NOCHES DE VERANO

Éramos un trío formado por la madre y sus dos hijas ,una a cada lado que cada noche de verano después de la cena dábamos un largo paseo desde la calle en la que vivíamos hasta el otro lado del río pasando por el puente viejo al otro lado de la ciudad.
Hasta llegar al puente viejo teníamos que recorrer el paseo del Marqués de Corvera que acababa en la iglesia del Carmen (punto de salida de los coloraós el miércoles santo).
Ese paseo del Marqués era el ámbito que yo podía recorrer sola, a partir de la iglesia necesitaba compañía, pero eso es otra historia.
Una vez que llegábamos al jardín del Conde de Floridablanca (cuanta aristocracia para un barrio obrero...) el paseo era más agradable, los jacarandás alfombraban con sus flores moradas la acera que pisábamos y el ficus al que yo me subía a escondidas nos vigilaba desde el otro lado de la verja de hierro que terminaba en puntas de flechas afiladas.
Yo le miraba de reojo sabiendo cuales eran sus mejores escondites y por los para subir a ellos me arañaba siempre todas piernas, luego me lavaba la sangre antes de que la viera mi madre.
Ella nos iba contando sus planes de futuro y yo me moría de ganas de llegar a la glorieta dónde nos esperaba la heladería que marcaba el punto final del recorrido y que daba paso al centro de la ciudad.
Tres cucuruchos de turrón! pedía ella y la boca se me hacía agua antes de tenerlo a mi alcance esperando morder los granitos de turrón mezclados con el helado, no sabía que me gustaba más, si el contenido del cucurucho o el cucurucho en sí, tan crujiente, y esa punta final dura rellena con los últimos vestigios del helado. En ocasiones especiales eran de nata montada, ay dios! que suprema delicia tan suave, delicada y dulce que se adentraba por toda tu boca y paladar.
La glorieta estaba de tal manera que había que bajar unas escaleras a cuyos lados el muro era lo bastante ancho e inclinado con enlosado de piedra por el que yo me deslizaba hasta llegar al final en forma de asiento. Era una sensación de victoria que solo un niño puede experimentar cuando hace lo que cree una proeza.
Cuando teníamos nuestro cucurucho relamiéndonos y lamiéndolo muy despacio, dábamos vueltas alrededor de la alargada fuente de la glorieta como si de una pequeñita Alhambra se tratara, presidiéndola el cardenal Belluga con su busto cubierto de palomas, !el cardenal tiene pájaros en la cabeza!.
Los chorros del agua salpicaban el suelo y nos servían de refresco, por encima de nosotras el cauce del río que atravesaríamos muchas veces de vuelta por el puente de hierro paralelo al viejo y que desembocaba de nuevo en el jardín de Floridablanca.
A veces si era temprano y la verja no estaba cerrada lo recorríamos y aprovechaba para subirme a los columpios y hacer el mono, cosa que se me daba bastante bien, no en vano en ocasiones me decían que parecía más un crío que una cría.
Otras veces el camino era en sentido inverso desde el "marquesado" hacia la estación de renfe, sobre todo si mi hermana tenía que echar alguna carta al buzón para que el tren correo la hiciera llegar al novio manchego.
Cómo me gustaba ir hasta la estación!. Paseábamos por el andén, con sus tiendas-kiosco abiertas aunque fueran las 12 de la noche, esos kioskos dónde mi madre cambiaba las novelas rosa ya leídas por otras con historias nuevas.
Entonces la estación estaba muy concurrida a esas horas, y el mozo que ayudaba a los viajeros a llevar su maletas hasta el vagón, a mi me parecía muy viejo, pero no debía serlo porque ya bien adulta yo aún trabajaba y me ha cogido más de una maleta.
Pero de ese recorrido y paseo viendo las vías del tren que yo me quedaba mirando con deseo de seguir con ellas hasta el infinito, lo que más me intrigaba era el hecho de echar un sobre al buzón, me parecía algo mágico que con ese gesto alguien en otro punto de la geografía pudiera leerte después. Es cierto que la magia desapareció un poco el día que mientras mi hermana introducía la mano en la boca del buzón y asomó de pronto otra que le retiró la carta con urgencia.
El susto nuestro fue grande e imagino que el jolgorio del trabajador mayor aún.
Lo más bonito de todo con diferencia era ese tren tan largo, oscuro, con sus letras doradas que indicaba en algunos vagones que eran vagones-literas. Cómo me gustaba el tren correo que salía a las 12 de la noche, la hora bruja, cómo soñaba con él.
Eran noches de verano, muy lejanas ya que se empeñan en volver a mi cabeza en estas de ahora, ruidosas, inhóspitas, insomnes...Eran noches de verano.

Fuente: este post proviene de Blog de Keyfreya, donde puedes consultar el contenido original.
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