Escapada

Ahí estaba. Era la oportunidad que llevaban esperando. Le había costado pero tras varias conversaciones con su hija había logrado convencerla de que tenían que salir del avión. Alejarse del aeropuerto. Buscar ayuda. Y la única forma era aprovechar ese momento en que los zombis parecían alejarse, reunirse en otra parte, para escapar con un mínimo de seguridad.

Había meditado mucho la forma de salir. Tiempo no le faltaba. Según sus cálculos lo mejor sería abandonar el aeropuerto por una de las vallas de las pistas. Huir después por caminos y carreteras secundarias, donde hubiese un número menor de viviendas y, por tanto, la acumulación de personas, de zombis, fuese menor. No se veía luchando con los zombis, ni siquiera para salvar sus propias vidas.

Amanecía, eran las seis de la mañana del 26 de agosto, viernes decía su reloj de pulsera. Observó a su hija una última vez antes de despertarla. Aunque parecía dormir plácidamente, él sabía que no era así. Desde que la locura se desató ninguna noche había logrado descansar por completo y durante esos momentos siempre podía comprobar cómo su pequeña se debatía en sueños, gritaba, sollozaba y, finalmente, acababa despertando sobresaltada.

—Giulia —la movió levemente del hombro, ella se incorporó en tensión— ha llegado el momento, se han ido. Nosotros tenemos que irnos también.

La niña reculó y se arrastró hasta que su espalda se encontró con el lateral del avión. Temblaba y negaba con la cabeza.

—Ya lo hemos hablado Giulia, debemos ir en busca de mamá.

La niña pareció serenarse algo con el recuerdo de su madre pero no se decidía a incorporarse. Julio alargó la cabeza y observó por la ventanilla, todo seguía igual, ni rastro de zombis. Pero sabía que era una situación engañosa, los muertos podían aparecer en cualquier momento.

—Giulia, vámonos ¡ya!

Descender del aparato había resultado la parte más divertida para la chica. El salto sobre la rampa de emergencia había logrado arrancarle una leve sonrisa. Eso era bueno, un buen comienzo. Todo iría bien. Estaban haciendo lo mejor.

Julio seguía el plan que se había trazado una y otra vez en su cabeza. Cada uno llevaba una mochila a la espalda con alimentos y zumos. Corrían a lo largo de la pista de aterrizaje, estaba despejada y casi al final el vallado estaba arrancado. Algún avión lo arrasó antes de estrellarse. No tardaron en llegar a ese punto. Salían de la protección del aeropuerto y lo que era más importante abandonaban un lugar seguro. Cogió a su hija de la mano y los dos aumentaron el paso hasta alcanzar una zona boscosa. Ambos se detuvieron a la par. Estaban exhaustos. Todo el tiempo pasado en el interior del avión había mermado considerablemente sus condiciones físicas. Julio se dejó caer de rodillas e inspiró profundamente. Al instante, multitud de olores del amanecer fueron percibidos por su cerebro. Se deleitó con ellos y comprobó como su hija también los apreciaba. Qué diferencia con el olor rancio del interior de la aeronave. Por segunda vez en pocos minutos su hija sonrió.

Continuaron caminando. Huyendo de carreteras pero a caballo de ellas. Disponían de un pequeño mapa no muy detallado. El plan era sencillo. Dirigirse hacia el este, a la costa. Allí intentar localizar un barco con el que atravesar el Mediterráneo hasta Italia.

El sol estaba en lo alto. Julio miró su reloj, las dos de la tarde. Ambos chorreaban de sudor. Llevaban andando ocho horas sin parar.

—¿Quieres que paremos?

La niña se volvió hacia su padre, luego dio un vistazo alrededor. Seguían sin divisarse zombis.

—Vale.

Se sentaron a la sombra de un arbusto. Bebieron un zumo cada uno y comieron unas galletas mientras disfrutaban del pegajoso olor de las plantas que los rodeaban. Solo eran eso, matojos, pero les parecieron las flores más bonitas.

Julio extendió el mapa sobre la mochila y se lo mostró a Giulia.

—Estamos por aquí —le indicó— debemos llevar unos quince kilómetros recorridos.

Caminar por los márgenes de la carretera resultaba agotador. El suelo era irregular, se encontraban obstáculos cada dos por tres y tropezaban en innumerables ocasiones. Giulia había propuesto continuar por el asfalto pero su padre se había negado. Era mejor atenerse al plan trazado, hasta el momento les había ido bien, estaban agotados pero no se habían topado con ningún zombi. Era cierto que el avance era cada vez más lento pero eso era secundario.

Llevó la vista a su muñeca. El reloj le indicó que ya eran las siete y diez. Debían encontrar algún lugar en el que guarecerse. No quería pasar la noche al raso. Llevaba un rato observando una caseta al frente. Debía de ser una especie de almacén. Estaba rodeada por tierras aradas. No dispondrían de muchas comodidades pero al menos estarían protegidos de los peligros del exterior.

