ASOMBROSOS MARCIANOS.-

Historia incluida en el libro “RELATOS INQUIETANTES DE LA NUBE” de venta en Amazon (Para seguir el enlace pinchad en la foto) (en libro y en formato para kindle).

Relatos inquietantes kd
portada relatos inquietantes


“No estamos solos en el universo ni nunca lo hemos estado” (Salvador Freixedo)

ASOMBROSOS MARCIANOS

Me había levantado muy temprano. Desde mi ventana vi asomar un tenue resplandor rosado iluminando el horizonte, poniendo fin a las negruras de la noche.

Comencé a pintar una acuarela; pretendía acabarla en el transcurso de la mañana; el plazo de entrega del concurso expiraba en breves horas y la esquiva inspiración había hecho su entrada en plena noche, de repente, tal y como solía hacer en los últimos tiempos. La primera aguada de azul ultramar quedó lista, tendría que esperar unos minutos a que secara para seguir con mi obra. Un súbito y atronador ruido de motores me arrancó del estudio, haciéndome correr al exterior. Alrededor de mi casa se extendía una inmensa llanura, preludio de un desierto de civilización que se prolongaba unos cuantos kilómetros hacia el sur. Un pequeño y coqueto jardín, bordado con los colores de la primavera, daba la bienvenida a los que quisieran visitarme.

Una nave redonda y plateada acababa de aterrizar en mi parterre. De ella descendieron con premura cuatro pequeños seres de metro y poco. Se acercaron a mí sin el más leve asomo de precaución:

—¡Hola terrícola! Venimos en son de paz. Somos…

—¡Marcianos!— Exclamé gritando sin dudar un momento.

Los individuos se miraron asombrados y comentaron:

—¿Cómo sabes que somos de Marte?

—¡Por Dios, pero si es lo más obvio del mundo!— Exclamé —¡Sois verdes, cabezones, con enormes ojos y antenas! ¡No necesito más pruebas para afirmar vuestro origen! ¿Os habéis perdido o venís a invadirnos? Porque si es así creo que deberíais haber empezado por Nueva York o Washington, no por un pueblecito de Madrid.

Mi tono sonaba tranquilo y cargado de sorna, pero los extraterrestres no se dieron por aludidos. Con su voz amable y confiada comenzaron a narrarme las peripecias de su interesante viaje hasta nuestro planeta.

Seguimos hablando de su mundo, de la tierra y mil cosas más durante un buen rato. La verdad es que resultaron ser unos conversadores excelentes, nada que ver con los protagonistas de las típicas películas de ciencia-ficción. El más bajito y de color esmeralda más intenso comenzó a relatar igual que una pequeña enciclopedia:

—“El paisaje marciano es desértico y desolado. Allí abundan los grandes volcanes en erupción; también existen cráteres de impacto de meteoritos que, por cierto, son muchos y adornan la corteza exterior de mi planeta, tachonada de dunas de arena que vuelan de un lado para otro a capricho del eterno y fuerte viento. Las montañas son de basalto y están cortadas por antiguos cauces de ríos secos que existieron hace billones de años. Los campos pueden ser de lava fría o hirviente, dependiendo de su antigüedad y se dispersan manchando la llanura. Es un planeta enorme comparado con la Tierra, pero…”

marte


Y se quedaron pensativos observando mi jardín y los alrededores.

—Pero— Dije aprovechando el intervalo —¿Cómo podéis vivir allí? ¡Parece un lugar bastante inhóspito!

—“No en el subsuelo, donde tenemos nuestras ciudades y los cauces de agua potabilizada. Raramente salimos al exterior”.

Con mirada lánguida volvieron a echar un vistazo a mi terreno. En vista de que no parecían peligrosos y no hacían ningún ademán de volatilizarme, los invite a sentarse en el porche. Fui a por unas bebidas a la cocina, ejerciendo de atenta anfitriona con tan singulares huéspedes. La limonada casera tuvo un éxito sin precedentes entre mis invitados. Sorbiendo a través de sus pajitas, vaciaron en un suspiro sus vasos y comenzaron a emitir una dulce melodía, cantando a coro, con vocecillas suaves y melodiosas. Interpreté este gesto como una forma de expresar satisfacción. Estos tiernos cánticos fueron acompañados de cambios de color en sus rostros, asemejándolos a luces de Navidad. El verde de sus caritas extasiadas se iba cambiando a azul, rojo, plateado, dorado, rosa… Así pasaron por toda una gama de matices inimaginables.

