oyó sus pasos, que se alejaban por el corredor; el ruido de una
puerta que se abría y una frase: ‘Bueno, ¿cómo se encuentra hoy, señora…?’
Se cerró la puerta. Karras volvió a examinar el gráfico y, cuando hubo
acabado, lo dobló y lo sujeto con la goma. Luego lo devolvió a la enfermera
de recepción.
Algo. Era algo que podría esgrimir ante el obispo como prueba de que
Regan no era una histérica y, por tanto, que podía tratarse de un caso de
posesión. Pero el electroencefalograma había planteado otro misterio: ¿Por
qué no había fluctuaciones? ¿Por qué ninguna?
Cuando volvía a casa de Chris, al detenerse frente a un semáforo en la
confluencia de las calles Prospect y Treinta y Cinco, se quedó petrificado:
entre Karras y la residencia de los jesuitas se hallaba aparcado el coche de
Kinderman, el cual, sentado, solo, al volante, sacaba un codo por la
ventanilla y miraba fijamente hacia delante.
Karras torció a la derecha antes de que Kinderman pudiera verlo en el
‘Jaguar’ de Chris. Rápidamente encontró un lugar, aparcó, se apeó y cerró
con llave. Luego dobló la esquina caminando, como si se dirigiera a la
residencia.
¿Estará vigilando la casa?, se dijo, preocupado. El espectro de
Dennings reapareció una vez más para acosarlo. ¿Sería posible que
Kinderman creyera que Regan…?
Tranquilo. Ve más despacio. Tómalo con calma.
Se acercó al coche y metió la cabeza por la ventanilla opuesta a la del
conductor.
—¡Hola, teniente!
El detective se volvió con rapidez y pareció quedar sorprendido. Luego
sonrió, alegre.
—¡Padre Karras!
Desafinado, pensó Karras.
Notó que sentía las manos sudorosas y frías. ¡Muéstrate natural! ¡No
dejes que se dé cuenta de que estás preocupado! ¡Muéstrate natural!
—¿No sabe que le pueden poner una multa? Los días laborables no se
permite aparcar aquí entre las cuatro y las seis.
—No importa -jadeó Kinderman-. Estoy hablando con un cura. Todos o
casi todos los policías del vecindario son católicos.
—¿Cómo le va?
—Pues si he de decirle la verdad, sólo regular. ¿Y a usted?
—No me puedo quejar. ¿Y qué? ¿Ya ha aclarado ese asunto?
—¿Qué asunto?
—El del director.
—¡Ah, ése! -Hizo un gesto como desechando la idea-. No me pregunte.
Mire, ¿qué hace esta noche? ¿Está ocupado? Tengo pases para el ‘Cine
Crest’. Pasan Otelo.
—¿Quiénes son los intérpretes?
—Molly Picon es Desdémona, y Leo Fuchs, Otelo. ¿Le gusta? ¡Es gratis,
padre Marlon Exigente! ¡Es William F. Shakespeare! ¡No importa quién
trabaje o quién deje de hacerlo! ¿Qué, vendrá?
—Me temo que no podré. Estoy agobiado de trabajo.
—Ya lo veo. Tiene usted muy mal aspecto, padre, y perdóneme que se
lo diga. ¿Se va a dormir muy tarde?
—Yo siempre tengo muy mal aspecto.
—Pero ahora más que nunca. ¡Vamos! ¡Escápese una noche! Nos
divertiremos.
Karras decidió tantearlo, comprobar qué buscaba en realidad.
—¿Está seguro de que proyectan ésa? -preguntó. Sus ojos sondeaban
firmemente los de Kinderman-. Habría jurado que en el ‘Crest’ daban una de
Chris MacNeil.
El detective esquivó el golpe y replicó en seguida:
—No; estoy seguro. Otelo. Dan Otelo.
—A propósito, ¿qué lo trae por este barrio?
—¡Usted! ¡He venido sólo para invitarlo al cine!
—Sí, claro, es más fácil coger el coche que tomar el teléfono -dijo Karras
suavemente.
Las cejas del detective se elevaron con una expresión de inocencia que
no convencía a nadie.
—Su teléfono comunicaba -arguyó ásperamente, manteniendo
levantada la palma de la mano.
El jesuita clavó en él la mirada, inexpresivo.
—¿Qué hay de malo? -preguntó Kinderman al cabo de un momento.
Serio, Karras alargó una mano y levantó el párpado de Kinderman. Le
examinó el ojo.
—No sé. Usted sí que tiene muy mal aspecto. Podría ser víctima de una
mitomanía.
—No sé lo que significa eso -respondió Kinderman, cuando Karras retiró
su mano-. ¿Algo grave?
—No necesariamente fatal.
—¿Qué es? ¡Dígamelo! Porque a mí el suspense… no me deja vivir.
—Averígüelo -dijo Karras.
—Mire, no sea injusto. De vez en cuando debería darle un poquito al
César. Yo soy la ley. ¿Sabe que podría hacerlo desterrar?
—¿Por qué?
—Un psiquíatra no debe andar por ahí preocupando a la gente. Es
usted un problema público, porque hace que las personas se sientan
avergonzadas. Y les encantaría desembarazarse de usted. ¿A quién le va a
interesar un cura que viste jersey y calza zapatillas?
Sonriendo ligeramente, Karras asintió.
—Tengo que irme. Cuídese.
Golpeó dos veces con la mano el marco de la ventanilla, como
despedida; luego se volvió y caminó lentamente hacia la entrada de la
residencia.
—¡Vaya a ver a un analista! -le gritó el detective con voz ronca.
Después, su afectuosa mirada dejó paso a la preocupación.
Observó fugazmente la casa a través del parabrisas, encendió el motor y
arrancó. Al pasar junto a Karras, tocó la bocina y agitó una mano.
Karras le devolvió el salado y lo siguió con la vista hasta que
desapareció por la esquina de la Calle Treinta y Seis. Luego permaneció
inmóvil en la acera un momento, frotándose la frente con mano temblorosa.
¿Podría ella haberlo hecho? ¿Podría haber asesinado a Dennings de un modo
tan horrible? Levantó su mirada febril hasta la ventana de Regan. ¡Por Dios,
¿qué hay en esa casa? ¿Y cuánto tiempo pasaría antes de que Kinderman
exigiera ver a la niña? ¿O tuviera oportunidad de conocer la personalidad de
Dennings? ¿De oírlo? ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que internaran a
Regan en un manicomio? ¿O de que muriese?
Tenía que preparar el caso para presentarlo al Obispado. Rápidamente
cruzó la calle en dirección a la casa de Chris. Tocó el timbre. Willie lo hizo
pasar.
—La señora está durmiendo la siesta -dijo.
Karras hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Bien, muy bien.
Caminó junto a Willie y luego subió al dormitorio de Regan. Buscaba una
certeza a la que poder aferrarse.
Al entrar vio a Karl sentado en una silla apoyada contra la ventana. Con
los brazos cruzados, observaba a Regan. Su silenciosa presencia causaba la
impresión de un bosque denso y oscuro.
Karras se acercó a la cama y bajó la mirada. Los globos de los ojos se
veían lechosos. Murmullos. Hechizos desde otro mundo. Karras echó un
vistazo a Karl. Luego se inclinó lentamente y empezó a desatar una de las
correas que sujetaban a Regan.
—¡No, padre! ¡No!
Karl corrió hasta la cama y, de un tirón vigoroso, apartó el brazo del
sacerdote.
—¡No lo haga, padre! ¡Es muy fuerte! ¡Déjele las correas puestas!
Sus ojos revelaban un pánico que Karras hubo de admitir como
auténtico, y en ese momento supo que la fuerza de Regan no era una teoría,
sino un hecho. Ella podría haberlo hecho. Podría haber retorcido la cabeza de
Dennings hacia atrás. ¡Por Dios, Karras! ¡Date prisa! ¡Encuentra alguna
evidencia! ¡Piensa! ¡Pronto, antes de que…!
—Ich m9chte Sie etwas fragen, Engstrom!
Karras sintió una punzada ante el descubrimiento y la esperanza que
surgía. Se volvió con rapidez, mirando hacia la cama. El demonio sonreía
burlonamente a Karl.
—Tanzt Ihre Tochter gern?
¡Alemán! ¡Había preguntado si a la hija de Karl le gustaba bailar! Con el
corazón latiéndole violentamente, Karras volvióse y comprobó que Karl había
enrojecido, que sus ojos llameaban furibundos.
—¡Karl, lo mejor es que se aleje un poco! -le aconsejo Karras.
El suizo sacudió la cabeza, apretando con tanta fuerza sus manos, que
los nudillos se le pusieron blancos.
—¡No, me quedo!
—¡Váyase, por favor! -dijo el jesuita en tono enérgico. Su mirada
sostuvo firmemente la de Karl.
Tras un momento de obstinada resistencia, Karl cedió al fin y se marchó
apresuradamente. La risa había cesado. Karras se volvió de nuevo hacia la
cama. El demonio lo observaba. Parecía complacido.
—Conque has vuelto, ¿eh? Me sorprende. Creía que la vergüenza por lo
del agua bendita te habría quitado las ganas de venir de nuevo. Pero, claro,
me olvidaba de que un sacerdote no siente nunca vergüenza.
Karras contuvo la respiración y trató de dominarse, de pensar con
lucidez. Sabía que la prueba de los idiomas, en la posesión, exigía una
conversación inteligente. Para descartarla se podía atribuir a recuerdos
lingüísticos enterrados en la memoria. ¡Tranquilo! ¡Ve más despacio! ¿Te
acuerdas de aquella niña? Una sirvienta adolescente. Posesa. En su delirio,
farfullaba en un idioma que, finalmente, fue identificado como sirio.
Karras no pudo por menos de pensar en la emoción que esto había
causado y en cómo, por fin, se supo que la niña había estado empleada en
una pensión, y que uno de los pensionistas era un estudiante de Teología. La
víspera de sus exámenes, éste subía y bajaba las escaleras recitando en voz
alta sus lecciones de sirio. Y la chica las había oído. ¡Tranquilo! ¡No eches
todo a perder!
—Sprechen Sie deutsch? -preguntó Karras cauteloso.
—¿Más jueguecitos?
—Sprechen Sie deutsch? -repitió, mientras el pulso le latía aún
acelerado, ante esta esperanza remota.
—Natürlich -contestó el demonio para provocarlo-. Mirabile dictu,
¿no te parece?
El corazón le dio un vuelco. ¡No sólo alemán, sino latín! ¡Y dentro del
contexto!
—Quod nomen mihi est? [¿Cuál es mi nombre?] -preguntó
rápidamente.
—Karras.
—Ubi sum? [¿Dónde estoy?] Entonces, Karras, animado, se apresuró a
seguir.
—In cubiculo. [En una habitación].
—Et ubi cubiculum? [¿Y dónde está la habitación?] —In domo. [En
una casa.] —Ubi est Burke Dennings? [¿Dónde está Burke Dennings?]
—Mortuus. [Está muerto].
—Quomodo mortuus est? [¿Cómo murió?] —Inventus est capite
reverso. [Lo encontraron con la cabeza retorcida].
—Quis occidit eum? [¿Quién lo mató?] —Regan.
—Quomodo ea occidit illum? Dic mihi exacte! [¿Cómo lo mató ella?
¡Dímelo con exactitud!] —Bueno, bueno, por el momento ya es suficiente
emoción -dijo el demonio, sonriente-. Suficiente. Más que suficiente. Pero a
lo mejor piensas que mientras me hacías preguntas en latín, tu mismo te
ibas formulando mentalmente respuestas en latín. -Se rió-. Producto del
inconsciente, claro. Sí, ¿qué sería de nosotros sin el inconsciente? ¿Te das
cuenta de a dónde quiero llegar, Karras? No sé nada de latín. Me he limitado
a leerte los pensamientos. ¡Simplemente he extraído las respuestas de tu
cabeza!
Karras experimentó un repentino desaliento, se sintió atormentado y
frustrado por la enojosa duda enraizada en su cerebro.
La mente del jesuita corría desenfrenada, se formulaba preguntas para
las cuales no hubiera una sola respuesta, sino muchas. ¡Pero quizá piense
en todas ellas!, se dijo, al fin. Bueno, entonces haz una pregunta cuya
respuesta no conozcas. Luego podría verificar si la respuesta era correcta.
Antes de hablar de nuevo, esperó que menguara la risa.
—Quam profundus est imus Oceanus Indicus? [¿Cuál es la profundidad
del océano Indico en su punto más hondo?] Los ojos del demonio
centellearon:
—La plume de ma tante -profirió con voz ronca.
—Responde latine. [Contesta en latín].
—Bon jour! Bonne nuit!
—Quam… ?
Karras dejó la pregunta sin terminar al darse cuenta de que los ojos se
le ponían en blanco a Regan y aparecía la entidad que hablaba en jerga.
Impaciente y frustrado, Karras exigió en tono imperioso:
—¡Déjame hablar de nuevo con el demonio!
No hubo respuesta. Sólo la respiración que llegaba desde otra orilla.
—Qui es tu? -preguntó de pronto con voz cascada.
Seguía la misma respiración.
—¡Déjame hablar con Burke Dennings!
Hipo. Respiración. Hipo. Respiración.
—¡Déjame hablar con Burke Dennings!
Continuaba el hipo, a sacudidas regulares. Karras agitó la cabeza. Luego
se dirigió a una silla y se sentó en el borde de la misma. Se inclinó. Tenso.
Atormentado. Y esperando…
El tiempo transcurría. Karras se adormilaba. Luego levantó de pronto la
cabeza. ¡No te duermas! Miró a Regan a través de sus párpados
temblorosos y pesados. Sin hipo. Silenciosa.
¿Estará durmiendo?
Se acercó a la cama y la miró. Ojos cerrados. Respiración pesada. Le
tomó el pulso; después se inclinó y le examinó cuidadosamente los labios.
Estaban resecos. Se enderezó y esperó. Finalmente, abandonó la habitación.
Bajó a la cocina en busca de Sharon y la encontró comiendo sopa y un
bocadillo.
—¿Quiere que le prepare algo, padre? -le preguntó-. Debe de tener
hambre.
—No, gracias, no tengo apetito -respondió mientras se sentaba. Tomó
una libreta y un lápiz que había junto a la máquina de escribir de Sharon-.
Tiene hipo -le dijo-. ¿Le han recetado ‘Compazine’?
—Sí, tenemos un poco.
Él escribió en la libreta.
—Entonces póngale esta noche medio supositorio de veinticinco
miligramos.
—Bien.
—Se empieza a deshidratar -continuó-, por lo cual habrá que recurrir a
la alimentación intravenosa. Mañana a primera hora llame a una farmacia y
diga que le manden esto en seguida. -Deslizó la libreta hacia Sharon-.
Mientras tanto, como duerme, puede empezar a darle el suero ‘Sustagen’.
—Bien -asintió Sharon-. Así lo haré. -Sin dejar de tomar la sopa, dio la
vuelta a la libreta y leyó lo recetado.
Karras la observaba. Luego frunció el ceño, en un gesto de
concentración.
—¿Es usted su institutriz?
—Sí.
—¿Le ha enseñado algo de latín?
Ella lo miró, perpleja.
—No, no le he enseñado nada.
—¿Y alemán?
—Sólo francés.
—¿A qué nivel? La plume de ma tante?
—Bastante adelantado.
—¿Pero nada de alemán ni de latín?
—No.
—¿Hablan a veces en alemán los Engstrom?
—¡Claro!
—¿Cerca de Regan?
Sharon se encogió de hombros.
—Supongo que sí. -Se levantó para llevar los platos al fregadero-. Sí, sí,
estoy segura.
—¿Ha estudiado usted latín? -le preguntó Karras.
—No.
—Pero lo reconocería si lo leyera, ¿verdad?
—Sí, por supuesto.
Enjuagó el tazón sopero y lo puso en el secador.
—¿Ha hablado en latín en presencia de usted?
—¿Quién? ¿Regan?
—Sí. Quiero decir desde que se puso enferma.
—No, nunca.
—¿Ningún otro idioma? -tanteó Karras.
Cerró el grifo, pensativa.
—Pues creo…
—¿Qué?
—Creo… -Frunció el ceño…Bueno, juraría que la he oído hablar en ruso.
Karras la observaba fijamente.
—¿Lo habla usted? -le preguntó con la garganta seca.
Sharon se encogió de hombros.
—Digamos que algo. -Empezó a doblar el paño de la cocina-. Lo estudié
en la Universidad, eso es todo.
Karras se desmoronó.
Entonces sacó el latín de mi cerebro. Desolado, hundió la frente en las
manos, dudando, atormentado por el conocimiento y la razón: La telepatía,
más común en estados de gran tensión, el hablar siempre en un idioma
conocido por alguno de los que están en la habitación: ‘…piensa en las
mismas cosas que yo pienso…’ ‘Bon jour…’ ‘La plume de ma tante…’ ‘Bonne
nuit…’
¿Qué hacer? Duerme un poco. Luego, vuelve e intenta de nuevo…
intenta de nuevo…
Se levantó y vio a Sharon borrosamente, pues tenía la vista empañada.
Ella estaba de espaldas al fregadero, apoyada en el mismo y con los brazos
cruzados, escudriñándolo pensativa.
—Vuelvo a la residencia -dijo él-. Me gustaría que me llamara tan pronto
como se despierte Regan.
—Sí, lo llamaré.
—Y no se olvide del ‘Compazine’ -le recordó.
Sharon negó con la cabeza.
—No, en seguida me ocuparé de ello -dijo.
Karras asintió. Se metió las manos en los bolsillos y bajó la mirada,
tratando de pensar qué se podría haber olvidado de decir a Sharon. Siempre
quedaba algo por hacer. Siempre se escapaba algún detalle, por mucho
cuidado que se pusiera.
—Padre, ¿qué ocurre? -oyó que le preguntaba con cierta preocupación-.
¿Qué es? ¿Qué es lo que realmente le pasa a Regan?
Levantó los ojos, apagados y llenos de obsesión.
—En realidad no lo sé -contestó inexpresivamente.
Dio media vuelta y salió de la cocina. Al atravesar el vestíbulo Karras
oyó pasos rápidos detrás de él.
—¡Padre Karras!
Se detuvo. Vio a Karl, que traía su jersey.
—Perdóneme -dijo el sirviente, al tiempo que se lo entregaba-. Quería
hacerlo mucho antes. Pero me olvidé.
Las manchas de vómito habían desaparecido, y la prenda exhalaba un
suave aroma.
—Se lo agradezco, Karl -dijo, amablemente, el sacerdote-. Muchas
gracias.
—Gracias a usted, padre Karras.
Se advertía un temblor en su voz, y sus ojos revelaban emoción.
