EL MIRADOR.

El príncipe Feliz, en mi Barrio.



El año de la muerte del príncipe está signado a sus pies en una hermosa lápida de mármol con letras de oro. Distinguido en vida por su insigne labor con numerosos galardones, aunque jamás se dieron saliendo de palacio, pese a las críticas estimulantes que entonces recibió. Tantas veces había escuchado de sus fieles consejeros “La vida está en otra parte, quizá fuese cierto, pero no sería él quien iría en contra de una cuestión tan importante como la comodidad de la vida en palacio. Allí vivía la mar de tranquilo.

Pero, le sucedió lo que suele suceder a todos los seres debajo del sol, un día… ya no era posible para él recorrer cada rincón de su palacio.



A su muerte y en su honor fue esculpida una estatua, colocada luego en la región más extrema, alta, e inhóspita de la ciudad.

Cientos de recuerdos se agolpaban en su mente, allí, de pie y firmemente cimentado en lo alto de aquella montaña (Mirador lo llaman hoy). La estatua del Príncipe Feliz estaba toda revestida de madreselva de oro fino, Tenía a guisa de ojos, dos centelleantes zafiros y un gran rubí rojo ardía en el puño de su espada.

Transcurrieron innumerables y largos días.

A los pies del monarca una amplia montaña se extendía, sus ojos de zafiro se entrecerraban para mirar; al norte, al sur, al este y al oeste, de tanto hurgar el firmamento se cansaron sus ojos. Una fresca y solariega tarde arribaron algunos visitantes a las empinadas montañas, deambulado de acá para allá estuvieron largo rato, hasta que dieron con una alta explanada. Tendieron plásticos y se echaron una siesta.

El frio manto nocturno se extendió por el lugar; y… los primeros rayos del sol los descubrió cavando, sembrando estacas y tendiendo coloridas colchas de retazos a manera de paredes y puertas; al parecer les había gustado el lugar; una tierra no muy promisoria, árida, seca e infértil, compuesta de polvorientos barrancos y despeñaderos, con una que otra fuente de agua tan oculta, que aún hoy después de mucho cavar no logran encontrarla, pequeñeces; con todo un excelente lugar para acampar, y así se lo hicieron saber a sus familiares y conocidos.



Cada día arribaban más y aún más, nuevos felices campistas. fue necesario trazar linderos y delimitar caminos. Las polvorientas y secas calles se llenaban de seres que habiendo dejado sus tierras y ganados a la buena de Dios- que Dios es bueno y de cuidarlas seguro se encarga - no estaban dispuestos a ceder ni un palmo de terreno conquistado.

El feliz monarca observaba como las colchas eran remplazadas por madera, las estacas por cemento y el cartón por finísimas latas de zinc. Los techos desde su óptica semejaban escamas de pez brillando al sol, tambores de hojalata en frías noches de invierno.

Cierto día, los jóvenes de la región salieron de excursión y descubrieron la estatua del príncipe; la olían, la tocaban, la saboreaban, decidieron que valía su peso en oro. Se organizaron brigadas, llamadas “Ángeles Custodios” para cuidarla; los cuales cobraron cuotas, para mirarla, cuotas para pasar junto a ella y cuotas aún más altas para abrazarla.

De tantos abrazos que recibió, lentamente fue perdiendo su brillo. Hecho que despertó el espíritu guerrero y fiero de quien ve mancillado su tesoro. La venta de sus dos zafiros ojos para comprar armas y defender el territorio, fue cuestión de primer orden, que se quede ciego el príncipe, pero que se lo roben de a poco, eso, ¡jamás!

Las armas, está por demás decirlo son bien costosas, en el mercado negro no baja una 45 milímetros de 2.500.0000, o en su defecto bien puede intercambiarse por un kilo de polvo blanco.

Una que otra laminilla de oro era extraída del cuerpo del príncipe para gastos personales de “los Ángeles Custodios”, todo sea por velar por el buen nombre del lugar que bien podría llamarse: barrio, que para entonces contaba ya con un amplio salón que fungía de escuela, caseta para reuniones de la acción comunal, una pequeña capilla, dos o tres tiendas y una cantina.

Se había poblado el lugar así mismo de hermosas mujeres de rojo maíz. y fieros guerreros de maíz amarillo pálidos y cetrinos, extraña amalgama de hambre y orgullo. Sangre levantada a punta de arepa al desayuno, mazamorra al almuerzo y nuevamente arepa a la hora de la cena. Orgullo y hambre, que produce mujeres cada vez más bellas, hombres cada vez más fieros. Orgullosos así mismos de poseer un hermoso mirador con la estatua de un extraño y antiguo monarca, que a estas alturas de la historia solo poseía de valor un rojo rubí en la empuñadura de la espada.

Para custodiarla se establecieron por turnos al norte, al sur, al este y al oeste grupos armados que adquirieron nuevos nombres y delimitaron fronteras. Ya los del sur solo miraban su torso, los del norte su desgatado abrigo.

Nadie sabe en qué momento el rojo rubí de su espada se derramo en ríos de sangre, nadie sabe tampoco en qué momento la estatua fue cambiada por un Cristo crucificado, tampoco nadie conoce cuando nombraron guardia oficial estatal, para custodiarlo.

Lo cierto es que todos los turistas que vuelan en el metro cable señalan con admiración al Cristo del mirador y al rojo rio de sangre que a sus pies se extiende.



Para los que se preguntan

¿y la Golondrina? - que el cuento sin golondrina no vale-

Está por demás contar que por estos parajes golondrinas no se atreven a asomarse, pues se ha difundido por toda la población golondrinilla que las que así lo hagan, Terminaran en la olla de la acción comcomunal.


Nota final:

un cuento corto mezclando la fantasías de Oscar Wilde, que me acompañaron de niña, con el dolor de los habitantes de borde de nuestros barrios, en donde algunos años habité ( los más dolorosos), recorriendo sus polvorientas calles.allí se pegaron a mi piel y a mi alma infinitos recuerdos.
con amor ELENA L.

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