EL PROFESOR DE PIANO. Mi 1ª novela corta


Queridos amigos y blogeros:
Hace unos años, cuando todavía tenía la mente estabilada, no como ahora que las pocas neuronas que me quedan están en permanente periodo de vacaciones, me dio por escribir este relato o novela corta para presentarla a un concurso de mi ciudad. La escribí deprisa y corriendo, en un mes porque no tenía tiempo... y así salió. Como me limitaban la cantidad de folios a escribir no pude enredarme mucho en detalles, veréis que falta "miga", pero es lo que hay. No obstante con ella tengo la base para poco a poco, si me neurona única me lo permite alguna vez, ir ampliando la historia e ir metiendo detalles y explicaciones.
Solo os diré una cosa, es una historia fácil de leer y que contiene un secreto que no se revela mas que por deducción en las últimas páginas. No hagais trampa y os adelanteis, solo deciros que será una sorpresa.
Espero que os guste, o por lo menos os entretenga.


****** El profesor de piano. ******
Por Marisa Bazán. 1.997
Lunes, 4 de Marzo de 1.861
Hoy es un día feliz en mi vida. Cumplo 19 años. Esta tarde celebraremos en casa una gran fiesta de cumpleaños, a la cual acudirán todas mis amigas y amigos acompañados por sus distinguidas familias.
Mi madre disfrutará hoy de uno de los días más maravillosos de su vida. Está muy ilusionada y yo también. Me gusta verla tan activa, animada y alegre.
Hemos adornado la entrada y el hall con grandes arcos de laurel y lazos azules. En el pasamanos de las escaleras hemos colocado plantas de enredadera formando una pared verde que llega desde el hall hasta la planta superior y, para que todo quede más bonito, hemos intercalado detalles florales blancos, unos en forma de circulo o corona y otros en herradura.
Ana está preparando el ponche. Está muy nerviosa también y espero que este nerviosismo no le haga pasarse con la dosis de ron. De vez en cuando deja lo que está haciendo, se limpia las manos y viene hacia mí lloriqueando, emocionada, y me abraza y besuquea como si fuera un bebé.
Hay un gran ajetreo en la casa. El resto del servicio va de un lado para otro intentando que todo esté perfecto, limpio, y, además, que resulte armonioso.
Rachel, nuestra cocinera, se afana en la cocina preparándonos una opípara cena a base de venado que, como siempre, hará las delicias de todos los comensales. Creo que, incluso, ha preparado un enorme pastel de arándanos y frutos silvestres.
Hemos tenido que retirar las mesitas repletas de pequeños adornos, marcos espejitos para dar mayor amplitud a la sala, e incluso, tendremos que dejar abiertas las puertas de algunos de los salones colindantes.
Mi madre ha contratado una pequeña orquesta que nos amenizará la tarde y parte de la noche.
Estarán todas las personas importantes de mi vida, todas menos una... y desearía que hoy estuviera también a mi lado. Todavía le echo de menos. Todo lo que soy se lo debo a él... ¡Cuánto me gustaría poder volver a hablar con él ya como dos personas adultas!.
Tal vez, en estos tres últimos años, haya adquirido más madurez de la que me corresponde por mi edad. Eso se lo debo a los sucesos acaecidos durante este periodo de tiempo, que no han sido pocos, y sobre todo, a esa persona tan especial y extraordinaria que pasó por mi vida siendo yo adolescente y que me marcó para siempre.
Todo empezó cuando transcurría el año 1.858, exactamente el tres de Abril, y voy a intentar relatar lo más fielmente posible lo sucedido.


I
Sábado, 3 de Abril de 1.858
Una vez más acompañé a mi madre a casa de la señora Leona Boyle, sitio en dónde acostumbrábamos a pasar las tardes de los sábados.
Era una casa grande, de estilo colonial, con un enorme porche sostenido por cuatro gruesas columnas, situada en las afueras de nuestra pequeña ciudad, rodeada de un gran jardín que llegaba hasta el bosque. Desde la puerta principal partía un sendero, que a unos cincuenta metros se bifurcaba en dos caminos: uno llevaba hasta las caballerizas, y el otro hasta un estanque ovalado lleno de peces en el que crecían gran cantidad de plantas acuáticas y preciosos nenúfares.