—Gracias por ayudar a miss Regan -terminó Karl. Luego desvió la
mirada, cohibido, y abandonó rápidamente el vestíbulo.
Karras, al ver cómo se alejaba, lo recordó en el coche de Kinderman.
Más misterio. Confusión.
Abrió la puerta con gesto cansino. Era de noche. Sin esperanzas,
emergió de la oscuridad para sumergirse de nuevo en la oscuridad. Caminó
hasta la residencia, buscando a tientas el sueño; al entrar en su cuarto vio
en el suelo un papelito color rosa, con algo escrito. Era de Frank. Las cintas.
El teléfono de su casa. ‘Por favor, llámeme…’ Cogió el teléfono y pidió el
número. Pasaron unos segundos. Sus manos temblaban con desesperanzada
expectación.
—¡Diga! -Voz de niño.
—¿Puedo hablar con tu papá, por favor?
—Sí, un momento. -Al otro lado dejaron el auricular para volverlo a
coger de nuevo al cabo de un momento. Otra vez el niño-: ¿Quién habla?
—El padre Karras.
—¿El padre Karits?
El corazón le latía violentamente. Karras repitió, deletreando:
—Karras, padre Karras.
De nuevo, el niño dejó el auricular.
Karras se clavó los dedos en la frente.
Ruido del teléfono.
—¿Padre Karras?
—Sí. ¡Hola, Frank! He estado tratando de encontrarlo.
—Perdóneme, pero me han tenido ocupado sus cintas.
—¿Terminó?
—Sí. A propósito, es algo muy extraño.
—Ya lo sé. -Karras procuraba apaciguar la tensión de su voz-. ¿De qué
se trata, Frank? ¿Qué ha encontrado?
—Bueno, la frecuencia de la ‘muestra tipo’…
—¿Sí?
—Pues bien, la muestra no ha sido suficiente para estar seguro, por
completo, ¿me entiende?, pero yo diría que es muy aproximada, o, por lo
menos, lo más aproximada que se pueda dar en estas cosas. De todos
modos, me atrevería a decir que las dos voces de las cintas corresponden,
probablemente, a dos personalidades distintas.
—¿Sólo probablemente?
—Bueno, no me arriesgaría a jurarlo ante un tribunal. Pero yo diría que
la variación es casi ínfima.
—Ínfima… -repitió Karras monótonamente. Bueno, no podía ser de
otro modo-. ¿Y qué pasa con esa jerga? -preguntó sin esperanzas-. ¿Es
algún idioma?
Frank trató de contener la risa.
—¿Qué tiene de gracioso? -preguntó el jesuita, molesto.
—¿Ha sido algún experimento psicológico subrepticio, padre?
—No sé qué me quiere decir, Frank.
—Pues que creo que se le mezclaron las cintas o algo por el estilo. Es…
—Frank, ¿se trata o no de un idioma? -lo interrumpió Karras.
—Yo diría que sí.
Karras se puso rígido.
—¿Me está tomando el pelo?
—No.
—¿Qué idioma es? -preguntó, incrédulo.
—Inglés.
Durante un momento, Karras permaneció mudo, y cuando habló de
nuevo, lo hizo con voz quebrada.
—Frank, parece que no nos entendemos bien. A menos que me quiera
gastar una broma.
—¿Tiene ahí su grabadora? -preguntó Frank.
Estaba sobre su mesa.
—Sí.
—¿Tiene mecanismo de retroceso?
—¿Por qué?
—¿Lo tiene o no?
—Un momento. -Irritado, Karras dejó el auricular y quitó la tapa de la
grabadora para comprobarlo-. Sí, lo tiene. Frank, ¿de qué se trata?
—Ponga la cinta en el aparato y pásela al revés.
—¿Qué?
—Es usted un novato. -Frank rió-. Escuche la cinta y hábleme mañana.
Buenas noches, padre.
—Buenas noches, Frank.
—Que se divierta.
Karras colgó. Parecía desconcertado. Buscó la cinta y la colocó en la
grabadora. Primero, la escuchó del derecho. Movía la cabeza. Era pura jerga.
La dejó correr hasta el final y luego la puso para atrás. Oyó su propia voz
hablando al revés. Luego Regan -o alguien-, ¡en inglés!
—…Marin marin karras be us let us… (…Marin marin karras déjenos
ser…)
Inglés. ¡Sin sentido, pero inglés! ¿Cómo diablos pudo hacerlo?,
preguntóse Karras, maravillado.
Escuchó todo, luego rebobinó la cinta y la pasó otra vez. Y otra vez,
hasta que, por fin, se dio cuenta de que el orden de las palabras estaba
invertido.
Detuvo la cinta y la rebobinó. Papel y lápiz en mano, se sentó a la mesa.
Puso nuevamente la cinta desde el comienzo y empezó a transcribir las
palabras, trabajando afanosamente, deteniéndose a cada momento y
volviendo a poner en marcha la grabadora. Cuando, finalmente, hubo
concluido, hizo una segunda transcripción en otra hoja de papel, repasando
el orden de las palabras. Después se retrepó en el asiento y dijo:
‘…peligro. Todavía no [indescifrable] morirá. Poco tiempo. Ahora el
[indescifrable].
Déjala que se muera. ¡No, no, es dulce! ¡Es dulce en el cuerpo! ¡Yo lo
siento! Hay [indescifrable]. Mejor [indescifrable] que el vacío. Temo al
sacerdote. Danos tiempo. ¡Temo al sacerdote! El es [indescifrable]. No, éste
no: el [indescifrable], el que [indescifrable]. Está enfermo. ¡Ah!, la sangre,
siente la sangre, cómo [¿canta?]’.
Al llegar aquí, Karras preguntaba: ‘¿Quién eres?’, y obtenía esta
respuesta:
‘No soy nadie. No soy nadie.’
Luego Karras: ‘¿Es ése tu nombre?’ Contestación:
‘No tengo nombre. No soy nadie. Muchos. Déjenos ser.
Déjenos calentarnos en el cuerpo. No [indescifrable] del cuerpo hacia el
vacío, hacia [indescifrable]. Abandónenos. Déjenos ser. Déjenos ser. Karras.
(¿Marin? ¿Marin?…’
Una y otra vez volvió a leerlo, obsesionado por el tono, por el
presentimiento de que hablaba más de una persona, hasta que la repetición
misma embotó su percepción de los sonidos y le hizo que parecieran
corrientes. Dejó sobre la mesa la libreta en que había escrito y se restregó la
cara, los ojos y hasta los pensamientos. No era un idioma desconocido. Y
escribir al revés con facilidad no era nada paranormal y ni siquiera poco
común. Pero hablar al revés, adaptar y alterar la fonética de modo que al
retroceder la cinta se hiciera inteligible, ¿no era acaso una hazaña que iba
mucho más allá de un intelecto hiperestimulado?
Recordó. Fue hasta la estantería en busca de un libro: Psicología y
patología de los llamados fenómenos ocultos. Esperaba poder encontrar allí
algo parecido. Pero, ¿qué?
Lo encontró: la descripción de un experimento con escritura automática,
en el cual el inconsciente del sujeto parecía ser capaz de resolver sus
preguntas y anagramas.
¡Anagramas!
Mantuvo el libro abierto sobre la mesa, se inclinó más hacia delante y
leyó la descripción de una parte del experimento.
Tercer día ‘¿Qué es el hombre? Lis aaon pamede azcs.
¿Es un anagrama? Sí.
¿Cuántas palabras contiene?
Cinco.
¿Cuál es la primera palabra?
Piense.
¿Cuál es la segunda?
Eeeeeennse.
¿Que piense? ¿Lo interpreto yo mismo? ¡Inténtelo!
>El sujeto encontró esta solución: _‘La vida es menos capaz._’ Se
quedó atónito ante aquella hazaña intelectual, que parecía probarle la
existencia de una inteligencia independiente de la suya. Por tanto, pasó a
preguntarle:
>¿Quién eres? Clelia.
¿Eres una mujer? Sí.
¿Has vivido en la Tierra?
No.
¿Volverás a la vida? Sí.
¿Cuándo? Dentro de seis años.
¿Por qué hablas conmigo? Y enil osla ato ice.
>El sujeto interpretó que esta respuesta era un anagrama de _’Yo
siento a Clelia_’.’
Cuarto día ‘¿Soy yo el que responde las preguntas? Sí.
¿Está Clelia ahí? No.
Entonces, ¿quién es? Nadie.
¿Clelia existe? No.
Entonces, ¿con quién hablé ayer? Con nadie.’
Karras interrumpió la lectura.
Movió la cabeza. No veía allí ninguna proeza paranormal: sólo las
ilimitadas habilidades de la mente.
Buscó un cigarrillo, lo encendió y se sentó. ‘No soy nadie. Muchos.’
Misterioso. ¿De dónde provendría, se preguntaba, aquel contenido?
‘Con nadie.’
¿Del mismo lugar del que había venido Clelia? ¿Personalidades
emergentes?
’Marin… Marin…’ ‘¡Ah, la sangre…!’ ‘Está enfermo…’
Obsesionado, ojeó rápidamente el libro Satán, y, pensativo, pasó las
primeras hojas hasta la inscripción inicial: ‘No permitas que el dragón sea mi
guía…’
Expelió el humo del cigarrillo y cerró los ojos. Tosió. Sentía la garganta
inflamada e irritada.
Aplastó el cigarrillo; el humo le hizo lagrimear. Estaba exhausto.
Sentía los huesos rígidos como tubos de acero. Se levantó para poner en
la puerta, por fuera, el cartelito de ‘No moleste’; luego apagó la luz de la
habitación, bajó las persianas, se quitó lentamente los zapatos y se
desplomó sobre la cama. Fragmentos. Regan. Dennings. Kinderman. ¿Qué
podía hacer? Tenía que ayudar. ¿Cómo? ¿Sondear al obispo con lo poco que
sabía? Creía que no. Nunca podría argumentar el caso en forma convincente.
‘!…Déjenos ser!’
Déjame ser, respondió él al fragmento. Y se hundió en el sueño inmóvil,
pesado.
Lo despertó el tintineo del teléfono. Medio atontado, anduvo a tientas
hasta dar con el interruptor. Encendió la luz. ¿Qué hora es? Las tres y unos
minutos. Con gran esfuerzo, alargó la mano, tanteando, hasta coger el
teléfono. Contestó. Era Sharon. ¿Podría ir en seguida a la casa? Iría. Al
colgar el aparato se sintió atrapado, asfixiado, envuelto.
Fue al baño y se lavó la cara con agua fría, se secó y caminó hacia la
puerta. Ya en el umbral, se volvió a buscar un abrigo. Se lo puso y salió a la
calle. El aire parecía ligero, suspendido, en la oscuridad. Unos gatos, cerca
de un cubo de basura, huyeron asustados cuando él cruzó hacia la casa.
Sharon lo recibió en la puerta. Tenía puesto un jersey y estaba envuelta en
una manta. Veíase asustada, alterada.
—Perdóneme, padre -le susurró al entrar-, pero he creído que tenía que
ver esto.
—¿De qué se trata?
—Ahora lo verá. Por favor, no haga ruido. No quiero despertar a Chris.
Ella no debe verlo.
Marchó tras ella, de puntillas, por la escalera, hacia el dormitorio de
Regan. Al entrar, el jesuita quedó literalmente congelado. La habitación
estaba helada. Frunció el ceño, desconcertado, mirando a Sharon, quien
asintió solemnemente con la cabeza.
—Sí, sí, la calefacción está encendida -susurró.
Luego se volvió para mirar a Regan, cuyos ojos brillaban de forma
extraña al incidir la luz sobre ellos. Parecía estar en coma. Respiraba con
dificultad. Permanecía inmóvil. La sonda estaba en su lugar; el suero goteaba
lentamente. Sharon se acercó a la cama en silencio, seguida por Karras, que
temblaba aún de frío. Al llegar junto a ella, vio que la frente de Regan estaba
perlada de finas gotas. Advirtió asimismo que las manos de la niña estaban
firmemente sujetas por las correas. Sharon, inclinada, desabrochaba
suavemente el pijama de Regan. Karras sintió una abrumadora compasión
ante aquel pecho consumido, ante aquellas costillas salientes, donde uno
podía contar las semanas o días que le quedaban de vida. Sintió los
angustiados ojos de Sharon posados en él.
—Me parece que se ha borrado -susurró-. Pero observe, no deje de
mirarle el pecho.
Se volvió para mirar a Regan, y el jesuita, desconcertado, siguió la
dirección de sus ojos. Silencio. La respiración. Observaba. El frío. Después,
las cejas del sacerdote se levantaron, tensas, al ver que algo pasaba en la
piel de Regan: un tenue color rojizo, aunque de forma bien definida, como
letras escritas a mano. Se acercó para ver mejor.
—Otra vez -susurró Sharon.
Bruscamente, Karras comprobó que si sentía piel de gallina en los
brazos, ello no se debía al frío de la habitación, sino a lo que estaba viendo
en el pecho de la niña. Como en bajorelieve, nítidas, surgían letras en la piel,
roja como la sangre, hasta concretarse en una palabra:
ayúdame
—Es su letra -musitó Sharon.
Aquella mañana, a las nueve, Damien Karras pidió permiso al rector de
la Georgetown University para practicar un exorcismo.
Lo obtuvo, e inmediatamente después se dirigió al obispo de la diócesis,
quien escuchó atentamente cuanto le dijo Karras.
—¿Está usted convencido de que es un caso auténtico? -preguntó,
finalmente, el obispo.
—He emitido un juicio prudente, que cumple todas las condiciones
expuestas en el Ritual -respondió Karras, evasivo. Aún no se atrevía a
creerlo. No era la mente, sino el corazón, lo que lo había arrastrado hasta
entonces; piedad y esperanza de poder practicar una cura por sugestión.
—¿Querría hacer usted personalmente el exorcismo? -preguntó el
obispo.
Vivió un momento de júbilo: tenía la posibilidad de poder abrir la puerta
hacia los prados, escapar al agobiante peso de la preocupación y a aquel
encuentro de cada atardecer con el fantasma de su fe.
—Sí, por supuesto -respondió.
—¿Cómo anda de salud?
—Estoy bien.
—¿Ha hecho alguna vez una cosa de este tipo?
—No, nunca.
—Bueno, vamos a ver. Tal vez sería mejor que lo hiciera alguien con
experiencia. Por supuesto que no abundan, pero quizás encontremos a
alguien de las misiones extranjeras. Déjeme buscarlo. Le avisaré apenas
sepamos algo.
Cuando se fue Karras, el obispo llamó al rector de la Universidad, y por
segunda vez aquel día, hablaron de Karras.
—Él conoce a fondo los antecedentes -dijo el rector en un momento de
la conversación-. No creo que haya ningún problema en que actúe como
ayudante. Sea como fuere, debería estar presente un psiquíatra.
—¿Y el exorcista? ¿No conoce usted a nadie que pueda hacerlo?
Por mi parte, yo no sé de nadie.
—Lankester Merrin anda por aquí.
—¿Merrin? Yo creía que estaba en el Irak. Me parece haber leído que
trabajaba en unas excavaciones cerca de Nínive.
—Sí, al sur de Mosul. Pero terminó y regresó hace tres o cuatro meses.
Está en Woodstock.
—¿Dando clases?
—No, trabajando en otro libro.
—¡Dios nos ampare! Pero, ¿no crees que es algo viejo? ¿Cómo anda de
salud?
—Yo creo que debe de encontrarse bien. De lo contrario, no iría por esos
mundos de Dios excavando tumbas, ¿no te parece?
—Sí, supongo que sí.
—Y, además, él tuvo ya una experiencia, Mike.
—No lo sabía.
—Por lo menos, eso es lo que se comenta.
—¿Cuándo ocurrió?
—Hace diez o doce años, en África. Se dice que el exorcismo duró varios
meses. Al parecer, casi fue causa de su muerte.
—En tal caso, dudo de que quiera hacer otro.
—Aquí hacemos lo que nos ordenan, Mike. Todos los rebeldes están
entre ustedes, los del clero secular.
—Gracias por recordármelo.
—Bueno, ¿qué decides?
—Pues que lo dejo en tus manos y en las del provincial.
Aquella tarde de silenciosa espera, un joven seminarista caminaba por
los terrenos del seminario de Woodstock, en Maryland. Iba en busca de un
viejo jesuita, canoso y erguido. Lo encontró en un sendero, paseando por un
bosquecillo. Le entregó un telegrama. El anciano se lo agradeció con una
cariñosa mirada. Luego, dando la vuelta, entregóse de nuevo, mientras
caminaba, a la contemplación de la Naturaleza, que tanto amaba.
De vez en cuando se detenía a oír el canto de un petirrojo, a ver
revolotear sobre una rama alguna brillante mariposa. No abrió ni leyó el
telegrama. Sabía lo que decía. Lo había leído en el polvo de los templos de
Nínive. Y estaba preparado.
Continuó sus despedidas.
El e xorcista William Blatty
CUARTA PARTE
‘Y que mi clamor llegue hasta ti…’
‘El que vive en el amor, vive en Dios, y Dios en él…’
San Pablo.
CAPÍTULO PRIMERO
En la refrescante oscuridad de su tranquilo despacho, Kinderman
cavilaba sentado a la mesa. Corrigió levemente la dirección del rayo de luz
de la lámpara. Ante él había referencias, transcripciones, pruebas, fichas
policíacas, informes del laboratorio del crimen, notas garabateadas.
Pensativo, había ordenado el conjunto en forma de rosa, como para
desmentir la horrible conclusión a la que lo habían llevado todos aquellos
datos, y que se resistía a aceptar.
Engstrom era inocente. En el momento de la muerte de Dennings,
estaba en casa de su hija, a la que había llevado dinero para que comprara
drogas. Había mentido sobre su paradero aquella noche para protegerla y
ocultar todo a la madre, la cual creía que Elvira estaba muerta, a salvo de
todo daño y degradación.
Pero no fue Karl quien informó a Kinderman de esto. La noche en que se
encontraron en el pasillo de la casa de Elvira, el sirviente permaneció en
obstinado silencio.
Sólo al advertirle a la hija que su padre podría estar implicado en el caso
Dennings, ella se ofreció a decir la verdad. Había testigos para confirmarlo.
Engstrom era inocente. Inocente y mudo respecto a lo que estaba ocurriendo
en casa de Chris MacNeil.
Kinderman frunció el ceño ante la rosa formada por los papeles.
