RASTROS DE ORO EN BLANCO Y NEGRO
Minas romanas y cenizas en torno a Pino del Oro
© Texto y fotografías: JAVIER PRIETO GALLEGO
Hay lecciones en las que no hace falta para nada hincar los codos y darse de cabezazos contra el pupitre: entran mucho mejor por los pies. Las que se aprenden en este paseo por el entorno de la localidad zamorana de Pino del Oro son dos de ellas.
La primera habla del desarrollado olfato de los romanos para detectar no ya “pepitas de oro” allá donde las hubiera, sino prácticamente las partículas de ese metal que envueltas entre otras mil forman, de natural, las rocas. Así de sagaces, y empujados por la necesidad alimentar el sistema monetario impuesto en el siglo I a. C. por el emperador Augusto, se mostraron los detectores romanos de este metal que rastrearon hasta el milímetro la esquina noroccidental de Hispania. Es de sobra conocido el “estropicio paisajístico” que convirtió a Las Médulas en el principal suministrador de oro del Imperio en esa época (y en paraje Patrimonio de la Humanidad, en la nuestra). Sin embargo, no son tan conocidos otros restos mineros, especialmente auríferos, que evidencian el afán con el que urgaban allá donde su olfato les indicara la posibilidad de algún miligramo que llevarse al bolsillo. Aunque para eso tuvieran que eliminar montañas, desviar el curso de un río o poner patas arriba media Península.
Un rastro memorable de la minería romana del oro es el que dejaron en El Cabaco, al pie de la Peña de Francia. Con el mismo contudente sistema que en Las Médulas, se aplicaron a enfocar sus trombas de agua contra las laderas de la montaña para después buscar entre el barrizal todo lo que fuera amarillo, brillante y maleable, aunque fuera minúsculo. De todo aquello, ha quedado hoy un sorprendente paisaje de vallejos repletos de cantos de aluvión tan redondos y pulidos que más parecen huevos dinosaurio que piedras macizas.
Otro ejemplo de explotación minera aurífera que nada tiene que ver con las dos anteriores es la que se localiza en el entorno de Pino del Oro. Allí, entre campos de labor y rebollares calcinados se sigue el rastro de las faenas mineras desarrolladas por indígenas y romanos entre los siglos I y II de nuestra Era. Buscaban, como solían, oro. Solo que aquí no se encontraba sepultado entre toneladas de tierra y cantos y sí formando parte de las mismas rocas de cuarzo que se decubren aflorando en el paisaje o excavando unos pocos metros el subsuelo. Seguir el sendero señalizado que une esos rastros es la mejor forma de aprender cómo y porqué los romanos pusieron tanto empeño en semejante tarea.También sobre el contexto social, político y económico en el que se desarrolló.
Y todo ello mientras se camina a través del paisaje abrasado que dejó tras de sí uno de los incendios más feroces de cuantos se recuerdan en los Arribes zamoranos. Tan reciente -tuvo lugar el pasado julio- que todavía tizna todo cuanto se toca: desde el bajo de los pantalones hasta el mínimo roce de una ramita. El incendio, que tuvo su inicio en dos focos diferentes -es decir, fue intencionado- se llevó por delante más de 3.000 hectáreas de diferentes superficies -matorral, arbolado y campos de labor- además de causar daño en explotaciones agrícolas. El pirómano, identificado por la Guardia Civil un mes después, esperó a tener las condiciones de sequedad en el ambiente y viento más propicias para iniciar un fuego que combatieron más de 300 personas durante nueve días, alcanzó el nivel 2 de peligrosidad durante 30 horas y estuvo a punto de abrasar los núcleos urbanos de Pino del Oro y Bermillo de Alba.
Y aquí viene la segunda lección que hoy podemos aprender con ayuda de nuestros pies: así queda un paisaje arrasado por la sinrazón. En blanco y negro, como si un filtro del Phostoshop se hubiera llevado el color. El mismo filtro que, además de otras muchísimas cosas, se ha llevado también el canto de los pájaros. Porque si hay una cosa que llama la atención en un paseo a través de un paisaje recién calcinado es el silencio: el paisaje sonoro aparece tan inerme como el visual. Es un silencio profundo, duro. Es la evidencia de que la vida -silvestre en este caso- tardará en volver a recuperar su ritmo perdido, el ajetreo que le era propio. Y llega, de repente, un pensamiento. Así queda un territorio calcinado: lo que veo es una película de cine mudo, en blanco y negro y sin sonido.
