Los transformados



Tercera parte

Manel abandonó la terminal del aeropuerto de Madrid cojeando notablemente. Su tobillo volvía a dolerte horrores.

Había llegado de nuevo a la capital española después de un periplo de casi diez horas tras escapar del infierno que se desató en el caserón rojo. Encontró su coche envuelto en una capa de hielo y condujo casi a tientas desde las afueras de Guludia donde se alzaba el caserón rojo hasta su hotel en Baia Mare, aguantando el dolor que cada movimiento de su pie herido le producía.

Pero solo tenía una idea en mente, huir, escapar de aquel maldito lugar.

Consiguió apaciguar el dolor después de hacerse él mismo una cura en la habitación del hotel y tomarse un puñado de analgésicos. La herida era bastante menos profunda de lo que había temido en un principio, era un enorme rasguño que atravesaba su tobillo desde la pierna hasta casi llegar a la planta del pie. En el mismo hotel pidió un taxi o un transporte que le pudiese llevar hasta Budapest, se lo consiguieron en menos de una hora y después de pagar una buena cantidad de euros al recepcionista.

Ya en la ciudad húngara no había tenido que esperar más de dos horas para conseguir un billete de avión a la capital española.

Antes de coger un taxi en las afueras del aeropuerto madrileño, volvió a marcar un número de su móvil.

—Manel —contestó la voz de Isidro al otro lado de la línea—. ¿Dónde estás?

—Acabo de llegar a España —apuntó sobriamente el detective—, ha pasado algo horrible, en aquella casa había algo, algo muy extraño que no sé como definirlo.

La voz del investigador se cortó como arrancada por unas enormes manos.

—Prepárame un informe —fue la contestación de Isidro—, fotos, lugares, todo lo que tengas y preséntamelo en mi oficina mañana a primera hora.

—No Isidro, debemos vernos ahora, debes de llevarme con la persona que te encargó este caso, lo que ha pasado no se puede plasmar en un simple informe.

—No lo conozco —la voz del viejo investigador pareció retroceder al otro lado de la línea—, me hizo el encargo por teléfono y lo formalizamos a través de correo electrónico.

—¡Tienes que tener una dirección que nos lleve hasta ese cliente, maldita sea¡

—No vuelvas a gritarme —dijo con sequedad el director de la agencia—, creo que debes descansar, mañana te espero en la oficina.

Isidro cortó la comunicación.

—Maldito cabron —Manel tenía claro que su jefe le ocultaba alguna información sobre ese caso, todo lo sucedido en el pueblo de Madrid y lo que había visto en Rumania, corroboraban que aquella investigación no era un simple caso de vigilancia, había otros elementos muy diferentes que se escapaban a su razonamiento.

En Rumania hay personas que se convierten en perros. El detective sintió como los pelos de su piel se erizaban de una manera desagradable mientras recordaba lo acontecido en el caserón rojo de Maramures.

Sabía donde vivía Isidro, al menos la zona, había ido un par de veces a entregarle documentos en mano. Manel subió en un taxi e indicó al taxista la zona donde debía de conducirle al norte de Madrid. Era una zona de lujosos chalets, una zona distinguida, en los corrillos de los empleados de la agencia se hacían ficticias apuestas de cuanto alcanzaría la fortuna del viejo director.

El investigador bajó cojeando del coche. Una valla cerraba el paso a los visitantes a la urbanización privada y un vigilante jurado encerrado en una pequeña caseta de ladrillos velaba porque nadie perturbase la paz de los vecinos. Se identificó con su carnet de detective de la agencia Vueltas y le dijo al vigilante que le esperaba Isidro.

El guardia jurado pareció dudar.

—Tengo que avisar al señor Melgar de que usted está aquí —informó el hombre cogiendo un teléfono—, por favor, espere un momento.

Manel esperó fuera de la caseta observando al vigilante a través del ventanuco con notables muestras de impaciencia, quería enfrentarse a su jefe y pedirle un millar de explicaciones, aunque este le había negado saber algo más del caso de los rumanos.

El vigilante miraba al detective mientras hablaba por teléfono.

—Lo siento —dijo al fin—, el señor Melgar no está en disposición de recibirle en este momento.

Manel notó un pinchazo en su tobillo herido que hizo que todo su cuerpo se estremeciese. Sin mirar al guardián de la urbanización dio media vuelta y desapareció de su vista. Buscó una piedra, tuvo que recorrer algunos metros hasta que recogió un pedrusco del tamaño de una manzana y volvió junto a la caseta sin ponerse a la vista del vigilante.