Algo no quedaba bien en el collage. Movió un poquito más abajo, a la
derecha, la punta de un pétalo (el ángulo de un testimonio). Rosas. Elvira. Le
había advertido duramente que si en el plazo de dos semanas no se
internaba en una clínica, le seguiría los pasos y registraría su casa hasta que
tuviese pruebas para detenerla. Pero, sinceramente, no creía que ella lo
hiciera. Había momentos en que él miraba fijamente a la ley, sin parpadear,
como lo haría con el sol del mediodía, esperando que lo cegara
momentáneamente para que alguna presa tuviera tiempo de escabullírsele.
Engstrom era inocente. ¿Qué quedaba?
Respirando con dificultad, Kinderman apoyó una pierna sobre la otra.
Luego cerró los ojos y se imaginó que se metía en una bañera llena de agua
caliente, agua que lo acariciaba. ¡Liquidación por cierre mental!, se dijo.
¡Nuevas conclusiones! ¡Absolutamente todo debe desaparecer! Esperó un
momento, no del todo convencido.
Luego: ¡Absolutamente todo!, agregó con firmeza.
Abriendo los ojos, examinó de nuevo los desconcertantes indicios.
Otrosí digo: La muerte del director Burke Dennings parece estar
relacionada con las profanaciones cometidas en la iglesia de la Santísima
Trinidad. Ambas tuvieron que ver con brujería, y el desconocido profanador
bien podría ser el asesino de Burke Dennings.
Otrosí digo: Se ha visto que un experto en brujería, un sacerdote
jesuita, visitaba la casa de los MacNeil.
Otrosí digo: La hoja, mecanografiada con blasfemias, que se encontró
en el altar, había sido examinada en busca de posibles huellas digitales. Se
encontraron impresiones a ambos lados. Algunas eran de Damien Karras.
Pero otras, por su tamaño, podían atribuirse a alguien de manos pequeñas,
muy probablemente, un niño.
Otrosí digo: Se había analizado el tipo de letra de la máquina de
escribir utilizada en la tarjeta del altar y comparado con el de la carta sin
terminar que Sharon Spencer arrugó y arrojó a la papelera, pero que cayó
fuera de la misma, mientras Kinderman interrogaba a Chris. Él la había
cogido y se la llevó sin que nadie lo viera. Se comprobó que ambas habían
sido escritas con la misma máquina. Sin embargo, de acuerdo con el
informe, difería el tacto de las personas que habían mecanografiado ambos
escritos. La persona que había escrito la hoja blasfema tenía una pulsación
mucho más enérgica que la de Sharon Spencer.
Se trataba, pues, de una persona con práctica y de extraordinaria
fuerza.
Otrosí digo: Si su muerte no fue un accidente, Burke Dennings había
sido asesinado por una persona de una fuerza fuera de lo común.
Otrosí digo: Engstrom había dejado de ser considerado como
sospechoso.
Otrosí digo: Al investigar en las oficinas de las líneas aéreas del
interior del país, se había descubierto que Chris MacNeil había viajado con su
hija a Dayton (Ohio). Kinderman sabía que la niña estaba enferma y que la
llevaban a una clínica. Pero la clínica en Dayton tenía que ser la ‘Barringer’.
Kinderman comprobó que la niña había sido internada para su observación.
Aunque la clínica se negaba a declarar la naturaleza de su enfermedad, se
trataba, obviamente, de un trastorno mental.
Otrosí digo: Los trastornos mentales graves dan en ocasiones una
extraordinaria fuerza a los pacientes.
Kinderman suspiró y cerró los ojos. Lo mismo. Llegaba a la misma
conclusión. Sacudió la cabeza.
Luego abrió los ojos y clavó la vista en el centro de la rosa de papel: el
descolorido ejemplar de una revista de noticias. En la tapa estaba Chris
MacNeil y Regan. Contempló a la niña: la dulce carita pecosa, las colitas de
caballo atadas con cintas, la mella que descubría al sonreír. Miró hacia la
ventana, invadida por la oscuridad. Había empezado a lloviznar.
Bajó al garaje, se metió en el sedán negro, aparentemente particular, y
condujo por calles, brillantes y lustrosas de lluvia, hacia la zona de
Georgetown; aparcó en la acera Este de la calle Prospect. Y permaneció
sentado en el interior del coche. Durante un cuarto de hora. Sentado. Con la
vista clavada en la ventana de Regan. ¿Debería llamar a la puerta y exigir
verla? Bajó la cabeza. Se restregó la frente. William F. Kinderman, ¡Estás
enfermo! ¡Estás enfermo! ¡Vuélvete a casa! ¡Toma algún medicamento!
¡Duerme!
Miró de nuevo hacia la ventana y movió tristemente la cabeza. Lo había
conducido hasta allí su atormentada lógica. Desvió la vista cuando un taxi se
acercó a la casa. Puso en marcha el motor y el limpiaparabrisas.
Se apeó del taxi un hombre alto, ya entrado en años. Vestía
impermeable y sombrero negro y llevaba en la mano una desvencijada
maleta. Pagó al conductor, volvióse y permaneció inmóvil, con la mirada fija
en la casa. El taxi se alejó y desapareció por la esquina de la Calle Treinta y
Seis.
Kinderman partió rápidamente detrás de él para seguirlo. Al doblar la
esquina vio que el hombre de edad seguía parado bajo la luz de la lámpara
de la calle, en medio de la niebla, como un melancólico viajero congelado en
el tiempo. El detective hizo señales luminosas al taxi.
En aquel momento, dentro de la casa, Karras y Karl sujetaban los
brazos de Regan, mientras Sharon le inyectaba ‘Librium’, cuya cantidad hacía
un total de cuatrocientos miligramos aplicados en dos horas. Karras sabía
que la dosis era muy elevada. Pero, tras un largo período de calma, la
personalidad diabólica se había despertado de repente en un ataque de furia
tan frenético, que el debilitado organismo de Regan no podría resistirlo
mucho tiempo más.
Karras estaba exhausto. Después de su visita al Obispado aquella
mañana, volvió a contar a Chris lo que había ocurrido. Luego dispuso la
alimentación intravenosa para Regan, regresó a su cuarto y se desplomó en
la cama.
Al cabo de sólo una hora y media de sueño, el teléfono le había hecho
saltar de nuevo. Sharon. Regan seguía inconsciente, y el pulso era cada vez
más lento e imperceptible. Corrió a la casa con su maletín de médico, y, ya
junto a Regan, le aprisionó el tendón de Aquiles, y esperó la reacción del
dolor. No hubo ninguna. Le apretó fuertemente una uña. Tampoco reaccionó.
Estaba preocupado. Aunque sabía que en casos de histeria y en estados de
trance se observaba a veces insensibilidad al dolor, ahora temía el coma, un
estado que podía desembocar fácilmente en la muerte. Le tomó la presión
arterial: máxima, nueve, mínima, seis.
Luego, el pulso: sesenta latidos.
Durante una hora y media permaneció en la habitación, examinándola
cada quince minutos, antes de quedarse tranquilo porque la presión
sanguínea y el pulso se habían estabilizado, lo cual significaba que Regan no
sufría un shock, sino que se hallaba en estado de letargo. Le dejó
instrucciones a Sharon para que le tomara el pulso cada hora. Entonces fue
cuando logró conciliar el sueño. Pero nuevamente lo despertó el teléfono.
Del Obispado le informaron que el exorcista sería Lankester Merrin.
Karras actuaría de ayudante.
La noticia lo había dejado pasmado. Merrin. El filósofo-paleontólogo.
Aquel intelecto asombroso y elevado espíritu. Sus libros habían causado
revuelo en la Iglesia, ya que interpretaban su fe en términos de ciencia, en
términos de una materia que se halla aún en transformación, destinada a
convertirse en espíritu y a unirse a Dios.
Inmediatamente, Karras llamó a Chris para darle la noticia; pero se
encontró con que ella lo sabía ya directamente por el obispo, el cual le había
informado que Merrin llegaría al día siguiente.
—Le he dicho al obispo que Merrin puede alojarse en casa -dijo Chris-.
Total, serán uno o dos días, ¿no?
Antes de responder, Karras vaciló.
—No sé. -Y luego, dudando nuevamente, dijo-: No se haga demasiadas
ilusiones.
—Suponiendo que dé resultado -había respondido Chris. Su tono era
deprimido.
—No he querido decirle que no resultaría -la animó-. Sólo quería
insinuar que puede llevar tiempo.
—¿Como cuánto?
—Depende. -Él sabía que el exorcismo duraba, en ocasiones, semanas e
incluso meses, y que, a menudo, fracasaba por completo.
Esperaba que sucediera esto último, estaba seguro de que la cura por
sugestión recaería una vez más, y por fin, sobre él-. Tal vez días o semanas
-le dijo.
—¿Cuánto tiempo le queda a Regan, padre Karras…?
Cuando colgó el teléfono, notóse oprimido, inquieto. Recostado en la
cama, pensó en Merrin. Merrin. Sintió emoción y esperanza.
Seguidas por una deprimente inquietud. Habría sido natural que lo
eligieran a él como exorcista; sin embargo, el obispo lo había pasado por
alto. ¿Por qué? ¿Porque Merrin ya lo había hecho antes?
Cerrando los ojos, recordó que los exorcistas eran escogidos en
consideración a su ‘piedad’ y ‘grandes cualidades morales’; que, según un
pasaje del Evangelio de san Mateo, cuando los apóstoles le preguntaron a
Cristo por qué habían fallado en un exorcismo, Él les había respondido: ‘Por
vuestra poca fe.’
Tanto el provincial como el rector sabían su problema. ¿Se lo habrían
contado al obispo alguno de los dos?
Dio vueltas en la cama, decepcionado. Se sentía algo indigno,
incompetente, rechazado. Y eso le dolía. Irracionalmente, pero le dolía. Por
fin vino el sueño a llenar los huecos y desgarros de su corazón.
Pero el teléfono lo despertó de nuevo. Chris lo llamaba para informarle
del nuevo desvarío de Regan. Al llegar, tomó el pulso a la niña. Era firme. Le
volvió a inyectar ‘Librium’. Finalmente, se encaminó a la cocina, donde se
unió a Chris para tomar café. Estaba leyendo un libro de Merrin, que había
pedido por teléfono.
—Es demasiado elevado para mí -le dijo en tono suave, aunque parecía
conmovida y profundamente impresionada-. Pero hay unas cosas tan
bonitas, tan extraordinarias… -Volvió atrás varias hojas, hasta llegar a un
pasaje que había marcado, y le pasó el libro a Karras, quien leyó:
‘…Tenemos conocimiento del orden, la constancia y la perpetua
renovación del mundo material que nos rodea. A pesar de que cada una de
sus partes es frágil y transitoria, y que son inquietos y migratorios sus
elementos, sin embargo, perdura.
Está sometido a una ley de permanencia, y aunque muere una y otra
vez, siempre vuelve a la vida. La disolución no hace más que dar nacimiento
a nuevos modos de organización, y una muerte es la madre de mil vidas.
Por lo tanto, cada hora es sólo un testimonio de cuán efímera y, sin
embargo, segura y cierta es la gran totalidad. Es como una imagen en el
agua, que siempre es la misma, aunque el agua fluya constantemente. El sol
se esconde para levantarse de nuevo, el día es engullido por la oscuridad de
la noche, para nacer de ella, tan puro como si nunca se hubiera apagado. La
primavera se convierte en verano y, a través del verano y el otoño, en
invierno, para retornar, con mayor seguridad, a triunfar sobre esa tumba
hacia la cual se ha acercado rápidamente desde su primera hora. Nosotros
lloramos los capullos de mayo porque se van a marchitar, pero sabemos que
mayo es un día que se vengará de noviembre, por la rotación de ese
solemne círculo que nunca se detiene, el cual nos enseña, en la cúspide de
nuestra esperanza, que hemos de ser siempre equilibrados y que, en la
profundidad de la desolación, no debemos desesperarnos nunca.’
—Sí, es hermoso -dijo Karras en tono suave. Mantenía los ojos clavados
en la página. El bramido del demonio, en la planta baja, se hizo más fuerte.
—!…Bastardo… porquería…
piadoso hipócrita!
—Ella siempre me ponía una rosa en mi plato… por la mañana… antes
de ir a trabajar.
Karras levantó la mirada, con una pregunta en sus ojos.
—Regan -le dijo Chris bajando la cabeza-. Perdone, pero me olvido de
que usted no la conoció antes. -Se sonó la nariz y se secó las lágrimas-.
¿Quiere un poco de coñac en el café, padre Karras? -preguntó.
—No, gracias.
—La verdad es que el café no tiene gusto a nada -murmuró trémula-. Le
pondré un poco de coñac. Con permiso.
Rápidamente abandonó la cocina.
Karras, sentado, se quedó solo, tomándose el café; estaba deprimido.
Sentía la tibieza del jersey que llevaba debajo de la sotana; lamentaba no
haber podido consolar a Chris. Luego, un recuerdo de su infancia brilló débil
y tristemente, un recuerdo de Ginger, su perra de cruce, cada vez más
flaca y aturdida dentro de una caja en el apartamento; Ginger estaba
temblando de fiebre y vomitando, mientras Karras la cubría con toallas y
trataba de hacerle beber leche caliente, hasta que llegó un vecino y, al
comprobar que tenía moquillo, movió la cabeza y dijo: ‘Tu perra necesita
inyecciones en seguida.’
Después, a la salida de la escuela, una tarde… por la calle… en filas de
a dos hasta la esquina… su madre que lo aguardaba allí…
inesperadamente… aspecto triste… y le puso en la mano una reluciente
moneda de medio dólar… júbilo… ¡Tanto dinero…! Y luego su voz, suave y
tierna, ‘Ginger ha muerto…’
Bajó la vista hasta la amarga y humeante negrura de su taza; sintió sus
manos vacías de consuelo y de remedio.
—¡…piadoso bastardo!
El demonio. Todavía enfurecido.
—Tu perra necesita inyecciones en seguida.
Rápidamente volvió al dormitorio de Regan. Allí la sostuvo mientras
Sharon le ponía una inyección de ‘Librium’, con lo cual, la dosis era ya de
quinientos miligramos.
Sharon le pasó un algodón con alcohol por el punto en que había
clavado la aguja, mientras Karras observaba, desconcertado, a la niña.
Las delirantes obscenidades parecían no ir dirigidas a nadie de los
presentes en la habitación, sino más bien a alguien no visible o ausente.
Desechó este pensamiento.
—Vuelvo en seguida -dijo a Sharon.
Preocupado por Chris, bajó a la cocina, donde la encontró de nuevo
sentada sola. Ponía coñac en su café.
—¿Está seguro de que no quiere un poco, padre? -preguntó.
Denegando con la cabeza, se acercó a la mesa y se sentó fatigado.
Mantenía los ojos fijos en el suelo. Oyó el característico ruido de la cucharilla
removiendo el azúcar en la taza de porcelana.
—¿Le ha avisado al padre de la niña? -preguntó.
—Sí. Sí, él llamó. -Una pausa-. Quería hablar con Rags.
—¿Y qué le dijo usted?
Otra pausa. Luego:
—Pues que se había ido a una fiesta.
Silencio. Karras no oía ya el ruido de la cucharilla. Levantando los ojos,
vio que ella miraba el techo. Y entonces él también cayó en la cuenta de que
habían cesado los gritos en la planea alta.
—Le debe de haber hecho efecto el ‘Librium’ -dijo él con alivio.
Sonó el timbre de la puerta.
Miró hacia ésta y luego a Chris, con un interrogante en la mirada y
levantando una ceja en un gesto de temor.
¿Sería Kinderman?
Segundos. Esperaron. Willie estaba descansando. Sharon y Karl, en la
planta alta. Nadie iba a abrir. Tensa, Chris se levantó bruscamente de la
mesa y salió al living. Se arrodilló en un sofá y miró por la ventana,
levantando ligeramente el visillo.
Gracias a Dios. No era Kinderman, sino un anciano alto, de raído
impermeable. Mantenía la cabeza pacientemente inclinada bajo la lluvia.
Llevaba en la mano una maleta muy vieja y maltrecha. Por un momento, una
de las hebillas brilló bajo el resplandor de la lámpara de la calle, al
cambiársela de mano.
El timbre volvió a sonar.
¿Quién será?
Intrigada, Chris se bajó del sofá y caminó hasta el vestíbulo.
Abrió la puerta, dejando sólo una rendija, y escudriñó en la oscuridad;
una fina llovizna le salpicó los ojos. El ala del sombrero del hombre le
oscurecía la cara.
—Buenas noches. ¿Qué desea?
—¿Mistress MacNeil? -le llegó una voz desde las sombras, voz amable,
refinada, pletórica.
Cuando él hizo ademán de quitarse el sombrero, Chris le indicó que
pasara, y luego, de repente, se encontró mirando aquellos ojos que la
invadían, que brillaban inteligentes y cariñosamente comprensivos, con una
serenidad que emanaba de su cuerpo y que la penetraba como un río de
tibias aguas medicinales cuya fuente estaba en él y en algo más allá de él,
cuyo fluir era contenido, pero impetuoso e interminable a la vez.
—Soy el padre Merrin.
Por un momento permaneció atónita, contemplando aquella enjuta cara
ascética, aquellos pómulos que parecían tallados, brillantes como esmalte;
luego, rápidamente, abrió del todo la puerta.
—¡Oh, Dios mío! Pase, por favor. Pase. Estoy… Sinceramente. No
sé dónde…
Él entró, y ella cerró la puerta.
—No lo esperaba hasta mañana.
—Sí, ya lo sé -oyó que decía.
Al volverse vio que el sacerdote tenía la cabeza inclinada hacia un lado y
que miraba hacia arriba como si escuchara o, más bien, como si sintiera
alguna presencia invisible… alguna vibración distante, conocida y familiar. Lo
observaba perpleja. Su piel parecía curtida por vientos extraños, por un sol
que brillaba en otra parte, en algún lugar muy lejos del espacio y del tiempo
de ella.
—¿Qué hace?
—Permítame, padre. Debe de pesar mucho.
—No se moleste -dijo él suavemente. Seguía atento. Explorando-. Es
como una prolongación de mi brazo; ya es muy vieja; está muy maltrecha.
-Bajó la vista, con una cálida sonrisa en sus ojos-. Ya me he acostumbrado a
su peso… ¿Está aquí el padre Karras? -preguntó.
—Sí, sí, en la cocina. A propósito, ¿ya ha cenado usted, padre?
Desvió su mirada hacia la planta alta, al oír el ruido de una puerta que
se abría.
—Si, he comido en el tren.
—¿Está seguro de que no quiere tomar algo más?
Una pausa. El ruido de una puerta que se cerraba. Bajó la vista.
—No, gracias.
—¡Qué lluvia más inoportuna! -protestó ella, aturdida aún-. Si hubiera
sabido que venía, habría ido a esperarlo a la estación.