En élla se reunían varias señoras de acomodada posición social, todas viudas y acompañadas por sus hijos e hijas. Se conversaba de un sinfín de temas, se comentaba la última moda que siempre llegaba de Europa, se discutía el sermón que el joven reverendo Duncan Harley había dado durante la celebración de la última reunión religiosa, y se intentaba adivinar el tema que dicho reverendo iba a tratar al día siguiente, pues era domingo y como todos los domingos acudíamos a la iglesia, según la señora Kalmus, para purificar nuestras almas. Se criticaba a fulanita y a menganito, se tomaban unas pastas con té o café, y posteriormente pasábamos los retoños a amenizar el fin de la tarde cada cual con su gracia especial.
Todos nosotros éramos adolescentes de entre catorce y dieciséis años.
El 4 de Marzo había cumplido los dieciséis, hacía justamente un mes, y me sentía feliz por ser de los más mayores.
No me disgustaba acudir con élla, pues así podía mantener la amistad con las hijas e hijos de estas señoras. Nuestras casas estaban alejadas las unas de las otras y solo nos veíamos en estas ocasiones o en la celebración del cumpleaños de alguno de nosotros y en alguna fiesta local o benéfica.
Yo era una persona introvertida y, tal vez, mi forma de ser así fuese condicionada por un padre autoritario y por el hecho de no haber tenido la compañía de hermanos con quien compartir pensamientos, juegos, alegrías y penas.
Desde que murió mi padre, hacía por entonces tres años, mi vida cambió un poco. Mi madre era todo lo contrario a mi padre. Estaba llena de amor y lo regalaba.
Recuerdo perfectamente aquéllos días, nunca se borrarán de mi mente. Comenzaba la primavera. A mi padre, Arthur Wheeler, le comunicaron que en días próximos llegaría a Mobile un barco procedente de África cargado de esclavos y que se subastarían nada mas llegar a puerto, y pensó que le vendría muy bien el adquirir algunos de ellos con vistas a la recolección del verano. Así pues, dispuso su viaje, y junto con un par de amigos y vecinos, se trasladó hasta Mobile. Regresó con seis hombres jóvenes y fuertes; negros como el azabache y con nombres muy raros; ni que decir tiene, que aquí se les pusieron nombres más habituales para reconocerlos y recordarlos fácilmente.
A mamá no le agradaba la idea de que las personas se pudiesen comprar y vender, pero no tenía más remedio que acatar las decisiones que tomaba mi padre.
Pasados unos días y en una de sus habituales visitas a las casitas de la plantación y por mediación de Thomas, uno de nuestros esclavos más viejos, que hablaba bastante bien nuestro idioma, pudo comunicarse con ellos. Quería saber si necesitaban algo y si se encontraban bien de salud. Todos estaban muy asustados con su nueva y extraña situación. Dos de ellos estaban, además, muy tristes; en el barco con ellos venían sus mujeres y sus hijos. Al llegar a puerto los separaron
y estas mujeres y niños fueron vendidos a otros compradores. Mamá no comprendía cómo podían haber separado a esas familias. Les prometió que haría todo cuanto estuviera en sus manos para conseguir reunirlos de nuevo.
Nunca había visto a mamá tan enfadada. Se reunió con mi padre en la biblioteca.
Mi padre era un hombre alto, fornido, muy autoritario e intransigente y, a veces, algo agresivo; núnca llegó a maltratarnos físicamente pero sí había mostrado en ocasiones ataques de violencia descargando su ira sobre objetos y también sobre la servidumbre.
