Mujer que habla con los caballos


Una nebulosa a los pies de la anciana higuera ha sorprendido a Alf cuando dormía la siesta. ¡Qué susto! Nunca nada ni nadie lo había pillado por sorpresa. Estaba orgulloso de su agudeza auditiva, a la que no pasaba desapercibido ni el susurro de una nube y, sin embargo, hete aquí una nebulosa ante su hocico que lo ha dejado pasmado.

La nebulosa se mueve delicadamente alrededor de la higuera con movimientos acompasados. Ha sido entonces cuando Alf ha percibido un ligero sonido. Aguzados los sentidos, no le quita ojo. Algo familiar en esa nebulosa le impide ladrar. Observa con plena atención, incómodo porque no viene a su conciencia eso que le resulta tan familiar. Un relincho en la lontananza lo sacude.

– ¿Quién eres tú que te mueves al trote como un caballo? ¿Por qué te escondes tras esa nube cristalina?

– Morí hace mucho. Cargo una culpa que quiero soltar. No es mi deseo perpetuar culpas.

– ¡Ah! Bueno, puedo asegurarte que estás en el lugar adecuado. Aquí todo puede transmutarse. Tú dirás.
Ante el podenco, la nebulosa fue adquiriendo forma definida. No tardó en reconocer en aquella silueta una mujer de otras tierras.

– Soy Mujer que habla con los caballos, hija de un jefe guerrero, esposa de un guerrero –hizo una pausa–. Soy madre –una pausa más larga que la anterior hizo creer al podenco que se desintegraría, pero continuó–. Mi matrimonio fue concertado para fortalecer el vínculo de mi poblado. Tenemos un hijo, un varón que ahora tiene ocho años –Alf abrió los ojos dispuesto a decir algo, pero calló–. No he podido darle más hijos. No los deseo. En cada momento fértil me ocupo de que las plantas me ayuden a no concebir. Los soldados ya han alcanzado nuestras tierras. No son muchos, pero sabemos que hay más. Se han presentado amigablemente.

Nuevamente sintió el impulso de rebatir, pero se acomodó bufando y estirando las orejas hacia ella para darle a entender que la escuchaba.

– Cerca del río me impactó su cabello rojo como el fuego. Estaba solo, igual que yo. Se giró sorprendido, asustado, porque estaba desarmado, pero se relajó al comprobar que yo era mujer. Se equivocó al pensar que no podría dañarlo, iba armada, como siempre, con mi cuchillo en el cinturón, el mismo que usaba para cortar las plantas que me interesaban. No lo saqué, me perdí en sus ojos. No sé cuánto tiempo estuvimos nadando en los ojos del otro. Tal como aparecí, desaparecí. Me perdí en el bosque, estaba turbada, no me sentía con ánimo de entrar en el poblado. Caminé entre los árboles sin saber muy bien qué hacer. Vi un ave dando de comer a sus polluelos y pensé en mi hijo. A partir de aquel día, pensar en mi hijo me hacía olvidar todo lo demás.

Sopló la brisa, supliendo el silencio con el roce de las hojas de la higuera.

– En la tribu se comentó la presencia de hombres blancos en la zona, parecían pacíficos, interesados en el comercio. Antes ya habíamos intercambiado pieles, caballos, utensilios y armas. Pero a mi padre algo no le convencía. Había tenido sueños y visiones que no llegaba a comprender. Mi padre no era mayor, era un guerrero con gran reputación, lucía muchas plumas y adornos en las ceremonias. Tenía un gran don de visión, veía de lejos, más allá del día y de la noche. Esa era una de las razones por las que me resistía a entrar en el poblado y lo que me llevó a evitar su presencia todo lo posible. No sé si se dio cuenta o si supo lo que yo escondía. Nunca dio muestras de ello, ni dijo nada.

Su suspiro gélido formó una nubecilla que desapareció enseguida.

– Ante mi marido me mostré como siempre. Lo trataba con respeto y con cariño. Era un buen hombre y un gran guerrero también, con gran porte, gallardo. Nunca le mostré mayor afecto del que sentía. Incluso en las relaciones íntimas reconozco no haberle dado lo que él ansiaba. No podía dárselo, no sabía cómo. Me entregaron a él como prueba de honor. Fue el modo en que mi tribu decidió evitar conflictos ante la ausencia de mi padre: sería jefe de la tribu quien se casara con su hija. No hubo cortejo por parte de ninguno, fue una decisión política. No puedo contar más porque las mujeres no somos invitadas a participar en esos concilios, y lo que ahí se habla ahí queda. Quedé embarazada la primera noche juntos. Temblaba como el junco, pero no me estremecí de gozo. Mi corazón estaba cerrado. Nació un niño, para alegría de todos, incluida yo. Oré mucho porque fuera varón, para no tener que repetir la misma historia.

Un silencio frío hizo estremecer a Alf que, acurrucado a los pies de la higuera, escarbó llamando al árbol.