—No importa.
—¿Le ha costado mucho encontrar un taxi?
—Sólo unos minutos.
—Ya se la llevaré yo, padre.
Era Karl, que había bajado, corriendo, la escalera y, tras cogerle la
maleta, lo condujo por el pasillo.
—Le hemos puesto una cama en el despacho, padre. -Chris estaba
inquieta-. Es muy cómoda, y he creído que querría estar solo. Le mostraré
dónde está. -Se había puesto en movimiento, pero se detuvo-. ¿O prefiere
saludar antes al padre Karras?
—Antes me gustaría ver a su hija -dijo Merrin.
Ella pareció desconcertada.
—¿Ahora mismo, padre?
Él volvió a mirar hacia arriba, con distante atención.
—Sí, ahora mismo.
—Debe de estar durmiendo.
—Creo que no.
—Bueno, si…
De repente, Chris retrocedió al oír un ruido que venía de la planta alta.
Era la voz del demonio, tonante y apagada a la vez, que gruñía como si
pronunciara un sepelio.
—¡Merriiiinnnnn!
Luego, un tremendo y escalofriante puñetazo, asestado contra una
pared del dormitorio.
—¡Dios Todopoderoso! -musitó Chris mientras apretaba una mano
pálida contra su pecho. Atónita, miró a Merrin. El sacerdote no se había
movido. Seguía mirando hacia arriba, intensa, pero serenamente, y en sus
ojos no había la más leve huella de sorpresa. Más aún, pensó Chris, parecía
como si lo reconociera.
Otro golpe hizo temblar las paredes.
—¡Merriiiinnnnnnnnn!
El jesuita se adelantó lentamente, absorto, ignorando la presencia de
Chris, que abría la boca maravillada; de Karl, que salía, ágil e incrédulo, del
despacho; de Karras, que surgía, azorado, de la cocina, mientras
continuaban los gruñidos y golpes de pesadilla.
Lentamente subió las escaleras; su fina mano de alabastro se deslizaba
por la barandilla.
Karras se acercó a Chris y, juntos, observaron desde abajo, mientras
Merrin entraba en el dormitorio de Regan y cerraba la puerta detrás de sí.
Durante un rato hubo silencio. Luego, de pronto, el demonio lanzó una
carcajada y Merrin salió. Cerró la puerta y caminó por el pasillo. A su
espalda, la puerta se abrió de nuevo, y Sharon asomó la cabeza y lo vio
alejarse con una expresión extraña en sus ojos.
El jesuita bajó rápidamente las escaleras, extendiéndole la mano a
Karras, que esperaba.
—Padre Karras…
—¿Qué tal, padre?
Merrin tomó la otra mano del sacerdote entre las suyas y la apretó con
fuerza; escudriñaba la cara de Karras con una mirada seria y preocupada,
mientras en la planta alta la risa había sido sustituida por groseras
obscenidades dirigidas a Merrin.
—Lo veo terriblemente cansado -dijo-. ¿Es cierto que está cansado?.
—No, en absoluto. ¿Por qué me lo pregunta?
—¿Tiene un impermeable aquí?
Karras movió la cabeza.
—No.
—Entonces tome el mío -dijo Merrin, desabrochándoselo-. Me gustaría
que fuera a la residencia, Damien, y cogiera una sotana, dos roquetes, una
estola roja, agua bendita y dos ejemplares del Ritual Romano. -Entregó el
impermeable al desconcertado Karras-. Creo que deberíamos empezar en
seguida.
Karras frunció el ceño.
—¿Ahora? ¿En seguida?
—Sí, creo que es lo mejor.
—¿No quiere oír primero los antecedentes del caso, padre?
—¿Por qué?
Las cejas de Merrin se levantaron en un gesto de absoluta buena fe.
Karras se dio cuenta de que no tenía respuesta. Y esquivó la mirada de
aquellos desconcertantes ojos.
—Tiene razón -dijo. Se puso el impermeable y se dirigió a la puerta-. Le
traeré lo que me ha pedido.
Karl cruzó, corriendo, la estancia, se adelantó a Karras y le abrió la
puerta. Tras intercambiar rápidas miradas, Karras se internó en la lluviosa
noche. Merrin volvió a mirar a Chris.
—¿No tiene inconveniente en que empecemos en seguida? -le preguntó
con tono suave.
Ella lo había estado observando, y sintióse profundamente aliviada por
la sensación de firmeza y decisión que la invadía, como un grito jubiloso en
un día de sol.
—No, al contrario -contestó, agradecida-. Pero debe de estar cansado,
padre.
Él vio que su ansiosa mirada se dirigía hacia la planta alta, con el oído
atento al bramido del demonio.
—¿Quiere una taza de café? -le preguntó-. Está recién hecho. -Su voz
era implorante-. Está caliente. ¿No quiere un poco, padre?
Vio que Chris entrelazaba nerviosamente sus manos. Vio las profundas
cavernas de sus ojos.
—Sí, gracias -dijo en tono cálido. Hasta entonces se había mostrado
algo serio, superado por el momento-. Si está segura de que no hay
inconveniente…
Chris lo acompañó a la cocina, y pronto estuvo apoyado contra el
mármol, con la taza de café negro en la mano.
—¿No quiere echarle un poco de coñac, padre? -Chris tenía levantada la
botella.
Él bajó la cabeza y miró su taza, inexpresivo.
—Según los médicos, no debo tomarlo -dijo, acercándole la taza-. Pero,
gracias a Dios, no tengo mucha voluntad.
Chris dudó un instante, no segura del todo; luego vio una sonrisa en sus
ojos al levantar la cabeza. Le sirvió.
—¡Qué bonito nombre tiene! -exclamó él-. Chris MacNeil. ¿No es un
nombre artístico?
Chris dejó caer unas gotas de coñac en el café y movió negativamente
la cabeza.
—No. ¿O acaso cree que me llamo Esmeralda Glutz?
—¡Gracias a Dios! -murmuró Merrin.
Chris sonrió y tomó asiento.
—¿Y qué es Lankester, padre? Suena muy raro. ¿Se lo pusieron por
alguien en particular?
—Un barco de carga -musitó con aire ausente mientras se llevaba la
taza a los labios. Tomó un sorbo de café-. O un puente. Sí, creo que era un
puente. -Parecía afligido-. ¡Cuánto me habría gustado tener un nombre como
Damien! ¡Es tan eufónico!
—¿De dónde viene ese nombre, padre?
—¿Damien? -Miró la taza-. Era el nombre de un sacerdote que dedicó su
vida al cuidado de leprosos en la isla de Molokai.
Finalmente, contrajo la enfermedad. -Hizo una pausa-. Precioso nombre
-dijo de nuevo-. Creo que con un nombre de pila como Damien, me
contentaría con el apellido Glutz.
Chris sofocó su risa. Se relajó. Se sintió más cómoda. Y, durante varios
minutos, ella y Merrin hablaron de pequeñas cosas cotidianas. Al fin, Sharon
apareció en la cocina y sólo entonces Merrin hizo ademán de irse. Fue como
si hubiera estado esperando su llegada, porque de inmediato llevó su taza al
fregadero, la enjuagó y la colocó con cuidado en el secador.
—Muy rico el café. Era justamente lo que necesitaba -dijo.
Chris se levantó.
—Lo acompañaré a su cuarto.
Él le dio las gracias y siguió hasta la puerta del despacho.
—Si necesita algo, padre -dijo-, no tiene más que decírmelo.
Merrin le puso una mano en el hombro y lo presionó como para
tranquilizarla. Chris sintió que fluían a su interior una fuerza y un afecto
indefinibles. Paz. Sintió paz. Y un extraño sentimiento de… ‘¿seguridad?’, se
preguntó.
—Es usted muy amable. -Sus ojos sonreían-. Gracias.
Retiró la mano y la vio alejarse. Tan pronto como ella se fue, un agudo
dolor le hizo contraer la cara. Entró en el despacho y cerró la puerta. Extrajo
una cajita de ‘Aspirina Bayer’ de un bolsillo del pantalón; la abrió, sacó una
píldora de nitroglicerina y la puso cuidadosamente bajo su lengua.
Chris entró en la cocina. Se detuvo junto a la puerta, y miró a Sharon,
que estaba de pie al lado de la cocina, con la palma de la mano apoyada en
la cafetera, esperando que el café volviera a calentarse.
Chris se acercó a ella, preocupada.
—Querida -le dijo suavemente-, ¿por qué no descansas un poco?
No hubo respuesta. Sharon parecía absorta en sus pensamientos.
Luego, volviéndose, miró a Chris inexpresivamente.
—Perdón, ¿me has dicho algo?
Chris observaba la expresión de su cara, su mirada ausente.
—¿Qué ha pasado ahí arriba, Sharon? -preguntó.
—¿Qué ha pasado, dónde?
—Cuando ha subido el padre Merrin.
—¡Ah, sí…! -Sharon frunció el ceño. Desvió su mirada ausente hacia un
punto del espacio, entre la duda y el recuerdo-. Sí, ha sido curioso.
—¿Curioso?
—Extraño. Ellos sólo… -Hizo una pausa-. Bueno, sólo se miraron
fijamente un rato y luego Regan, esa cosa, dijo…
—¿Qué?
—’Esta vez vas a perder.’
Chris la observaba, esperando.
—¿Y después?
—Eso fue todo -respondió Sharon-. El padre Merrin dio media vuelta y
salió de la habitación.
—¿Y qué aspecto tenía?
—Curioso.
—¡Por Dios, Sharon, piensa en otra palabra! -exclamó Chris; iba a decir
algo más, cuando se dio cuenta de que Sharon había inclinado la cabeza,
abstraída, como si estuviera escuchando.
Chris miró hacia arriba y lo oyó también: el silencio, el repentino cese
del rugido diabólico. Pero también algo más… algo… que crecía. Las dos
mujeres se miraron de reojo.
—¿Lo oyes tú también? -preguntó Sharon con un hilito de voz.
Chris asintió. La casa. Algo había en la casa. Una tensión. Pero ese algo
iba haciéndose cada vez más denso. Un latido, como de energías que se
agigantaban. El sonido del timbre pareció irreal.
Sharon se volvió.
—Abriré yo.
Caminó hasta el vestíbulo y abrió la puerta. Era Karras. Traía una gran
caja de cartón.
—Gracias, Sharon.
—El padre Merrin está en el despacho -le dijo.
Karras se encaminó rápidamente hacia allí, llamó con suavidad y entró
con la caja.
—Perdón, padre -dijo-, he tenido un pequeño…
Se detuvo en seco. Merrin, con pantalón y jersey, estaba arrodillado
rezando al lado de la cama, con la frente apoyada sobre las manos juntas.
Karras se quedó un instante petrificado, como si al volver una esquina se
hubiese encontrado con un niño, que era él mismo, pasando
apresuradamente a su lado, con la casulla al brazo, sin reconocerlo.
Karras dirigió sus ojos hacia la caja abierta, hacia las gotitas de lluvia
que habían caído sobre el almidón. Luego, lentamente, se acercó al sofá y
esparció en él, sin hacer ruido, el contenido de la caja. Cuando hubo
terminado, se quitó el impermeable, lo dobló cuidadosamente y lo dejó en
una silla. Al observar a Merrin vio que el sacerdote se santiguaba; desviando
la vista, cogió el roquete más grande. Empezó a ponérselo sobre la sotana.
Oyó que Merrin se ponía en pie.
—Gracias, Damien. -Karras se volvió, poniéndose el roquete, mientras
Merrin se acercaba al sofá y sus ojos se posaban tiernamente sobre los
indumentos litúrgicos.
Karras cogió un jersey.
—He creído que podría ponerse esto debajo de la sotana, padre -le dijo,
alargándoselo-. La habitación se enfría a veces.
Merrin pasó suavemente la mano por el jersey.
—Gracias por su atención, Damien.
Karras cogió del sofá la sotana de Merrin y lo observó mientras se ponía
el jersey. En ese momento, y de pronto, mientras presenciaba una acción
tan común y trivial, fue cuando Karras sintió el avasallador impacto del
hombre del momento, de aquella quietud que se advertía en la casa y que lo
aplastaba, cortándole la respiración. Volvió a la realidad al notar que le
quitaban la sotana de las manos. Merrin. Se la ponía.
Preguntó:
—¿Conoce las reglas del exorcismo, Damien?
—Sí -respondió Karras.
Merrin empezó a ponerse la sotana.
—Es esencial evitar conversaciones con el demonio…
El demonio. Le dio escalofríos la manera tan natural en que lo dijo.
—Hemos de preguntar sólo aquello que sea importante -dijo Merrin
mientras se abrochaba el cuello de la sotana-. Todo lo demás sería peligroso.
Sumamente peligroso. -Tomó el roquete de manos de Karras y empezó a
ponérselo sobre la sotana-. Especialmente, no preste atención a nada de lo
que diga el demonio. Es un mentiroso. Mentirá para confundirnos, pero
también mezclará mentiras con verdades para atacarnos. La ofensiva es
psicológica, Damien. Y poderosa. No escuche. Recuerde esto: no escuche.
Al alargarle Karras la estola, el exorcista agregó:
—¿Quiere preguntarme algo ahora, Damien?
Karras negó con la cabeza.
—No. Pero creo que puede ser útil que lo ponga en antecedentes sobre
las distintas personalidades que Regan ha manifestado. Hasta ahora parece
que hay tres.
—Hay una sola -dijo Merrin suavemente, deslizando la estola alrededor
de sus hombros. Durante unos momentos, la sostuvo y permaneció inmóvil,
al tiempo que una expresión atormentada apareció en sus ojos. Luego cogió
los ejemplares del Ritual Romano y le dio uno a Karras-. Omitiremos la
letanía de los santos. ¿Tiene el agua bendita?
Karras sacó el frasco de su bolsillo. Merrin lo cogió y con un gesto
sereno, señaló hacia la puerta.
—Por favor, indíqueme el camino, Damien.
Arriba, junto a la puerta del dormitorio, Sharon y Chris esperaban
tensas. Estaban envueltas en gruesos jerseys y chaquetas. Al oír el ruido de
una puerta que se abría, se volvieron. miraron abajo y vieron que Karras y
Merrin venían, por el vestíbulo, hacia la escalera, en solemne procesión.
Altos. ‘¡Qué altos son!’, pensó Chris. Y Karras con su oscura y afilada
cara destacando sobre la blancura del roquete.
Al verlos subir con paso firme, Chris se sintió profunda y extrañamente
conmovida. Aquí viese mi hermano mayo, a volarte la tapa de los sesos,
¡cretino!, pensó. Había mucho de eso. El corazón le latía con fuerza.
Los jesuitas se detuvieron frente a la puerta del dormitorio.
Karras frunció el ceño al ver el jersey y la chaqueta de Chris.
—¿Va usted a entrar?
—Creo que debo hacerlo.
—¡Por favor, no lo haga! -le dijo en tono imperioso-. Cometería un grave
error.
Chris se volvió hacia Merrin, interrogándolo con los ojos.
—El padre Karras sabe lo que más conviene -dijo lentamente el
exorcista.
Chris volvió a mirar a Karras. Bajó la cabeza.
—Bueno -dijo desalentada. Se apoyó contra la pared-. Esperaré aquí
fuera.
—¿Cuál es el segundo nombre de su hija? -preguntó Merrin.
—Teresa.
—Bonito en verdad -dijo Merrin cálidamente.
Sostuvo su mirada durante un momento para animarla. Luego miró
hacia la puerta y de nuevo Chris sintió aquella tensión, aquella oscuridad que
se hacía cada vez más densa. Dentro. En el dormitorio. Detrás de aquella
puerta. Se dio cuenta de que Karras y Sharon también lo percibían. Merrin
hizo un gesto con la cabeza.
—Vamos -dijo suavemente.
Al abrir la puerta, una vaharada de aire frío y hediondo hizo tambalearse
a Karras. Karl se había acurrucado, en una silla, en un ángulo de la
habitación. Vestido con cazadora color verde oliva, desteñida, volvióse,
expectante, hacia Karras. Rápidamente, el jesuita dirigió la mirada al
demonio. Los ojos, llameantes de furor, estaban fijos más allá, detrás de él,
en el vestíbulo: en Merrin.
Karras se adelantó, al tiempo que Merrin entraba lentamente, alto y
erguido, hasta quedar al lado de la cama. Allí se detuvo y bajó la vista hacia
el odio.
Una reprimida quietud pesaba sobre el dormitorio. A continuación,
Regan sacó su lengua negruzca, como de lobo, y se lamió los labios partidos
e hinchados. El ruido era semejante al de una mano que alisa un pergamino
arrugado.
—Bueno, ¡orgullosa porquería! -rugió el demonio-. ¡Al fin! ¡Al fin has
venido!
El anciano sacerdote levantó una mano e hizo la señal de la cruz sobre
la cama; luego repitió el gesto por toda la habitación. Volviéndose, quitó el
corcho del frasco con el agua bendita.
—¡Ah, sí! ¡Ahora viene la orina sagrada! -exclamó el demonio con voz
ronca.
Merrin levantó el hisopo, y la cara del demonio se contrajo, lívida.
—¡Ah!, pero, ¿vas a hacerlo? -rugió-. ¿Vas a hacerlo?
Merrin empezó a agitar el hisopo. El demonio levantó violentamente la
cabeza; la boca y los músculos del cuello le temblaban con furia.
—¡Sí, salpica! ¡Salpica, Merrin! ¡Empápanos! ¡Inúndanos en tu sudor!
¡Tu sudor está santificado, San Merrin!
—¡Silencio! ¡Cállate!
Las palabras saltaron como dardos. Karras retrocedió y desvió la mirada
hacia un lado, maravillado ante la firmeza de Merrin, que miraba a Regan de
una manera fija y dominante. Y el demonio se calló. Le devolvió la mirada.
Pero ahora los ojos eran vacilantes.
Parpadeaban. Cautelosos.
Con gesto rutinario, Merrin tapó el frasco y se lo devolvió a Karras. El
psiquíatra lo deslizó en su bolsillo y observó que Merrin se arrodillaba junto a
la cama, cerraba los ojos y empezaba a rezar como en un murmullo.
—Padre nuestro…
Regan escupió; en la cara de Merrin se estrelló un escupitajo
amarillento, que resbaló lentamente por su mejilla.
—…Venga a nosotros tu reino… -Cabizbajo, Merrin continuó su plegaria
sin pausa, mientras una mano sacaba un pañuelo del bolsillo y, sin prisa, le
quitaba el salivazo-. Y no nos dejes caer en la tentación… -terminó
suavemente.
—Mas libranos del mal. Amén -respondió Karras.
Levantó la mirada un instante. Los ojos de Regan quedaron en blanco.