Mamá le acusó de cruel, de mal hombre, aludiendo a que ninguna persona de buen corazón y en su sano juicio hubiera separado a los miembros de una familia. Ella no comprendía que para él los negros no eran personas, solo los consideraba herramientas de trabajo. Al ver que mi padre se irritaba, intentó suavizar la situación rogándole que hiciese todo lo posible por encontrar a esas mujeres y sobre todo a los niños, y le pidió que los trajera a la plantación. A mi padre le pareció una petición estúpida y absurda, y se negó a hacerlo. Mamá le amenazó con formar un escándalo y también con no volverle a hablar en la vida; incluso le llegó a decir que si no cambiaba su actitud, élla y yo nos marcharíamos a Nueva Orleans con los abuelos. Era la primera vez que se había enfrentado a mi padre; mi madre nunca le había levantado la voz, siempre acataba las decisiones que él tomaba por crueles o erróneas que fueran, era su esposa y así por lo visto debía de ser. Esto le sentó muy mal a mi padre.
Yo, desde la puerta, escuchaba los gritos de ambos. De pronto todo cesó, sólo oí los gritos de auxilio de mi madre y pensé que mi padre le estaba haciendo daño; empujé la puerta y entré. Mi padre yacía en el suelo, mi madre se encontraba de rodillas junto a él. Me pidió angustiada que avisase al cochero para que trajera al médico y al servicio para que la ayudaran a trasladar a mi padre hasta su habitación. Así lo hice.
Cuando el Dr. O?Neil llegó a casa, ya era demasiado tarde. A mi padre le había dado un ataque al corazón y había muerto casi al instante.
Lo primero que hizo tras la muerte de mi padre, fue buscar y reunir a estas familias; le costó casi tres meses, pero finalmente lo consiguió, aunque para ello tuvo que hacer lo que nunca creyó que pudiera hacer: comprar a unas personas. Después liberó a los "esclavos" que trabajaban nuestras tierras y también al servicio de la casa. La mayoría se quedaron trabajando para nosotros, y desde aquel momento no hemos tenido ningún problema con éllos. Mamá siempre les trató con amabilidad y respeto que es lo que se merecían como seres humanos. Si tenían algún problema, intentaba solucionárselo. Si enfermaban, les daba la asistencia médica necesaria.
Estaba siempre al tanto de mis caprichos y procuraba que fuese siempre lo más feliz posible. Fue entonces, tras un riguroso periodo de luto, cuando empezó a relacionarse con estas señoras y se iniciaron las tertulias de los sábados. Había encajado muy bien en este círculo de damas, pues sus formas de ser y de pensar eran afines a las de élla.
No es fácil encontrar apoyo en una sociedad llena de prejuicios sociales y raciales, pero nosotros tuvimos mucha suerte al encontrar personas a las que no les importaba lo que el resto de la gente pensara de éllas, ni les dieran importancia a las críticas y desaires que recibían por parte de la gente vieja y conservadora del lugar.
En algunas ocasiones, cuando había demasiados cotilleos que comentar y ellas no querían que los jóvenes nos enterásemos de la conversación, nos mandaban al jardín con la excusa de que hacía un día precioso para disfrutar del sol, o con la de que nos acercásemos al estanque a ver los peces de colores, o simplemente nos pedían que cogiéramos unas cuantas flores para después adornar el salón.
Cuando la tertulia discurría normalmente, nos agrupábamos alrededor de una mesa, al otro lado de la sala, y disfrutábamos de algún juego. Charlábamos mucho, sobre todo, los más pequeños y Hattie.
Al fondo de la sala había un piano, y era allí dónde las señoras colocaban sus sillas y butacas dispuestas en semicírculo creando así una especie de escenario.
Una vez sentado el "público", uno tras otro, íbamos saliendo al centro para deleitar a nuestras madres, que dicho sea de paso, era un público muy benevolente, pues por mal que alguno de nosotros lo hiciésemos, siempre nos aplaudían con entusiasmo.
La señora Boyle disponía el orden de aparición. Por supuesto su hija Hattie era siempre la primera; comenzó a tocar su flauta, parecía que la sala se hubiese llenado de ruiseñores. Era una muchacha muy bonita, de ondulados cabellos dorados y ojos de color violeta, graciosa, amable, tenía un año menos que yo y realmente tocaba muy bien. Ella me enseñó a tocar un poquito. Nos llevábamos muy bien, teníamos una gran amistad. Hattie, que poseía una gran imaginación y la sigue teniendo en la actualidad, siempre andaba escribiendo cuentos fantásticos y relatos cortitos llenos de ingenio y fantasía. También escribía sus pensamientos, temores y dudas. Yo la alentaba para que en el futuro se hiciera escritora, pues realmente creía que tenía dotes suficientes para éllo. De vez en cuando, nos deleitaba con sus narraciones y cuando lo hacía su madre la presentaba como Hattie "la fantástica".
