El Guardia de Corps (Leyenda Castellana)
En una noche primaveral y silenciosa del siglo XVIII, paseaba aburrido y cansado por la callejuela de San Justo de Madrid, el apuesto y galante caballero don Juan de Echenique. Vestía con cierto orgullo, un tanto vanidoso el uniforme de los guardias de Corps de Carlos IV; en su cinto pendía un espadín, que al andar tropezaba en el muro de la estrecha calleja.
Don Juan, caminaba cansado, aquella noche, al igual que en las anteriores le esperaba una mujer, pero ya se había aburrido de ella al igual que de todas las anteriores, y estaba dispuesto a abandonarla como a tantas otras. Su cuerpo y su alma necesitaban ahora una nueva savia, fuerte, distinta; algo difícil y misterioso que atrajera su atención cansada ya de amores fáciles.
Estaba en estos pensamientos, cuando de repente, notó que la pared de la callejuela se iluminaba con un leve resplandor. Alzó el rostro; la luz venía de un balconcillo que se acababa de encender, vio confusamente un juego de sombras que se entrecruzaban por unos instantes, y por último un contorno femenino que se apoyaba en la barandilla. Apenas don Juan podía distinguir la faz de la extraña mujer, pero adivinó su espléndida cabellera que caía sobre los hombros, y una voz muy dulce que amablemente le invitó a subir.
Aquello le resultó apasionante a don Juan, su corazón latía de emoción y curiosidad, iba a saborear por fin algo nuevo y desusado. Se plantó frente a la puerta de la vieja casa hasta que la dama bajó para abrirle. Don Juan no pudo contener la exclamación al contemplar tan extraordinaria belleza.
Aquella dama le condujo por salones ricamente decorados que no correspondían con el pobre aspecto exterior de la casa, hasta un rincón más intimo y acogedor. Allí transcurrieron veloces las horas para los dos amantes, hasta que el reloj del templo vecino desgranó sonoras campanadas al amanecer, advirtiendo a don Juan que era llegada la hora en que debía volver a prestar su guardia en el real palacio.
Precipitadamente atravesó los salones y salió por la puerta, marchó con paso rápido hasta llegar a la Calle Mayor. Allí fue cuando ya repuesto de las emociones, echó de menos su espadín, rápido como una exhalación deshizo lo andado y regresó otra vez frente a la casa. La puerta estaba cerrada y la aporreó con violencia. Un anciano que allí cerca paseaba tranquilo, se acercó al caballero :
- ¿Qué quiere usted a estas horas? le preguntó con voz soñolienta.
- Acabo de salir de esta casa hace unos minutos y necesito entrar para coger el espadín que dentro olvidé.
El viejo como respuesta soltó una carcajada, y recomendó a don Juan marcharse a dormir y esperar a que se le pasaran los efectos del alcohol. Pero el caballero juró y perjuró que estaba sereno, que había pasado allí la noche y que necesitaba el espadín para volver a prestar servicio.
Ante tal insistencia el anciano le explicó que aquella casa estaba deshabitada desde hacía muchos años atrás, que él era su guardián y que no tendría inconvenientes en abrirle la puerta, si es que necesitaba cerciorarse de ello con sus propios ojos.
Ante el estupor de don Juan, el viejo le condujo a través de los mismos salones, antes lujosos y relucientes, y ahora cubiertos por una espesa manta de polvo que ocultaba todo el colorido. Tuvo fuerzas para llegar hasta la habitación donde había pasado la noche, y allí sobre la silla encontró su espadín, reluciente e intacto.
Cuentan los vecinos de la calle San Justo de Madrid, que don Juan horrorizado por todo aquello, corrió a colocar su espada como ofrenda a los pies de la imagen del Cristo de los guardias de Corps, donde permanece desde entonces como símbolo de la romántica leyenda.