Relato de Navidad

Un relato de Navidad.

Hola a todos y bienvenidos una semana más. ¿Qué tal os ha ido el finde? El mío no ha estado mal, pensé que iba a hacer mucho peor tiempo y al final no ha sido tan terrible.

Aprovecho para dar las gracias por todas las felicitaciones que he recibido cuando os comuniqué me habían publicado una novela, estoy abrumada y ya que me habéis mandado emails y privados por whatsapp prometo superar la vergüenza y hacer un post sobre la experiencia, la inspiración y las cosas que me habéis preguntado.

Hoy vengo con un relato que había publicado hace dos años. Lo que cuento le ocurrió a un familiar directo nuestro tal como lo cuento, y es que como decía mi abuelo, que por cierto no era creyente, Dios aprieta pero no ahoga...

Y sin más rollo aquí va la historia, espero que no se os haga demasiado larga. Con él gané un certamen navideño hace tiempo y es uno de esos casos en los que la realidad supera la ficción.



CAMILO.

Decía mi abuelo que en esta vida todo tiene solución menos la muerte; y con el paso del tiempo me he dado cuenta de que tenía razón.

Había sido su vida difícil y dura, pero jamás se había dejado vencer por la desesperación. Por eso, cuando me oía lamentarme por nimiedades que podían resolverse con un poco de esfuerzo o simplemente con una mínima dosis de paciencia, recurría a alguna de sus viejas historias para hacerme entender que todo puede cambiar de un momento a otro, solo hay que tener fe y esperanza.

Y esta historia que ahora vuelve a mi memoria y me hace sumergirme en recuerdos enterrados siempre nos la contaba en Nochebuena. Después de cenar, sentado en un viejo taburete y cerca de la cocina de carbón que no apagábamos en toda la noche, mi abuelo viajaba al pasado como voy a hacerlo yo, y cerraba los ojos mientras el humo del cigarro ascendía y difuminaba su cara, y empezaba a hablarnos en voz baja…

… Estaba yo por aquellos años soltero, y vivía con mi hermana, mi cuñado y mi pequeña sobrina de dos años.




Mi cuñado era mi mejor amigo desde que éramos niños, habíamos crecido juntos en tierras gallegas y habíamos emigrado juntos; éramos por entonces, a pesar de estar lejos de nuestro hogar y de ser muy pobres, personas felices, nuestros corazones estaban limpios y llenos de alegría y disfrutábamos de los pequeños momentos y de las pequeñas cosas, esas pequeñas cosas que pueden ser tan grandes.




La vida en un poblado minero del norte en aquellos duros años de posguerra era difícil, sobretodo porque no teníamos a nadie más en el mundo, habíamos emigrado hacía demasiado tiempo y ya no nos quedaba nadie.




Por aquellas fechas le surgió la oportunidad a Camilo, mi querido cuñado, de ir a Madrid a hacer un curso que le garantizaba un mejor puesto de trabajo en la mina, porque en aquellos momentos estaba en uno de los peores, no entraba dentro, su trabajo se realizaba fuera y era una categoría que no estaba bien pagada, bueno, más bien cobraba una miseria. Cinco habían sido los elegidos para realizar aquel curso y no quería él dejar pasar la oportunidad de ofrecer una vida mejor a su familia.




Mi hermana y yo juntamos el dinero que teníamos para que lo llevase, pues los dueños de la mina le pagaban el curso, el billete de tren y el alojamiento, pero debían ellos procurarse la comida y al parecer la vida en Madrid era cara, sobre todo para alguien de provincias que vivía con medios limitados o más bien escasos.




Nuestra situación era tan precaria que pedimos dinero prestado a los vecinos, pues el que teníamos era insuficiente para afrontar un mes entero en la capital, así que tragándonos el orgullo y prometiendo devolverlo cuando Camilo empezase a trabajar, mi hermana y yo fuimos de puerta en puerta pidiendo lo que buenamente pudiesen prestarnos.



Por entonces los vecinos no eran simplemente unas personas que habitan la casa de al lado, eran gentes buenas que se ayudaban unos a otros, gentes con corazón con los que podíamos contar, así que tras varios días hablando con ellos y explicando nuestra situación, reunimos una modesta cantidad, pues todos aportaron lo que tenían, y conseguimos lo justo para comer durante el mes que duraba el curso.