Después actuaron George y Fred, los hijos gemelos de la señora Bárbara Kalmus, pelirrojos y pecotosos, idénticos como dos gotas de agua, eran los más jóvenes del grupo, acababan de cumplir los catorce años.
George tocaba el banjo de oídas, pues no había estudiado solfeo ni había recibido clases para aprender a tocarlo, y de vez en cuando se le escapaba alguna nota. Fred cantaba para acompañarle y también desentonaba lo suyo. Nunca llegamos a saber si lo hacía a idea para hacernos reír, o es que realmente le salían espontáneamente aquellos gorgoritos. Resultaba un dúo muy cómico y entretenido.
George y Fred eran los hijos más pequeños de una familia numerosa. Su padre, Travis Kalmus, había sido el comerciante más importante de nuestra ciudad. Acostumbraba a viajar mucho por el resto del mundo. Fundó una empresa de importación y alcanzó el éxito con ello. En uno de sus viajes contrajo una extraña enfermedad que le hacía padecer unas fiebres muy altas y temblores hasta que en una crisis falleció. Los negocios pasaron a llevarlos sus dos hijos mayores John y James.
La diferencia de edad entre George y Fred con sus hermanos mayores era notable. John contaba por entonces con 23 años y James con 21. Entre estos se encontraba la única hermana, Lisa, de 19 años, que acababa de contraer matrimonio con Dylan Wayne, un apuesto joven, hijo de un acomodado ganadero de Biloxi. Había sido, por lo tanto, lo que se llama una buena boda, pues su situación social era tan buena que tenían asegurado el futuro económico de por vida.
Esta boda había afectado notablemente a la señora Kalmus, quien se veía obligada a prescindir de su única hija. Al principio no le pareció muy bien que se casara y abandonase su casa para ir a residir fuera, al estado vecino de Mississippi, aunque realmente la distancia no era mucha, tan solo unas pocas millas las separaba. Al final la señora Kalmus recapacitó y tuvo que aceptar la decisión de Lisa, al fin y al cabo, élla hizo lo mismo cuando era joven. Se enamoró locamente del señor Kalmus durante una travesía en vapor por el río que da nombre precisamente al estado al que se había trasladado a vivir su hija. Y a pesar de las negativas de sus padres, consiguió casarse con el, después de dos largos años de tortuoso noviazgo. Ella también abandonó su casa de Birmingham para vivir junto a su amado Travis. Sus padres pasaron, pues, por una situación similar a la que a élla le tocaba vivir ahora. Se dió cuenta a tiempo de que el amor es algo tan importante que puede con todos los contratiempos; y sobre todo lo que élla sería incapaz es de mortificar a su querida Lisa negándose a que contrajera matrimonio con Dylan. Lisa tenía todo el derecho del mundo a ser feliz y no era capaz de negarles la felicidad.
A continuación le llegó el turno a Evelyn, que era hija de la señora Olivia Stacey. Evelyn era una jovencita de mi misma edad. Alta, muy morena, algo desgarbada y un poco feilla, pero cantaba como los ángeles.
Desde muy pequeñita formaba parte del coro de la iglesia. Su padre, el predicador metodista Andrew Stacey, había fallecido unos cuantos años antes en extrañas circunstancias. Lo encontraron una mañana en su despacho con un tiro en la sien. Una de las versiones que se divulgaron contaba que lo había matado un supuesto ladrón que entró en la casa con ánimo de robar y que al verse sorprendido por el predicador le disparó para poder escapar, matándolo en el acto. El revólver se encontró junto al cadáver y esto echaba abajo la hipótesis del asesinato , pues no se veía justificación a que el asesino dejase el arma en el lugar del crimen. Otra de las versiones apuntaba hacia un suicidio, cosa que tampoco quedó aclarada, pues el predicador no había dejado ninguna nota que explicase los motivos que le habían inducido a proceder de aquella manera. Las malas lenguas decían que por medio había otra mujer. La verdad es que nunca se llegó a saber lo que realmente sucedió.
