Nunca me han gustado mucho las ferias. De pequeña (y ahora también, para qué mentir) he sido bastante cagada para todo lo relacionado con atracciones. Más que distracciones, siempre las he visto más como oportunidades para perder la vida. Creo que he visto demasiadas veces Destino Final, tal vez. El caso es que lejos de ser fan de la montaña rusa, yo prefería las camas elásticas. Cuánto riesgo, qué a tope. En fin. Pero es la verdad, prefería saltar y que me rebotara el pelo y las neuronas, y sentir ese hormigueo de cuando vuelas por un microsegundo con la tranquilidad que te da saber que estás a ras del suelo, a que me lanzaran al vacío desde una torre que a saber quién se habría encargado de revisar su seguridad. A mi ahí no me pillaban. Ja.
Será que nunca me han gustado los saltos al vacío, o será que soy una cobarde miedica. Porque por ahí dicen (los que parece que se hayan tragado un libro de filosofía), que la vida es un continuo salto al vacío y que ha de ser así, porque así es como todo adquiere sentido: arriesgando. Ellos dicen que la vida es algo así como subir una montaña escarpada en tacones, llegar sediento, sin fuerzas, sin casi respiración. Y preguntarte por el camino por qué no hiciste más ejercicio cuando tuviste tiempo, que igual, si hubieras hecho caso a quien te decía que “bajaras a correr, que nadie había muerto por eso”, ahora estarías en forma y no deforme, y con esa cara roja de sudor, flojera y desesperación. Pero aun así subes. Miras a un lado y a otro, compruebas la flexibilidad de tus rodillas y, aunque hacen crac de tanta inactividad, te rascas la barbilla en un último momento preguntándote a ti misma qué narices estás haciendo, y finalmente, saltas. Y en pleno salto, mientras las cosquillas y el terror se te concentran en el estómago hasta subirte a la garganta, sientes que aunque cayeras en duro, no te arrepentirías de haberte lanzado.
Pero claro, yo siempre he pensado que eso lo dicen los que no tienen miedo a las alturas.
¿Qué pasa con todos los demás?
Algunos tenemos miedo a las alturas y preferimos las camas elásticas al puenting, ¿y qué hay de malo en eso?
El otro día le pregunté a alguien muy majo y con mucho sentido común que me dijera por qué era malo que prefiriera saltar en blando que tirarme por un barranco. Él me dijo algo de la zona de confort y yo le contesté con un… “ya estamos otra vez con la maldita zona esa de la que todos escriben, menudo coñazo”. Pero él, en vez de mosquearse, me dijo simplemente, lo siguiente:
Mira, sé que da miedo, sé que se te ponen en la garganta cuando te aproximas al vacío… pero me tienes que creer, nadie se arrepiente una vez ha saltado. Y a ti te pasará igual.
Eso me dijo. Me dijo que nadie se arrepiente de saltar. Dijo, también, que la gente se arrepiente siempre de lo que no hace, de lo que no dice, de lo que no sale de su corazón por miedo a no encontrar un reflejo, un espejo, una contestación. Pero que una vez dejan el temor a un lado y deciden que nada podrá pararles los pies en la intención de saltar, nunca te dirán que ojalá no lo hubieran hecho. Para nada. Porque, según él, un salto trae consigo emoción, tensión, cambios. Un salto genera un nuevo hilo conductor, un nuevo guión con sus nuevos personajes, con sus nuevas frases por pronunciar, con todos sus nuevos interrogantes (y con todas sus nuevas exclamaciones).
Un salto mueve la vida hacia adelante, nunca hacia atrás.
Yo le miré despacio mientras él bebía. Y pensé, no sé por qué me vino eso a la cabeza, que nos estamos haciendo mayores.
Y cuando él se fue, me puse a pensar.
De la noche a la mañana, abres los ojos y ves que tu mayor preocupación no es saltar en o sobre los charcos, ni a la comba, ni en una cama elástica. Ves que sigues saltando, eso sí, pero diferente. Vas saltando de problema en problema, de experiencia en experiencia, de amor en amor haciendo bomba de humo que explota y se marcha para nunca jamás volver. Vas saltando por la vida de puntillas, sin mojarte mucho, sin esperar mucho, sin pensar mucho. Y cada vez lo mides todo más y dejas menos espacio a la alegría de pringarte de barro hasta las rodillas. Ahora tus rodillas solo hacen crac (y lo que te queda todavía, amigo). Y saltas, es cierto, pero no como esos señores con libros mascados comentan por ahí y a los cuatro vientos. Tus saltitos no son saltos en condiciones al vacío, son más bien de rana lisiada. Y los míos también.
Y hay que saltar de verdad. Mi amigo sin nombre tenía razón. Ahora, desde la tranquilidad que me da la silla de la peluquería donde estoy sentada, lo puedo decir…
En esta vida hay que saltar sin pensar tanto en la caída, sin pensar tanto en la seguridad, sin medir demasiado lo que provocará ese salto. Saltas y punto. Deja por un momento la racionalidad de tus horarios y tus cafés rápidos, olvida si ese jersey combina con esa falda o si ese chico al que ahora besas te llamará mañana. Hazlo. Salta. Como si no hubiera mañana, porque de hecho, podría no haberlo.
Así que.
Hazlo.
Qué más da si caes en duro.
M.
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