EL ASCENSOR MÁGICO.-

Relato incluido en el libro “RELATOS INQUIETANTES DE LA NUBE (II)” de venta en Amazon, para kindle y en libro de papel.

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relatos inquietantes de la nube (II)


Hija, donde conociste a ese Daniel. ¿En un ascensor? ¿Subía o Bajaba? Porque cuando un ascensor baja produce una sensación en el estómago que puede confundirse con el amor. (Groucho Marx).

 EL ASCENSOR MÁGICO.-

Salí precipitadamente de casa. Siempre iba con prisas a trabajar, y no porque tuviera ganas de llegar a la oficina, que no era el caso, sino porque apuraba el tiempo de estar en casa al máximo haciendo mil cosas de última hora, entretenida en tonterías que retrasaban mi hora de partida. Gracias a Dios no tuve que aguardar al ascensor, se encontraba anclado en mi rellano y cuando se abrieron las puertas, salté a su interior como una tromba, pulsando el botón para bajar. Atenta como estaba a mi reloj de pulsera, no me fijé que el suelo estaba lleno de agua. Cuando el ascensor comenzó a moverse noté el gran charco que había en el suelo. En pocos segundos el nivel del agua subió con tal rapidez que me llegó hasta las rodillas, y continuaba aumentando a todo gas. Asustada busqué el timbre de alarma. No lo encontré. El panel de botones se había esfumado. Comencé a dar golpes en las paredes y a gritar con todas mis fuerzas. El agua me llegaba ya por la barbilla y estaba totalmente desesperada. El líquido lo llenó todo. No entendía nada de lo que ocurría. Hice una profunda respiración antes de quedar sumergida en esa caja hermética. Me dispuse para lo peor. Aguanté la respiración todo lo que fui capaz hasta que mis pulmones, amenazando reventar, se llenaron de agua.

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A la par que esto ocurría, vislumbré una gran luminosidad en una de las paredes del cubículo. En ese lugar, de súbito, se abrió una puerta y salí catapultada hacia el océano. Asombrada y aturdida respiré sin ahogarme unas cuantas veces. Cuando el impulso que me había arrastrado hacia allí cedió, quedé flotando a merced de la corriente sin saber qué hacer. Sentí como una gran serenidad se apoderaba de mí, el miedo cedió súbitamente. Comencé a moverme de un lado al otro encantada con el cadencioso movimiento. Era extraño nadar con traje de chaqueta, paraguas y bolso. Estaba segura de que me había vuelto loca, pero mi locura me encantaba. Me quedé anclada en un acantilado de algas. Me senté allí para pensar en lo que debía hacer mientras el vaivén del mar me acunaba. Una bandada de peces paso delante de mis narices, no sin antes detenerse a observarme fijamente. Las anémonas se abrieron y mostraron lo mejor de sus colores. Arranqué una y me la puse en el ojal de la chaqueta.

Sentí unos pequeños toques en la espalda. Me volví para descubrir a la autora de los mismos, que no era otra que una estrella de mar. Con total confianza trepó por mi brazo hasta ponerse frente a mis ojos.

—¿Te has perdido?─ Dijo el ser.

—No exactamente. He sido succionada y vomitada al océano por un ascensor.

—¿Un ascensor, eh? ¡Qué casualidad!─ Moviendo sus patas de un lado al otro continuó: ─Últimamente todos los visitantes contáis la misma historia… que si un ascensor me secuestró, que si bajaba con agua…siempre igual. ¡Vaya una historia más aburrida!

—¡Pero es cierta! Además no voy a discutir con una estrella de mar. ¡Es absurdo!

—¡No, claro que no lo harás! Te interesará más debatir con un tiburón blanco ¿Ves esa sombra gigantesca? ¡Viene a…saludarte! ¡Adiós estúpida humana!

 Y sin más, la estrella salió corriendo entre carcajadas.

Seguí a la impertinente estrella, no iba a quedarme en la roca para ser la merienda de un monstruoso depredador. Después de una hora de viaje en el que nos cruzamos con numerosos habitantes de las profundidades, llegamos a una gigantesca hondonada. Mi guía despareció, sin despedirse, entre la maleza del fondo. No me extrañó, era un ser maleducado y desagradable; estaba un poco harta de sus gritos y silbidos cada vez que pasaba un pez de gran colorido: —¡Eh, Escamas azules! ¿Quieres un abrazo?— Y movía los cinco brazos sinuosamente delante del extraño. —¡Ojazos— Le gritó a un barbo —¿Quieres ver lo que tengo escondido…Aquí?— Y con una de las patas se señalaba el centro de su cuerpo que encendía de mil tonos. Atraíamos unas miradas desaprobadoras de nuestros vecinos y fue un alivio que se quedara atrás.