La muerte del predicador Stacey las dejó en unas condiciones económicas bastante precarias. Salieron adelante gracias a que la señora Stacey procedía de buena familia y le ayudaron a remontar aquel momento trágico y difícil. Posteriormente heredó, junto con su hermano, parte de la empresa exportadora de madera de Alabama, propiedad de su difunto padre. Y en la actualidad siguen subsistiendo de forma muy holgada gracias a los beneficios que obtienen de sus negocios.
Tras un pequeño receso para que las madres elogiaran a sus retoños y comentaran los progresos que observaban en éllos, prosiguió el acto. Le tocó el turno a Víctor, gran amigo mío, hijo de la señora Loraine Kern.
Víctor era un joven rubio de ojos grises, bien parecido. Tan solo es unos meses menor que yo. Su casa es la que está más cerca de la mía y, tal vez, por eso, nos podemos relacionar más.
Tocó su violín con mucho sentimiento y logró sacar unas notas maravillosas emocionando a todo el grupo. Tocaba muy bien porque tomaba clases desde los ocho años. En su casa siempre habían sido unos apasionados de la música. Tenían la costumbre de reunirse toda la familia los viernes por la noche y tocaban uno tras otro durante horas. Su padre, el banquero Ronald Kern, tocaba el violín, de ahí la afición de Víctor que siguió los pasos de su progenitor. Su abuelo paterno, Richard Kern, tocaba el piano, y su madre alternaba el arpa con la guitarra española, dos instrumentos que a mi me parecían muy curiosos.
El Sr. Kern, que falleció un año antes que mi padre, se ahogó en el cercano río Alabama al que tantas veces había acudido a pescar con su hijo, por intentar salvar a dos pequeños que arrastraba el agua sin control. Era un buen nadador y nos resultó casi imposible el comprender cómo podía haber ocurrido un accidente así; posiblemente se golpease con alguna roca o le diera un calambre inmovilizándolo, en fin, no es momento de ponerse a pensar en que le pudo ocurrir.
Víctor vivió unos momentos muy difíciles porque estaba muy unido a su padre. Hattie y yo estuvimos a su lado en todo momento.
Tras la interpretación de Víctor, hubo muchos y merecidos aplausos, incluso algún ¡bravo!... y me tocó a mí.
A mí también me había gustado la música desde muy temprana edad. Creía que la música era como un sentimiento más que llevaba dentro de mi alma, pero que yo no sabía ni podía exteriorizar, si bien, gracias a mi padre, tampoco había tenido la oportunidad de hacerlo y ni siquiera de intentarlo.
Yo solo sabía recitar. Quienes me habían oído siempre, me comentaban que lo hacía bien. Que tenía una bonita voz y que vivía lo que recitaba, transmitiéndoles a ellos la misma emoción que yo sentía en ese momento.
Aquel día recité unos versos cortos: unos dedicados a la vida, otros al amor y otros a la muerte, por ese mismo orden, que me parecía el más adecuado, pues nuestras madres acababan siempre emocionadas soltando algunas lagrimitas.
Alguna vez intercalaba algún verso mío encubierto entre los de poetas ya bien conocidos, pero nadie parecía darse cuenta, cosa que a mi me halagaba enormemente pues me hacía suponer que mis creaciones eran de gran calidad.
En el preámbulo de las despedidas, alguien comentó que era una lástima que ninguno de nosotros tocase el piano. Y tenían razón. Si yo lo pudiera tocar... Siempre me había llamado la atención aquel piano solitario. Nadie lo había tocado desde que el señor Boyle falleció.
En una ocasión, durante un paseo por el campo con Hattie, conversamos. Me dijo que echaba mucho de menos a su padre, al que adoraba de niña; que recordaba cómo jugaba con élla, cómo se dejaba peinar el bigote, cómo la lanzaba a lo alto y la recogía, cómo le enseñó a cabalgar sobre un potrillo blanco, cómo bailaba con ella en brazos y, sobre todo, cómo la abrazaba y la besaba diciéndole cuánto la quería y llamándola princesita.