Karras estaba inquieto. Sentía que algo en la habitación se congelaba. Volvió
al texto, siguiendo la oración de Merrin:
—Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, apelo a tu santo nombre,
implorando humildemente tu bondad, para que generosamente me asista
contra este espíritu inmundo que atormenta a una de tus criaturas. Por
Cristo Nuestro Señor.
—Amén -respondió Karras.
Merrin se levantó y oró fervorosamente:
—¡Oh, Dios, Creador y defensor de la raza humana! Mira con piedad a tu
sierva, Regan Teresa MacNeil, cogida en las redes del más antiguo enemigo
del hombre, el renegado enemigo de nuestra raza, que…
Karras levantó la vista al oír que Regan silbaba; vio que se erguía con
los ojos en blanco, que sacaba y balanceaba la cabeza lentamente hacia
delante y atrás, como la de una cobra.
Una vez más, Karras experimentó un sentimiento de inquietud. Volvió a
seguir el texto.
—Salva a tu sierva -leía Merrin en el Ritual.
—Que confía en ti, Señor mío -respondió Karras.
—Permítele encontrar en ti, Señor, una fortaleza.
—Para hacer frente al enemigo.
Mientras Merrin leía la línea siguiente, Karras oyó un grito ahogado de
Sharon detrás de él, volvióse rápidamente y vio que ella miraba, estupefacta,
hacia la cama.
Perplejo, miró también en dirección al lecho. Quedó petrificado.
¡La cabecera de la cama se levantaba del suelo!
Miró fijamente, incrédulo.
Diez centímetros. Quince centímetros. Treinta centímetros.
Luego empezaron a levantarse también los pies de la cama.
—Gott in Himmel! -susurró Karl, aterrorizado. Pero Karras no lo oyó ni
vio que se santiguaba cuando se levantaron los pies de la cama para quedar
al mismo nivel de la cabecera. No ocurre nada, pensó mientras observaba
transfigurado.
La cama se elevó treinta centímetros más, y luego permaneció así
suspendida, balanceándose como si estuviera flotando sobre el agua.
—¿Padre Karras?
Regan ondulándose. Silbando como una serpiente.
—¿Padre Karras?
Karras se volvió. El exorcista lo observó sereno, indicándole, con gestos
de la cabeza, el Ritual que tenía en sus manos.
—La respuesta, por favor, Karras.
Karras, perplejo, parecía no entender. Sharon salió corriendo de la
habitación.
—Que el enemigo no tenga poder sobre ella -respondió Merrin
amablemente.
Presuroso, Karras volvió a seguir el texto y leyó la respuesta, mientras
el corazón le latía con fuerza.
—Y que el hijo de la iniquidad sea impotente para hacerle mal.
—Señor, escucha mi oración -continuó Merrin.
—Y llegue a Ti mi clamor.
—El Señor esté con vosotros.
—Y con tu espíritu.
Seguidamente, Merrin leyó una larga oración, y, una vez más, Karras
volvió su mirada a la cama, a sus esperanzas en Dios y en lo sobrenatural,
que flotaban en el aire vacío. Sintió en todo su ser un frío de júbilo. ¡Ahí
está! ¡Ahí está! ¡Frente a mí! ¡Ahí!
Volvióse de pronto al oír el ruido de la puerta que se abría. Sharon entró
apresuradamente con Chris, la cual se detuvo boquiabierta, incapaz de dar
crédito a sus ojos.
—¡Dios mío!
—Padre Todopoderoso, sempiterno Dios…
El exorcista levantó la mano e hizo tres veces la señal de la cruz, sobre
la frente de Regan, en tanto proseguía leyendo del Ritual.
—…que enviaste al mundo a tu Hijo, engendrado para aplastar al león
rugiente…
Cesó el silbido, y de la boca, estirada en forma de O, salió un berrido
que crispó los nervios.
—…arrebata de la perdición y de las garras del demonio a este ser
humano creado a tu imagen y…
El berrido se hizo más fuerte, desgarrado…
—Dios y Señor de todo lo creado… -Merrin estiró la mano y apretó una
punta de su estola contra el cuello de Regan, mientras seguía rezando-, por
cuyo poder hiciste caer del cielo a Satán como un rayo; infunde terror en la
bestia que causa desolación en tu viña.
Cesó el berrido. Un silencio sonoro. Luego, un pútrido vómito verdusco
empezó a manar de la boca de Regan en lentos y regulares borbotones, que
fluían como lava e iban cayendo en la mano de Merrin.
Pero él no la retiró.
—Permite que tu poderosa mano arroje a este cruel demonio fuera de
Regan Teresa MacNeil, que…
Karras apenas se dio cuenta de que se abría la puerta y de que Chris
salía corriendo de la habitación.
—Ahuyenta a este perseguidor de los inocentes…
La cama empezó a balancearse lentamente, a dar sacudidas, a
cabecear. El vómito aún fluía de la boca de Regan cuando Merrin, con calma,
le arregló la estola de modo que quedara firme en su cuello.
—Da ánimo a tus siervos para oponerse valientemente a este réprobo
dragón, a fin de que él no menosprecie a aquellos que ponen su confianza en
Ti, y…
De pronto cesaron los movimientos, y mientras Karras observaba
fascinado, la cama descendió suavemente, como una pluma, hasta el suelo
para posarse, al fin, en la alfombra.
—Señor, permite que esta…
Aturdido, Karras desvió la mirada. La mano de Merrin. No podía verla.
Estaba enterrada bajo una humeante capa de vómito.
—¿Damien?
Karras levantó los ojos.
—Señor, escucha mi oración -dijo suavemente el exorcista.
Karras se volvió hacia la cama y respondió:
—Y llegue a Ti mi clamor.
Merrin le quitó la estola, dio un paso corto hacia atrás y luego sacudió la
habitación con el látigo de su voz al ordenar:
—Yo te expulso, espíritu inmundo, junto con todos los poderes satánicos
del enemigo. Todos los espectros del infierno. Todos tus salvajes
compañeros. -La mano de Merrin chorreaba vómito sobre la alfombra-. Es
Cristo quien te lo ordena, Él, que una vez aplacó los vientos, el mar y la
tormenta.
Que…
Regan dejó de vomitar. Estaba sentada, en silencio. Inmóvil.
Sus ojos en blanco se dirigían a Merrin con perversidad. Desde los pies
de la cama, Karras la observaba de hito en hito. A medida que se iban
desvaneciendo en él el shock y la excitación, su mente febril empezaba a
desquitarse, tratando de hurgar profundamente en los rincones de la duda
lógica: telepatía, acción psicokinética, tensiones adolescentes y fuerza
dirigida por la psiquis. Frunció el ceño al acordarse de algo. Se acercó a la
cama y se inclinó para tocar la muñeca de Regan. Y descubrió lo que temía.
Como ocurrió con el hechicero en Siberia, el pulso latía con una rapidez
increíble. Sintió un profundo desaliento, y, comprobando su reloj, contó los
latidos del corazón como si cada uno de ellos hubiera sido un argumento en
contra de su propia vida.
—Es Él quien te lo ordena; Él, que te precipitó desde la altura de los
cielos.
El poderoso conjuro de Merrin sacudió los límites de la conciencia de
Karras con resonantes e inexorables golpes, mientras el pulso se aceleraba
cada vez más.
¡Más rápido aún! Karras miró a Regan. Todavía en silencio. En el aire
helado, tenues vahos de vapor se elevaban de la materia vomitada, cual
maloliente ofrenda.
Karras se sentía inquieto. Luego se le empezó a erizar el vello de los
brazos al ver que poco a poco, con una lentitud de pesadilla, la cabeza de
Regan giraba como la de un maniquí, crujiendo igual que un mecanismo
oxidado, hasta que los fantasmales ojos en blanco se quedaron fijos en los
suyos.
—Y ahora, Satán, tiembla aterrorizado…
Lentamente, la cabeza volvió a girar en dirección a Merrin.
—¡…tú, corruptor de la justicia! ¡Engendrador de la muerte! ¡Traidor de
las naciones! ¡Ladrón de la vida…!
Karras paseó la mirada cautelosamente a su alrededor cuando las luces
de la habitación comenzaron a titilar, a perder potencia y a adquirir un tono
sobrenatural de ámbar vibrante. Tembló. Hacía más frío. La estancia se iba
poniendo insoportablemente fría.
—…tú, príncipe de los asesinos; tú, inventor de todas las obscenidades;
tú, enemigo de la raza humana; tú…
Un golpe seco sacudió la habitación. Luego otro. Y otro, y otro…
Vibraban a un ritmo terrible, como los latidos de un gigantesco corazón
enfermo.
—¡Aléjate, monstruo! ¡Tu lugar es la soledad! ¡Tu morada, un nido de
víboras! ¡Desciende y arrástrate con ellas! ¡Es Dios mismo quien te lo
manda! ¡La sangre de…!
Los golpes se hicieron cada vez más fuertes y rápidos.
—Yo te conjuro, antigua serpiente…
Los golpes siguieron arreciando.
—…por el juez de vivos y muertos, por tu Creador, por el Creador de
todo el Universo, a que…
Sharon dio un grito y se apretó los puños contra los oídos, mientras los
golpes se hacían ensordecedores; de pronto se aceleraron tanto que latieron
a un ritmo espantoso.
El pulso de Regan era alarmante. Martilleaba a una velocidad demasiado
elevada para poder medirlo. Al otro lado de la cama, Merrin alargó
serenamente la mano y, con la punta del pulgar, trazó la señal de la cruz
sobre el pecho, cubierto de vómito, de Regan. Las palabras de su plegaria
eran ahogadas por los ruidos.
Karras comprobó que el pulso había perdido bruscamente velocidad, y
mientras Merrin rezaba y hacía la señal de la cruz sobre la frente de Regan,
los ruidos de pesadilla cesaron de repente.
—¡Oh, Dios de cielo y tierra, Dios de los ángeles y arcángeles…! -Karras
podía oír ahora la oración de Merrin, mientras el pulso se hacía cada vez más
lento.
—¡Merrin, orgulloso bastardo! ¡Carroña! ¡Perderás! ¡Morirá! ¡La puerca
morirá!
La niebla empezó a disiparse. La entidad diabólica había vuelto, llena de
cólera contra Merrin.
—¡Corrompido vanidoso! ¡Viejo hereje! ¡Yo te conjuro a que te vuelvas y
me mires! ¡Mírame ahora, carroña! -El demonio dio un salto hacia delante,
escupió a Merrin en la cara y luego le espetó-: ¡Así cura tu Maestro a los
ciegos!
—Dios y Señor de todo lo creado… -oró Merrin mientras, sin inmutarse,
buscaba su pañuelo y se limpiaba el salivazo.
—…libra a esta tu sierva de…
—¡Hipócrita! ¡A ti no te importa nada de la puerca! ¡No te importa
nada! ¡La has convertido en un duelo entre nosotros dos!
—Yo, humildemente…
—¡Mentiroso! ¡Mentiroso bastardo! Dinos, ¿dónde está tu humildad,
Merrin? ¿En el desierto? ¿En las ruinas? ¿En las tumbas a las que huiste para
escapar de tus hermanos, los hombres? ¿Para escapar de tus inferiores, de
los pobres y débiles de espíritu? ¿Hablas a los hombres tú, vómito piadoso?
—…libra…
—Tu morada es un nido de engreídos, Merrin. Tu lugar está dentro de ti
mismo. ¡Vuelve a la cima de la montaña y habla con tu único igual!
Merrin continuó con sus oraciones sin prestar atención, al tiempo que el
torrente de insultos continuaba de forma violenta.
Asqueado, Karras concentró su atención en el texto, en tanto que Merrin
leía un pasaje de san Lucas:
—…’Mi nombre es Legión’, respondió, porque eran muchos los demonios
que habían entrado en él, y le suplicaban que no les ordenara precipitarse al
abismo. Había allí una gran piara de cerdos que estaban paciendo en la
montaña. Los demonios suplicaron a Jesús que les permitiera entrar en los
cerdos. Él se lo permitió. Entonces salieron de aquel hombre, entraron en los
cerdos y, desde lo alto del acantilado, la piara se precipitó al lago y se
ahogó. Y…
—Willie, te traigo buenas noticias -bramó el demonio. Karras levantó la
mirada y vio que Willie, cerca de la puerta, se paraba en seco con su carga
de toallas y sábanas-. Te traigo la buena nueva de redención -se regodeó-.
¡Elvira está viva! ¡Vive! ¡Es…!
Willie miraba como alelada.
Entonces Karl se dirigió a ella, gritándole:
—¡No, Willie! ¡No!
—¡…una toxicómana, Willie, un caso perdido!…
—Willie, ¡no escuches! -aullaba Karl.
—¿Quieres que te diga dónde vive?
—¡No escuches! ¡No escuches! -Karl la empujaba fuera de la habitación.
—¡Ve a visitarla el día de la madre, Willie! ¡Sorpréndela! ¡Ve y…!
Bruscamente, el demonio se interrumpió, clavando los ojos en Karras,
que tomaba de nuevo el pulso de Regan; lo encontró fuerte, lo cual indicaba
que se le podía administrar más ‘Librium’. Se acercó a Sharon para indicarle
que preparara otra inyección.
—¿La quieres? -dijo lujuriosamente el demonio-. ¡Es tuya! ¡Sí, esa
ramera es tuya!
Sharon se puso colorada y apartó la vista cuando Karras le dio
instrucciones para el ‘Librium’.
—Y un supositorio de ‘Compazine’ si vuelve a vomitar -agregó.
Sharon hizo un gesto afirmativo con la cabeza baja y se marchó. Al
pasar junto a la cama, aún cabizbaja, Regan le gritó: ‘¡Puta!’; luego dio un
salto, le alcanzó en la cara con un borbotón de vómito y, mientras Sharon se
quedaba paralizada y chorreando, mostróse la personalidad de Dennings,
quien, con voz ronca, exclamó: ‘¡Ramera de mierda!’
Sharon huyó de la habitación.
La personalidad de Dennings hacía ahora muecas de disgusto.
Paseando la vista a su alrededor, preguntó:
—¿Puede alguien abrir un poco la ventana, por favor? ¡Esta habitación
apesta a mierda! Es simplemente…
—¡No, no, no, no lo hagan! -se corrigió-. ¡No, por todos los cielos, no
lo hagan, pues podría morir alguien más!
Luego se rió, guiñó los ojos monstruosamente a Karras y desapareció.
—Es Él quien te expulsa…
—¿Lo hace? ¿Realmente lo hace?
Había vuelto el demonio. Merrin prosiguió con sus conjuros, las
aplicaciones de la estola y el constante trazado de la señal de la cruz,
mientras el demonio seguía vomitando obscenidades. Demasiado largo, se
decía Karras: el paroxismo se prolongaba demasiado.
—¡Ahora viene la madre de la puerca inmunda! -rugió el demonio.
Al volverse, Karras vio que Chris se le acercaba con un trozo de algodón
y una jeringuilla. Cabizbaja, oía las injurias del demonio; Karras, con el ceño
fruncido, se adelantó hacia ella.
—Sharon se está cambiando de ropa -le explicó Chris-, y Karl está…
Karras la interrumpió con un ‘Está bien’, y ambos se acercaron a la
cama.
—¡Ven a ver tu obra, madre ramera! ¡Ven!
Chris trataba desesperadamente de no escuchar, de no mirar, mientras
Karras sujetaba los brazos de Regan, que no oponía resistencia.
—¡Miren a esta mujer repulsiva! ¡Miren a la ramera asesina! -se
enfureció el demonio-. ¿Estás contenta? ¡Tú has sido la causa! ¡Sí, tú,
con tu carrera antes que nada, tu carrera antes que tu marido, antes que
ella, antes que…!
Karras miró en torno a sí.
Chris estaba como petrificada.
—¡Siga! -le ordenó-. ¡No le haga caso! ¡Prosiga!
—¡…tu divorcio! ¡Acude a los curas! ¡Los curas no te ayudarán! -La
mano de Chris empezó a temblar-. ¡Está loca! ¡Está loca! ¡La puerca está
loca! ¡Tú la has llevado a la locura, al asesinato y…!
—¡No puedo! -Con la cara contraída, Chris miraba la jeringuilla
vacilante. Agitó la cabeza.- ¡No puedo hacerlo!
Karras se la arrancó de las manos.
—¡No importa, desinfecte! ¡Desinfecte el brazo! ¡Aquí! -le dijo en tono
firme.
—…en su ataúd, hija de perra, por…
—¡No preste atención! -le reiteró Karras; entonces el demonio
bruscamente se volvió hacia él, los ojos desorbitados de furia-. ¡Y tú, Karras!
Chris desinfectó el brazo de Regan.
—¡Ahora váyase! -le ordenó Karras mientras clavaba la aguja en la
carne consumida.
Ella salió corriendo.
—¡Sí!, nosotros sabemos de tu cariño por las madres, querido
Karras! -rugió el demonio.
El jesuita retrocedió acobardado, y, por un momento, no se movió.
Después, lentamente, retiró la aguja y miró aquellos ojos en blanco. De la
boca de Regan brotaba un canturreo, una especie de salmo, con voz clara y
dulce, como la de un niño corista: Tantum ergo, sacramentum, veneremur
cernui…
Era un himno que se canta en la bendición con la custodia. Karras
parecía exangüe, mientras seguía el canto. Extraño y escalofriante, el himno
sacro era un vacío en el que Karras sintió, con una terrible claridad, el horror
de la noche que se aproximaba. Levantando la mirada, vio a Merrin, toalla en
mano. Con movimientos cansados y suaves, el anciano limpiaba el vómito de
la cara y cuello de Regan.
—…et antiquum documentum…
El canto. ¿De quién será la voz?, se preguntaba Karras. Y luego,
fragmentos: Dennings… La Ventana… Obsesionado, vio que Sharon
regresaba y le quitaba la toalla a Merrin.
—Yo lo terminaré, padre -le dijo-. Ya estoy bien. Quiero cambiarla y
limpiarla antes de administrarle el ‘Compazine’ ¿Podría esperar fuera un
ratito?
Los dos sacerdotes salieron a la tibieza y oscuridad del vestíbulo y se
apoyaron, cansados, contra la pared.
Karras escuchaba el misterioso canturreo que venía de la habitación de
Regan. Al cabo de unos momentos, se dirigió suavemente a Merrin:
—Usted dijo… usted dijo antes que había sólo… una entidad.
—Sí.
Hablando en voz baja, con las cabezas juntas, parecían estar
confesándose.
—Todas las otras no son más que formas de ataque -continuó Merrin-.
