Reflejos vitales (parte 1)

Autor: Andrés Jesús Mena (visita aquí su blog)




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REFLEJOS VITALES (semana 1)


      En sus sueños, siempre  imaginaba las estaciones como entes diurnos. Todo estaba abarrotado de luz allá donde los trenes desfilaban, los largos raíles sin fin yendo de un lado a otro, recorridos por la mano de la naturaleza, el musgo y las hierbas que lo atravesaban, todo era un paisaje de día, tan claro que si hubiera habido fantasmas les hubieran intentado cobrar billete. Y había otro detalle que también resultaba curioso, casi por norma, él siempre estaba sólo al principio en el apeadero, algunas veces aparecían animales desde los laterales o incluso desfilando desde el interior de aquellos vagones de cola varados que se ven desde los vivos (si es que se les puede llamar así a los que se mueven). Sólo de vez en cuando y si él lo permitía aparecían algunos viajeros con sus típicas gorras a cuadros y sus maletas pareadas con paraguas, esperando el próximo tren a cualquier destino que a él le pareciera bien; había una mujer con pecas en el extremo del andén que siempre llevaba el pelo ensortijado, eran rizos pelirrojos, para más señas y cuando se descuidaba la podía ver aspirando el aire de la mañana y absorbiendo la escasa energía que se dejaba sentir desde un sol tibio. Éste a su vez, despuntaba como una gran mancha derretida (tanto que podría haberse usado para untar) y ancha en el horizonte dando ese tipo de luz descompuesta en grandes manchas del color de la tierra. Un último detalle le daba a aquella ensoñación un tono aun más genuino: llegado el convoy, éste se paraba a golpes delante de los presentes como si fuera una cobra atacando y exhalando una última nube de humo se quedaba tieso. Era liso y sin muchas florituras, combado en el costado y de un color rojizo u ocre; cuando se paraba, el protagonista se dedicaba a hablar con los escasos viajeros, cuya presencia él había permitido, y les preguntaba acerca de su destino acompañándoles hasta el vagón correspondiente, charlando acerca de las cosas más famosas de las ciudades a las que se dirigían, también les hablaba del clima y de las precauciones que debían tomar para evitar cualquier contratiempo. Todo esto era el protocolo a seguir, excepto con la mujer pelirroja.

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Ella, era harina de otro costal; aunque aparecía cuando él la invocaba, su presencia era harto vagante, unas veces pululaba, otras se movía de acá para allá, con esa gracia tan suya y esa sonrisa a medio terminar sin saber bien si estaba riendo o invitándote a seguirla para que le robaras un beso. De cualquier forma, allí estaba ella salida de donde el ánimo, exuberante, radiante, líquida como un estanque de peces moviéndose arriba y abajo, tan rotunda como el mal atragantado, deslizándose lentamente de su mano, meciéndose. No hacía falta que pidiera una nana porque el mismo tintineo de las llaves del revisor iba dándole a la situación un aire de realidad peligroso, tanto que los ojos de la de rojo se quedaban estáticos por un momento y deshaciéndose de su abrazo, se iba contoneando y moviendo cual vals que se nos fuese alejando.

Las llaves del revisor continuaban sonando, esta vez de una forma rítmica y acompasada con el movimiento de los párpados del dormido, abriéndose lentamente, acostumbrándose a la luz de la habitación, lentamente, destilando las primeras lágrimas de la mañana.

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John alargó una mano y apagó la alarma jurándose a sí mismo cambiarla para poner algo más alegre y, sobre todo, con mas substancia. Cambiaba cada cierto tiempo de melodía pero ésta llevaba ya sonando durante al menos seis meses, aquello era ya un record personal. Se incorporó en la cama y se sentó en la penumbra de la habitación, de frente a la pared blanca, era de las pocas cosas que podía verse en la oscuridad, eso y aquellas luces arrojadas desde la ventana, una mancha pálida con un pequeño travesaño y los corpúsculos fugaces de las gotas de lluvia atravesando la figura. Parecía como si fuese siempre la misma gota que cayera rápidamente rodando por el cristal, acelerando cuando alcanzaba el final del punto luminoso. El ritmo de caída, la cadencia del tránsito le hizo concentrarse en la forma en que la figura se movía y la imagen mental de una canción con aquel ritmo, con el ruido seco de una percusión aislada, le vino a la mente. El cuerpo de la canción fue creciendo dentro de su cabeza hasta llegar hasta el último de sus confines, su viejo cuerpo (espiritual) de músico se despertó raudo, como solía, e imaginó unas notas en sentido ascendente. Unas lágrimas corrían por su mejilla.