Warren Boyle fue el mayor accionista de una compañía de ferrocarril. Había sido un hombre afable, bonachón, muy agradable en el trato y al que la gente apreciaba fácilmente. Solía participar en las fiestas locales y benéficas con gran entusiasmo, a pesar de su importante posición social, disfrutaba de las pequeñas cosas igual que el resto de la gente de nuestra pequeña ciudad. Fue en una de estas fiestas campestres en la que el azar le hizo perder tontamente la vida. Se organizó una carrera de calesas. El Sr. Boyle participaba en élla como todos los años, incluso llegó a ganarla en dos ocasiones. Al tomar una curva se rompió una de las ruedas y la calesa volcó con tal mala suerte que el Sr. Boyle fue a golpear con la cabeza contra uno de los muros de piedra que delimitaban el camino. Quedó conmocionado y falleció dos días después. Hattie era muy pequeña por entonces, tenía solamente cinco años cuando ésto ocurrió y los recuerdos que le quedaron de su padre fueron tiernos y entrañables.
De vuelta a casa mamá me comentó la posibilidad de que yo pudiera tomar clases de piano, parecía que siempre me leía el pensamiento. Me preguntó si me apetecería aprender a tocarlo. Me pareció muy bien, me ilusionó la idea de poder exteriorizar por fin con música mis sentimientos.
Esa noche me dormí tarde. Estuve pensando que si llegase un día en que pudiera ponerle "mi música" a mis versos, o viceversa, sería magnífico, excitante.
El martes siguiente nos trajeron el piano. Me pareció precioso. Lo llevaron al salón rojo. Lo llamábamos así porque, tanto las cortinas como la tapicería y las alfombras, eran de color granate. Ya que iba a ser yo quien lo utilizara en el futuro, lo hicimos colocar entre el ventanal y la chimenea. Tuvimos que reajustar el resto del mobiliario, pero al final el conjunto resultó armonioso. Lo afinaron, y allí quedó. Todo para mí. Majestuoso, el rey del salón, negro y grande. Levanté la tapa y paseé mis dedos por el teclado de marfil. No sé qué notas salieron, pero me gustó su sonido.
Deseaba aprender cuanto antes y se lo comenté a mamá. Me contestó que se iba a poner en contacto con un profesor, recomendado por la señora Boyle, que, según élla, tenía un gran talento musical y una facilidad especial para conectar con la gente joven y enseñar a sus alumnos.
Casi no pude comer. Continuamente iba al salón y lo contemplaba unas veces desde la puerta, otras me acercaba y lo tocaba, lo acariciaba, iba a ser mi amigo del alma. En la última visita me crucé en la puerta con Ana, nuestra sirvienta más antigua, frunció el ceño y con cara de enfado me gruñó:
-Lo acabo de limpiar y brilla como el ébano. ¡No se le ocurra dejar los dedos marcados en la tapa o lo tendrá que limpiar usted!.
Me llamaba de usted a pesar de mi corta edad y de que me había visto nacer. Pero la sociedad tiene unas "normas" y se deben respetar.
Ana es una gran mujer, y no lo digo tan solo por su gran corazón, si no también por su gran tamaño. Es una enorme mujer negra que impone respeto tan sólo con mirarla. Es seria y muy trabajadora. Nos quiere mucho a mi madre y a mi, y aunque a veces se muestra muy severa conmigo, pues me riñe constantemente por todo, después se desvive por complacerme, es lo más parecido a una abuela, o por lo menos yo la considero así.
Por la tarde mamá salió. El cochero la acercó hasta una población cercana para entrevistarse con dicho profesor y ver la posibilidad de que él se trasladase hasta nuestra casa para darme clases aunque fuese solo dos tardes a la semana.
Al regreso me confirmó que todo estaba arreglado. El vendría los lunes, miércoles y viernes hasta que yo aprendiese a tocar perfectamente. Abracé a mi madre y le di un beso, mi entusiasmo llegó al máximo, pues, en vez de dos días a la semana, iban a ser tres y así podría aprender más pronto. Me iba a costar un gran esfuerzo, pero merecía la pena. Tendría que tomar las clases por la tarde, pues las mañanas tenía clase de matemáticas, literatura y francés con el viejo profesor Lemon.