Cuando finalizaron de mostrar su complacencia, después de un buen rato, se miraron los unos a los otros en silencio y seguidamente el marciano que tenía a mi lado, metiendo su mano esmeralda entre los pliegues de su vientre, extrajo un enorme objeto.

—¿Pero cómo podías llevar este inmenso recipiente en la barriga?— Pregunté asombrada.

—Los objetos que portamos tanto en la nave como en nuestras bolsas abdominales están minimizados para ocupar y pesar solo unos gramos. Así podemos llevar todo lo que queramos sin apenas emplear espacio.

Con un encantador ademán me entregaron el objeto.

—¡Para ti, un recuerdo de nuestro planeta!

Una hermosísima maceta de material ligero y tacto metálico se erguía delante de mi cara. En el centro de la misma una margarita gigante mecía sus pétalos al son de la brisa matutina. De repente unos ojos redondos y verdes se abrieron y me miraron descaradamente desde la amarilla cara de la flor. Unos alegres ladridos y unos cuantos lametones confirmaron que mi nueva mascota no era terráquea. Me mostré muy agradecida con el regalo de la margarita-perro a quien bauticé con el nombre de “Boby” y le busqué un espacio en mi casa, de acuerdo a las recomendaciones de mis invitados.

—Ahora— Dijeron los hombrecillos verdes —Vamos a pedirte un favor. ¿Podrías hacernos de guía durante cuatro días? Serás generosamente recompensada por tu trabajo. Después de terminar esta visita, viajaremos a otro continente para proseguir con nuestra investigación.

—O sea ¡Qué somos objeto de estudio, igual que cobayas!

—No, ni mucho menos. No sois animales sino terrícolas— Respondieron a coro —Queremos convivir con vosotros y aprender de esta experiencia que será muy diferente de la de Marte. Compartiríamos estas horas contigo y recogeríamos valiosos datos para nuestros científicos ¿Nos ayudarás? A cambio te podemos pagar con lo que prefieras: cheques marcianos, aparatos de nuestro mundo, fertilizantes, mascotas…

—Lo pensaré— Contesté —De momento acepto el trabajo, con la condición de que no me metáis en líos.

Se miraron extrañados.

—No sabemos qué es un “lío”.

—Quiero decir problemas. Si nos descubren ya sabéis que vais a terminar de “cobayas” en algún laboratorio estatal, europeo o de la NASA y yo seré interrogada y puede que incluso encarcelada por admitir “ilegales” en mi casa.

—Sí, lo sabemos, hemos visto muchas de vuestras películas. Las ondas nos llegan vía satélite. Desde la primera vez que emitisteis, hace décadas, hasta nuestros días hemos seguido todas vuestras programaciones. Así aprendimos varios idiomas de la Tierra y algunas costumbres.

Decidí que valía la pena correr el riesgo, ya que ellos estaban de lo más dispuestos a vivir unos días inolvidables. Además me miraban con esos ojillos de súplica, que no pude negarme.

Me puse manos a la obra con mis nuevos huéspedes, y pensé que lo primero que haría una buena anfitriona sería intentar que mis invitados se sintieran a gusto moviéndose por la ciudad como cualquier turista. Se me ocurrió la manera de solventar el tema de su aspecto tan llamativo.

—¿Admite vuestra piel una buena capa de pintura?

—Sí, sin problemas, es menos sensible y porosa que la vuestra. ¿Nos vas a disfrazar?

—¡Claro que sí! Así no podéis ir a ningún sitio. ¡Seguidme al garaje, deprisa!