Una fría mañana, cuando la niebla aún disfrazaba el cielo y parecía que ni siquiera había amanecido, puso Camilo rumbo a la capital, en un vagón de tercera, de esos de bancos de madera.



Pasó el viaje entre una señora con un niño que no paraba de llorar y un hombre cuyas gallinas no paraban de cacarear.




Al principio no le molestaban, más bien sentía que acompañaban sus melancólicos pensamientos, pero había acabado cansado de cacareos y gritos después de muchas horas en aquel incómodo asiento.




Cuando bajó del tren y guió sus pasos a la capital, se sintió tremendamente pequeño. Nunca había visto otra cosa que su aldea natal en Galicia y el poblado del norte donde vivía, y aquella masa de edificios y el bullicio de la gente le asustaba.



Pero sus ganas de aprender y aprovechar la oportunidad de cuidar a su familia eran tan grandes que pronto logró adaptarse al ritmo de la ciudad, aunque vivía pensando en regresar a casa y celebrar las navidades con nosotros.



Cada mañana se levantaba temprano para ir al local donde recibía clase, una vieja estancia con unos pupitres de madera barnizados en un vano intento de disimular la carcoma y un suelo de linóleo brillante que retumbaba con los pasos del profesor. A mediodía paraban para comer, y había descubierto él una panadería donde vendían bocadillos a buen precio, así que siempre compraba uno, y el panadero, hombre bueno y compasivo, le regalaba un vaso de vino para acompañar aquel seco bocado. Luego volvía a sus clases hasta la caída de la tarde, y regresaba a su triste pensión paseando y pensando, pues eran esos los pocos momentos que tenía libres para poder pensar e imaginarse lo mucho que habría crecido la niña o las nuevas palabras que habría aprendido. Y echaba terriblemente de menos entrar en una casa que oliera a hogar, a leña, a humo y comida, aunque fuese una comida sencilla y modesta.




De camino a su habitación compraba un bocadillo en un bar que también ofrecía buenos precios y luego se encerraba en su habitación a estudiar.

Desde su ventana sentía las risas cantarinas de los niños, y de nuevo pensaba en su hijita. Añoraba aquellos ojos luminosos que le daban fuerzas para luchar y le hacían sentir importante.

Y añoraba a su esposa. Se la imaginaba caminando solitaria por el pueblo con su niña, esperando el regreso de su marido.Y sacudiendo la cabeza, de nuevo volvía a sumergirse en su mundo de libros.




Llevaba algunos días allí cuando empezó a encontrarse mal. La cabeza le dolía tanto que apenas podía abrir los ojos, y los escalofríos recorrían su cuerpo cada segundo. Pero a pesar de todo, había asistido a clase, no podía dejar pasar aquella oportunidad y seguramente no tenía nada serio. Y allí estaba, intentando prestar atención al maestro cuando, en mitad de una explicación, se había desmayado.




Despertó en una cama desconocida, y un hombre de sonrisa amable y ojos bondadosos le decía que no se moviese. Asustado preguntó donde estaba, y el hombre de los ojos bondadosos le dijo que se tranquilizase, no pasaba nada. Estaban en el local donde daban clases, que tenía camas para profesores que se alojaban allí. Él era médico, pero no debía asustarse, no tenía nada grave, solo agotamiento, sin duda por la frugalidad de sus comidas, y tenía también un fuerte catarro debido a su ligera indumentaria. Debía abrigarse más, o el catarro podía derivar en pulmonía.




Camilo escuchaba en silencio, recordando que su suegro había muerto de pulmonía y sintiendo miedo, porque si él faltaba su familia quedaría en una situación realmente dramática. No podía morirse ahora, y seguía repitiéndose que tenía que sacar adelante a su hija, pero no podía comprar un abrigo, no tenía dinero. Si lo hacía, no podría comer.




Ese día regresó a la pensión y se metió en la cama, necesitaba descansar y decidió olvidar los problemas durante un tiempo, o más bien dejarlos en manos de Dios. Y la verdad es que fue la mejor decisión, porque al día siguiente se levantó bastante mejor. Además ese día, casualmente, no tenía clase, por lo tanto podía salir y mirar algún abrigo, quizás en algún lugar hubiese alguno asequible.

En cuanto abrió la puerta del viejo edificio donde gastaba sus horas, un viento helado le cortó la respiración. Ligeros copos de nieve caían del cielo, y las aceras empezaban a cubrirse con aquel níveo manto. Ignorando las dificultades, caminaba Camilo por la calle en busca de un abrigo.




