Esta canción me recuerda a la 135. A vosotros dos. Me recuerda a la estación de Colón, al café de máquina rancio que cada dos por tres decía adiós hasta nueva orden. ¿Por qué las máquinas de café se estropean tan a menudo? Cosas sin respuesta —como el significado de la vida o el porqué de tanto capullo floreciente suelto— que nunca sabré. Qué cosas. La de cosas que han pasado en estos últimos meses. Descubrimientos, avances, atrasos, cosas, personas, plantas, conciertos, vinos y tartas. Más vinos que tartas. Y esta canción.
Esta mañana alguien que ya es como de la familia y que sabe ya casi más secretos de mí que este blog, me ha preguntado si he visto el anuncio de Elsa Pataki. Hombre claro, como para no verlo. Con esa lencería tan tan fina, ese pelazo rubio y esa belleza tan tan arrebatadora. He asentido mientras decía entre dientes que tras verlo, mirar mis cajones de ropa interior era de todo menos alentador. Como era de esperar, se ha reído. Es de risa fácil, como yo (por suerte). Y mientras volvía a fijar la vista en donde tenía que centrar mi atención —que nada tiene que ver con sostenes y tangas— he mirado de refilón mi reflejo en una de las pantallas apagadas de los ordenadores que solo están encima de la mesa como para figurar. Qué careto, he pensado. Cada vez más ojeras. Cada vez menos arreglada. Qué pintas. Yo antes molaba.
Y ahora, creo que por el trance de los cajones de la ropa interior o por el susto de ver mi mala cara de lunes por la mañana, estoy escuchando en bucle a Fangoria, que siempre ayuda. Y trato de encontrar entre sus letras algún tipo de terapia que me ayuden a redecorarlo todo, desde mi armario hasta mi vida.
Una chica a veces necesita limpiar lo que ya no se pone. Y no hablo solo de ropa.
No me voy a preocupar ni en ponerlo bonito. Primera bolsa. Tiro la falda que ya no me entra, la de los botones en medio que se abren como por arte de kilos de más. La camisa roja y blanca con la que me pillé aquel disgusto, la tiro también, que no me gusta tener cerca prendas con mal rollo. El vestido gris, también a tomar por saco. El algodón blanco, la goma desgastada, el tirante flojo. La media con carreras. Todo. Adiós. Un bolso del año de la picor con la piel más cedida de lo que debería, unos zapatos que han vivido más que muchos habitantes de esta ciudad, un sombrero que nunca jamás me llegué a poner, por aquello de que las ideas siempre tengan la puerta abierta para volar si quieren. Todo, adiós. Os dejo libres. No hace falta que volváis.
Segunda bolsa. Dudo. Miro alrededor. Hago memoria por si me dejo algo, ¿qué podría yo desterrar de aquí por siempre jamás? Y sin saber por qué, algo me hace pensar en ti. ¿Cómo se tiran las historias que han pasado de puntillas? ¿Cómo se pasa de nuevo de cien a cero? Bueno, sea como sea, no será la primera vez. Al final te acostumbras a tener el corazón a prueba de fuego, a prueba de balas, a prueba de todo. Y de nada a la vez. Siempre he pensado en la capacidad innata que tenemos los humanos para reiniciar. Y en llegar a la conclusión forzada de lo que no tiene que ser, no acabará siendo. Por ello, al final, resignados o no, nos conformamos ante el destino prefijado de ciertas historias. Pues bueno, será que tiene que ser así.
Segunda bolsa. Cojo las promesas de medianoche, las cartas a medias, las camisetas de dormir, la piel que quedó bajo mis uñas, el poso del último vaso de agua. Y adiós. Con el tiempo he entendido que cuando el agua se acaba lo más sensato es desertar. Con las horas de más he aprendido a correr cuando la alarma empieza a sonar. Porque no se puede siempre pensar que serán simulacros. Y yo ya no me pienso quedar a ver el incendio.
Porque antes que ver mi vida arder, prefiero prender fuego a mi armario, a mi cuarto, a lo que hiciera falta para volver a empezar de cero.
Por ello, escucho Fangoria, redecoro mi armario, clavo con nuevos clavos cuadros con nuevos paisajes. Trato de acabar con lo malo, como haría cualquier persona con dos dedos de frente. Y aunque los lunes todo parezca más cuesta arriba que los viernes por la noche entre copas y amigas, siempre hay un motivo para sonreír. Aunque las personas fallen o las pilas se acaben, o aunque ya no te guste la canción que suena. Al final suele ser cuestión de acostumbrarse a los nuevos acordes y reescribir la letra. Y cantar otra vez hasta perder la voz en el intento.
Porque ni tú ni yo seremos la Pataki con su lencería fina negra y su marido fornido en casa. Ni estamos tan tersas ni tenemos su cuenta bancaria. Ni sabemos fingir como ella, que es actriz. Los días malos no hay maquillaje que nos cubra el careto. Y aunque tengamos ganas de que pare el mundo… no nos podemos bajar. Nuestra rutina no incluye descansos ni retiros a pensar. Hay que avanzar andando. Un paso tras otro. Sin parar. Pero eso precisamente es lo que nos hace especiales. Esa fuerza que ignoramos que tenemos.
Así que no, no seremos la Pataki, tenemos mucho por tirar y mucho por hacer. Armarios por limpiar, chicos por eliminar, vestidos por planchar, listas interminables de acciones encaminadas a reforzar nuestra autoestima y tal. Pero siempre nos quedará Fangoria.
Y el recuerdo del viernes para sobrellevar el lunes.
M.
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