Allí, en un enorme barreño de plástico hice una mezcla de colores acrílicos de secado rápido con blanco, amarillo, verde y rojo. El resultado se tradujo en un tono “carne” de un aspecto muy realista. Las criaturas que eran muy alegres y simpáticas disfrutaron mucho cuando les enchufe el compresor y las embadurne de arriba abajo. Completamos el atuendo con ropas de mis hijos, de cuando eran pequeños, con camisetas y pantalones más o menos pasados de moda, a los que añadimos unas gorras de propaganda que habitaban desde siempre en un perchero del cobertizo. Para terminar con el toque turista, les di unas antiguas gafas de sol. Los tesoros guardados para “el por si acaso” nos habían sacado del apuro.

Ya preparados para salir, recordé mi lámina del concurso. Comenté mi problema con los marcianos y enseguida pusieron de su parte en ayudarme. Mientras pintaba unos tenues detalles, ellos hicieron mezclas con los colores que les dejé a mano. Las notas musicales de deleite no se hicieron esperar. Con su ayuda, en pocos minutos, tuve una pintura impresionista-figurativa sin parangón. Les rogué que atenuaran las efusiones músico-cromáticas, cuando estuviésemos fuera del hogar, para no ser el blanco de todas las miradas. Y sin más nos dirigimos al coche. Todos querían ir en el asiento del copiloto, así que establecí turnos para evitar peleas, igual que hice en su momento con mis hijos. A cada uno se le asignó un día para ocupar la plaza a mi lado y así comenzamos nuestro viaje.

Llegamos a Madrid en treinta minutos y buscamos aparcamiento en un centro comercial. No tuvimos más remedio que abandonar el vehículo allí, era imposible moverse por el centro de la ciudad sin caer en horas de embotellamiento. Entramos en el metro. Pasamos bastante desapercibidos entre todos los viajeros. A simple vista éramos un grupo un grupo más de los que allí se movía, formado por un adulto y cuatro niños de excursión. Con sus atentos ojos miraban todo, no se perdían detalle. Entre cientos de preguntas y respuestas llegamos al parque de El Retiro. Ante la emoción que demostraron al ver el lago surcado de alguna que otra embarcación decidimos alquilar una barca. Inmediatamente se pusieron a remar a tal velocidad que nos recorrimos el estanque en unos minutos. Se iban turnando a los remos sin rechistar muy civilizadamente. Percibía su alegre musiquilla, símbolo de su alegría desbordante, apenas audible para los que nos rodeaban. La hora de alquiler pasó en un suspiro y nos encontramos de nuevo de camino hacia un autobús que nos acercaría al Museo del Prado. Cuando alcanzábamos la salida del parque, se pararon rodeándome en un círculo.

—¿Qué ocurre? ¿Algo va mal?— El avispado de siempre contestó lo siguiente:

—Es que tenemos ganas de orinar y no sabemos las costumbres de aquí.

Les expliqué con todo lujo de detalles de qué manera procedíamos a aliviarnos en lugares indicados para este uso, llamados servicios, salvaguardando siempre la intimidad de las personas. Creo que lo entendieron perfectamente. La aclaración les dejó perplejos y, sin pensarlo dos veces, hicieron una demostración en vivo y en directo de cómo se hacía en su planeta.

Cada uno de ellos eligió un árbol, flexionaron el brazo izquierdo y, a la altura del codo, se abrió un pequeño agujero por el que comenzó a salir un líquido verdoso en cantidades asombrosas. Una nube de olor a hierba recién cortada nos envolvió. Cuando terminaron se acercaron para aclarar mis muchas dudas sobre tan extraño comportamiento.

—En Marte reciclamos todo. El líquido que expulsamos de nuestros cuerpos se aprovecha como abono para las plantas e incluso se incorpora en algunas bebidas que consumimos después. Así mismo los restos resultantes después de cada digestión, ya sin valor alimenticio para nuestro organismo, tienen su salida por uno de nuestros pliegues ventrales en forma de bolitas, que se recogen y se guardan para ser reutilizadas como humus en nuestras futuras plantaciones. Como ves no se asemeja a un acto solitario ni escondido, es una costumbre social.

El asombro me había dejado sin palabras. Los arbustos recién alimentados con tan singular jugo comenzaron a crecer a ojos vistas delante de nuestras narices. Las ramas y las hojas se fueron multiplicando, el grosor de los troncos se dobló y unas maravillosas flores se abrieron llenas de color y de un aroma a selva tropical que daba gusto.