Continué  explorando a mi antojo este nuevo paisaje. Cuando me acerqué a un saliente rocoso distinguí unas construcciones escondidas entre las algas. Sin lugar a dudas había llegado a una ciudad.

Me posé suavemente en un bullicioso camino. Algo me empujó haciéndome perder el equilibrio. Una caracola tirada por varios caballitos de mar pasaron a toda velocidad. Ya recuperada del susto, me entretuve paseando por la metrópolis de coral. Un escaparate donde se exhibían toda clase de extraños atuendos atrajo mi atención de inmediato. La dependienta, una babosa de lo más atildada y gran conversadora, me fue enseñando gran parte del género rebajado. Estaba disfrutando de lo lindo con todo aquello y aproveché para hacer unas compras. Pagué con caramelos de menta y con una fotografía de mi perro. Allí no había ni monedas ni billetes, simplemente se cambiaban unas cosas por otras. Salí con mi fular de algas prendido al cuello. Sentí hambre y me acerqué a un puesto ambulante. Un vaso de jugo de algas me sentó de maravilla. Observé a una pandilla de alevines juguetones, comandados por un orondo lenguado de largas barbas. Un sonido estruendoso me sacó de mis pensamientos. Todo ser viviente se escondió. Una mancha imponente se cernió sobre la ciudad. La masa se dirigió directa hasta mí. Enarbolé mi paraguas y me dispuse a defenderme de aquel monstruoso ser.



La gigantesca medusa, grande igual que un castillo, se paró a escasos metros de mi lado. Me miró de arriba abajo con descaro y curiosidad, antes de decir:

            — ¡Vaya bocadito más exquisito que tenemos aquí!— Moviendo su cabezota de sombrilla de un lado a otro, clavó sus ojos malévolos, amarillos y hechizantes en los míos y comenzó a acortar la distancia que nos separaba. Cuando se disponía a engancharme con un tentáculo lleno de aguijones venenosos, mientras su boca de gelatina se curvaba en una sonrisa siniestra, abrí el paraguas. El animal retrocedió asustado ante el vaivén del agua que produjo la apertura de mi parasol. Aproveché esos momentos de confusión para buscar en mi bolso un arma que, sin duda, sería de gran ayuda en esta ocasión. Siendo una mujer precavida, llevaba conmigo alguna que otra chuchería útil. Al fin entre tanto cachivache almacenado en el fondo de mi maleta-bolso, localicé el spray contra las picaduras de insectos.

Como predije, la medusa volvió a la carga. Dándome impulso con el paraguas, salí despedida directamente hacia sus ojos odiosos. Vacié todo el frasco de amoniaco allí mismo. Un gran aullido de dolor atronó el océano. Su reverberación produjo tal impacto que un seísmo tuvo lugar en ese instante. De repente, una sima se abrió bajo mis pies arrastrándome sin remisión a su negrura. Una caída sin fin me sumió primero en la desesperación y luego en la inconsciencia.

Cuando desperté, me encontré tumbada en el suelo del ascensor. Sus puertas se abrieron y poniéndome en pie, me precipité al exterior con premura. Miré mi reloj de pulsera, no habían pasado ni dos minutos desde que dejara mi casa. Me había desmayado en el elevador, teniendo el sueño más absurdo que uno podía imaginar. Sonreí ante lo irracional de la ensoñación marina.

El tiempo apremiaba y salí a la calle a toda velocidad. Aunque llovía intensamente no me apeteció abrir el paraguas. Antes de echar a correr hasta la parada del bus, me atusé el pelo chorreante, me recoloqué la anémona de la solapa y ajusté mi bufanda de algas. En ese instante, olvidé mi vida monótona y sin color. Suspiré de placer ante el singular remojón. Esa mañana tenía algo diferente… Me perdí en la lluvia, chapoteando alegremente.

María Teresa Echeverría Sánchez.



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