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Pues sí, la culpa de todo la tiene el Internet de las cosas. Todo esto viene a cuenta de un reciente artículo en el que D. Antonio Burgos -autor al que profeso secreta admiración desde los tiempos de Takatá en el coro de la viña, más incluso que el ámbito cofradiero- atiza con acierto el desparrame del SIMOCO, evento del cual me ahorro detalles porque no merece mayor atención en estas líneas. Comparto al 100% el fondo del texto, pero no es ese el tema que nos ocupa aquí.

El hermano Juanjo Castela puso el acento sobre un tópico, insertado de soslayo en el artículo, con el que yo hace mucho tiempo que discrepo: lo importante es lo que va encima del paso. Y sí, conviene explicar la discrepancia antes de que alguno comience a rasgarse la vestidura y nos ponga esto perdido de babas y espumarajos. Lo cierto es que la cuestión no da para explicarla en la estrechez de Twitter, y el hermano Castela me lanzó un guante que recojo, no sin pereza, para ampliarla en el blog y de paso desempolvar un poco este espacio.

El o La que va encima del paso son importantes en nuestra fiesta. No hay duda. Pero para mí lo más importante, mucho más importante, es lo que hay debajo. Lo tengo claro y ya no me van a sacar de ahí. Más exactamente, lo que hay dentro del pecho de cada uno de los que van debajo, y de cada una de las personas que, como público, contemplan.

Lo que llevamos encima de los pasos, para mí, son distintas representaciones de la misma cosa. Divinas, simbólicas, referentes, incluso vivas, por qué no… pero a fin de cuentas representaciones de una idea común. El Dios verdadero, la esencia, la creencia, para mí no está en el icono que lo simboliza, sino en el corazón del que lo mira. La Imagen es importante, claro, porque sin representación no hay símbolo y sin símbolo no hay reflejo. Pero el reflejo necesita un receptor para cobrar sentido. Si no, nuestras imágenes en procesión vendrían a tener el mismo uso que un espejo sin nadie delante. O el mismo que tienen en la soledad de su hornacina, dando la espalda a la roca, viendo las semanas y el silencio pasar por delante de ellas… las más de las veces sin plegarias ni siquiera una triste mirada que llevarse a la boca.

Podemos cargar encima con la Imagen más popular, la más conmovedora, la más valiosa, la más de lo más….  que si el que la está viendo tiene el corazón de piedra, nuestro esfuerzo será vano. Que si no la está viendo nadie, los dolores servirán de poco.  Que si nosotros, esforzados porteadores, no sentimos lo que estamos haciendo (del verbo sentir, pero sentir en la entraña, no sentir de boquilla), difícilmente vamos a conseguir transmitir nada a los demás. Y entonces la parafernalia, los pedacitos de tela, los meses de trabajo de tanta gente, las reuniones, el mimo, el detalle, la música, la flor, el esto y el aquello… no valen para nada. NADA.

Y por cierto, que esto entronca con otra retahíla que no por repetida llega a convencerme siquiera de refilón. Me refiero a aquello de “…a mí me da igual si no hay público, yo no salgo para que me vean”. Hombre, para que te vean a tí seguro que no, pero para que vean lo que estás haciendo y la imagen que estás llevando sobre el hombro, pues digo yo que sí. Vamos, no sé ustedes pero yo no me meto en el jaleo de sacar una cofradía a la calle, y menos con la que está cayendo, simplemente por el gusto de hacerlo aunque no me vea ni Cristo (con perdón). Que sí, que las calles vacías nos inspiran recogimiento y son momentos íntimos para el cofrade y todo lo que ustedes quieran. Yo soy el primero que lo disfruto en varios escogidos instantes. Pero permítanme que me quede con ese barrio de San Marquino hasta las trancas, incluso con el porculo de los murmullos, el que tiene prisa por encender los faros del coche, o el tío de la moto que sin alejarse el paso ya se ha puesto a 80 por hora… sí, permítanme que escoja la muchedumbre con toda su torpeza antes que una plaza fría y sin alma. La Semana Santa existe en la calle porque la Iglesia tenía que acercar la devoción al pueblo. Por eso comenzaron a sacarse las imágenes de los templos y en ello encuentran su razón de ser las cofradías. El hecho de procesionar sin que nos vea nadie no deja de ser un acto de onanismo cofrade, que a mí me vale como efímero goce personal (ni mucho menos lo desprecio), pero ya está. Muy poquito más. Total, que a mí me importa lo que va encima pero mucho más lo que hay debajo.

Y bueno, que al final tenía yo razón y esto no me daba para explicarlo en los 140 caracteres de Twitter.

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