Entró en las tiendas que había por el camino, tiendas cuyos escaparates mostraban buenos abrigos de paño y elegantes sombreros, tiendas con olor a fieltro y cuero, con dependientes que sonreían detrás de un mostrador abrillantado y que llevaban un metro alrededor del cuello. Y cuando los amables caballeros le decían el precio de los abrigos, Camilo simplemente se daba la vuelta y abandonaba el establecimiento murmurando un Muchas gracias y que tengan un buen día.




Estaba ya empezando a desesperarse después de entrar en bastantes establecimientos, cuando sin darse cuenta llegó al Rastro. Así, de repente, dobló una esquina y vio aquel fantástico mercado al aire libre tan lleno de vida.




Esperanzado, empezó a deambular entre los puestos, mirando hasta que vio un puesto que llamó su atención. Lo regentaba una anciana enlutada de arriba abajo que apenas se cubría con raídas ropas y que llevaba un pañuelo negro anudado alrededor de su cara. Tenía diversas prendas de ropa, todas de segunda mano, con precios muy inferiores a los de otros puestos. Sorprendido, Camilo había preguntado a la vendedora el motivo de tan bajo precio. ¿Estaban, tal vez, estropeados? ¿Eran acaso robados?

La mujer le había explicado, con un dulce acento gallego que le transportó a su tierra, que aquellas prendas las donaban las familias pudientes cuando algún miembro fallecía. Vamos, que eran ropa de muerto.




Camilo estaba tan desesperado que no le había dado importancia, sus mayores tesoros, el reloj de bolsillo y una corbata negra con la que se había casado habían pertenecido a su padre y estaba muerto, y buen cariño que les tenía. Así que pensando que tal vez había encontrado la solución, había sonreído a la anciana y había pedido un abrigo barato para él. Después de hurgar en la pila de ropa, la mujer había sacado un abrigo de paño oscuro que parecía muy caliente. Camilo se lo había probado, y aunque le quedaba bastante grande, había decidido comprarlo. La tendera, al despedirse, le había regalado un costurero para que arreglase el abrigo.




Camilo volvió a la pensión feliz. Después de todo tenía abrigo, había gastado menos de lo pensado y pronto volvería a casa. Eran días especiales y la Navidad se dejaba sentir por todas partes. Nunca había visto calles tan adornadas, y comercios tan esplendorosos, llenos de colores y de luces, mostrando tantos artículos bonitos. La gente pasaba a su lado con paquetes, y él, a pesar de que jamás fue persona ambiciosa y siempre se sentía bien con lo poco que tenía, al ver tantas cosas bonitas a su alrededor lamentaba ser pobre. ¡Si pudiese volver a casa cargado de paquetes para su familia! Al verse rodeado de tanto consumismo, la felicidad que había sentido minutos atrás, quería esfumarse.

Cuando llegó a la pensión volvía a sentirse esperanzado, así que decidió empezar a arreglar su abrigo, pues lo necesitaba con urgencia.




No había empezado siquiera a cortar la dura tela cuando llamaron a su puerta. Sorprendido por tan repentina intromisión, había abierto, y para su sorpresa tenía en el umbral de su habitación a su casero, un hombre enjuto y taciturno que apenas intercambiaba una palabra con sus inquilinos, y en silencio y con gesto adusto, le entregaba una carta urgente. Agradeciéndoselo, Camilo cerró la puerta y con el corazón en un puño empezó a leer.




Querido Camilo;

No quise preocuparte hasta ahora, por eso he intentado arreglar esto yo sola pero todo se ha complicado tanto que ya no sé que hacer. Sabes que te habíamos entregado todo el dinero que teníamos para que pudieses hacer el curso, pero no te había dicho que dejé el alquiler de la casa sin pagar y ahora nos lo reclaman. He intentado hacer frente a la deuda, pero no he podido. Si no deposito el dinero en una semana, debemos abandonar la casa antes de Nochebuena. Mi hermano y yo estamos desesperados, porque a él ya no le dan más adelantos en la mina, y solo se me ocurre que hables con alguien de la capital que quiera respaldarte, explicando que pronto volverás a trabajar, y pagaremos lo que debemos. Angustiados quedamos a la espera de tu respuesta. Te quiere; Elvira.