Hay uno… sólo uno. Es un demonio. -Abrióse una pausa. Luego, Merrin
afirmó con sencillez-: Yo sé que usted duda de esto. Pero mire, a este
demonio… lo conocí una vez. Y es poderoso… poderoso…
Silencio. Karras volvió a hablar:
—Decimos que el demonio… no puede afectar la voluntad de la víctima.
—Sí, así es… así es… No hay pecado.
—Entonces, ¿cuál es el propósito de la posesión? -preguntó Karras con
el ceño fruncido-. ¿Qué sentido tiene?
—¿Quién lo sabe? -respondió Merrin-. ¿Quién puede tener la esperanza
de saber? -Pensó un momento. Después continuó sondeando-: Pero yo creo
que el objetivo del demonio no es el poseso, sino nosotros… los
observadores… cada persona de esta casa. Y creo… creo que lo que quiere
es que nos desesperemos, que rechacemos nuestra propia humanidad,
Damien, que nos veamos, a la larga, como bestias, como esencialmente viles
e inmundos, sin nobleza, horribles, indignos. Y tal vez ahí esté a centro de
todo: en la indignidad. Porque yo pienso que el creer en Dios no tiene nada
que ver con la razón, sino que, en última instancia, es una cuestión de amor,
de aceptar la posibilidad de que Dios puede amarnos…
Merrin hizo otra pausa. Prosiguió más lentamente, abriendo su alma en
un susurro.
—Él sabe…, el demonio sabe dónde atacar… Hace mucho tiempo que
me sentía desesperado por no poder amar a mi prójimo. Ciertas personas…
me repelían. ¿Cómo podría amarlas?, pensaba. Y eso me atormentaba,
Damien; me llevó a desconfiar de mí mismo… y, partiendo de aquí,
desconfiar de mi Dios. Se hizo añicos mi fe…
Interesado, Karras levantó sus ojos hacia Merrin.
—¿Y qué pasó? -preguntó.
—Pues que, al fin, me di cuenta de que Dios nunca me pediría aquello
que me es psicológicamente imposible, que el amor que Él me pedía estaba
en mi voluntad y no quería decir que debía sentirlo como una emoción. En
absoluto. Me pedía que obrara con amor hacia los demás, y el hecho de
que lo hiciera con aquellos que me repelían, era un acto de amor más grande
que cualquier otro. -Movió la cabeza-. Sé que todo esto debe parecerle muy
obvio, Damien. Lo sé. Pero entonces no alcanzaba a verlo. Extraña ceguera.
¡Cuántos maridos y mujeres -exclamó con tristeza- creerán que ya no se
aman porque sus corazones no se conmueven al verse! ¡Ah, Dios querido!
-movió la cabeza afirmativamente-.
Damien, ahí radica la posesión; no tanto en las guerras, como algunos
quieren creer; y muy pocas veces en intervenciones extraordinarias como
ésta… la de esta niña… esta pobre criatura. No, yo lo veo mucho más a
menudo en cosas pequeñas, Damien; en los mezquinos o absurdos rencores,
en las equivocaciones, en la palabra cruel e insidiosa que las lenguas
desatadas lanzan entre amigos. Entre amantes. Unas cuantas de esas cosas
-susurró Merrin-, y ya no es necesario que sea Satán el que dirija nuestras
guerras, pues las dirigimos nosotros mismos… nosotros mismos…
Aún llegaba el canto del dormitorio. Merrin miró hacia la puerta y
escuchó un momento.
—Y, sin embargo, incluso de esto, del mal, vendrá el bien. De algún
modo. De algún modo que nunca podremos entender, ni siquiera ver. -Merrin
hizo una pausa-. Quizás el mal sea el crisol de la bondad -manifestó-. Y tal
vez el propio Satán, a pesar de sí mismo, sirva de alguna manera para
cumplir la voluntad de Dios.
No dijo más, y durante un rato permanecieron en silencio, mientras
Karras reflexionaba. Le vino a la mente otra objeción.
—Una vez que el demonio es expulsado -dijo tanteando-, ¿cómo se le
puede impedir que vuelva a entrar?
—No lo sé -respondió Merrin-.
No lo sé. Mas parece ser que nunca vuelve. Nunca. Nunca. -Merrin se
puso una mano en la cara y se pellizcó suavemente las comisuras de los
ojos-. Damien…, ¡qué nombre tan maravilloso! -murmuró.
Karras percibió agotamiento en su voz. Y algo más. Ansiedad. Como un
dolor reprimido.
De repente, Merrin se apartó de la pared y, con la cara escondida entre
las manos, excusóse y corrió por el pasillo en dirección al baño. ‘¿Qué pasa?’,
se preguntó Karras. Sintió una repentina envidia y admiración por la
profunda y sencilla fe del exorcista. Se volvió hacia la puerta. El canto. No se
oía nada más. ¿Habría terminado, por fin, la noche?
Minutos más tarde, Sharon salió del dormitorio con un montón de ropas
y sábanas pestilentes.
—Está durmiendo -dijo. Rápidamente, desvió la mirada y se alejó por el
corredor.
Karras respiró hondo y regresó al dormitorio. Sintió el frío, percibió el
hedor. Caminó despacio hasta la cama. Regan. Dormida. Por fin. Y, por fin
-pensó-, él podría descansar.
Tomó la delgada muñeca de Regan y miró la manecilla de su reloj.
—¿Por qué haces eso, Dimmy?
Se le heló el corazón.
—¿Por qué haces eso?
El sacerdote no podía moverse; no respiraba, no se atrevía a mirar en la
dirección de la que procedía aquella voz doliente; no se animaba a ver
aquellos ojos que estaban realmente allí: ojos acusadores, ojos solitarios. Su
madre. ¡Su madre!
—Me abandonaste para ser sacerdote, Dimmy; me mandaste a un
asilo…
¡No mires!
—¿Ahora me ahuyentas…?
¡No es ella!
—¿Por qué haces eso?
Le zumbaba la cabeza, tenía el corazón en la boca. Cerró con fuerza los
ojos mientras la voz se hacía implorante, asustada, llorosa.
—Siempre fuiste un niño bueno, Dimmy. ¡Por favor! ¡Tengo miedo! ¡Por
favor, no me eches, Dimmy!
¡Por favor!
!…no es mi madre!
—¡Afuera no hay nada! ¡Sólo oscuridad, Dimmy! ¡Estoy sola!
-Parecía llorar.
—¡No eres mi madre! -susurró Karras con vehemencia.
—¡Dimmy, por favor!
—No eres mi…
—¡Oh, por el amor de Dios, Karras!
Luego Dennings.
—¡Mire, sencillamente no es justo que nos echen de aquí! ¡Por lo que a
mí respecta, es una cuestión de justicia que esté aquí!
¡Pequeña hija de zorra! ¡Ella tomó mi cuerpo, y tengo derecho a que se
me permita permanecer en el de ella, ¿no le parece? ¡Oh, por Dios, Karras,
míreme! ¡Vamos!
No muy a menudo se me deja representar mi papel. Míreme. Karras
abrió los ojos y vio la personalidad de Dennings.
—Así, está mejor. Mire, ella me mató. No la dueña de la casa, Karras,
sino ¡Ella! Sí, ¡ella! Yo estaba solo en el bar, cuando me pareció sentir
que se quejaba. En la planta alta. Bueno, después de todo, yo tenía que
ver qué le dolía, por lo cual subí, y entonces me cogió por el cuello. -La voz
era ahora plañidera, patética-. ¡Dios mío, nunca en mi vida había visto
tanta fuerza!
Comenzó a gritar que yo estaba engañando a su madre o algo por el
estilo, o que yo fui la causa del divorcio. Algo así. No era muy claro. ¡Pero le
aseguro que ella me empujó por la ventana! -Voz cascada. Tono agudo-.
¡Ella me mató! !Me mató la muy cochina! ¿Le parece, entonces, que es
justo echarme de aquí? ¡Vamos, Karras, respóndame! ¿Cree que es
realmente justo? ¿Lo cree usted?
Karras tragó saliva.
—¿Sí o no? -lo apremió-. ¿Es justo?
—¿Por qué… por qué… le quedó la cabeza vuelta hacia atrás? -preguntó
Karras con voz ronca.
Dennings paseó a su alrededor una mirada evasiva.
—Eso fue un accidente… una monstruosidad… Me di contra los
escalones, ¿sabe? Fue raro.
Karras meditaba, con la garganta seca. Tomó nuevamente la muñeca de
Regan y le echó una mirada al reloj para desviar la atención.
—¡Dimmy, por favor! ¡No permitas que me quede sola!
Su madre.
—Si en vez de sacerdote hubieras sido médico, yo habría vivido en una
bonita casa, Dimmy; no con cucarachas, ¡no sola en el apartamento!
Entonces…
Luchaba por hacerla callar, pero la voz lloraba de nuevo.
—¡Dimmy, por favor!
—No eres mi…
—¿No quieres enfrentarte con la verdad, carroña inmunda? -Era el
demonio-. ¿Crees lo que te dice Merrin? ¿Crees que es bueno y santo? Pues
bien, ¡no lo es! ¡Es orgulloso e indigno! ¡Te lo probaré, Karras! ¡Te lo
demostraré matando a la puerca!
Karras abrió los ojos. Pero aún no se atrevía a mirar.
—Sí, ella morirá, y el Dios de Merrin no la salvará, Karras. ¡Tú no la
salvarás! ¡Morirá por el orgullo de Merrin y por tu incompetencia!
¡Chapucero! ¡No tendrías que haberle inyectado ‘Librium’!
Karras se volvió entonces y lo miró a los ojos. Brillaban con triunfante
maldad.
—¡Tómale el pulso! -El demonio sonreía-. ¡Vamos, Karras! ¡Tómaselo!
Mantenía apretada en su mano la muñeca de Regan; Karras frunció el
ceño, preocupado. El pulso era rápido y…
—Débil, ¿eh? -bramó el demonio-. ¡Ah, sí! Un poco. Por el momento,
sólo un poco.
Karras cogió su maletín y sacó el fonendoscopio. El demonio profirió con
voz ronca:
—¡Escucha, Karras! ¡Escucha bien!
Escuchó. Los latidos del corazón sonaban distantes y apagados.
—¡No la dejaré dormir!
Karras miró rápidamente al demonio. Sintió un escalofrío.
—Sí, Karras -gruñó-. ¡No dormirá! ¿Me oyes? ¡No dejaré dormir a la
puerca!
Mientras el sacerdote observaba aturdido, el demonio echó la cabeza
hacia atrás, mientras lanzaba una carcajada. No oyó que Merrin entraba de
nuevo en la habitación. El exorcista se detuvo junto a él y lo miró con
detenimiento.
—¿Qué pasa? -preguntó.
Karras respondió, inexpresivo:
—El demonio… ha dicho que no la dejaría dormir. -Posó en Merrin sus
ojos atormentados-. El corazón ha empezado a fallarle, padre. Si no
descansa pronto, morirá de insuficiencia cardíaca.
Merrin parecía serio.
—¿Le puede administrar algo que la haga dormir?
Karras movió la cabeza.
—No; es peligroso. Puede entrar en coma.
Al volverse, Regan se puso a cloquear como una gallina.
—Si la tensión arterial sigue bajando… -dijo para terminar.
—¿Qué se puede hacer? -preguntó Merrin.
—Nada… nada… -respondió Karras-. Pero no sé… tal vez nuevos
adelantos… -Bruscamente dijo a Merrin-: Voy a consultar con un cardiólogo,
padre.
Merrin asintió.
Karras bajó las escaleras. Encontró a Chris en la cocina, y en la estancia
contigua oyó el llanto de Willie y la voz de Karl, que trataba de consolarla. Le
explicó la necesidad de una consulta, si bien le ocultó el peligro que corría
Regan. Chris dio su autorización y Karras llamó por teléfono a un amigo, un
famoso especialista de la Facultad de Medicina de la Georgetown University,
al que despertó para informarle brevemente del caso.
—En seguida voy -dijo el especialista.
En menos de media hora estuvo en la casa. Ya en el dormitorio,
reaccionó con asombro ante el frío y el hedor, y con horror y compasión,
ante el estado de Regan. En ese momento la niña balbuceaba una
incoherente jerga. Mientras el cardiólogo la examinaba, la niña,
alternativamente, cantaba e imitaba voces de animales. Luego apareció
Dennings.
—¡Oh, es terrible! -se quejó ante el especialista-. ¡Simplemente
espantoso! ¡Confío en que pueda usted hacer algo! ¿Puede hacerlo?
Si no, no tendremos adónde ir, y todo por que… ¡Oh, este diablo
maldito es un terco! -El especialista observaba con expresión extraña
mientras tomaba la tensión a Regan; Dennings miró a Karras y se quejó-:
¿Qué mierda está haciendo? ¿No se da cuenta de que la muy cretina tendría
que estar en un sanatorio? ¡En un manicomio, Karras! ¡Usted lo sabe! ¡De
veras! ¡Suspendamos este ridículo sortilegio! ¡Si ella muere, usted sabe que
será culpa suya! ¡Toda suya! Yo creo que por el hecho de que él sea
terco, usted no tiene que portarse como un estúpido! ¡Es usted médico!
¡Tendría que saber lo que conviene, Karras!
Vamos, hay escasez de alojamiento en este momento. Si nos…
El Demonio volvió, aullando como un lobo. El cardiólogo, inexpresivo, se
guardó el esfigmomanómetro. Luego le hizo un gesto a Karras. Había
concluido. Salieron al pasillo. El especialista miró por un momento hacia el
dormitorio y preguntó, intrigado:
—¿Qué diablos pasa ahí dentro, padre?
El jesuita desvió la mirada.
—No puedo decirlo -contestó en tono suave.
—Está bien.
—¿Qué opina?
La expresión del especialista era sombría.
—Tiene que detener esa actividad… dormir… dormir antes de que le
baje la presión arterial…
—¿Qué puedo hacer, Bill?
El especialista miró fijamente a Karras y dijo:
—Rezar.
Saludó y se fue. Karras lo vio marcharse; cada una de sus arterias y
nervios imploraban descanso, esperanza, milagros, que sospechaba no se
producirían… ¡No tendrías que haberle inyectado ‘Librium’!
Se encaminó de nuevo al dormitorio y empujó la puerta con una mano,
que le pesaba como su alma.
Merrin permanecía junto a la cama, vigilando a Regan, que ahora
relinchaba como un caballo. Al oír que Karras entraba, lo miró
inquisitivamente. Karras movió la cabeza con desaliento. Merrin comprendió.
Había tristeza en su cara; luego, aceptación y, al volverse hacia Regan, una
inflexible decisión. El anciano se arrodilló al lado de la cama.
—Padre nuestro… -empezó a rezar.
Regan le escupió con una bilis oscura y maloliente, y luego gruñó:
—¡Perderás! ¡Ella morirá! ¡Morirá!
Karras tomó su ejemplar del Ritual. Lo abrió. Levantó la vista y miró a
Regan.
—Salva a tu sierva -rezó Merrin.
—En presencia del enemigo.
En el alma de Karras había una angustiosa desesperación. ¡Duérmete!
¡Duérmete!, rugía su voluntad con frenesí.
Pero Regan no se durmió.
Ni por la madrugada.
Ni al mediodía.
Ni al anochecer.
Ni el domingo, cuando el pulso alcanzó los ciento cuarenta latidos, y su
vida pendía de un hilo.
Los ataques se sucedían sin descanso, mientras Karras y Merrin repetían
una y otra vez el ritual, sin dormir, y Karras probaba febrilmente
medicamentos. Trató de reducir los movimientos de Regan a un mínimo,
atándola a la cama con una sábana y manteniendo a todos fuera de la
estancia, para ver si la falta de solicitaciones acababa con las convulsiones.
No lo consiguió. Y los gritos de Regan eran tan agotadores como sus
movimientos. Sin embargo, se mantenía la tensión arterial. Pero, ¿por
cuánto tiempo más?, se decía Karras, angustiado. ¡Oh, Dios mío, no
permitas que se muera!, se repetía a sí mismo. ¡No dejes que se muera!
¡Permite que se duerma! ¡Permite que se duerma! En ningún momento tuvo
la más mínima conciencia de que sus pensamientos eran oraciones: sólo se
daba cuenta de que no eran atendidas.
A las siete de la tarde de aquel domingo, Karras estaba sentado junto a
Merrin en la habitación, exhausto y deshecho por los ataques diabólicos: su
falta de fe, su incompetencia. Y Regan. Su culpa. No tendrías que haberle
inyectado ‘Librium’…
Los sacerdotes acababan de terminar un ciclo del ritual. Estaban
descansando mientras Regan entonaba el Panis Angelicus. Raramente
salían de la habitación.
Karras lo hizo sólo una vez para cambiarse de ropa y darse una ducha.
Pero era más fácil permanecer despierto en medio del frío que del hedor,
hedor que desde aquella mañana se había convertido en repugnante olor a
carne podrida.
Con los ojos enrojecidos y mirando febrilmente a Regan, Karras creyó
percibir un ruido. Algo que crujía. De nuevo. Cuando pestañeaba. Entonces
comprendió que el ruido provenía de sus propios párpados resecos. Volvióse
en dirección a Merrin. Durante aquellas horas, el exorcista había hablado
muy poco: de vez en cuando, algún recuerdo de su niñez, reminiscencias,
pequeñas cosas, una historia acerca de un pato que tenía, llamado Clancy.
Karras estaba muy preocupado por él. La falta de sueño. Los ataques del
demonio. A su edad. Merrin cerró los ojos y apoyó la barbilla en el pecho.
Karras miró a Regan y luego, cansado, se acercó a la cama. Le tomó el pulso
y se aprestó a medir la tensión arterial. Al envolverle el brazo en el brazal del
esfigmomanómetro, tuvo que pestañear repetidas veces, pues se le nublaba
la vista.
—Hoy es el Día de la Madre, Dimmy.
Por un momento fue incapaz de moverse; sintió que el corazón se le
retorcía dentro del pecho. Luego miró aquellos ojos que ya no se parecían a
los de Regan, sino que eran los tristemente acusadores de su madre.
—¿Ya no te sirvo? ¿Por qué me abandonas para que muera sola,
Dimmy? ¿Por qué? ¿Por qué me…?
—¡Damien!
Merrin le aferraba el brazo con firmeza.
—Por favor, vaya y descanse un poco, Damien…
—¡Dimmy, por favor! ¿Por qué me…?
Entró Sharon a cambiar la ropa de la cama.
—¡Vaya y descanse un poco, Damien! -insistió Merrin.
Con un nudo en la garganta, Karras dio media vuelta y salió de la
habitación. Se quedó parado en el pasillo. Sentíase débil. Luego bajó las
escaleras, deteniéndose indeciso. ¿Un café? Lo ansiaba. Pero aún ansiaba
más la ducha, cambiarse de ropa, afeitarse.