El paseo
De regreso a la primera lección -la de los romanos en busca del oro perdido- es preciso encauzarse bien desde el principio. Para ello existen dos opciones: o preguntar a alguien en Pino del Oro dónde comienza el sendero de las minas romanas o tomar como referencia la plaza de la Cruz y bajar por la calle Valfarto hasta que esta enlace con otra plazuela de la que parte el camino de tierra (un poste debió de indicar en su día el inicio del paseo). Setecientos metros más adelante, al cruce con el arroyo de Valdelantela, encontramos el panel con la información detallada del recorrido.
En él vemos que se trata de un paseo circular señalizado, con alguna ramificación. Que el trazado principal tiene unos seis kilómetros y medio y que puede realizarse en unas dos horas y media, dependiendo de las paradas y el interés que pongamos en curiosear lo que no está escrito. Lo que está escrito son 8 paneles interpretativos -alguno de ellos calcinado por el incendio- en los lugares donde mejor se aprecia y entiende el empeño minero puesto por los romanos. El paseo apenas tiene desniveles y, aunque no lo pone, es uno de los que yo recomendaría para hacer con niños o en familia. Y no solo por su componente didáctico -que también-, sino porque cumple de sobra los requisitos de un paseo tranquilo, al aire libre por entre parajes hoy solitarios y silenciosos pero que han permanecido habitados desde una lejana Edad del Hierro.
Desde ese punto el paseo prosigue en dirección noroeste hasta alcanzar, 1.200 metros más adelante, el desvío que hay que tomar hacia la izquierda. Acompañados a uno y otro lado por las tradicionales “cortinas” de piedras de granito que delimitan propiedades llega, 270 metros más adelante, la primera de las paradas. Es la que nos planta ante el balcón de Peña Latalaya, un mirador natural desde el que, además de interpretar algunas de las características del paisaje agrario actual, se identifican dos de las siguientes paradas del itinerario: la trinchera de Los Monticos -a la derecha, bajo una cubierta de chapa- y La Sierpe, un afloramiento granítico en el que se localiza uno de los mejores conjuntos de cazoletas de molido, elemento abundante en las explotaciones de Pino del Oro pero difícil de encontrar en otros puntos de la Península.
Y así llegamos, a pie y picados por la curiosidad, a descubrir que de las dos técnicas romanas más habituales para la obtención de oro, aquí utilizaron aquella la que les permitía conseguirlo cuando este formaba parte de las rocas. El sabio Plinio lo resume con parquedad pero gran exactitud: “tunditur, lauatur, uritur, molitur“. Es decir: “se machaca, se lava, se tuesta, se muele”. Así dicho parece fácil. Pero ir descubriendo, pasito a pasito, las tareas que esto implicaba, los desmontes, las catas, los tajos en el terreno, el lavado, la fatigosa molienda y el pírrico resultado que obtenían de todo ello, pasma.
Lo mismo que pasma también la facilidad con que se aprenden las lecciones cuando en vez hincar los codos se pasea uno por ellas.
Y de comer… ternera de Aliste
“Ternera de Aliste”, marca de garantía con Indicación Geográfica protegida, ampara la producción y cría de esta carne en las comarcas zamoranas de Aliste, Tábara y Alba, Sanabria y Carballeda y Sayago. Las razas de las que se obtiene son la Alistana-Sanabresa, Sayaguesa, Parda Alpina, Fleckvieh, Asturiana, Charolesa, Limusina y Blonde. El sistema de producción aplicado combina, para las hembras reproductoras , sistemas mixtos de estabulación y pastoreo, casi siempre en pequeñas explotaciones de carácter familiar. En función del manejo y la forma de producción se distinguen la ternera lechal de Aliste, la ternera pastera y la autóctona. Uno de los platos más conocidos elaborados con esta carne es chuletón alistano.
EL MAPA
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