—¡Vaya!— Comentaron sorprendidos los marcianos —¡Qué efecto tan rápido tienen aquí nuestros nutrientes! –

Alarmada por el espectáculo que se desarrollaba entre los árboles más próximos a nosotros y que comenzaba a atraer a un gran número de personas, agarré a mis cuatro marcianos y casi a rastras los llevé a la parada del autobús.

A estos extraños seres les encantaba todos los medios de transporte en los que íbamos viajando: Autocares, trenes, coches, barcas…El paseo hasta el nuevo destino les entusiasmó y me costó un gran esfuerzo hacerlos bajar en la parada correspondiente. El chicle, invento mágico donde los hubiera, obró milagros a la hora de atraerlos a mi lado. Mascando y haciendo globos los conduje a la entrada del museo del Prado.

Ya dentro del mismo y con un plano en la mano, localicé rápidamente unas cuantas obras, las más conocidas, que iríamos a ver “in situ”, para no aburrirles con el tremendo bombardeo de arte que se producía cuando uno visitaba un museo de la talla del que nos encontrábamos.

Comenzamos por el cuadro de “Las Meninas” de Velázquez que les expliqué igual que si contara un cuento ilustrado, y les fui narrando la historia de los numerosos personajes que aparecían allí retratados. Seguían el relato sin rechistar, con sus caritas estudiosas fijas en el enorme lienzo. Luego pasamos a la pintura del “Caballero de la mano en el pecho” de El Greco; los cuatro extraterrestres trataban de imitar la pose del retrato, poniéndose en fila y marcando el paso con marcialidad. Parecían un equipo de pequeños napoleones ¡Eran tan graciosos y animados! Enseguida la gente nos comenzó a observar, cosa que no me extrañaba en absoluto, resultaban encantadores.

meninas
El_caballero_de_la_mano_en_el_pecho


Cuando se cansaron de las imitaciones, les conduje hasta la siguiente obra “Las Tres Gracias” de Rubens. Nada más ver la obra, unas risitas escaparon de sus gargantas marcianas. Me tocaron los brazos y las piernas y me compararon con las rollizas mujeres de la pintura. Los hombrecitos verdes apenas tenían desarrollada la musculatura y observar el dibujo de tan ingentes carnosidades los colocó al borde del paroxismo.

tres gracias Rubens
anunciacion


Tuve que empujarlos para arrastrarlos a otro de los recintos, entre risas e hipos pudimos llegar con buen fin a la sala de Goya. La Maja vestida y la misma, desnuda, nos hacían guiños desde las paredes. Continuamos con “El Jardín de las Delicias” de El Bosco. Los marcianos se quedaron observando aquella pintura que les impactó con tan dantescas escenas, dibujando un rictus de pavor en su apostura. Temiendo que comenzaran a gemir o, peor todavía, a llorar, los conduje con una rápida maniobra hasta situarlos delante de mi obra favorita, “La Anunciación” de Fray Angélico. La luz suave del lienzo junto con la mezcla de azul y rosa pastel, combinaban divinamente con el dorado, dándole cierto aire mágico a la antigua pintura, igual que si vislumbrásemos una escena de un mundo de ensueño. Comencé a notar las vibraciones musicales que invadían a mis invitados. Uno de ellos comentó:

 —¡Ese es nuestro amigo! – Y señaló con mano segura al ángel Gabriel.

—Querrás decir que “vuestro amigo” se parece al personaje de la pintura. Comenté —¿También lleva alas la persona a la que os referís?

—¡Sí, las lleva, es él! Viene a visitarnos de vez en cuando – Confirmaron a coro. De pronto la mañana se tornó totalmente surrealista. Allí estaba con cuatro marcianos verdes como los pimientos, que conocían al arcángel Gabriel y chillaban emocionados al reconocer a aquel ser de la pintura.

           No insistí en el tema para que dejaran de armar tanto barullo. Por mi parte intenté no sacar conclusiones precipitadas sin más información. Seguramente lo confundirían con otra persona, aun así me dejaron sin palabras para un buen rato. En la tienda del museo compré a cada uno de los seres una reproducción del cuadro que eligieron sin dudar. Todos querían un dibujo de su “amigo” como recuerdo de la visita.