Al terminar de leer sentía como todo a su alrededor se desmoronaba y el pobre Camilo perdió las pocas esperanzas que conservaba. De pronto volvía a sentirse derrotado, su fe empezó a tambalearse y no sabía qué hacer excepto llorar.




Pero después de hundirse, cuando se toca fondo, siempre se vuelve a salir a flote, así que cuando se le agotaron las lágrimas decidió que era el momento de levantarse y siguiendo el consejo de su mujer, fue a hablar con la persona que les impartía las clases, pues era la única persona que conocía allí que tuviera cierto prestigio y pudiera respaldarle.




Al oír su caso el hombre le había comprendido, y compadeciendo a Camilo, pues era un buen estudiante y una buena persona, aceptó hablar con los responsables de las viviendas para explicar su situación. Desde allí mismo llamó por teléfono a alguien, Camilo nunca supo a quien. Al colgar le explicó que su problema era muy serio. Sus casas eran viviendas de empresa, no de un particular, y si no pagaban, les echaban a la calle. Las normas eran muy estrictas y el único arreglo era pagar pronto. Lo lamentaba de corazón pero no podía hacer nada, eran unas normas que no admitían excepciones.




Agradeciendo la información, Camilo se fue caminando sin rumbo, pensando en todo lo que le estaba pasando y rezando para encontrar una solución. Y por eso, cuando vio un banco, entró para intentar pedir un préstamo, algo que él sabía que se hacía en algunas ocasiones, pero nada más que se acercó a la ventanilla, el empleado, mirándole de arriba abajo, y tras comprobar que ni siquiera llevaba abrigo, se negó a que el director le recibiera.




Camilo captó la situación, y a pesar de que su corazón lloraba lágrimas de sangre volvió a su pensión para arreglar el abrigo y probar suerte en otro banco, uno donde las personas tuviesen corazón.




Cansado y pensativo, empezó a descoser el forro para dejarlo lo mejor posible, pensando en lo bien que le venía que su difunta madre hubiese sido modista y le hubiese enseñado a coser un poco.

De pronto, mientras pensaba en alguna idea para afrontar su problema las tijeras tropezaron con algo duro y casi se rompen. Lamentándose por su mala suerte, metió la mano debajo del forro y sorprendido sacó unos papeles doblados, seguramente metidos allí por su anterior propietario para que el abrigo diese más calor. Mirándolos detenidamente, vio que los papeles no parecían haber sido puestos para dar calor, en realidad eran billetes, verdaderos billetes de banco.

Sorprendido, pensó que a lo mejor no valían nada, quizás fuesen anteriores a la guerra, pero pudo comprobar que eran actuales. Y siguiendo un presentimiento descosió todo el forro del abrigo, encontrando una buena cantidad de dinero.




¡No podía creérselo! Tan pronto reía como lloraba, y a veces se asustaba pensando que fuese alguien a reclamarlo, pero recordaba que su abrigo había pertenecido a alguien que estaba muerto, así que era suyo.




Cuando pudo calmarse volvió a hablar con la persona que le daba clases para que volviese a llamar y le dijesen donde debía pagar, pues estaba en disposición de hacerlo.

El hombre, sorprendido por tan repentino arreglo quiso saber el origen del dinero, a lo que Camilo había contestado que se lo había prestado un amigo. No le gustaba mentir, jamás lo había hecho, pero en esta ocasión había demasiadas cosas en juego y sabía que por una vez podía usar una mentira piadosa. Después de llamar, el hombre le explicó que debía hacer un depósito en un banco, precisamente en el banco donde no habían querido atenderle.

Y tras despedirse de su maestro, Camilo emprendió con paso raudo el camino que habría de llevarle hasta el banco, y, decidido, entró en el local preguntando por el director. Cuando el empleado iba a echarlo, le había mostrado una esquina de los billetes, diciendo que podía ir a otro banco, la decisión estaba en sus manos.

El empleado, deshaciéndose en disculpas le pasó al despacho del director, para realizar el pago. Y cuando ya tenía hecho el pago y sabía que ya no nos iban a quitar la casa, se detuvo un instante delante del empleado y le dijo que jamás se debe juzgar a nadie por las apariencias, porque él tenía la apariencia de un caballero y su corazón era de acero, en cambio podría hablarle de una anciana enlutada con ropas casi raídas que tenía un corazón inmenso, y gracias a ella estaba él allí. Y dejando sin palabras al engreído empleado Camilo salió del banco.