– Llegan noticias de que los blancos atacan a los pieles rojas. Un guerrero se ha presentado en la tribu esta mañana. Estaba herido en el hombro izquierdo. Ha salido un grupo, pero no han encontrado ningún cuerpo. Imaginamos que están presos, aunque es probable que varios estén muertos o gravemente heridos. Mi padre está terriblemente desconcertado. Ahora veo que él no esperaba este desenlace. El guerrero herido está lleno de ira y alimenta los corazones de los demás con miedo e ira. Mi esposo no comprende la reacción de mi padre. Solicita a gritos ir al encuentro del hombre blanco y batallar. Mi padre se despoja de todo aquello que ostenta su poder en la tribu y se lo entrega a mi esposo. Los guerreros celebran el nuevo jefe. No tardan en prepararse y salir al encuentro de los soldados. 

Me desconcierta el caos que reina en el poblado. Mi padre se retira con los ancianos. Despojado de su penacho y sus adornos parece realmente un anciano. Es la primera vez que veo a mi padre como un anciano. Y la última –coge aliento en una bocanada–. Vuelvo a mi hogar, mi hijo no está. Lo busco entre el revuelo y lo encuentro con los otros niños y las mujeres. Me azuzan para preparar el equipaje. Es lo que hacemos ante el peligro: preparar lo imprescindible y adentrarnos en las montañas. Finjo el mismo apuro que ellas y vuelvo sobre mis pasos. Creo que mi hijo está a salvo y en la confusión me dirijo al río.

Está ahí y sonrío al ver su cabello rojo fuego. Está intranquilo, pero feliz de verme. No quiere hablar de sus compañeros ni de sus planes. Por mi parte, le digo lo que ha ocurrido. Le brillan los ojos, pero no entiendo. Pienso que es por el idioma. Nos entendemos haciendo dibujos y con los gestos, pero esto no impidió a nuestros cuerpos entenderse y, a través de ellos, a nuestras almas. No sé qué hay en el aire, no me importa y me entrego a él una vez más. Por primera vez sale corriendo al terminar, ante mi asombro. No se vuelve. En un segundo lo pierdo de vista.

Estoy perpleja, no comprendo. El aire está denso, siento opresión en el pecho. Ahora siento el peligro y corro hacia el poblado. Se oyen los disparos, los relinchos. ¡Mi caballo! Me he olvidado de mi caballo. Lo he dejado junto a los otros, como siempre que acudo al río. El poblado no queda lejos, pero el fragor ya pasó cuando llego a él. Veo una masacre. Se me encoge el corazón, quisiera estar muerta yo también. Los caballos no están, salvo el mío, lo han acuchillado, supieron que no les seguiría el paso. “Muerte a la traidora”, oigo decir a través de sus ojos vitreos. Hoy sé que no fue él a pronunciar estas palabras. Fueron un eco en mi mente venido de lejos. Se me nubla la vista, el hedor me produce náuseas. Caigo de rodillas ante un niño moribundo. Jadea. Apenas lo reconozco en el último aliento. Es mi hijo. Quiero prender fuego, pero se me nubla la razón.

Alf se remueve incómodo, aunque confortado por la higuera. La silueta radia un frío glaciar.

– Ahora en la perspectiva dada por el espacio sé que no pudo ser de otra manera. Tenía un caballo, un hermoso alazán blanco (harinoso) de origen español. Llegó a nuestra tribu tras una batalla. Estaba herido en una pata, la delantera derecha. Yo me encargué de cuidarlo. Algo en su mirada me atrajo, como me atrajo la del soldado pelirrojo. Todo fue pactado, por eso ahora sé que no pudo ser de otra manera.

Alf bufa aliviado, la higuera ha tomado cartas en el asunto.

– Siempre me ocupé de tomar mis plantas para no embarazarme, pero aquel día, mi desconcierto ante su reacción, el horror de los acontecimientos sucesivos, presenciar la muerte de mi hijo, mi único hijo… No pensé. Vaqué varios días en la espesura del bosque, sin rumbo. Me avergonzaba terriblemente ser la única superviviente de mi poblado, de ser la traidora, la que había facilitado sin saberlos su masacre. Mi vientre comenzó a crecer. No le dí importancia. Pasaba el día llorando, vagando, mal alimentándome. Buscaba la muerte. Tanto la buscaba que me acerqué a un poblado blanco. Me arrojaron piedras. Hoy sé que les asustó mi aspecto.

Conseguí escapar. Algo me hizo huir y no fue el instinto de supervivencia, fue el fruto de mi vientre, el fruto de una relación truncada. Nació un varón de cabello negro como el mío, ojos miel y tez más clara de lo habitual. Y con el niño en brazos me presenté ante el Gran Jefe de los Lakotas. Era anciano, mayor que mi padre, sereno, mirada firme y conciliadora. Con él encontré protección en vez de castigo. Fui yo mi peor juez. Yo me corté las alas. Morí habiendo vivido arrastrando una culpa. No fui valiente para cortar los lazos de aquella carga que me impedía vivir. Yo me castigué cuando los demás no lo tomaron en consideración. Pude vivir libre, pero me encadené.

Las hojas de la higuera entonaron una alegre melodía al soplar de nuevo la brisa. La silueta danzó en su peculiar trote alrededor del tronco del árbol y, en una fracción de tiempo inmensurable, desapareció.

La brisa del alma que recuerda la paz

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