Fiebre amarilla


Caronte se despertó sobresaltada. Megan golpeaba en el cristal de la ventanilla del Hummvy, junto a ella estaba Rut. Se había encerrado en el interior del vehículo para dormir. Necesitaba descansar y no se fiaba de su segunda. A decir verdad ya no creía confiar en nadie. Todas se mostraban distantes y extrañas con ella. No podía culparlas, su enigmático comportamiento no ayudaba. Si todo seguía igual no tardarían en amotinarse. Salió sin intercambiar palabra alguna y se dispuso a organizar la partida.

El sol se encontraba en su cénit. El calor en el interior del vehículo era insoportable. Sin las cisternas como fuente de abastecimiento de combustible tenían que economizar gasoil. El aire acondicionado de los Hummvys había quedado prohibido. Caronte se pasó el antebrazo por la frente para secarse el sudor. Miró el reloj de su muñeca. Las dos de la tarde. Se encontraban cerca de Akjoujt. El trayecto había transcurrido sin mayores sobresaltos. Casi todo el tiempo habían circulado por la carretera y debido a ello habían logrado avanzar bastante esa mañana. Observó su reloj. 25 de agosto. Si todo hubiese ido como debería en esos momentos tendría que estar disfrutando de unas merecidas vacaciones en alguna de las paradisiacas playas de su país, su amada Sudáfrica. Ahora estaba en África, sí, pero, aún con la jornada de descanso que se habían tomado en la playa, su situación distaba mucho de ser mínimamente relajante.

La radio chisporroteó, preludio de una comunicación entrante.

—Caronte, aquí Rut.

Caronte aguardó pero como no continuaban no le quedó más remedio que contestar.

—Caronte —respondió sin ganas.

—Mi Hummvy está cerca de la reserva, los demás deben andar por un estilo; deberíamos pensar en buscar combustible.

Caronte trató de ver el indicador de su propio vehículo. Megan le indicó afirmativamente con la cabeza.

—Nosotros aún podemos aguantar pero, es cierto, habrá que repostar a no tardar mucho.

El Hummvy de Rut llevaba menos combustible, seguramente esa perra continuaba con el aire acondicionado conectado.

Tras unos instantes de indecisión en los que la tripulación de su Hummvy se miraba entre sí incapaz de entender un nuevo periodo de abstracción de su Jefa, Caronte abrió el mapa y fue pasando el dedo índice sobre él hasta posarlo sobre una palabra: Akjoujt. El GPS no se equivocaba. Rodeó el nombre de la ciudad y plegó de nuevo el mapa. Una ciudad de unos 8.000 habitantes. Muchos zombis deambulando por todas partes. Antes del apocalipsis intentaba desarrollar una modesta industria basada en la explotación de oro y cobre. Sin duda sería un buen sitio para abastecerse de combustible, puede que incluso lograsen encontrar otro camión cisterna. Se volvió hacia atrás, los rostros de sus tripulantes ahora estaban más serios y no solo porque ahora fuesen más apretados, el científico y la cría se encontraban allí, no confiaba en nadie más, serían capaces de abandonarlos en pleno trayecto y no comunicárselo hasta el siguiente alto. Briony se había unido al Hummvy de Rut. Tomó el micro y comenzó a hablar.

—Caronte para todo el convoy. Entraremos en Akjoujt. Es una ciudad lo suficientemente importante como para que consigamos combustible para continuar. Permaneceremos unidas, repito: unidas. Bajo ninguna circunstancia se debe separar ningún vehículo: es una orden.

La autovía por la que circulaban se bifurcaba justo delante. La rama izquierda bordeaba la ciudad y conducía a las explotaciones mineras. La rama derecha se adentraba en el núcleo urbano. Caronte detuvo el convoy. Extendió el mapa entre sus piernas y se concentró en su lectura, contrastaba la información ofrecida por la pantalla del GPS. Megan la observó y dirigió un gesto de incomprensión a sus compañeras en los asientos de atrás.

