Abundan las biografías de Erwin Rommel, y cualquier nueva adición a la tribu debe comenzar con una justificación de su propia existencia. Este podría ser el problema preciso con el último libro del historiador militar Samuel W. Mitcham Jr., Zorro del Desierto. Tiene virtudes considerables: prosa suave, descripciones claras de algunas de las batallas más complejas de la Segunda Guerra Mundial, y un alto nivel de emoción. Mitcham, un erudito del esfuerzo bélico alemán, ha perfeccionado sus habilidades produciendo obras similares a esta durante décadas; nadie debería sorprenderse de que Zorro del Desierto sea un volteador de páginas.
Lo que estás aprendiendo al pasar esas páginas puede ser otra cosa. Mitcham da a los lectores una muestra de los primeros años de Rommel: sus espeluznantes aventuras como comandante de una compañía de tropas de montaña en la Primera Guerra Mundial; el heroísmo que le valió la medalla Pour le Mérite en la Batalla de Caporetto en 1917; su época como comandante de la 7ª División Panzer en Francia en 1940. Pero las emocionantes campañas del general en el desierto occidental son la verdadera razón de ser de Mitcham, que abarca más de la mitad del libro.
Y ahí reside un problema, porque son precisamente estas campañas las más conocidas en lo que podríamos llamar el “canon de Rommel”. Buffs puede recitar esta narración de memoria: el ir y venir de un lado a otro del norte de África, desde El Agheila a Tobruk y de nuevo a El Agheila y a El Alamein, con Rommel a menudo en el tanque de plomo. Es un personaje excitante y duro, uno de los comandantes de campo más agresivos de todos los tiempos, y a los lectores les encanta contar sus aventuras. Pero mientras que la narración es superficialmente emocionante, muy rara vez Mitcham se involucra con una pregunta que muchos historiadores se han estado preguntando en los últimos años: ¿Realmente importaba algo de eso? ¿Es un tanque de plomo el lugar para el comandante de un ejército de campo entero, en este caso el Panzerarmee Afrika? ¿No está Rommel descuidando importantes cuestiones administrativas en el ámbito del suministro, el mando y el control? ¿Es completamente inocente del desastre del Eje en el norte de África?
En un nivel más personal, Mitcham quiere que el lector sepa que Rommel era un buen hombre. Oímos de la negativa de Rommel a masacrar prisioneros, su rechazo al antisemitismo abierto, y cómo desobedece las órdenes particularmente insensatas de Hitler. ¡Todo por el bien! ¿Pero no es justo señalar que Rommel podía salirse con la suya porque comandaba en un teatro secundario, literalmente separado del cuartel general del Führer por un gran mar? Es difícil imaginar que el historial de Rommel fuera tan impecable si hubiera comandado un ejército en la Unión Soviética, en el corazón de la matanza nazi. En realidad, es imposible.
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