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          Después del ritual del café, se encaminó hacia la calle, el escenario en el que aparecía todos los días. Ahora en invierno, sin luz, con el escaso espacio que podía ver, se confundía con el resto de lo no visto y fantaseaba con ser un animal siniestro, pasto de comics, en alguna aventura donde el malo sucumbiera bajo su poder, el que sólo él detentaba, un influjo irremisible que postraba todo lo circundante. Pasó cerca de un poster donde se anunciaban barritas energéticas, aunque no podía observarse todo el diseño, una triste farola explotada hacía el trabajo, mostrando únicamente la boca del que se aprestaba a devorar en el momento previo a la dentellada -- un lobo acaramelado. Las demás farolas languidecían en su decepción, donando una luz tenue y carente de significado, eran bailarinas preparándose para un estreno nocturno y la calle parecía aún más larga de lo que era, terminando en una boca de túnel grande como un agujero negro que se tragaba la escasa luz que llegaba. Al otro lado del agujero estaba la estación, cuyo suelo se hallaba salteado de pequeños redondeles enviados desde el techo, allí donde anidaban las lámparas. A John, aquella disposición le encantaba, iba serpenteando por entre los puntos de luz haciendo un erótico slalom hacia el andén mientras observaba el océano de negrura frente a él. Entonces se asió a uno de los postes, uno de aquellos esforzados en dar la hora e intentó ver si girando el poste podía hacer danzar aquel reloj nocturno, una vez convencido y cansado de la inmutabilidad de su sombra, lo dejó y se sentó al borde de la plataforma con sus pies balanceando. Todo era negro delante de él, sólo algunas vetas de blanco allá donde la luz conseguía llegar y confundirse con el árido y los arbustos. Se quedó observando la escena y se imaginó a sí mismo como una parte gris del paisaje también incoloro, también indeterminado como gran parte de lo inerte a su alrededor. Lo peor de todo era la ausencia de otras personas con las que compartir aquella solitaria visión.

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Estaba enfrascado en dilemas mentales y preguntas sin fin acerca de lo visible y lo invisible, cuando los dos haces de luz del tren que había estado esperando inundaron una de las bocas del puente y poco a poco fueron focalizando en sólo dos puntos mientras el resto de la vanguardia quedaba sumida en las sombras. Dos ojos amarillos y redondos surgieron de la oscuridad y fueron iluminados progresivamente hasta desvelar el color real del tren, como el de las aceitunas: verde, sólido y oscuro. Se paró en el andén y algunas personas comenzaron a desfilar desde la sala de espera, confiando en que el revisor abriera la puerta permitiéndoles el acceso donde encontrarían algo de calor. El hombre de los billetes comenzó a desguazar el mecanismo de apertura e introdujo una llave en el lateral, haciendo que las puertas se abriesen. La gente se deslizó en el interior, ocupando posiciones alternas dentro del vagón, con un cuidado exquisito por permanecer aislados y sin compañero de viaje. Identificaron los asientos dentro de la penumbra por rectángulos que se recortaban contra la piel del asiento como si las ventanas se esforzaran por marcar el camino a los nuevos viajeros. John ocupó uno de los asientos dentro de uno de los compartimentos con un cristal completamente transparente como una gigantesca lente, él era el único en aquel departamento por el momento y tenía tres asientos más alrededor, mientras pensaba en el espacio libre del que disponía, estirando sus piernas, blancas por acción del farol situado en frente de la ventana, las letras de "no fumar" quedaron impresas sobre su pantalón, dando una  imagen bastante cómica, sonrió al darse cuenta y los próximos momentos dejaron de ser lo que habían sido para pasar a ser el pasto del silencio.

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          La acción, el centro de la historia de lo que podría pasar, colapsó en sus ojos, fijos, varados en ningún punto, había entrado en aquella región de lo no hablado/no visto/no oído que se hallaba en algún sitio de su cerebro, un lugar en el que nadie podía entrar. No había nada de valor en aquel solar mental, nada que alguien hubiera querido esquilmar, antes bien, todo eran recuerdos de otras ocasiones, unas recientes y otras pasadas hace mucho tiempo, el ritmo del discurso de ideas era lo único que distinguía aquello de una película. Mientras no hubiera ninguna otra señal proveniente del tren en el que viajaba jugaría a perderse en aquel lugar. En realidad, lo hacía incluso a plena luz del día y hablando con otras personas siempre había una parte de su mente que estaba huida, no estaba orgulloso de ello pero no podía controlarlo.