—Caronte ¿Qué dirección tomamos?

—Parad motores y desplegaos en círculo. Que nadie dispare sin silenciador.

Dejó el micro y salió del Hummvy. Mientras todas bajaban de los vehículos, Caronte, después de retirar restos de carne de alguno de los muchos zombis atropellados, desplegó por completo el mapa sobre el capó del todo terreno y de nuevo se concentró en su interpretación.

—¿Por qué nos detenemos tanto tiempo? Los zombis ya se aproximan. Dirijámonos al aeropuerto. Allí seguro que encontraremos combustible. Según el GPS queda al este, además así no tendremos que adentrarnos en la ciudad.

Cuando Caronte levantó la cabeza se encontró con la mirada de Rut clavada en ella. A su lado se encontraban las restantes jefas de vehículo. Volvió a fijar la vista en el plano sin decir nada. Rut intercambió miradas con las otras y cogió a Caronte del brazo mientras se dirigía a ella.

—¿Me has oído? Vienen los zombis, vayamos al aeropuerto de una puta vez.

Caronte giró la cabeza hasta dejar patente que estaba mirando la mano de Rut posada con fuerza sobre su brazo.

—Quita tu mano de mi brazo.

Rut la mantuvo apretando hasta que Caronte levantó la cabeza y pudo leer en su mirada que no se iba a amilanar. En un combate cara a cara Caronte la vencería siempre. No era el momento. Apartó la mano y levantó los brazos en señal de fingida disculpa.

—Iremos a la explotación minera, al Oeste. En ella seguro que encontramos combustible. Además, la población zombi en la zona será menor.

—El aeropuerto está más cerca —insistió Rut.

—¿Cómo sabes que hay una mina al Oeste? ¿Cómo puedes saber que allí habrá combustible? —Medió Megan.

Caronte lanzó el mapa por la ventanilla al interior de su Hummvy. Luego se encaró a Megan y fue midiendo su mirada con el resto.

—Soy la responsable de esta Unidad. Forma parte de mis obligaciones conocer el entorno en el que nos vamos a mover.

—Sí pero—iba a insistir Megan cuando Caronte la cortó.

—En cinco minutos embarcamos —dio media vuelta y se alejó.

Rut rodeó el coche y alargó la mano para recuperar el mapa. Todas se situaron a su alrededor. Una vez desplegado pudieron comprobar que, en efecto, Caronte tenía marcado en su plano la ubicación de la mina, así como las distintas posiciones ocupadas con anterioridad, del resto del camino pendiente: nada.

No tardaron en alcanzar la explotación minera. Abarcaba una gran extensión de terreno. Claro que ellas solo tenían que localizar los depósitos de combustible. Caronte pasó a cabeza y dirigió el convoy hacia la zona donde se ubicaban las infraestructuras logísticas. Una vez identificados los depósitos, organizó el repostaje y la defensa del perímetro. También ordenó a uno de los vehículos dar una vuelta por toda la explotación. No quería sorpresas.

El primer Hummvy en repostar fue el de Rut. Una vez llenó el depósito embarcó a su tripulación y comunicó por radio con Caronte.

—Voy a dar una vuelta también, mejor evitar sustos.

Caronte observó confundida como el Hummvy se alejaba hasta desaparecer.

Una vez oculta de la vista del resto le ordenó a Lula:

—Al aeropuerto, date prisa.

Lula circulaba a toda velocidad. Con diferencia era la mejor conductora de todo el convoy. Por esa razón la había escogido. Bueno, por eso y por sus espectaculares pechos proporcionales a su falta de escrúpulos.

—¿Qué buscamos exactamente en el aeropuerto?

Rut fijó su mirada descaradamente en el busto de Lula mientras meditaba la respuesta. Lo cierto era que ni ella misma lo sabía. Había una idea que rondaba su cabeza como un puñado de buitres sobrevolaban alguna presa a punto de morir.