Esa noche la pasé casi en blanco, tan apenas pude dormir pensando que faltaban cinco días todavía hasta el lunes.
II
Al día siguiente, sobre las cuatro de la tarde, Ana golpeó en la puerta de mi habitación y me gritó:
- ¡Que dice su madre que se arregle y baje al salón rojo!. ¡Que le quiere presentar a un caballero!.
Estaba en mitad del sopor de la siesta, no sabía bien si lo oía o lo estaba soñando... Al no oír respuesta, Ana insistió, golpeó con más fuerza y me gritó:
- ¿Me ha oído usted?. ¡Que baje al salón rojo!.
Ahora oí su potente voz claramente. Le contesté desde la cama:
- Ya te he oído, Ana; di a mamá que bajo enseguida.
Primero remoloneé un poco, había dormido tan mal la noche anterior que en ese momento no me apetecía lo más mínimo el levantarme, pero si mamá requería mi presencia debía ser por algo importante, así que me desperecé, me levanté, me aseé y tras vestirme, me cepillé el pelo. Mientras hacía todo esto, pensaba en que Ana me había dicho que mamá quería presentarme a un caballero. ¿Quién podría ser?. Que yo supiera no teníamos prevista la visita de ningún amigo de la familia. Tampoco podía ser ningún familiar, puesto que yo ya los conocía a todos. ¡Un pretendiente!. Eso era... un pretendiente. ¡Vaya! ¿Podría ser verdad que mamá volviese a la vida totalmente? Sería maravilloso que hubiese encontrado una persona que le amase y la hiciese sentir completamente feliz. El amor da alegría y ganas de vivir, y yo tenía tantas ganas de volver a ver contenta a mamá, volver a oír su musical risa, de verla bailar y canturrear por la casa. Desde que murió mi padre su vida la había limitado a la casa y a mí. Creo que se sintió culpable de su muerte y sería estupendo que por fin lo superase y volviese a disfrutar completamente de la vida y a amar.
Bajé rápidamente las escaleras, por cierto no eran pocas, pues comenzaban en la planta superior y bajaban rodeando todo el hall, hasta parar justo frente al salón rojo. Hubiera bajado deslizándome por el pasamanos, pero desistí de hacerlo porque si Ana me sorprendía en éllo me reñiría diciéndome que era peligroso y que además yo ya no tenía edad para hacer esas tonterías.
Me paré un instante en la puerta, arreglé de nuevo mi pelo, pues fuera quien fuese aquella persona, quería causarle buena impresión; llamé y entré.
Delante del ventanal descubrí las siluetas de mi madre y la del caballero, a trasluz, porque el resol se colaba entre las cortinas entreabiertas. Oí la voz de mi madre:
- Pasa, cielo; ven, quiero presentarte a este caballero.
Me acerqué, y, mientras lo iba haciendo, fui descubriendo el aspecto de aquel hombre. Era alto, moreno de piel. Me llamó la atención su pelo, mas largo de lo habitual, y éso no estaba bien visto por la "alta sociedad", aunque poco a poco se iba aceptando esta tendencia llegada del oeste del país. Además me pareció que era demasiado joven para ser pretendiente de mamá..., aunque si digo la verdad, en aquel momento no me hubiera importado que él fuera más joven que élla con tal de que la amase y la hiciese feliz.
-Te presento al señor Oscar Martinelli, él va a ser tu profesor de piano.
Me quedé de piedra, fue una total sorpresa. El me sonrió y alargó su mano hacia mí, yo le di la mía y nos las estrechamos.
Mamá dispuso un improvisado café y los tres nos sentamos a conversar un poco para conocernos mejor.
Yo no tomé nada, pues intenté sostener una taza y me temblaban tanto las manos que prescindí de éllo para no llamar la atención. No me agradaba pensar que mi futuro profesor pudiera confundir mi nerviosismo con torpeza.
