Se detuvo un momento y miro sus manos: sucias y duras. Con callos y sin el menor indicio de suavidad. Sus brazos también habían adquirido una gran fortaleza. Tenía casi un año en esas labores necesarias para comprar una casa y poder salir del sitio donde vivían.
Se había quedado sola con su hija, tras el abandono del padre y tenía que sacarla adelante y para ello sabía que debía ser fuerte: no podía continuar siendo débil.
Tenía que echarle ganas para poder alimentar a su hija y cuando se quemó su antigua casa, desechó la idea de hacer de las lágrimas el medio de desahogo. Debía salir a trabajar, a sudarse la vida, a ser la mejor y tener determinación.
Ya no volvería ser esa mujer que siempre estuvo al pendiente del hogar, ahora debía salir a producir y que mejor manera que haciéndolo en una herrería. El trabajo era duro, pesado, sucio y ella pensó que era un excelente ambiente para endurecerse por fuera ya que por dentro estaba más que consciente que debía sacar adelante a su hija sola.
Muy dentro deseaba que las cosas fueran igual que antes y poder mostrarse tan vulnerable ante esta situación. Sintió miedo, sintió ganas de llorar, quería volver a ser la misma mujer que podía dedicarse a las tareas sencillas y armoniosas de mantener un hogar, pero eso ahora había cambiado.
Un sueño le había indicado el camino a seguir y sabía que podía lograrlo. No iba a depender nunca más de un hombre para poder logar sus sueños e iba a conseguir el techo que tanto ansiaba para ella y su hija. Después de todo era lo único que le quedaba a esa niña de nueve años.