—No lo sé, tú conduce rápido.

Lula aceleró y no volvió a insistir. Esa era otra de las cualidades que la hacía insustituible, sabía mantener la boca cerrada y no cuestionaba nunca sus órdenes. Rut desconocía si era porque la respetaba, la temía o porque todo le era indiferente.

La pantalla del GPS mostró las edificaciones del aeropuerto. A pesar de circular sobre asfalto, la arena depositada sobre este se levantaba y se colaba por las ventanillas ahora abiertas. A medida que se aproximaban al perímetro del aeropuerto el ceño de Rut se iba frunciendo.

—¡Para! —Ordenó.

Los aeropuertos de Mauritania no tenían nada que ver con los que se podían frecuentar en Europa. El de Akjoujt constaba de apenas cuatro edificios y una precaria torre de control. Juntos, dos hangares, frente a ellos, un tercero que hacía las veces de terminal de carga y algo más alejado el cuarto, que facilitaba abastecimiento logístico. El nivel de asfaltado de la pista no habría superado el más mínimo de los estándares de seguridad. Sobre ella no aterrizaban vuelos regulares, de hecho, la mayoría de los aviones comerciales no habría sido capaz de tomar tierra en ese entorno.

Lo que sobre la pantalla del GPS eran un conjunto de edificaciones aeroportuarias en directo no eran más que restos calcinados de las mismas. Sobre los dos hangares descansaban los esqueletos carbonizados de sendas aeronaves, pequeñas, de hélices. El techo de lo que había sido la terminal había desaparecido devorado por las llamas. Podían distinguir restos, humanos y de todo tipo, esparcidos por todas partes, la deflagración debía haber sido brutal.

Rut descendió del vehículo. Los zombis dispersos por las pistas comenzaban a encaminar sus errantes pasos hacia la nueva distracción. Evidentemente en ese lugar no hallarían ni una gota de combustible, había ardido todo. La pregunta era cómo podía saberlo Caronte, porque lo sabía, eso estaba claro. Un zombi logró situarse frente a Rut. Se trataba de un varón, la mayor parte de su ropa había desaparecido, los pocos trozos que conservaba se hallaban adheridos, pegados a fuego sobre su piel. La parte derecha de su cara y de su tronco estaba completamente quemada, se podía distinguir con claridad el hueso ennegrecido de su mandíbula. El muerto alzó los brazos hacia Rut. Apenas quedaba carne en sus dedos. La mercenaria se agachó con sorprendente agilidad para su estatura y corpulencia y barrió violentamente las piernas del zombi. Cayó sin comprender lo que había ocurrido. Rut no le dejó incorporar, casi saltó sobre su cabeza. Sintió como los huesos de su mandíbula estallaban. Se apartó y observó al ser. No estaba muerto, los putos zombis eran casi indestructibles, soldados perfectos. Repitió la operación pero esta vez cargó el peso sobre sus dos pies y el cráneo reventado dejó escapar el poco cerebro que le quedaba. Sus extremidades carbonizadas quedaron inmóviles para siempre pero varios cientos más venían dispuestos a ocupar su lugar.

—¡Regresemos!¡Rápido! —Ordenó a la vez que se acomodaba en el asiento después de haber limpiado sus suelas de restos sobre la arena.

Lula giró y aceleró con dirección a la mina dejando atrás montones de zombis insatisfechos.

Pat le indicó a su conductora que no se acercase a las construcciones. El reconocimiento de la explotación estaba resultando tranquilo pero no se fiaba. Matty rodeó la última edificación y aceleró hacia la entrada de la mina. A un par de metros del acceso detuvo el Hummvy.

—¿Qué haces? Te he dicho que no te acerques tanto a a nada joder.

Matty se ladeó en el asiento hasta enfrentar su cara a la de Pat. El resto de tripulantes observaban indolentes desde atrás.

—¿Sabes de qué era esta mina? Lo que extraían quiero decir.