Nos contó parte de su vida. Oscar, como puede deducirse por su apellido es italiano, su madre era norteamericana, de buena familia, que un buen día, en un viaje
a Europa, se enamoró perdidamente de su padre y ya no regresó a su tierra natal. Oscar llevaba ocho años en nuestro país, había residido en distintas ciudades, y, al final, fijó su residencia en la ciudad que había nacido su madre. Salió de Italia muy joven, nos dijo que a los dieciocho años, dándoles un gran disgusto a sus padres, pero él sentía la necesidad de escapar, vivir, ver mundo, conocer gentes, aprender...
En su niñez no había tenido carencias económicas, su familia estaba en buena posición, le dieron una educación excelente. De niño le embrujó la música e hizo de ella su vida. Componía alguna pieza, daba algún recital y, a ratos libres, impartía clases, sobretodo a jóvenes porque en éllos veía más facilidad de aprendizaje.
Mientras él hablaba, en perfecto inglés, yo le observaba. En sus ojos negros le descubrí una mirada intensa pero triste.
Me hizo unas cuantas preguntas sobre mi interés por la música..., si sabía solfeo, si tocaba algún instrumento, etc.
Todo el solfeo que yo sabía me lo había enseñado Hattie y le dije que tocaba bastante mal la flauta.
Sonrió, tenía una sonrisa agradable y algo tímida.
-!Bien, tendremos que empezar de cero, pero creo que merecerá la pena!.
Mamá hizo retirar la bandeja, se disculpó y..., nos dejó solos. No entendí lo que pasaba... ¡Claro, era miércoles y yo iba a empezar mi primera clase!. El nerviosismo se apoderó de mi, comencé a sudar, me temblaron las manos y las piernas. El se dió cuenta.
-No se asuste, no acostumbro a ser duro con mis alumnos.
Volvió a sonreír.
-Perdone que me comporte de esta forma tan extraña, pero es que ha sido una total sorpresa; mi madre no me había dicho que usted vendría hoy y mucho menos que empezaríamos las clases.
-Su madre sabe lo impaciente que está usted por comenzar las clases y creyó conveniente no hacerle esperar más. Ella le quiere mucho...., igual que me quiso a mí la mía, siempre me daba sorpresas agradables cuando sabía que yo tenía ilusión por algo...
Pude observar cómo su mirada se volvía todavía más triste y sus ojos más brillantes.
Abrió una especie de portafolios y sacó unas cuartillas, las extendió sobre la mesa y nos sentamos. Empezamos a repasar notas. Me sirvió de gran ayuda todo lo que me había enseñado Hattie, por lo menos, no me hizo sentir demasiado ignorante.
Me pidió que moviera las manos, luego los dedos, cosa que en un principio me pareció una estupidez. El pareció leerme el pensamiento.
-No es una estupidez. -Me recriminó- Mueva los dedos tan rápidamente como pueda, quiero ver la agilidad que tienen.
Movílos, pues, y pareció quedar satisfecho.
Convinimos que pasaríamos unos días repasando solfeo antes de intentar tocar el piano en serio. Iban a ser unos días largos para mí, pues estaba impaciente por lograr que mis manos hiciesen hablar al piano.
Antes de marcharse le pedí que me hiciera el favor personal de interpretar alguna pieza. Necesitaba oírle y verle tocar. Me sonrió, pareció comprender mi impaciencia y aceptó. Se sentó tranquilo. Levantó la tapa y colocó sus dedos sobre las teclas... No reconocí la pieza musical que tocó, no la había escuchado nunca, pero fue maravilloso, todo el salón se convirtió en una enorme caja de música. Mientras tocaba yo lo observaba, su posición, sus movimientos. Sus manos se deslizaban con enorme soltura, suavidad, y a la vez con firmeza sobre el teclado; su cara reflejaba gran sentimiento, se notaba cómo las notas le surgían del alma.
Me estremecí, una sensación extraña se me puso en el estómago, lo que estaba sintiendo era extraordinario y en ese momento supe sin ninguna duda que yo iba a lograr tocar como él.
Cuando acabó, y con gran emoción por mi parte, le di las grac
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