Abandonó la casa y cruzó la calle en dirección a la residencia de los
jesuitas. Entró. Fue a tientas hasta su habitación. Y al mirar hacia la cama…
Olvídate de la ducha. Duerme. Media hora.
Cuando se acercaba al teléfono para avisar en recepción que lo
despertaran, sonó el timbre.
—Diga -contestó con voz ronca.
—Hay una persona que desea verlo, padre Karras; un tal señor
Kinderman.
Durante unos momentos contuvo la respiración, y luego, resignado,
contestó:
—Dígale, por favor, que voy en seguida.
Al colgar el receptor, Karras vio el cartón de ‘Camel’ sobre su mesa.
Traía una notita de Dyer.
La leyó con la vista nublada.
‘Se ha encontrado una llave del _’Club Play Boy_’ en el reclinatorio de la
capilla, frente a las luces votivas. ¿Es tuya? Puedes reclamarla en recepción.’
Inexpresivo, Karras dejó la nota, se puso ropa limpia y salió de la
habitación. Se olvidó de coger los cigarrillos.
Ya en recepción vio a Kinderman junto al mostrador, arreglando, con
gesto delicado, las flores de un jarrón. Al oír que Karras llegaba, volvióse
mientras sostenía por el tallo una camelia rosada.
—¡Ah, padre! ¡Padre Karras…! -exclamó Kinderman; pero cambió su
expresión alegre por otra de preocupación al ver el agotamiento en la cara
del jesuita. Rápidamente dejó la camelia en su lugar y salió al encuentro de
Karras-. ¡Tiene muy mal aspecto! ¿Qué pasa? ¡Eso le ocurre de tanto correr
por la pista! ¡Deje de hacerlo! ¡Venga conmigo! -Tomándolo por el codo, lo
llevó hacia la calle-. ¿Tiene un minuto disponible? -le preguntó al pasar por la
puerta de entrada.
—Escasamente… -murmuró Karras-. ¿De qué se trata?
—Cuatro palabras. Necesito un consejo, sólo un consejo.
—¿Sobre qué?
—Se lo diré en seguida. -Kinderman hizo un gesto con la mano como si
rechazara una idea-. Caminemos, tomemos el aire. -Pasó su brazo por el del
jesuita y, juntos, cruzaron en diagonal la calle Prospect-. ¡Ah, mire eso!
¡Hermoso! ¡Magnífico! -Señalaba la puesta del sol sobre el Potomac. En la
quietud resonaban, mezcladas, las risas y las voces de los estudiantes de
Georgetown frente a un bar situado cerca de la esquina de la Calle Treinta y
Seis. Uno le pegó un puñetazo a otro en el brazo y los dos empezaron a
luchar amistosamente-. ¡Ah, la Universidad, la Universidad…! -se lamentó
Kinderman, señalando con la cabeza en dirección a los estudiantes-. Yo
nunca fui… pero me habría gustado… me habría gustado… -Advirtió que
Karras contemplaba el crepúsculo-. Le digo en serio que tiene mal aspecto
-repitió-. ¿Qué le pasa? ¿Ha estado enfermo?
’¿Cuándo irá al grano?’, se preguntó Karras.
—No; simplemente, muy ocupado -respondió.
—¡Afloje un poco, entonces! -exclamó Kinderman-. ¡Vamos, afloje!
Usted sabe muy bien lo que le conviene. A propósito, ¿ha visto el ‘Ballet
Bolshoi’ en el ‘Watergate’?
—No.
—Yo tampoco. Pero me habría gustado. Las chicas son tan gráciles… tan
agradables…
Habían llegado a la barandilla del puente, sobre el río. Apoyando un
brazo, Karras miró de frente a Kinderman, quien, con las manos sobre el
antepecho, contemplaba, pensativo, la otra orilla.
—¿Qué desea, teniente? -preguntó Karras.
—¡Ah, padre! -suspiró Kinderman-. Tengo un problema.
Karras echó una brevísima mirada en dirección a la ventana, cerrada,
del cuarto de Regan.
—¿Profesional?
—Bueno, en parte… sólo en parte.
—¿De qué se trata?
—Es un problema, sobre todo… -vacilante, Kinderman miró de soslayo-
ético, padre Karras… Una pregunta… -El detective se volvió y apoyó la
espalda contra la pared. Frunció el ceño, con la vista en el suelo. Luego se
encogió de hombros-. No podía comunicárselo a nadie, y menos a mi
superior. Simplemente no podía. De modo que he pensado… -La cara se le
iluminó repentinamente-. Yo tenía una tía… Oiga, oiga esto, que es muy
gracioso. Durante años, ella le tuvo terror a mi tío.
Nunca se atrevía a decirle una palabra, y menos aún a levantar la voz.
¡Nunca! Así, cuando se enojaba con él, por lo que fuere, corría al armario
de su dormitorio, y allí, en la oscuridad, ¡tal vez no lo crea usted!, en la
oscuridad, ella sola, entre las ropas colgadas y las polillas, insultaba, !
insultaba a mi tío durante unos veinte minutos! ¡Le decía exactamente lo
que pensaba de él! ¡Gritaba!
Luego salía, aliviada, e iba a besarle en la mejilla. Dígame, ?qué es
eso, padre Karras? ¿Una terapia?
—¡Y muy buena! -dijo Karras, sonriendo débilmente-. Y ahora yo soy su
armario. ¿Es eso lo que quería decirme?
—En cierto modo -replicó Kinderman. Nuevamente bajó la vista-.
En cierto modo; pero hay algo más serio, padre Karras. -Hizo una
pausa-. Porque el armario debe hablar -agregó en tono grave.
—¿Tiene un cigarrillo? -preguntó Karras; le temblaban las manos.
El detective lo miró, incrédulo.
—¿Cree usted que voy a fumar con mi enfermedad?
—No, claro -murmuró el sacerdote, entrelazándose las manos sobre la
barandilla y mirándoselas-. ¡Deja de hablar!
—¡Qué médico! ¡No permita Dios que me ponga enfermo en la selva y,
en vez de Albert Schweitzer, me encuentre solo con usted! ¿Cura usted
todavía las verrugas con ranas, doctor Karras?
—No, con sapos -respondió Karras con voz apagada.
—Hoy no se ríe -dijo Kinderman, preocupado-. ¿Pasa algo?
Karras negó con la cabeza.
—Prosiga -le dijo suavemente.
El detective suspiró, mirando hacia el río.
—Como le iba diciendo… -jadeó. Se rascó la frente con la uña del
pulgar-. Le decía que…
digamos que estoy trabajando en un caso, padre Karras. Un homicidio.
—¿Dennings?
—No, no, puramente hipotético. Usted no lo conoce. En absoluto.
Karras asintió.
—Parece ser un asesinato ritual de brujería -continuó, pensativo, el
detective. Tenía el ceño fruncido. Elegía lentamente las palabras-. Y digamos
que en esta hipotética casa viven cinco personas y que una de ellas ha de ser
el asesino. -Hacía enfáticos movimientos con las manos-. Eso lo sé, lo sé,
lo sé positivamente. -Luego hizo una pausa, respirando despacio-. Pero el
problema… todas las evidencias… señalan a una criatura, padre Karras, a
una niña de diez años, quizá doce… Podría ser mi hija. -Mantenía la vista fija
en el dique que se divisaba a lo lejos-. Sí, ya sé que parece fantástico…
ridículo… pero es verdad. Entonces, padre, llega a dicha casa un sacerdote
muy famoso, y, como quiera que se trata de un caso puramente hipotético,
me entero, por mi también hipotético genio, que este sacerdote ha curado ya
cierto tipo de enfermedad. Una enfermedad mental, hecho que menciono
sólo de pasada, por si le interesa.
Karras sintió que palidecía.
—Bueno, también hay… satanismo implicado en esta enfermedad, y…
fuerza… Sí, una fuerza increíble. Y esa… niña hipotética, digamos entonces,
podría… retorcer la cabeza de un hombre. Sí, podría. -Hacía gestos
afirmativos con la cabeza-. Sí… sí, podría. Ahora se pregunta uno… -Hizo
una mueca, pensativo-. Esa niña no es responsable, padre. Es una demente.
-Se encogió de hombros. -¡Y es sólo una criatura! ¡Una criatura! -Movió la
cabeza-. Sin embargo, la enfermedad que tiene… puede ser peligrosa. Podría
matar a otra persona. ¿Quién sabe? -Nuevamente miró de soslayo hacia el
río-. Es un problema. ¿Qué hacer? Hipotéticamente, por supuesto. ¿Olvidarlo
y esperar que… -Kinderman hizo una pausa- ‘mejore’? -Se buscó el pañuelo-
. Padre, no sé… no sé. -Se sonó la nariz-. Es una decisión muy grave;
simplemente terrible. -Rebuscó una parte no usada del pañuelo-. Terrible. Y
me molesta mucho ser yo el que tenga que tomarla. -Se sonó de nuevo,
dándose ligeros golpecitos en una de las aletas de la nariz-. Padre, ¿qué
sería lo correcto en tal caso? ¡Hipotéticamente! ¿Qué cree usted que sería lo
correcto hacer?
Por un instante, el jesuita vibró de rebeldía. Se encontró con los ojos de
Kinderman y respondió en tono suave:
—Lo pondría en manos de una autoridad superior.
—Creo que ya está ahí en este momento -musitó Kinderman.
—Pues bien, yo lo dejaría ahí.
Sus miradas se encontraron de nuevo. Kinderman se guardó el pañuelo.
—He pensado que me diría eso. -Contempló el ocaso-. ¡Qué espectáculo
tan hermoso! Digno de ser visto. -Se levantó la manga para mirar la hora-.
Tengo que irme. Mi señora estará ya protestando de que la cena se enfría.
-Se volvió hacia Karras-. Gracias, padre. Me siento mejor… mucho mejor. A
propósito, ¿podría hacerme el favor de dar un recado? Si ve a un señor
llamado Engstrom, dígale: ‘Elvira se halla en una clínica: está bien.’ Él lo
entenderá. ¿Lo hará? Desde luego, si lo ve.
Karras estaba desconcertado.
—¡No faltaría más! -dijo.
—¿No podríamos ir al cine una de estas noches, padre?
El jesuita bajó la vista y murmuró:
—Sí, pronto.
—‘Pronto.’ Es usted como un rabino cuando habla del Mesías: siempre:
‘Pronto.’ Hágame otro favor, padre. -El detective parecía seriamente
preocupado-. Deje de correr por la pista durante un tiempo. Camine.
Descanse un poco, no exagere. ¿Lo hará?
—Lo haré.
Con las manos en los bolsillos, el detective miraba la calzada, con aire
resignado.
—Sí, ya sé -suspiró cansinamente-, pronto. Siempre pronto. -Cuando se
disponía a marcharse, cabizbajo aún levantó una mano y la puso sobre el
hombro del jesuita.
Lo apretó. Durante un rato, Karras lo observó alejarse por la calle. Lo
miró con asombro. Con cariño. Y con sorpresa, al comprobar cuán
misteriosos eran los laberintos del corazón. Levantó los ojos hasta las nubes,
teñidas de color rosado que flotaban sobre el río, y luego, más al Oeste,
donde parecían deslizarse hasta los límites del mundo, resplandeciendo
tenues como una promesa que se recuerda. Apoyó el dorso de su mano
contra los labios y bajó la vista para esconder la tristeza que le subía desde
la garganta hasta los ojos. Esperó. Ya no se atrevía a enfrentarse con la
puesta del sol. Miró de nuevo hacia la ventana de Regan; luego regresó a la
casa.
Sharon le abrió la puerta y le informó de que no había novedades.
Llevaba un bulto de ropa maloliente. Le dijo:
—Tengo que llevar esto abajo, al lavadero.
La miró. Pensó en lo bueno que sería tomar una taza de café. Pero oyó
que el demonio lanzaba de nuevo vituperios contra Merrin. Se dirigió a la
escalera. Luego se acordó del recado. Karl. ¿Dónde estaría? Se volvió para
preguntárselo a Sharon, pero vio que desaparecía por la escalera del sótano.
Dominado por la confusión, se encaminó a la cocina. Karl no estaba.
Sólo Chris. Sentada a la mesa mirando… ¿un álbum? Fotos. Recortes de
papel. No podía verle la cara, porque tenía la frente apoyada en las manos.
—Perdón -dijo Karras suavemente-. ¿Está Karl en su dormitorio?
Ella negó con la cabeza.
—Ha salido a hacer un recado -murmuró con voz ronca, voz de llanto-.
Ahí tiene café, padre. Se filtrará en un minuto.
Cuando Karras miró el indicador luminoso de la cafetera eléctrica, oyó
que Chris se levantaba de la mesa, y, al volverse, la vio salir
apresuradamente, desviando la cara. Escuchó un tembloroso:
—Perdone.
Su vista se posó en el álbum. Se acercó a mirarlo. Instantáneas. Una
niñita. Sintiendo una aguda congoja, Karras se dio cuenta de que aquélla era
Regan: aquí, soplando velitas de un pastel de cumpleaños: allí, sentada
sobre un muelle del lago en shorts y camisola, haciendo un gesto alegre
con el brazo ante la cámara. Tenía una inscripción en la camisola:
Campamento… No pudo distinguirlo bien.
En la página contigua, una hoja de papel, pautado con lápiz y regla,
contenía un manuscrito de niño:
Si en vez de barro solamente, pudiera tomar las cosas más bonitas,
como un arco iris, o las nubes, o el canto de un pájaro, tal vez entonces,
queridísima mamá, si pudiera juntarlas todas, podría hacer de veras una
estatua tuya.
Y debajo de los versos: ¡Te quiero! ¡Feliz día de la madre!
La firma, escrita en lápiz, decía: Rags.
Karras cerró los ojos. No podía soportar aquello. Volvióse cansinamente
y esperó que se filtrara el café. Cabizbajo, se agarró al mármol de la cocina y
volvió a cerrar los ojos. ¡Ciérrale la puerta!, pensó. ¡Ciérrale la puerta a
todo! Pero no podía, y mientras oía el sordo ruido del café que se filtraba,
las manos comenzaron a temblarle, y la compasión creció hasta convertirse
en ciega furia contra la enfermedad y el dolor, contra el sufrimiento de los
niños y contra la monstruosa y ultrajante corrupción de la muerte.
Si en vez de barro solamente…
La furia se agotó; ahora era pena e impotente frustración.
…las cosas más bonitas…
No podía esperar que se filtrara el café. Debía irse… debía hacer algo…
ayudar a alguien… intentar…
Salió de la cocina. Al pasar por el vestíbulo, miró hacia dentro. Chris
estaba en el sofá, llorando convulsivamente; Sharon la consolaba. Él desvió
la vista y se dirigió a la escalera; oyó que el demonio injuriaba
histéricamente a Merrin.
—¡…hubieras perdido! ¡Hubieras perdido y lo sabías! ¡Tú, carroña,
Merrin! ¡Bastardo! ¡Vuelve! ¡Ven y…! -Karras trató de no oír.
…o el canto de un pájaro…
Al entrar en el dormitorio se dio cuenta de que se había olvidado de
ponerse un jersey. Miró a Regan. Estaba acostada de lado, mientras el
demonio seguía rugiendo.
…las cosas más bonitas…
Lentamente se acercó a su silla y cogió una manta. Sólo entonces, en su
agotamiento, notó la ausencia de Merrin. Al acercarse a la cama para tomar
el pulso a Regan, casi tropezó con él. Yacía extendido boca abajo, junto a la
cama. Descoyuntado. Horrorizado, Karras se arrodilló. Le dio la vuelta. Vio la
coloración azulada de su cara.
Le tomó el pulso. En un sobrecogedor instante de angustia, se dio
cuenta de que Merrin estaba muerto.
—¡…sagrada flatulencia! ¡Muérete! ¡Karras, cúralo! -rugió el demonio-.
Resucítalo y déjanos terminar, déjanos…
Colapso cardíaco. Arteria coronaria.
—¡Oh, Dios! -se quejó Karras en un susurro-. ¡Dios mío, no! -Cerró los
ojos, agitando la cabeza sin poder creerlo, desesperado. Luego,
bruscamente, en un arrebato de aflicción, hundió el pulgar, con fuerza, en la
pálida muñeca de Merrin, como si quisiera extraer de sus fibras el perdido
pulso de la vida.
—…piadoso…
Karras retrocedió y respiró profundamente. Entonces vio las píldoras
envueltas en papel de estaño, esparcidas por el suelo. Al coger una
comprobó, con desaliento, lo que ya sabía. Nitroglicerina.
Lo había sospechado. Karras, con ojos enrojecidos y llenos de dolor,
contempló el rostro de Merrin.
’…vaya a descansar un poco, Damien.’
—Ni los gusanos se comerán tu carroña.
Al oír las palabras del demonio, Karras empezó a temblar, dominado por
una furia incontenible.
¡No escuches!
—…homosexual…
¡No escuchas, no escuches!
La cólera le hinchó en la frente una vena, que latía amenazadora. Al
coger las manos de Merrin y ponerlas, piadosamente, en forma de cruz, oyó
que el demonio gruñía:
—Ponle ahora en las manos su bonete. -Un pútrido escupitajo se
estrelló en un ojo del muerto-. ¡Los últimos ritos! -exclamó, burlonamente, el
demonio. Volvió a apoyar su cabeza y rió salvajemente.
Estremecido, Karras contemplaba el salivazo, con ojos desorbitados. No
se movió. No podía oír más que el rugido de su sangre. Luego, lentamente,
levantó la cara, demudada por un electrizante paroxismo de odio y furia.
—¡Hijo de perra! -silabeó Karras en un susurro, que restalló en el aire
como un látigo-. ¡Bastardo! -Aunque no se movía, parecía como si se
desenroscara, mientras los tendones del cuello se le estiraban como cables.
El demonio dejó de reír y lo observó malignamente-. ¡Ibas perdiendo! ¡Eres
un perdedor! !Siempre has sido un perdedor! -prosiguió. Regan vomitó
encima de él; pero Karras lo ignoró y prosiguió-. ¡Sí, te atreves con los
niños! -dijo, temblando-. ¡Con las niñitas! ¡Bueno, vamos! ¡Vamos a verte
intentar algo más grande! ¡Vamos! -Las manos extendidas como grandes
ganchos carnosos lo invitaban con ademanes lentos-. ¡Vamos! ¡Vamos,
perdedor! ¡Intenta conmigo! ¡Abandona a la niña y tómame a mí! ¡Tómame
a mí! ¡Entra…, entra en mí…!