—¡Qué coño importa eso ahora! Aléjate y continúa.

—Oro —respondió Matty sin dejar de observar los ojos de Pat— extraían oro.

—Y qué más da. Ya no hay donde gastarlo —el resto de la tripulación parecía ahora más interesada en la conversación.

—El oro ha sido moneda de cambio en todas las épocas de la Historia de la Humanidad. Ni los dólares ni los euros tienen ya valor, pero el oro el oro nunca pierde valor.

Los ojos de Pat comenzaron a brillar y los cuellos de cada una de las tripulantes no podían estar más estirados. La fiebre del oro nunca se erradicaría de la superficie de la Tierra.

—Vale ¿Y?

—Ese es el acceso principal. Mira esas puertas blindadas. En el Hummvy llevamos C4. Yo digo que volemos las puertas y entremos a por el oro.

—La explosión no pasará desapercibida y Caronte

—Cuando Caronte vea el oro estará de acuerdo en que nos lo repartamos. Aquí todas estamos por dinero ¿O no?

No hizo falta mucho más para terminar de convencer a Pat. Esa era una de las cualidades del metal amarillo: lograba confundir a las personas hasta transformarlas en marionetas incapaces de razonar.

Colocaron C4 a discreción, suficiente como para arrancar los marcos de las puertas, las puertas y las paredes adyacentes y se alejaron unos cien metros. La detonación hizo temblar el suelo de toda la explotación y hubo de escucharse en muchos kilómetros alrededor. Una enorme nube de polvo escapó del boquete recién hecho, los cascotes volaron en todas direcciones. Cuando dejaron de caer y el terreno pareció dejar de temblar Matty aceleró hacia la entrada. Detuvo el Hummvy entre el polvo y descendió sin mediar palabra.

—Espera Matty, no se ve nada, espera a que se diluya el polvo.

Su conductora desapareció de la vista.

—¡Joder! Abajo, vamos —ordenó cabreada Pat.

Sin haber tenido tiempo para adentrarse en el acceso a la mina comenzaron a escuchar los disparos. Inmediatamente llegó hasta ellas un rumor que se extendía. Un rumor que conocían muy bien.

—¡Zombis! ¡Volvamos!

La orden de Pat llegó tarde, se vieron envueltas por centenares de muertos de color, trabajadores contagiados por el virus zombi. Cuerpos con sus extremidades mutiladas y sus órganos arrancados. No tuvieron tiempo de intentar comprender el motivo por el que el acceso permanecía sellado, ni la razón por la que todos esos zombis habían sido encerrados allí. Sus cerebros tan solo eran capaces de buscar objetivos y disparar. Pero la visibilidad era complicada, respirar difícil, apuntar a las cabezas: imposible. En pocos segundos se vieron superadas por la masa de zombis, el sonido de los disparos no tardó en silenciarse. Toda la tripulación del Hummvy sucumbió bajo las fauces de los trabajadores de la mina.

Caronte ya había terminado de repostar. Escuchó la explosión y presintió que algo muy malo iba a suceder. En un primer momento pensó que sería cosa de Rut, de quién si no, pero al verla llegar en su Hummvy se preocupó aún más. Desde su posición se hizo visible la nube de polvo que ascendía como el hongo de una detonación nuclear. Solo faltaba un vehículo, el de Pat. Le había ordenado comprobar el perímetro.

Sin necesidad de dar ninguna indicación los tres Hummvys se dirigieron desplegados, uno al costado del otro, hacia el lugar de la explosión. Enseguida llegó el ruido de los disparos, y tan pronto como llegó se apagó del todo. Cuando alcanzaron el foco de la deflagración se encontraron con la entrada de la mina destrozada y montones de zombis saliendo de ella en estampida, gruñendo enfurecidos. El Hummvy de Pat estaba completamente engullido por los muertos. De su tripulación no había ni rastro.

—Aquí ya no podemos hacer nada, nos vamos.

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