         La noche anterior había visto en su televisión una película de época, llena de elementos extraños a su tiempo, endulzados y redondeados por los efectos del polvo acumulado como el sonido de un disco de vinilo guardado durante demasiado tiempo, rígidos por el tiempo y también pudo admirar la arquitectura de los edificios en calles de adoquines, la familiaridad de sus esquinas y sus piedras encajadas y se detuvo en aquella visión por algunos momentos. Lo que más le había llamado la atención de aquellas imágenes era la forma y las facciones de los protagonistas, como el blanco y negro los había dotado de una cuarta dimensión, la de la eternidad. Ni que decir tiene que la música había revuelto todo produciendo una atmósfera irreal, densa y salteada de tensión, una tragedia en ciernes que al final se materializó en un lento resultado, los ojos del protagonista, al final, miraban a lo que no había alcanzado. El mundo analógico en su vida se había apoderado de todo poco a poco, había ensangrentado hasta el último rincón, una sangre negra y fina había penetrado en lo más hondo produciendo como descendencia a la apatía, el sentimiento de huir se le había tatuado en el alma. La culpa era de los señores de negro.

        Aquellos señores de negro, tan elegantes, de la compañía con sus zapatos largos, negros y puntiagudos vivían ensartados en sus trajes lustrosos, de ahí la violencia encubierta de lo que ofrecían, de ahí sus caras pálidas y ojeras colgantes. Ellos eran los que le habían ofrecido aquel trabajo al que a él le gustaba referirse como "las tinieblas", aquel infierno oscuro sin luz, diario, que revivía todas las mañanas, donde atravesaba prados, lagos, bosques, montañas, toda clase de accidentes geográficos, los más bellos manantiales, ríos, puentes tan antiguos como sólo él podría imaginar hasta llegar a la tierra árida que sí podía ver donde hacía tiempo que no crecía nada, ni siquiera la esperanza.

      


Todo el viaje, tanto el de ida como el de vuelta se realizaba completamente a oscuras en aquel tren, así no había posibilidad de recordar nada del camino, ni lugares ni nombres en postes, nada. Esa era la razón por la cual él siempre llevaba en su mochila un viejo libro de paisajes que había comprado hacia tiempo en un anticuario sólo que en este libro las fotos no eran en blanco y negro, ni siquiera en color, eran de aquel que se ve con las manos. Uno cierra los ojos para concentrarse al escuchar una canción que nos llega de alguna forma o deja de escuchar cuando algo se desliza en el campo de visión. John cerraba los ojos para reconocer las formas de aquel libro, los árboles, el monte, los animales y a su vez se imaginaba que estaban al otro lado de la ventana; había estado en multitud de paisajes, corrido por las lomas, observado los estanques y los movimientos caprichosos de los peces, acariciado caballos y en todas aquellas visiones había sido su tacto y la falta de fronteras visuales las que habían hecho el trabajo; el problema era que a falta de aquellas sensaciones se sentía sólo, sus ojos comenzaban a bucear en la negrura como queriendo encontrar algo que analizar, algún tipo de caladero sensorial en el que fondear pero no hallaba más que hileras de capas apagadas.

        Ya le había pasado más de una vez que al no poder ver, por causa de la desorientación, había caído del sillón. Se había echado una manta por encima y poco a poco se fue deslizando en su duermevela hasta caer del asiento al suelo, después se había despertado sobresaltado pensando que aquello había sido una broma pesada de alguno de los compañeros de viaje pero estando ya en el suelo y escuchando el sonido de las ruedas cruzando las traviesas, había pensado que aquel bien podía ser el ambiente más acogedor en el que había estado durante los últimos meses y lo que al principio era una caída fortuita al final se había convertido en una costumbre a la que acudía puntualmente una vez que el revisor había cerrado todas las puertas. Los demás le habían visto en aquella disposición y lo sabía pero no le importaba, el haber negado su ansia habría sido una pérdida de tiempo, lo único de lo que no andaba sobrado.

         Sin embargo, como con todas las cosas inconexas, tarde o temprano, alguien acaba por encontrar un nexo de unión y empieza a crear ramificaciones como se extiende la raíz de una planta. Nadie le preguntó nada y él tampoco dio explicaciones pero al comienzo del segundo mes, las mantas inundaron el suelo del coche.

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