Ya en la calle, subimos a un autobús turístico que nos condujo por el centro de Madrid. Por los altavoces se escuchaba la consabida explicación de los edificios y monumentos que desfilaban ante nuestros ojos. Sin duda, viejos conocidos para mí que acostumbraba a patear esta parte de Madrid tan artística y antigua siempre que tenía ocasión. Después de dos horas de pasearnos arriba y abajo, decidimos ir a comer.

Y fue allí donde surgió nuestro primer problema. Me rodearon, igual que cada vez que querían consultar algo importante, y con voz preocupada me dijeron:

—Para nosotros comer es un acto íntimo, lo mismo que para los terrícolas “ir al baño”. No nos gusta hacerlo en compañía de otros compañeros, ni siquiera hablamos mientras deglutimos, no miramos a nuestros semejantes cuando mastican. Lo consideramos de mala educación.

Asombrada contesté: —¿No os parece que deberíais intentarlo? Aquí tenemos un refrán de palabras sabias que dice: “Donde fueres, haz lo que vieres”, que quiere decir que si estás viajando por otros países con otras costumbres, debes hacer lo posible por adaptarte a ellas. ¿Qué os parece? ¿Lo intentamos?

La hamburguesería más cercana estaba casi vacía. Respiré de alivio, si iban a montar un numerito no habría demasiados testigos. Pedí menús para los cinco. Elegimos una mesa cerca de los aseos. Para dar ejemplo, comencé a comer mis patatas fritas, lentamente y sin mirarlos. Despacio fueron imitándome. Por el rabillo del ojo observaba el esfuerzo que hacían para no salir corriendo. Seguimos con nuestro almuerzo y casi al final del mismo, el restaurante comenzó a llenarse de nuevos clientes. Uno de mis marcianos se paró en seco, y con cara de rendirse me miró. Le señalé los servicios con la cabeza. Cogió su hamburguesa y se dirigió corriendo hacia allí. Los demás aguantaron estoicamente hasta que acabaron.

Después de felicitarles efusivamente por el arrojo demostrado, fuimos al metro para seguir conociendo lugares emblemáticos de mi gran ciudad. Llegamos a La Puerta del Sol donde admiraron el reloj que solía marcar las campanadas de fin de año; después nos dirigimos a La Plaza Mayor y al Palacio Real. Paseamos por sus bonitos jardines, que nos acogieron con un ambiente primaveral y jubiloso. Como postre turístico elegimos contemplar el templo de Debod al atardecer.

De vez en cuando un sonido como de campana hacía reír a los hombrecillos a carcajadas. Cada gong o campanada iba acompañada, invariablemente, de una nubecilla que nos envolvía de arriba abajo. El olor era muy agradable, mezclándose el aroma de la canela con cítricos y plantas medicinales. La fragancia de pino y el perfume de flores nos siguieron durante toda la tarde del mismo modo que si llevásemos grandes ambientadores en las mochilas. Cuando me volví a observarles me guiñaron un ojo con picardía y siguieron con su batalla de ventosidades marcianas.

Con la vista de Madrid desde el antiguo Cuartel de la Montaña, dimos por terminado nuestra excursión del día. Volvimos al coche y a casa.

Nada más llegar, repararon en la existencia de un arenero que se ubicaba en un rincón de mi jardín, reservado para los niños y bebés que de vez en cuando me visitaban con sus padres. Entusiasmados con el inestimable hallazgo, me pidieron permiso para jugar allí. Desde la ventana de la cocina fui testigo de sus zambullidas en la arena, de sus baños de polvo y de la satisfacción que los mismos les producían. Tanto disfrutaban que con unas tablas y cuatro clavos les construí, en un momento, un trampolín.

El sol se ocultaba cuando aparecieron en la cocina, blancos de polvo, sin la capa de pintura, que como mudas y vacías carcasas aparecían tiradas en un rincón, preguntando si podían comer algo. Me sorprendió su propuesta:

—Podemos hacerlo todos juntos como antes, ¡tenemos mucha hambre!