Escasamente un minuto más tarde, Chris y Sharon oyeron los ruidos
procedentes de arriba. Se encontraban en el despacho, y, ya más tranquila,
Chris estaba apoyada en el pequeño mostrador del bar, mientras Sharon, en
el otro lado, preparaba unos cócteles.
Sharon dejó sobre el mostrador las botellas de vodka y de agua tónica,
y ambas mujeres levantaron la mirada hacia el techo. Tropezones. Golpes
sordos contra los muebles. Paredes. Luego la voz de… ¿el demonio? El
demonio. Obscenidades. Pero otra voz. Alternadamente. Karras. Sí, Karras.
Pero más fuerte. Más profunda.
—¡No! ¡No te permitiré que les hagas daño! ¡No vas a hacerles mal!
¡Vas a venir con…!
A Chris se le cayó el vaso al retroceder, pues se había oído un violento
ruido como de algo que se hacía añicos -la rotura de un vidrio-. Salieron
corriendo del despacho y subieron precipitadamente las escaleras hacia la
habitación de Regan, en la que irrumpieron violentamente. Vieron en el suelo
la persiana de la ventana, arrancada de sus soportes. ¡Y la ventana! ¡El
cristal estaba hecho pedazos!
Aterrorizadas, se abalanzaron hacia la ventana, y, al hacerlo, Chris vio a
Merrin caído en el suelo, junto a la cama. La impresión la paralizó. Luego
corrió hacia él. Se arrodilló. Contuvo el aliento.
—¡Oh, Dios mío! -gimió-. ¡Sharon! ¡Shar, ven aquí! ¡Rápido…!
Sharon lanzó un grito de horror desde la ventana, y cuando Chris
levantó la vista, pálida, boquiabierta, Sharon pasó corriendo hacia la puerta.
—Shar, ¿qué pasa?
—¡El padre Karras! ¡El padre Karras!
Salió atropelladamente de la habitación. Chris se levantó y, temblando,
corrió a la ventana. Miró hacia abajo. Sintió una tremenda punzada en el
corazón. Al pie de la escalinata que daba a la concurrida calle M yacía Karras,
tumbado en medio de una muchedumbre, que se iba congregando. Miró con
horror. Sintióse paralizada. Trató de moverse.
—¡Mamá!
La llamaba una lánguida y llorosa vocecita. Chris contuvo el aliento. No
se atrevía a creerlo…
—¿Qué pasa, mamá? ¡Oh, por favor! ¡Por favor, ven! ¡Mamá, por favor!
¡Tengo miedo! Tengo m…
Chris volvióse rápidamente y vio en el rostro de su hija lágrimas de
confusión, una mirada suplicante. De pronto viose corriendo hacia la cama,
llorando.
—¡Rags! ¡Oh, mi pequeña! ¡Oh, Rags!
Abajo. Sharon salió corriendo, enloquecida, hacia la residencia de los
jesuitas. Pidió hablar urgentemente con Dyer. Este acudió de inmediato a la
recepción. Sharon le explicó lo ocurrido. Dyer la miró con cara demudada.
—¿Ha pedido una ambulancia?
—¡Dios mío, no he pensado en eso!
Dyer dio en seguida instrucciones a la telefonista de la centralita y luego
salió corriendo, seguido de cerca por Sharon. Cruzaron la calle. Bajaron la
escalinata.
—¡Déjenme pasar, por favor! ¡Abran paso! -Empujando a los curiosos,
Dyer oyó desgranar las letanías de la indiferencia: ‘¿Qué ha pasado?’ ‘Un tipo
se ha caído por la escalinata.’ ‘¿Qué…?’ ‘Sin duda estaba borracho. ¿Ve como
ha vomitado?’ ‘Vamos, que se nos va a hacer tarde…’
Por fin, Dyer pudo abrirse paso, y durante un momento sobrecogedor se
quedó helado en una dimensión eterna de dolor, en un espacio donde el aire
era demasiado angustioso como para poder respirar. Karras yacía
contorsionado como una marioneta, de bruces, con la cabeza en el centro de
un charco de sangre, cada vez más amplio.
Parecía mirar a lo lejos, con la boca abierta y la mandíbula dislocada.
Aún vivía. Y sus ojos se posaron en Dyer. Una mirada borrosa. Daban la
impresión de brillar con júbilo. Una súplica. Algo urgente.
—¡Vamos, circulen! ¡Aléjense!
Un policía. Dyer se arrodilló y puso una mano, suave y tierna como una
caricia, sobre la cara magullada y herida. Un hilito de sangre fluía de su
boca.
—Damien… -Dyer hizo una pausa, para calmar el temblor de su voz, y
vio en los ojos del moribundo un brillo tenue y ansioso, una cálida súplica. Se
inclinó más-. ¿Puedes hablar?
Lentamente, Karras estiró una mano hasta coger la muñeca de Dyer,
que apretó con suavidad. Dyer luchaba por contener las lágrimas. Se inclinó
aún más, hasta poner la boca en el oído de Karras.
—¿Quieres confesarte, Damien?
Un apretón.
—¿Te arrepientes de todos los pecados de tu vida y de haber ofendido a
Dios Padre Todopoderoso?
Un apretón.
Dyer se irguió, y mientras, lentamente, trazaba la señal de la cruz sobre
Karras, recitó las palabras de la absolución:
—Ego te absolvo…
Gruesas lágrimas rodaron por las comisuras de los ojos de Karras. Dyer
sentía que le apretaba con fuerza la muñeca mientras él terminaba la
fórmula de la absolución: …in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti.
Amen.
Dyer volvió a inclinarse hasta poner de nuevo la boca junto a la oreja de
Karras. Esperó. Luchaba contra un nudo que le atenazaba la garganta. Luego
murmuró:
—¿Estás…?
Se detuvo de pronto al sentir que se aflojaba bruscamente la presión
sobre su muñeca. Irguió de nuevo el busto y vio aquellos ojos llenos de paz y
de algo más: algo misteriosamente parecido a la alegría ante el fin de una
añoranza del corazón. Los ojos seguían abiertos, mirando. Pero ya nada de
este mundo. Nada de aquí abajo.
Lenta y mansamente, Dyer le cerró los párpados. Oía a lo lejos el silbido
de la sirena de la ambulancia. Empezó a decir ‘Adiós’, pero no pudo terminar.
Inclinando la cabeza, lloró.
Llegó la ambulancia. Pusieron a Karras en una camilla y cuando lo
estaban cargando, Dyer trepó y se sentó junto al médico. Estiró la mano y
tomó la de Karras.
—Ya no puede hacer nada por él, padre -dijo el médico con voz amable-.
No lo haga más duro para usted. No venga.
Dyer mantuvo la vista clavada en la cara deshecha. Movió la cabeza. El
médico dirigió la mirada hacia la puerta trasera de la ambulancia, donde el
conductor esperaba pacientemente. Le hizo un gesto afirmativo, y el hombre
cerró la puerta. Desde la acera, Sharon observaba atónita mientras la
ambulancia partía lentamente. Oyó murmullos de los curiosos.
—¿Qué ha pasado?
—¡Qué sé yo!
El estridente silbido de la sirena rasgó la noche y quedó flotando sobre
el río, hasta que el conductor se dijo que el tiempo ya no tenía importancia,
y cortó el sonido. El río fluía nuevamente en silencio, para dirigirse a unas
orillas más apacibles.
EPÍLOGO
Un sol de junio tardío se filtraba por la ventana del dormitorio de Chris.
Metió una blusa en una maleta, llena ya, y cerró la tapa. Rápidamente se
dirigió a la puerta.
—Bueno, eso es todo -dijo Karl mientras se acercaba a cerrar con llave
la maleta y Chris se dirigía al dormitorio de Regan-. Rags, ¿qué tal va el
equipaje?
Habían pasado seis semanas desde la muerte de los dos sacerdotes.
Desde la horrible escena. Desde que Kinderman cerrara el caso. Y aún no
había respuestas. Sólo obsesionantes especulaciones y pesadillas que harían
despertarse para llorar. Merrin había muerto de un ataque cardíaco como
consecuencia de una afección en la arteria coronaria. En cuanto a Karras…
‘Desconcertante’, había dicho Kinderman con respiración jadeante. En su
opinión, no había sido la niña, que entonces estaba bien sujeta con las
correas. Obviamente, el propio Karras había arrancado la persiana, para
saltar por la ventana en busca de la muerte. Pero, ¿por qué? ¿Miedo? ¿Un
intento de escapar a algo horrible? No. Kinderman lo había descartado de
plano. De haber querido huir, lo habría hecho por la puerta. Por otra parte,
Karras no era, en modo alguno, de los hombres que huyen. Pero, entonces,
¿por qué aquel salto fatal?
Para Kinderman, la respuesta empezó a tomar forma a partir de un
comentario de Dyer sobre los conflictos emocionales de Karras: el complejo
de culpabilidad por haber abandonado a su madre y por la muerte de ésta,
así como su problema de fe; y cuando Kinderman añadió a esto la falta de
descanso durante varios días, la preocupación y el remordimiento por la
muerte inminente de Regan, así como el shock por el trágico fin de Merrin,
sacó la triste conclusión de que la psique de Karras había fallado, se había
hecho pedazos abrumada por el peso de las culpas, que no podía soportar
por más tiempo. Más aún, al investigar la muerte de Dennings, el detective
se había enterado -por lo que había leído sobre la materia- de que los
exorcistas se convertían a menudo en posesos y por las mismas causas que
se daban en aquel caso: profundos sentimientos de culpabilidad y necesidad
de sentirse castigados, así como el poder de la autosugestión. Karras había
alcanzado el punto justo. Y los ruidos de lucha y la alterada voz del
sacerdote que oyeron Chris y Sharon parecían dar verosimilitud a la hipótesis
del detective.
Pero Dyer se negaba a aceptarla. Una y otra vez volvió a la casa,
durante la convalecencia de Regan, para hablar con Chris. Y una y otra vez
preguntó si Regan podía recordar ya lo que había ocurrido en el dormitorio
aquella noche. Pero la respuesta fue siempre una sacudida de cabeza o un
‘no’, hasta que, al fin, se cerró el caso.
Chris se asomó al dormitorio de Regan; vio que su hija abrazaba dos
animales de peluche y miraba con infantil descontento la maleta ya lista y
abierta sobre su cama.
—¿Qué tal vas con las maletas? -le preguntó Chris.
Regan levantó la vista. Algo pálida. Un poco demacrada. Algunas ojeras.
—No cabe todo -dijo frunciendo el ceño.
—Si no te puedes llevar todo ahora, querida, déjalo; ya te lo llevará
Willie después. Vamos, nenita, apresúrate, o perderemos el avión.
—Bueno.
Regan hizo pucheros.
Tomarían el avión aquella tarde para volar hasta Los Ángeles, dejando a
Sharon y a los Engstrom el encargo de cerrar la casa. Luego Karl volvería a
casa en el ‘Jaguar’.
—Muy bien, pequeña.
Chris la dejó y bajó rápidamente las escaleras. Al llegar al vestíbulo
sonó el timbre. Abrió la puerta.
—Hola, Chris. -Era el padre Dyer-. Vengo a despedirme.
—Me alegro. Ahora iba a llamarle. -Dio un paso hacia atrás-. Adelante.
—No, Chris, sé que tiene prisa.
Ella lo cogió de la mano y lo hizo entrar.
—¡Oh, por favor, entre! Precisamente iba a tomar una taza de café.
—Bueno, si es así…
Fueron a la cocina, se sentaron a la mesa y hablaron mientras Sharon y
los Engstrom se movían, ajetreados, a su alrededor. Chris habló de Merrin;
de lo admirada y sorprendida que había quedado al ver las personalidades y
los dignatarios extranjeros que asistieron a su entierro. Luego permanecieron
en silencio. Chris pareció leerle el pensamiento:
—Todavía no se acuerda de nada -dijo en tono amable-. Lo siento
mucho.
Aún abatido, el jesuita asintió. Chris miró rápidamente el plato del
desayuno. Demasiado excitada y nerviosa, no había comido nada. Aún
estaba allí la rosa que siempre le ponía Regan. La cogió y empezó a hacerla
girar por el tallo.
—Y él no llegó a conocerla -murmuró en tono ausente. Luego dejó la
rosa y posó sus ojos en Dyer. Vio que él la miraba.
—Chris, ¿qué cree usted que pasó? -le preguntó suavemente-. Como
una no creyente, ¿opina que su hija estuvo realmente posesa?
Cabizbaja, Chris jugueteó de nuevo con la rosa.
—Como ha dicho usted… en lo que a Dios concierne presumo de no
creyente, y, aunque no estoy muy segura, creo que lo sigo siendo. Pero en lo
que respecta al diablo… bueno, eso es algo distinto. Lo podría aceptar, y en
realidad lo acepto. Pero no sólo por lo que le ha pasado a Rags. Hablando en
general, quiero decir. -Se encogió de hombros-. Si a uno se le ocurre pensar
en Dios, tiene que imaginarse que existe uno; y si existe, debe necesitar
dormir millones de años cada vez para no irritarse. ¿Se da cuenta de lo que
quiero decir? Él nunca habla. Pero el diablo no hace más que hacerse
propaganda, padre.
Durante un momento, Dyer la contempló; luego dijo en voz baja:
—Pero si todo el mal del mundo le hace pensar que puede existir el
demonio, ¿cómo explica usted todo el bien que hay en el mundo?
Aquella idea le hizo pestañear mientras sostenía su mirada. Luego bajó
los ojos.
—Sí…, sí -murmuró-. Eso es importante. -La tristeza y la impresión por
la muerte de Karras se habían asentado sobre su espíritu como una
melancólica niebla. Sin embargo, a través de aquella niebla vislumbraba un
rayito de luz, y trató de enfocarlo al acordarse de Dyer cuando la acompañó
hasta el coche en el cementerio, después del entierro de Karras.
—¿Puede venir un rato a casa? -le había preguntado ella.
—Me gustaría, pero no me puedo perder la fiesta -contestó él. Chris
quedó sorprendida. Cuando se muere un jesuita -le explicó Dyer- hacemos
siempre una fiesta. Para él es un comienzo; por eso lo celebramos.
Había otra cosa que preocupaba a Chris.
—Usted dijo que el padre Karras tenía un problema de fe.
Dyer asintió.
—No puedo creerlo -dijo ella-. Nunca en mi vida he visto tal fe.
—El coche espera, señora.
Chris emergió de sus recuerdos.
—Gracias, Karl. -Ella y Dyer se levantaron-. No; quédese usted, padre.
En seguida bajo. Sólo voy arriba a buscar a Rags.
Él asintió con aire abstraído, mientras la veía alejarse. Pensaba en lo
desconcertantes que fueron las últimas palabras de Karras, en los gritos que
se habían oído desde abajo antes de su muerte. Había algo allí. ¿Qué era? No
lo sabía.
Los recuerdos de Chris y Sharon habían sido imprecisos. Pero ahora
volvió a pensar en aquella misteriosa mirada de alegría que viera en los ojos
de Karras. Y, de repente, se acordó de algo más: había observado un fulgor
intenso y profundo, como de… ¿triunfo? No estaba seguro, pero,
extrañamente, se sintió más aliviado. ‘¿Por qué?’, se preguntó.
Caminó hasta el vestíbulo. Con las manos en los bolsillos, se apoyó
contra el marco de la puerta y vio cómo Karl metió el equipaje en el coche.
Se secó la frente húmeda y cálida, y luego se volvió al oír ruido de pasos en
la escalera.
Chris y Regan, de la mano. Se acercaron a él. Chris lo besó en la
mejilla. Luego le puso una mano en el lugar en que lo había besado,
sondeando cariñosamente sus ojos.
—Está bien -dijo él, encogiéndose de hombros-. Me parece que todo
está bien.
Ella asintió.
—Lo llamaré desde Los Ángeles. Cuídese.
Dyer miró a Regan, que fruncía el ceño, como si recordara de pronto
algo olvidado. Impulsivamente le alargó los brazos. Él se inclinó, y ella lo
besó. Después se quedó un momento inmóvil, mirándolo de forma extraña.
Pero no a él, sino a su alzacuello.
—Vamos -dijo con voz ronca, tomando de la mano a Regan-.
Llegaremos tarde, querida. Vamos.
Dyer las observó mientras se iban. Devolvió con la mano el saludo de
Chris. Vio que ella le mandaba un beso y, rápidamente, se metió en el cochedetrás de la niña.
Y cuando Karl subió al asiento delantero, Chris volvió a
saludarlo por la ventanilla. El coche se alejó. Dyer caminó hasta la acera del
campus. Miraba. El coche dobló la esquina y desapareció.
Desde el otro lado de la calle oyó el chirriar de unos frenos. Miró. El
coche de la Policía. Kinderman que se apeaba. El detective, lentamente, dio
la vuelta al coche y, con paso vacilante, se acercó a Dyer. Le hizo un gesto
de saludo.
—He venido a despedirme.
—Se acaban de marchar.
Kinderman se detuvo, desilusionado.
—¿Que se han ido?
Dyer asintió.
Kinderman miró por la calle y movió la cabeza. Luego se volvió hacia
Dyer.
—¿Cómo está la pequeña?
—Parecía estar bien.
—¡Estupendo! Eso es lo único que importa. -Desvió la mirada-. Bueno, a
trabajar de nuevo -jadeó-. ¡Adiós, padre! -Volvióse, dio un paso hacia el
coche-patrulla y luego se detuvo para considerar a Dyer especulativamente-.
¿Va usted al cine, padre? ¿Le gusta?
—Sí.
—A mí me regalan invitaciones. -Vaciló un momento-. Y tengo una para
la sesión de mañana por la noche en el ‘Crest’. ¿Le gustaría ir?
Dyer tenía las manos en los bolsillos.
—¿Qué proyectan?
—Cumbres borrascosas.
—¿Quién trabaja?
—Heathcliff, Jackie Gleason y, en el papel de Catherine Earnshaw,
Lucille Ball. ¿Qué le parece?
—Ya la he visto -dijo Dyer inexpresivo.
Kinderman lo miró, con aspecto de derrotado. Desvió la mirada.
—Otro más -murmuró. Luego pasó su brazo por el del sacerdote y,
lentamente, empezaron a caminar por la calle-. Me hace recordar una frase
de la película Casablanca -dijo cariñosamente-. Al final, Humphrey Bogart
le dice a Claude Rains: ‘Louis, creo que éste es el comienzo de una hermosa
amistad.’ A propósito, ¿sabe usted que se parece un poco a Bogart?
-comentó el detective.
—Conque usted también se ha dado cuenta, ¿eh?
Al buscar el olvido, trataban de recordar.
FIN
Este artículo es un contenido original del Blog de Cuentos infantiles