Aún era de día, pero las nubes cubrían completamente el sol dotando al ambiente de tonalidades grises y tristes dando la sensación de que en cualquier momento podría ponerse a llover, incluso a nevar.

Ni un alma rondaba por la zona en aquel momento.

El pedrusco impactó contra la ventana de la caseta haciendo añicos el cristal al instante. El rostro aturdido y asustado del vigilante apareció por el hueco roto intentando averiguar la procedencia del ataque.

La mano de Manel atenazó el cuello del hombre que lanzó un gruñido de sorpresa, sus manos agarraron el brazo del detective privado intentando zafarse, pero inútilmente, enseguida el aire comenzó a llegar en agónicos intervalos a sus pulmones, sus ojos miraban con aterradora desesperación a su agresor.

El cuerpo del guardia jurado se tensó en un espasmódico movimiento y al instante cesaron todos los intentos de defenderse. Manel soltó el cuello y el hombre cayó como un saco de patatas al suelo de la caseta.

El detective atravesó de un ágil salto la valla y penetró en la urbanización privada. Su pie había dejado de dolerle. Prácticamente recorrió a la carrera la amplia calle central de cuatro carriles y rodeada de arboles pelados por el frio del invierno que se asemejaba a alguna céntrica avenida de alguna importante ciudad, hasta que se detuvo junto a una de las bocacalles. La nueva calle mucho más estrecha y angosta recorría en pendiente entre lujosos chalet hasta adentrarse en una suave montaña.

La vivienda de Isidro estaba incrustada en la loma de aquella colina.

El dedo de Manel apretó con decisión el botoncillo del portero automático cuando se detuvo junto a la casa de su jefe.

—¿Quién es? —sonó la voz distorsionada por el micrófono del viejo detective propietario de la agencia de investigación Vueltas.

—Soy yo, Manel —el investigador notaba dentro de sí su relajación a pesar del incidente con el vigilante jurado, por un fugaz instante cruzó por su cabeza con qué facilidad se había deshecho del pobre hombre, había entrado en la urbanización sin parar a ver si le había matado, pero no sintió ningún tipo de remordimiento—. Necesito hablar contigo, allí, en Rumania sucedió algo muy extraño, necesito explicaciones.

—Yo no sé nada, ya te lo dije —gruñó el viejo gerente de la agencia de detectives—, vete y entrégame el informe como habíamos quedado.

—Ábreme, no pienso irme de aquí hasta que no me cuentes qué diablos son los seres que he visto.

Tras unos perturbadores segundos esperando, la cerradura de la verja de hierro soltó un lastimoso “click” y la puerta se abrió. Manel entró en el bien cuidado jardín aunque desprovisto en aquella época de cualquier tipo de flor. Recorrió un pequeño camino de piedras hasta la entrada principal.

Isidro abrió la puerta y dirigió una colérica mirada a su empleado.

—Maldita sea, ¿es que no escuchas? No tengo nada que explicarte —el pequeño pero erguido cuerpo de Isidro estaba plantado en el centro de la puerta sin que al parecer tuviese intención de ofrecer pasar a Manel.

—Solo serán unos minutos —el detective retorció sus labios en un gesto de dolor cuando su tobillo volvió a soltar un pinchazo. Dio un paso adelante hasta casi quedar pegado a su jefe.

Este se apartó.

—Está bien, pasa.

Manel entró en la casa. La primera sensación fue la de un frio que envolvía los cuerpos como una suave brisa invernal, pero enseguida, la calidez de la calefacción hizo reaccionar su cuerpo. Todos sabían que Isidro vivía solo, su mujer había muerto algunos años atrás de un ataque al corazón y sus hijos ya eran mayores y habían volado lejos del nido paternal.

El chalet tenía el aspecto de un pequeño palacio, inmenso para una persona sola, pero el viejo investigador no había querido abandonar aquella casa.

Manel siguió a su jefe hasta el salón en la planta baja. Reinaba la oscuridad, apenas una luz difusa procedente de alguna lámpara situada en algún rincón y la claridad que emitía la televisión encendida, en una mesa baja de salón reposaba un libro cerrado.

—No debías de haber venido —la voz del antiguo espía pareció mucho más condescendiente, rendida ante la situación—, te lo vuelvo a repetir, no tengo nada que explicarte, no sé nada.

—Allí vi algo extraño, muy extraño —Manel aferró uno de los hombros de su jefe y apretó hasta que sus miradas se encontraron en la penumbra. Isidro de un manotazo se zafó de la mano—. Este no es un caso normal, no me creo que no sepas nada.