A los marcianos les había gustado el deglutir en compañía, y aprovechando tan buena disposición, preparé una gran ensalada y unas tortillas que devoramos con fruición.

En el desván les monté una especie de campamento de colchonetas y almohadones, y deseándoles felices sueños los dejé acostándose. El día marciano era muy parecido al nuestro, en lugar de 24 horas, tenía 26, por lo que los ciclos de descanso se asemejaban completamente.

Al día siguiente tomamos el tren para Aranjuez. Al regresar por la tarde se repitió la escena de los baños de arena. Me sorprendió comprobar que el juego de sonido y color que sus cuerpecillos verdes despedían era una dulce melodía diferente a la del día anterior. En los días sucesivos cambiaron varias veces la extraña musiquilla que les acompañaba en los momentos de placer.

Probaron verduras, legumbres, fresas, tartas. Todo les gustaba y disfrutaban de cada monumento y de cada explicación. Eran los invitados modélicos que todos nos habría gustado tener de vez en cuando.

El tercer día lo dedicamos a conocer Segovia. Miraron divertidos el acueducto de piedras milenarias y se maravillaron con las fuentes de La Granja.

El cuarto y último día les llevé de excursión a Navacerrada. Con las mochilas llenas de bocadillos de tortilla de patata, cantimploras y termos de café, nos hicimos unos cuantos kilómetros de marcha, parando para que observaran los animales y las plantas que nos íbamos encontrando por el camino: vacas, toros, caballos, conejos, perros…Los animales sentían una especial atracción por mis invitados. Se acercaban para que los acariciaran sin demostrar el menor temor. Las montañas con sus pequeños gorros de blancas nubes nos saludaron desde la lejanía. Su imagen de paz y sosiego quedó grabada en nuestras retinas.

Tuvimos cena especial de despedida con velas, globos y toda la parafernalia que se me ocurrió. Ellos parecían los seres más felices y encantadores del universo.

Y llegó el momento de la partida. Verdes como esmeraldas recién pulidas relucían de alegría. Me abrazaron uno por uno.

—Antes de que os vayáis quiero haceros una pregunta para satisfacer mi curiosidad. ¿Qué sois chicos o chicas?

Con una enorme sonrisa llena de dientes me contestaron:

—Dos de cada sexo, siempre viajamos en parejas— Y proseguí con el interrogatorio cotilla —¿Cuál es vuestra edad? ¡Seguro que sois muy jovencitos!— Contestaron haciendo guiños:

—En cómputo terrestre estamos sobre los cuarenta o cincuenta años de los vuestros.

Mi desconcierto me dejó muda. ¡Vaya con los marcianos maduritos! ¡Menuda marcha llevaban!

Quisieron pagar por mis servicios con créditos marcianos, a lo que me negué rotundamente. Había sido una experiencia única y les estaba muy agradecida por ello. Me dejaron un montón de abono líquido y en bolitas, que con el tiempo y varias aplicaciones sobre el terreno en cuestión, en el plazo de dos meses, dieron lugar a uno de los más frondosos bosques de la región.

Con mil consejos de madre pesada les dije adiós. Prometieron volver a visitarme en un tiempo no muy lejano. Me pusieron en la mano una mini-pantalla y antes de que dijeran nada les comenté:

—¡Seguro que es para llamaros en el caso de que os necesite con urgencia! ¿Verdad?

Extrañados me contestaron:

—¿Cómo lo has adivinado?

—¡Ya sabéis, es lo que suele ocurrir en las películas!— Comenté —¡Gracias lo conservaré como un gran tesoro!¡ Adiós queridos amigos, no os olvidaré!

Un último guiño de luces anunció el despegue inminente de la nave que elevándose en el aire despareció al instante.

Boby reclamó mi atención con un ladrido. Acariciando sus blancos pétalos, observé a la margarita-perro. Era un buen testigo de que todo lo que había sucedido en los últimos cuatro días, no había sido solo un hermoso sueño.


María Teresa Echeverría Sánchez ( Escritora de novelas, libros de relatos y literatura infantil) (Para seguir el enlace, pinchad en la foto)

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