A partir de aquel momento los días pasaron mucho más rápido. Iba a clase y estudiaba con ahínco para volver pronto a casa, y paseaba por las calles envuelto en su abrigo y empapándose del ambiente navideño.




El curso había llegado a su fin y Camilo pudo volver. El día antes de marchar, había ido a la plaza mayor a comprar regalos para su mujer, su hija y para mí. Y entre esos regalos no pudo evitar comprar un paquete de castañas calentitas y unas zapatillas de paño para la anciana que le había vendido el abrigo. Si no le hubiese regalado el costurero seguramente nunca habría encontrado el dinero.




Y después de dejar atrás la capital, y rodeado por la bruma del amanecer y el frío de la nieve que ya estaba gris y pisoteada, de nuevo viajó en un vagón de tercera, en un duro asiento de madera, entre niños ruidosos y gallinas, pero esta vez no le parecieron molestos porque en poco tiempo volvería a abrazar a los suyos.




Cuando el tren entró en la estación vio a su pequeña familia en el andén, el vapor y la niebla difuminaba las figuras pero él podía imaginar nuestras caras de expectación, pues aún no sabíamos de donde había sacado el dinero y esperábamos ansiosos la historia que guardaba su corazón. Después de los abrazos y los besos empezó la lluvia de preguntas, y Camilo contestó a todas.




En casa, envuelto por los aromas familiares que tanto había añorado y sintiendo que podía cuidar a su familia, mi querido cuñado sacó el dinero que le había sobrado y fue casa por casa para devolver lo que nos habían prestado nuestros vecinos, pues aunque lo habían hecho de corazón todos lo necesitaban en aquellos difíciles días y nosotros teníamos la oportunidad de devolvérselo.



Aquellas navidades fueron realmente especiales para nosotros, con paquetes de regalos y juntos alrededor de la mesa. Los regalos eran cosas sencillas pero tan llenas de amor que nos parecieron grandes e inmensas, y estaban impregnados de la ilusión que había puesto Camilo en cada uno de ello. Por la noche, al volver de misa del Gallo, que entonces era una tradición, yo conocí a vuestra abuela, y el círculo de mi familia quedó cerrado.




Con el paso del tiempo la situación económica fue mejorando, Camilo tuvo el puesto que le habían prometido y yo me casé y tuve mi propia casa y familia, y el resto de la historia ya lo sabéis, formáis parte de ella.

Y tirando la colilla a la cocina de carbón, mi abuelo se levantaba del taburete y se sentaba con nosotros a cantar villancicos mientras yo no podía dejar de pensar en mi tío abuelo Camilo, pasando frío y tristezas, lejos de los suyos, pero sin perder la fe, y gracias a esa fe inquebrantable que siempre le sostuvo la familia siguió unida, siempre unida, mirando hacia el futuro con esperanza.

Jamás tuvieron el más mínimo disgusto, sabían que se tenían los unos a los otros y siempre se apoyaron, en lo bueno y en lo malo. Por eso cada Navidad, aunque algunos de los personajes de la historia de mi abuelo ya no estuviesen con nosotros, los recordábamos y estaban muy presentes.

Mi abuelo sabía que algo los unía inexorablemente. Habían vivido demasiadas cosas juntos, y ese lazo es ya indisoluble, por eso, cada Navidad, mi abuelo nos contaba esta historia, recordándonos que Dios aprieta pero no ahoga.

******

Bueno, pues hasta aquí la historia. Fue tal cual, un tío de mi madre con el que vivía mi abuelo de soltero tuvo que ir a Madrid a hacer unos cursos y enfermó por la falta de recursos. Y al arreglar un abrigo que había comprado en el Rastro encontró los billetes. Y la escena del banco, a lo Pretty Woman, por desgracia, también es real aunque no ocurre todo el mismo día, ahí resumí un poco.

Camilo vivió muchos años y siempre fue una persona muy muy optimista, yo creo que por eso siempre se le arreglaban las cosas.

El origen del dinero es un misterio, él creía que alguien tuvo intención de salir de España por la situación política y no pudo hacerlo o murió antes, pero son conjeturas, no sabemos el origen.

Espero que no os haya parecido muy pesado el cuento, sé que la historia es larga pero al ser vivida por alguien cercano a mí me encanta y no quería recortarla mucho.

Mil gracias por leerme y nos vemos mañana. ¡¡¡¡Feliz lunes!!!!

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