Isidro se separó de Manel hasta llegar junto a un pequeño mueble bar, dispuso un pequeño vaso y se sirvió una bebida sin ofrecer una copa al recién llegado.

—Te mandé este caso porque eres uno de mis mejores detectives —dijo después de dar un largo trago de su bebida—, eres silencioso, inteligente, observador…, solo tenías que haber hecho eso, observar.

—Y que crees que hice —protestó Manel.

—Sin duda hiciste algo más —Isidro realizó un ostentoso gesto con su brazo—, sino no estarías aquí.

Manel observó intensamente a su jefe. Recordó entre un escalofrío el desván de aquella casa roja de Rumania, como la bella joven colgada del techo había reaccionado degollando a una de las viejas de una patada y a uno de los imponentes hombres rumanos, como se había transformado en un ser del infierno y él mismo había estado a punto de morir entre sus garras.

—Esa joven se convirtió en un monstruo, por Dios. ¿Quién o quiénes te encargaron este caso? Tienes que tener algún tipo de contrato, algún correo que nos de alguna pista sobre ellos.

—Solo tenías que observar —repitió Isidro al tiempo que daba otro trago de su vaso—. Tal vez hubiese sido mejor que no te hubiese puesto al cargo de este caso.

—Como puedes decir eso, he arriesgado mi vida, por la agencia, por ti, por mi trabajo..., y he averiguado muchas cosas.

—Que sabes tú de nada, en aquella habitación no había ningún papel en el suelo, yo preparé todo para que viajases a Rumania —La luz tembló y la calidez de los radiadores pareció descender su potencia. Isidro se removió y su pequeña silueta pareció crecer en la penumbra del inmenso salón—. Mi verdadero nombre es Dionisie Lupei.

Manel dio un paso atrás, todos en la agencia, incluido él mismo, habían dado por sentado que su jefe era español, y algunos decían que procedía de uno de los barrios más castizos de la capital.

—Sí, soy rumano, llegué a España con tan solo un año de vida, me trajo una tía —Isidro dio un paso en dirección a Manel—. Desciendo de antiguos campesinos de la región de Maramures, trabajadores del campo que se dejaban la piel y la vida de sol a sol, no soy ningún noble, todo lo que tengo me lo he ganada con mi trabajo y mi esfuerzo.

—¿Quién era esa joven? —Manel, por un momento, deseó salir de inmediato de aquella casa, aquella confesión entrañaba muchas cosas, y el detective daba por seguro que ninguna buena—. No hay ningún cliente ¿verdad? Todo fue una farsa, un invento, me engañaste para hacerme participe de algún macabro juego inventado por ti —Isidro esbozó una mueca que el detective interpretó como una irónica e hiriente sonrisa—. ¿Para qué demonios debía seguirles?

—Tú lo acabas de decir, esos seres son monstruos, demonios —soltó el viejo investigador—. Surgieron en los bosques de Maramures hace milenios, mucho antes de que nuestros antepasados ni tan siquiera tuviesen en sus cabezas formar una dinastía.

—¿Quiénes? ¿La chica? ¿Los hombres?

—Cada vez quedan menos, un grupo de cazadores les ha perseguido durante siglos por todos los lugares del mundo intentado erradicar la maldad que esos seres llevan dentro de sí.

Esta vez, Manel guardó un sepulcral silencio, como si invitase a su jefe a continuar.

—La chica dices… —continuó Isidro—. Sí, la chica, se llama Nora y es uno de los últimos convertit.

—¿Qué son los convertit?

—Los transformados —Isidro miró a su empleado con una irónica sonrisa dibujada en su pequeño rostro y su cuerpo sufrió una pequeña convulsión—. Ella tiene ciento cuarenta años y es uno de los más crueles que jamás haya existido.

El detective estuvo a punto de soltar una exclamación de sorpresa mientras observaba atentamente a su jefe, por un momento, recordó la bellas y perfectas facciones de la joven morena, y como de aquella misma joven había surgido el monstruo.

—Sí Manel, esos seres envejecen mucho más lentamente que nosotros, no creo que sean obra de la naturaleza, ni tan siquiera de Dios…

—Son obra del diablo —Isidro no contestó—. ¿Y la policía? Alguna vez tendrán que haber tenido noticias de esos seres.

—Sí, van dejando rastros, pero son sumamente inteligentes —el viejo espía suspiró—. Te sorprenderías la cantidad de crueles asesinatos que a lo largo de los siglos han quedado sin resolverse.

—¿Quieres decir que esa chica asesinó a Javi y a los ancianos?

