Jueves reflexivo: un paseo al atardecer

Un paseo al atardecer

Hola a todos y bienvenidos. ¡Ya estamos a jueves! Ha sido una buena semana y además el finde asoma en el horizonte.

Hoy es el día del post improvisado, así que aquí estoy, con mi compañía gatuna, un café calentito y muchas ganas de escribir. Así que sin más rollo, empezamos.

Hace tiempo que no comparto un paseo, y me gusta hacerlo de vez en cuando porque es una especie de diario.

Siempre relato los que hago con mi marido, porque me encantan(esta semana hicimos uno improvisado, junto al mar, que me encantó), pero esta vez me apetecía compartir uno que hice con mi hijo. En casa no tenemos los mismos horarios todos los días, así que para sacar a la perrita vamos buscando momentos y alternando días y personas(mi hermana incluída), jejeje. Porque ella es preciosa y maravillosa, pero necesita hacer mucho ejercico, así que no sirve un paseo tranquilo de una hora.

Y dentro de esos horarios hay una tarde a la semana en la que la sacamos mi hijo y yo cuando él sale de trabajar, al principio de la tarde. Unas veces vamos en coche(mis hijos comparten coche y no siempre está disponible) y otras caminando. La semana pasada ese día en concreto hacía mucho calor, así que aplazamos un poco el paseo, y salimos de casa a las ocho menos cuarto, para que refrescase un poco.

La que manda es la perrita y decidió ir a la zona más alta de la ciudad. Fuimos por el paseo del muro, y la verdad es que me deleité. La luz del sol tenía esos matices que nos regala el ocaso. La iglesia de San Pedro estaba imponente, con el mar lanzando destellos y la arena capturando el naranja de los últimos rayos. El aire olía a sal y a mar. Y a pesar de las mascarillas nos pareció percibir alegría en la calle.
gijon


Cuando llegamos al Cerro de Santa Catalina la vista era impresionante. El mar y la línea del horizonte se mezclaban, y los últimos rayos de sol pintaban todo de dorado. El aire era embriagador, y nosotros paseábamos por el prado. Yo aproveché para coger algunas flores y secarlas, y caminar junto a mi hijo y a mi perrita, con un ramo de flores en la mano me pareció muy evocador.

Estuvimos por allí un buen rato, subiendo por caminos serpenteantes, caminado entre búnker y contemplando el azul que nos rodeaba. Pasé por lugares que he pisado mil veces, lugares de encuentros adolescentes, de primeras citas, de tardes de domingo y mañanas de sábado viendo amanecer.

cerro-santa-catalina


Y luego bajamos despacio hasta los cañones, donde tanto jugaron mis hijos. Entonces la perrita decidió ir a pasear a Cimadevilla. A esas horas había vida. En todas partes había vida. En las casas había vida; gente preparando las cenas, gente que llegaba después del trabajo...vida. Y en la calle también había vida. Gente en las terrazas, en las calles, saliendo del supermercado...más vida.

El aire olía a una amalgama de comida rica de las casas, comida rica de los bares y gente que iba y venía. Y esos aromas me trasladaban a mi infancia, cuando en verano salíamos a pasear por la noche, a buscar luciérnagas. A mi adolescencia, cuando pedía que me dejaran quedarme un ratito más con la pandilla. Y a muchos veranos maravillosos que guardo como un tesoro. Porque las noches de junio es lo que tienen, son mágicas.

Poco a poco fuimos dirigiendo nuestros pasos hasta casa. Aquí no se hace de noche hasta las diez y media, más o menos, así que no había prisa.

Cuando dejamos atrás Cimadevilla enganchamos las calles del centro, con sus edificios modernistas, sus bares, sus terrazas y sus tiendas. Pasamos delante del local donde tuvo mi madre su floristería, y junto a la droguería perfumería donde ella trabajaba de soltera, haciendo fórmulas magistrales. Y yo le contaba a mi hijo anécdotas divertidas que iba recordando. Y él me contaba lo que mi madre le había enseñado sobre prehistoria, que no tiene nada que ver pero nos apetecía recordarlo.

Y entre anédotas y recuerdos llegamos a mi plazuela preferida. Allí había una señora repartiendo chuces a los perritos de la zona. Era una señora encantadora, de pelo blanco y cara sonriente, que llevaba chuches aunque no tenía perro. Y claro, nuestra perrita, a la que no le gustan las chuches, fue a pedir una. Y se la comió. Y la señora se moría de risa al verla comiendo con fruición algo que nunca le ha gustado.

Decidimos entonces que había que volver a casa, pero antes paramos en el parque que hay muy cerca, porque nuestra perrita tiene una pandilla. Allí estaban la mayoría de sus amigos, y estuvo jugando un buen rato, hasta que la vimos demasiado cansada. Y mientras ella jugaba mi hijo y yo hablábamos con los dueños de los otros perros.

Y entonces subimos a casa. Cuando salgo siempre dejo la cena hecha, así el que quiera puede ir cenando. Mi marido y mi hija ya habían llegado y ya estaban duchados, pero nos esperaron para cenar, así que saboreamos juntos mi solomillo de cerdo a la mostaza antigua con guarnición, que suena muy sofisticado pero es muy fácil. Mis hijos tenían su guiso vegano, y la perrita también su cena casera, así que todos felices.

Y ahí se acabó el día, porque terminamos de cenar, charlamos un poco y enseguida empezó el ritual para ir a acostarnos. Y contemplando la luna desde la ventana agradací a la voda haber pasado una buena tarde. Sencilla, sin grandes aspiraciones, solo un paseo, conversación y rayos de sol dorando nuestras caras.

Y hasta aquí el paseo y el post. Mil gracias por leerme, perdonad los fallitos que pueda haber, y nos vemos el sábado en el repaso semanal, que simepre hay algún especial.

¡¡Feliz jueves!!

Fuente: este post proviene de Pequeños trucos para sobrevivir a la crisis , donde puedes consultar el contenido original.
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