La casa parecía desierta. Un candado era lo único que los separaba del interior. Buscó una piedra lo suficientemente grande y golpeó sobre el candado hasta que saltó partido. Dentro apenas se veía. No había una sola ventana. Julio lamentó por lo bajo no disponer de una linterna, ni siquiera tenía un mechero. La casa, efectivamente, hacía las veces de almacén. Aperos de labranza, una carretilla, trastos por todas partes. Casi no quedaba en el suelo un lugar vacío en el que pudiesen acomodarse. Giulia se dejó caer en él sin quitarse la mochila. Su padre continuaba inspeccionando el interior. Encontró, entre un montón de trastos, unas velas y una caja grande de cerillas.

—¡Bien! —Giulia ni siquiera se incorporó para ver lo que había alegrado a su padre.

Julio apartó los trastos amontonados sobre una desvencijada mesa de madera y encendió las cuatro velas.

—¿Nos vamos a quedar aquí?

Julio observó a su hija.

—Sí. Pasaremos aquí la noche. Llevamos demasiado tiempo inactivos. Yo estoy agotado.

—Yo también —confesó ella resoplando.

Julio se asomó. Fuera no se veía a nadie. Volvió dentro y aseguró como pudo la puerta con un trozo de cuerda.

Comieron unas barritas y bebieron un zumo cada uno. En menos de media hora estaban los dos durmiendo, el agotamiento los había vencido.

El golpe lo despertó. Se incorporó y escuchó. Su reloj indicaba que eran las tres de la madrugada. El golpe se repitió. No había duda. Sonaba en la puerta. Giulia se despertó también, le agarró del brazo y se pegó a él. Julio no se movió. Sus músculos no le respondían. Alguien golpeaba la puerta, seguramente uno de esos seres, y lo único que le impedía entrar era una cuerda de guita. La situación era más angustiosa aún por la oscuridad que lo envolvía todo. Las velas se habían apagado y no se sentía capaz de acercarse a por la caja de cerillas.

El tiempo que transcurrió hasta que el alba despuntó y las rendijas que mostraba la puerta permitieron que algo de luz se adentrase en el interior de la caseta, le pareció interminable. Los golpes no habían dejado de producirse. Con diferente cadencia y con distinta intensidad pero aún se repetían. Se habían guarecido en la casa para intentar descansar y los dos estaban más agotados que cuando se acostaron. No tenía sentido permanecer así. Lo quisiera o no tenía que enfrentarse a lo que fuera que hubiese al otro lado golpeando la madera.

Julio le indicó entre susurros a su hija que permaneciese en silencio. Se arrastró hasta la esquina en la que había visto varias herramientas y cogió una azada. Tras varias inspiraciones para infundirse un valor que no poseía se decidió a soltar la cuerda. Se abalanzó sobre la puerta con decisión. La garrafa que colgaba del tejado pasó ahora a través de la puerta. A su vuelta a punto estuvo de impactar en su sorprendido rostro. Era eso. Solo una garrafa vacía que alguien había tenido la idea de colgar de algún punto del tejadillo de la caseta. Una sensación de ridículo, vergüenza y alivio a un mismo tiempo lo invadió.

—¡Cuidado!

El aviso de su hija llegó justo a tiempo. Uno de esos seres, rezumando sangre hedionda por su boca se abalanzó sobre Julio. Tan solo fue capaz de interponer el mango de madera de la azada entre las fauces del hombre y su cara. Varios dientes salieron despedidos, uno de los incisivos le golpeó en la frente. Un escupitajo de sangre oscura impregnó el palo provocándole incipientes arcadas. El muerto mordía el mango como si le fuera la vida en ello pero a medida que pasaban los segundos y se iba tranquilizando percibía que la fuerza que ejercía ese ser no era excesiva, podía contenerlo sin dificultad. Julio observó los ojos rojos de capilares reventados, el espacio de su cara donde debía haber una oreja y que ahora era una herida supurante.

—¡Papa! —La voz de su hija lo devolvió a la realidad.

Empujó con fuerza y el hombre trastabilló retrocediendo un par de pasos. Julio empuñó entonces la azada como si se dispusiera a cavar y asestó un golpe mortal al individuo, un golpe mortal para un ser que ya estaba muerto. El mellado metal se hundió en el cráneo como si de mantequilla se tratase y el zombi cayó inmóvil. Giulia le observaba temblorosa. Julio soltó la azada y vació su estómago casi sobre el zombi que terminaba de matar.

Habían transcurrido más de dos horas desde el incidente con el zombi. Caminaban una al lado del otro sin soltar palabra. Julio no podía quitarse de la cabeza la mirada de su hija tras haber acabado con el zombi. Decidió que tenía que hablar sobre ello, explicárselo.

—Giulia —se detuvo y se sentó a un lado del camino sobre la mochila.

Su hija se dejó caer en el suelo, a un par de pasos de él.

—Tenía que hacerlo, me iba a morder, yo…

La niña hundió el rostro entre las rodillas y lloró todo lo que no había llorado desde que el mundo se había transformado en un escenario de pesadilla.

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