El viejo detective volvió a guardar silencio y pareció encogerse sobre sí mismo hasta perder el imponente aurea que le envolvía.

—Yo ya soy viejo Manel, esos hombres a los que tenías la misión de vigilar son experimentados cazadores de convertit, ellos debían de devolver a Nora a Rumania y matarla.

Manel no podía dar crédito a aquella inverosímil historia que estaba escuchando de la boca de su jefe, sin embargo, él mismo había visto como la chica se había convertido en uno de aquellos monstruos de los que hablaba el viejo. Su estomago se retorció dentro de su cuerpo en una amarga sensación. Si aquello que Isidro contaba era verdad, él había estado a punto de impedir que acabaran con la chica, con el monstruo.

—¿Por qué no la mataron aquí en España? Tuvieron oportunidad de hacerlo.

—Solo se los puede matar a través de un ritual, ya te lo dije, son monstruos que no pertenecen a la lógica de nuestra naturaleza —Isidro se inclinó ligeramente mientras pronunciaba las últimas palabras, Manel percibió el peligro, aquel pequeño hombre entrañaba más amenazas y más misterios de lo que él nunca hubiese imaginado. Dio unos pasos atrás, la puerta del lujoso salón estaba justo detrás de él—. Después de lo que has visto y oído no puedo dejarte ir.

La mano del viejo detective sujetaba una pistola.

Manel tragó saliva.

—No diré nada.

—Lo siento Manel, ha habido muchos muertos, muertes que no debían de haber sucedido.

El detective miró con odio y con miedo a su jefe. Tenía claro que era capaz de matarle. De repente, el dolor en su tobillo acompañado de un dañino picor se hizo casi insoportable. Dio un salto hacia atrás y en dos pasos llegó a la puerta de salida. Antes de que pudiese abrir se escucharon dos fogonazos y al instante algo mordió su hombro causándole un intenso dolor.

Su pie ardía dentro de su zapato, parecía como si hubiesen metido ascuas al rojo vivo, sintió un golpe en su cerebro, como un violento bamboleo que tuviese la intención de descolocar todas sus neuronas.

Casi tambaleándose y envuelto en una agónico dolor que ya inmovilizaba por completo su brazo derecho desde su hombro hasta su mano, abrió la puerta. El enorme rumano estaba plantado justo delante de él cortando cualquier intento de fuga. Manel se dio la vuelta justo a tiempo para sentir como las dos balas se incrustaban en su pecho, un terrible dolor se apoderó de todo su ser, notó claramente como la conciencia le abandonaba.

El cuerpo del detective cayó inerte contra el suelo de gres.

—Deshazte de él —escuchó el investigador en la lejanía como ordenaba su antiguo jefe al cazador rumano. Un foco de algo desconocido para Manel, pero con una gran fuerza, comenzó a formarse en su interior, nacía en su pie; enseguida, esa poderosa fuerza fue recorriendo su cuerpo, sus células, sus moléculas. Su pie ya no le dolía, es más, no sentía ninguna molestia en los impactos de bala que habían sufrido su hombro y su pecho.

El rumano puso sus dedos en el cuello del detective, buscando signos de vida, aún respiraba, el hombre lo arrastró hasta la parte trasera del chalet, a un garaje lleno de olores a aceite rancio.

Manel pudo observar como el hombretón rumano buscaba un objeto, una barra de hierro que envolvió en un viejo trapo, después la elevó dispuesto a destrozarle la cabeza con ella, a terminar con la escasa vida que quedaba dentro de él.

La garganta del detective soltó un suspiro que al instante se convirtió en un desgarrador chillido que inundó todo el garaje como un tsunami arrasa una playa, el grito no era de miedo, sino todo lo contrario, era un rugido de horror, de sed de venganza, un alarido que hizo que el hombretón rumano cambiase el rictus de su rostro como si conociese el origen de aquel bramido. No tuvo tiempo a más, el cuerpo del investigador se levantó propulsado por una fuerza desconocida y descomunal, el rumano intentó golpearlo con la barra, pero su brazo fue arrancado de cuajo de sus raíces.

El hombre miró aterrado a la figura que ante él no paraba de sufrir la transformación, ya poco quedaba del investigador español, el monstruo observó con sus ojos de fuego al cazador rumano que cayó de rodillas antes de que una poderosa zarpa arrancase su cabeza del cuerpo esparciendo sangre y vísceras por toda la estancia.

El ser soltó un alarido de triunfo que rápidamente atravesó cada una de las paredes de la casa, se dobló sobre sí mismo y a cuatro patas salió del garaje en busca de su siguiente objetivo.

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