Siempre me han gustado especialmente los animales de granja desde que era una niña.
Nada más llegar, mi hija preguntó al ver tantas gallinas sueltas:
“Están sueltas por ahí ,¿ y no se escapan?”
“No, no se escapan. Están sueltas porque así ponen huevos más ricos.” Dijo la dueña.
“Más tarde cuando oscurezca se meten ellas solas para dentro.
Después te daremos unos huevos para que los comas. Verás qué ricos” Le dijo a la niña
“Vamos, tenéis que ir donde las vacas,… Acaba de nacer un ternero.”
“!!!Qué suerte!!!” Pensamos. Esto no se ve todos los días.
Mi vestimenta no era precisamente muy adecuada para entrar
en una vaqueriza. Pantalón amarillo, camisa de flores y sandalias.
Nada más entrar, algo me dio un picotazo en el pie.
“Una pulga.”
Era obvio, pensé al instante. Ya que las pulgas son conocidas habituales en mi casa teniendo perros. Llegando incluso a picar alguna vez a las visitas.
Diciendo esto, creo que no resulta muy alentador venir a tomar el té a mi casa. Jejej..
Entramos a las cuadras salteando arroyos de orines hasta acercarnos a las vacas, que estaban ordeñando por segunda vez en el día.
Acariciamos dulcemente la cabeza de los animales, y algunas de ellas tímidamente nos daban en el brazo con el hocico.
Impresiona ver a estas enormes vacas lecheras tan de cerca. Curiosas, mansas, de ojos tristes y anhelantes de cualquier caricia o palabra bonita.
A todos nos gustan que nos digan cosas bonitas,… Y ellas no eran menos. Enseguida estaban dándonos lengüetazos y moviendo las orejas, ante tanta caricia.
Seguimos más adentro en busca del ternero recién nacido, sin antes pasar por una cabra “amarrada”, con muchas ganas de jugar.
Alguien más, con ganas de caricias y palabras bonitas….
Su forma de jugar se asemejaba a la de un perro. Levantando la pata y dando con el hocico, también buscando mimos.
Llegamos al cajón donde tenían al ternero entre pajas. Aún no se levantaba y se le veía débil tras el parto, que al parecer había sido difícil, al ser su madre primeriza.
“¿Dónde está su madre? Pregunté.
“Con las demás vacas” Para el ordeño. Dijo uno de los granjeros, acercándole al ternero un cubo con una “tetina” gigante para que tomase algo de leche.
Me pareció una triste escena, por no decir “antinatural.”
¿Porqué el ternero no estaba con su madre mamando nada más nacer?
¿Es normal que lo primero que tome, salga de un cubo?
¿No sería mejor que estuviese con su madre, y no aquí solo en un cajón?
“Y siendo un macho, ¿Qué van a hacer con él? Si sólo tienen hembras” Pregunté.
“Venderlo.” Nos dijo sin más.
Ya no preguntamos más. Ya no quise saber más…. Nuestra hija empezó a llorar. “El bilbaino” nos mandó a callar con un gesto ante tanta pregunta.
Acaricié la cabecita del pobre animal y le pasé la mano por su pelo aún con restos del parto. Sus ojos negros azabache, eran como los de mi perra Frida.
Tiernos “escarabajos negros”
Se me cayeron dos lágrimas mientras pensaba.
“Qué poco vale una vida,… ¿tan poco valor tiene?”
Cuando íbamos saliendo, nos enseñaron la pocilga. Con cuatro grandes ejemplares encerrados a oscuras.
Una madre con sus cuatro hijos. También curiosos ante tanto visitante, asomaban el hocico olfateando y mirando por la trampilla de la comida.
Ya te hablé de lo inteligentes que son los cerdos y de cual es su único destino.
“Este año mataremos a la madre.” Nos dijeron alegremente.
Aquella tarde, salimos de allí cabizbajos, con un sabor de boca agridulce, con una niña sollozando, con una docena de huevos de corral bajo el brazo y reafirmada en la decisión que tomé hace años de no volver a comer carne.
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