“Siempre acabamos llegando a donde nos esperan”
José Saramago
Mi historia con Band Of Horses se remonta a la publicación de su primer disco en 2006. Por aquel entonces era un hirsuto estudiante de historia que estaba esperando una de las últimas notas de la carrera. Mientras aguardaba a que el ujier colocará las calificaciones en el tablón de anuncios, me entretenía leyendo una añeja revista musical que dejaban en la facultad y a la cual nos arrojábamos como hienas en la sábana en la que leí la crítica de esta banda. Me llamó la atención lo que decían de ella y tal como hacía antes, fui directo a comprarme el disco. Así, a lo loco. Quedé absolutamente prendado de los paisajes musicales que describía, de la fragilidad intimista de las letras y de la fiereza melancólica de sus guitarras. Decidí que era un grupo a seguir y cuál fue mi sorpresa cuando descubrí que mi buen amigo Pablo era un fan irredento de la banda, algo que le hizo ver numerosos conciertos de la misma y emitir furibundas y exultantes loas por su parte. Todas las piezas encajaban, únicamente faltaba la de verles en directo, pero esa oportunidad también llegó…
La edición de 2013 del Primavera Sound (aquella a la que fui solo y de la que de vez en cuando mi amigo Yago me lo recuerda con cierta estupefacción) los confirmó como uno de los cabezas de cartel. Mi dicha iba en aumento, pero un traicionero huracán les impidió volar. Mi gozo en un pozo. Tiempo después topé con su directo en acústico y la versión que hacen de “Factory” estuvo a punto de convertirse en la sintonía del comienzo de mi boda. Al final se descartó (sonó “Veckatimest” de Grizzly Bear”) y seguí pendiente de aprovechar cualquier ocasión para verlos en directo (creo que al fin lo voy a conseguir este mes).
En 2016 Band Of Horses publica un nuevo álbum y, tras numerosas escuchas, he de decir que estoy encantado con él. En casi cincuenta minutos, los de Seattle hacen un recorrido sintomático, ecuánime y esplendoroso de los mejores momentos de su carrera. Un inicio fulgurante y rabioso con “Dull Times/The Moon”, que da paso a la radiante “Solemn Oath”. Tras ella aparece “Hag” con toda la carga atmosférica de sus primeros discos. A esta la sigue el single más pegadizo, “Casual Party”, una simpática tonada para dibujar sonrisas en los rostros de la audiencia. “In a drawer” es de las más composiciones más planas a pesar de la colaboración del gran J Mascis. “Hold On Gimme a Sec” abre la puerta de seis excepcionales canciones donde destacan “Lying Under Oak”, la fronteriza “Throw my mess” y “Whatever, wherever” (muerdecuellos total), aunque las otras tres restantes no le van a la zaga (“Barrel House” sobrecoge).
En definitiva, un álbum realmente evocador, con sugerentes melodías envueltas en turgentes y vaporosas capas de guitarra de íntima ensoñación, elevación e ilusión, porque ésta, tal como dijo Albert Einstein: “La diferencia entre el pasado, el presente y el futuro es sólo una ilusión persistente”.
Redacción: Juan A. Ruiz-Valdepeñas
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